CAPÍTULO 6
La excitación giraba en torno a Leo con la misma lentitud con que se desplazaban las agujas del reloj de la pared. El que él mismo había diseñado. Mientras el momento de la cita no llegara, todo se revolvía en impaciencias. La conversación con Valèrie sobre el diseño de la silla que le habían solicitado para una muestra conjunta no avanzaba. O sí lo hacía, pero él no podía asumirla en ese momento. La perspectiva de una artista plástica dedicada al marketing debería sumar; sin embargo ahora, todo lo que no fuera Claudia y el momento, sólo podía restar.
—Entiendo lo que me dices, pero yo no puedo afrontar este diseño desde esa perspectiva utilitarista… —le dijo ya en un tono molesto.
—A ver, Leo, que el diseño es tuyo, pero no puedes olvidar no sólo la funcionalidad sino incluso las posibilidades comerciales de lo que propongas. La Bienal es un acontecimiento artístico pero también comercial. ¡A ver qué es lo que no es comercial ahora! —contestó firme su colaboradora.
—No, no me vengas con ésas. Yo te he pedido tu opinión respecto a lo que estoy haciendo desde MI CONCEPCIÓN… —El tono se iba crispando porque la inquietud y la impaciencia le estaban ganando por momentos—. ¿Lo entiendes?, MI CONCEPCIÓN. He aceptado esta historia de diseñar una silla por encargo porque entiendo que todos los grandes arquitectos lo han hecho y por la oportunidad que ofrece de cambiar la perspectiva del volumen. ¿Queda claro?
—Lo sé, Leo, y no te alteres. Pero, ¿cuántas unidades crees que se han vendido de la MR de Van der Rohe?, ¿y de la Barcelona? O de la Little Globe de Paulin… o las de Starck… Los promotores de esta idea quieren potenciar eso pero en España… —le contestó Valèrie.
—Me toca los huevos, Valèrie. Voy a hacer MI silla. No sé si la de Zada Hadid ha vendido mucho pero, en todo caso, es su silla. Yo soy un constructor de espacios. Me interesa mucho trabajar a otra escala, pero mi mundo creativo debe reflejarse en ella. Eso sucede desde la Bauhaus… Y si no, la sacas de la exposición, ¿vale?
—Lo hablamos con calma, Leo. Ahora te veo un poco estresado, ¿te parece?
—Un poco los cojones, Valèrie, un poco los cojones. Lo que no voy a consentir es que me mangoneéis el trabajo los encargados de comercializarlo. ¡En absoluto! ¿Queda claro? Pues, ¡hasta luego!
Valèrie mostró con un gesto hosco su rechazo al trato que estaba recibiendo de su jefe, pero como lo conocía, como lo admiraba, decidió no echar más leña al fuego. Sabía cuándo era mejor comerse el orgullo y dejarlo estar. Salió sin decir nada.
Leo ni siquiera pensó en lo inconveniente de su actuación. Estaba excitado, inquieto y agitado. Oleadas simultáneas de deseo y excitación le subían por la garganta hasta darle algo similar a las náuseas. Notaba su pulso acelerado y su respiración ansiosa que apenas era capaz de disimular. Quizá por eso la había emboscado en un cabreo. Cada vez era igual. Sabía lo que iba a suceder en casa de Claudia y llevaba esperándolo días. Ni el diseño, ni el dibujo, ni el sueño conseguían quitarle de la cabeza el momento ansiado. Pero ahora, cuando la inminencia y la irremediabilidad hacían correr ya la adrenalina por sus venas, todas las sensaciones se desataban.
Y todo lo que quedaba hasta realizarlo transcurría como si fuera pura ficción. Llegó a casa de Claudia como en un sueño agitado y ansioso. Así que, al fin, toda ideación iba a plasmarse. El deseo acumulado durante días se había transformado en pura energía y nada existía ya sino la necesidad de saciarlo y agotarlo y dejarse llevar por él. No quedaba riesgo ni ese asomo de culpa que le había acompañado durante los últimos días, mientras se despertaba sudoroso pensando en lo que iba a suceder.
El momento que su mente había estado recreando durante tanto tiempo estaba de nuevo ahí. Allí estaba al fin. Arrodillado. Desnudo. Allí se encontraba dispuesto a someterse a la voluntad de Claudia. Sólo en ese momento comenzaban a apaciguarse todas las tempestuosas sensaciones que había tenido. Estaba nervioso, pero su cabeza consiguió calmar, poco a poco, la tortura anticipada que le había perturbado hasta resultar gozosa.
Su excitación, sin embargo, era cada vez mayor. Era visible a través de su miembro, que la iba reflejando en su ángulo de elevación, respondiendo al sonido de sus pasos, como en una danza de apareamiento. Los pies de Claudia enfundados en unos preciosos zapatos de tacón iban marcando el ritmo de una erección que cada vez era más grande, más húmeda y más ansiosa. A la vez que su miembro se humedecía, la boca de Leo se iba secando, su respiración se agitaba y una ligera tiritona tomaba posesión de su cuerpo. Un estremecimiento le recorrió al sentir la presencia de la mujer detrás y notar el contacto de su mano sobre su espalda. Claudia, que le rodeaba lentamente sin que Leo alcanzase a percibir, con su vista amorosamente humillada contra el suelo, nada que no fueran sus pies.
Claudia, su diosa.
Claudia, que cogía su cabeza con delicada suavidad y le obligaba a levantar la vista para mirarla.
—Hola, perrito.
—Hola, señora.
Al afrontar los ojos fríos de la señora, no pudo sino pretender adivinar también en ellos el deseo que, creía, a ella también le consumía. En ese instante nacía en él una irresistible necesidad de pegar los labios a su cuerpo, de sentir su olor, su piel, su calor. La necesidad de adorarla en toda su extensión. Adorar a la mujer y en Claudia a todas las diosas posibles.
—Lame mis zapatos, perrito. Acabo de llegar de la calle. Son preciosos y están manchados. Quiero que los dejes bien limpios. ¿A qué esperas?
Claudia no movió un músculo. Permanecía impasible mientras Leo se aplicaba a su tarea a conciencia, a pesar de que el nerviosismo le había secado la boca y apenas le quedaba saliva. La mezcla del olor del charol de los zapatos y de su saliva le resultó muy excitante. Mucho. Leo sabía que no era el olor de ella, pero su cerebro lo identificaba con el de ese cuerpo que quiere adorar, que desea adorar, que va a adorar sin límites. Saliva y charol. Su mente lo había convertido ya en el olor de Claudia. El olor de su dueña que le llegaba incluso cuando no podía ponerse a sus pies. Pero ahora sí estaba allí. Estaba realmente allí y disfrutaba de su tarea. Había perdido ya cualquier noción del tiempo. En el espacio sólo quedaban sus pies y sus zapatos. Fue justo en ese momento en el que Claudia comenzó a caminar hacia su silla. No necesitaba decirle a Leo lo que había de hacer. Leo lo sabía. Siguió sus pasos caminando a cuatro patas y se detuvo ante ella, esperando órdenes nuevas.
—¿Te he dicho acaso que pares? —la voz era dura y afilada, justo como él necesitaba.
Y él sabía lo que tenía que hacer. Lo sabía desde siempre. Leo continuó su trabajo. Le gustaba. No había posibilidad de que se confundiera. No tenía que elegir. No había nada que decidir. Sólo obedecer. Obedecer. La libertad. Saber qué hacer en cada momento le hacía liberarse de toda atadura. Y amaba ese momento en que se lograba sentir más libre de lo que había sido jamás. Obedecer. A veces ni siquiera precisaba de orden alguna. Un silencio le abría el camino de su tarea. Tan sólo un silencio de su ama. Leo hubiera deseado que esa sensación le gobernase el resto de su vida y lo expresaba pegando más aún su lengua a los zapatos. Pasaba el tiempo. La posición era incómoda para su cuerpo, pero muy satisfactoria para su mente. Los pies de su ama se movían frente a sus ojos y él seguía sus movimientos con la boca como si fuera su alimento después de una hambruna.
Leo se sintió plenamente conectado con su dueña. Sin palabras. Y de pronto volvió a oír su voz imperiosa:
—¡Date la vuelta! ¡Quiero jugar con tu culo!
Sin pensarlo, el joven y mundano arquitecto, el que acababa de maltratar a una colaboradora por atreverse a darle consejos, se colocó en postura de inspección. Obedecía. No sabía lo que iba a pasar, pero lo deseaba fervientemente. Escalofríos. Notó cómo las manos de su torturadora acariciaban sus nalgas y llegaban hasta sus testículos. Un estremecimiento de placer lo recorrió perceptiblemente. La palma de la mano de su diosa era suave y Leo la sentía en la parte más vulnerable. Claudia podía ser muy cruel. No existía certeza alguna sobre si en ese instante iba a recibir dolor o más placer. El simple roce se unía a la incertidumbre hasta hacerle casi tiritar. De pronto, notó algo que le penetraba y despertaba mil agudos cuchillos de placer. Leo acertó a adivinar que era el largo y estrecho tacón que hacía unos segundos había lamido. No pudo evitar visualizarse desde fuera. Verse a él mismo, un chico fuerte, decidido y triunfador en esa posición mientras le penetraban el culo con un tacón de aguja y le despreciaban como si se tratara de un despojo. Leo tembló.
—¿Qué te pasa ahora? —restalló la voz de Claudia.
—Nada, ama.
—¿Te gusta que te metan cosas en el culo, eh perra? ¿Es eso? ¡Jajajajaja!
La risa de la mujer lo llenaba todo.
Leo estaba callado. Por sumisión y porque no sabía que decir. «Sí, me gusta, ¡joder que si me gusta!», pensó, pero a la vez estaba avergonzado, profundamente avergonzado. Por más veces que atravesara por una sesión de este tipo, nunca conseguía eliminar esa sensación de vergüenza que le daba la consciencia del placer que le producía que le humillaran.
—¡Contesta, Leo!
—Sí, ama, me encanta.
Un sonido inesperado vino a dejarse caer sobre ellos. Claudia respondió la llamada de su móvil. Inmediatamente sacó el tacón del culo de Leo mientras lo dejaba revolcándose de placer en el suelo. La dómina se levantó de la silla y, agarrando a Leo por el pelo, lo arrastró hasta el sofá en el que pensaba seguir la conversación. Leo deseaba sentir su piel y su cuerpo. Deseaba ofrecerle toda su adoración. Un solo movimiento en las piernas de Claudia sirvió para decirle que, al fin, había llegado el momento.
—No, Silvia, no te preocupes, no me molestas en absoluto. No estoy haciendo nada importante. ¡Cuéntame, anda! —seguía diciendo ella mientras, con un gesto brusco, cogía la cabeza de Leo y la metía entre sus piernas. Su boca contra su sexo. Leo no entendía, ni oía, ni sabía qué era lo que Claudia y Silvia hablaban. Sólo estaba disfrutando el momento y la que sabía era su misión.
Ahora todo era sexo. Todo, el olor y la humedad, todo sabía a libertad. No había libertad sino entre sus piernas. Leo lo sabía. Sólo con los sutiles golpes con el pie en sus testículos, Claudia era capaz de marcar el ritmo deseado. Leo sólo existía ya en un tiempo eterno, aunque terminaría pronto. Mucho antes de lo deseado. Era un objeto. Era un juguete. Ésa era toda su responsabilidad. Notó entonces un ligero temblor sacudiendo a su ama y una mano cruel que le apretaba la cabeza contra su sexo, más fuerte, más rápido, hasta casi asfixiarlo. Leo sintió su placer como si fuera suyo. Lo recibió como un regalo. Hasta el gesto de desprecio con que fue apartado y arrojado a un lado le pareció un premio que no merecía. Su libertad se agotaba y volvía a ser un esclavo de la vida.
—¡Quiero que te vayas, perro! ¡Vístete y vete! ¡Tengo cosas que hacer!
Leo comenzó a incorporarse rápidamente para ir hacía sus ropas y cumplir los deseos de su dueña.
Sólo en ese momento su ama se volvió hacia él con la luz de la clemencia. Lo agarró con inmensa ternura y le hizo reposar sobre su regazo. Besos y caricias caían sobre él y él se asía a ellas con el mismo frenesí con el que un náufrago se agarra a un tronco para seguir a flote.
Claudia, al fin, le miró a los ojos.
—Hasta pronto, juguetito. Te llamaré.
—Hasta pronto, ama. Gracias. Muchas gracias.
Leo pasó a vestirse y salió de la casa con la misma extraña sensación que ya le era tan familiar y tan querida. Gozoso y satisfecho. Avergonzado y triste.
Llamó al ascensor y esperó con una impaciencia que no sabía si llevarle de vuelta a suplicar a los pies de la mujer o hacerle correr para huir de sí mismo y de su puta perversión.
Salía del portal cuando su móvil sonó con un tono familiar. Un politono que tenía dueña.
—Leo, cielo, espérame en la terraza del bar de abajo, que me cambio en un segundo y bajo, ¿tienes tiempo, no?
—Claro, Claudia, siempre lo tengo para ti. Te espero lo que haga falta. Tranquila.
Una sonrisa había acampado en su boca mientras retiraba la silla de una solitaria mesa cobijada entre los plásticos transparentes de la terraza de fumadores. La primavera que estaba terminando era dulce pero, aun con ello, caída la noche el refugio era más comprensible así, como una incubadora. A través del plástico vio llegar ajetreada a una Claudia en vaqueros desgastados y con una camiseta que ceñía su busto de estatua. Sonreía como un ángel cuando arrastró la silla para sentarse a su lado.
—Uhmmm, ¿qué me pido? ¿Tú crees que un gin-tonic antes de cenar me mata? Jajaja, ¡qué va! Me va a sentar genial… —dijo aposentándose.
—Yo no, ¿eh? Yo con un vinito voy bien, que quiero sacar tiempo para trabajar. Excepto que quieras que cenemos…
—No, cielo, he quedado para cenar. Cosas de curro. ¿Cómo te va a ti? Dime que estás construyendo un palacio para una princesa persa —le dijo con un brillo en los ojos que sólo dejaba opción para contestarle que sólo había una princesa y estaba allí a su lado.
—¡Ojalá!
—Sabes que haría para ti el lugar más bello de la tierra… Si tuviera el dinero que costara y el lugar ideal para hacerlo. No. Estoy terminando la casa que te dije en La Finca aunque, oye, estos extranjeros ricos son la polla. Primero vienen a mí porque les han dicho que soy lo más y les haré una casa exclusiva y acorde con su temperamento, y después quieren discutirte cada decisión para intentar hacer una obviedad…, en fin, no te cuento para no aburrirte. Y también estoy diseñando una silla para una bienal de arquitectura. Mira…
Leo sacó una servilleta del servilletero y con unos cuantos trazos esquemáticos trajo hasta los ojos de Claudia el diseño sobre el que había discutido con Valèrie. Claudia lo miró con ternura y movió la cabeza en señal de aprobación…
—Es… no sé… muy distinto. Distinto a todo. ¿Crees que será cómodo sentarse ahí? ¿No se da como una sensación de vértigo…?
—¡Exacto! Es lo que busco. Si la vida es vértigo, ¿por qué no sentirlo mientras esperamos a que pase? ¿Te gusta, pues? —le preguntó con voz de niño entusiasta que busca fervorosamente la aprobación del adulto.
—Me encanta, Leo, de verdad. Sólo de ti puede salir una cosa tan hermosa y a la vez tan profundamente inquietante —le contestó y sonó como un bálsamo.
—Silla Claudia, así va a llamarse. ¿A que suena fenómeno?
—No sé, Leo. A lo mejor no es buena idea ¿no crees? —y le guiñó un ojo que era un lago oscuro de significados.
—Para mí lo será, desde luego. Silla Claudia. Haré una sólo para adorarte —le dijo con otro guiño.
Mientras reían y se tomaban la copa, Madrid decidió cambiar su rostro. Las nubes que lentamente se habían cernido sobre un cielo que ya era como un gran tintero derramado, se rasgaron en un torrente de agua que comenzó a rebotar con un ruido atronador sobre la cubierta de la terraza. En un segundo, la calle apareció como un campo de batalla en el que caían obuses de agua, uno tras otro, estrellándose en un fragor que apenas les dejaba oírse.
—¡Vaya por Dios! ¡Qué putada! Con los zapatos tan ideales que me iba a poner para esa cena… y el pelo se me va a poner perdido…— se dolió Claudia.
—No provoques, no provoques —se rió Leo.
—Voy a tener que irme corriendo, pequeño. Tengo que conseguir que me envíen un coche y que entre al garaje para poder subirme y bajarme en seco. ¿Me perdonas, verdad, cielete?
—Claro que sí, Claudia, ya lo sabes —le dijo acariciando con un dedo su mejilla—. ¿Cómo voy a querer que mi diosa no sea la más hermosa de la fiesta y que llegue mojada y horrible? Anda, vete ya! Pago yo…
—¡Gracias, eres un amor! —le dijo mientras ya se preparaba para alcanzar su portal de una carrera.
Leo la vio alejarse mientras sentía cómo la lluvia se iba convirtiendo en una cúpula que lo arropaba. Adoraba la lluvia. Amaba aquella sensación de protección que le proporcionaba. Ese manto que no permitía ver nada que no fuera las gotas cayendo duramente sobre el asfalto y ahora sobre su cara. La alzó dejando que el beso del agua le limpiara de todo. De sus pequeños y de sus grandes pecados.
El aparcamiento no estaba muy lejos. Entró algo escalofriado, ya que la lluvia había conseguido traspasar su cazadora. Subió al coche y dejó que el rugido del motor le terminara de reafirmar. Lo dejó fluir. Metió la primera y suavemente se dejó llevar hacia su vida al ritmo intrépido de los limpia. Era seguro que los diseñadores de su coche habían contando con que algo así se produjera. Al menos él lo hubiera buscado en su lugar. Parado en el semáforo, se sintió en un útero. La lluvia rompía sobre la carrocería sin posibilidad alguna de alcanzarlo. A su lado un coche muy parecido al suyo aguardaba también su turno para surfear. Logró distinguir el color. Feo color marrón. ¿Quién compraría un coche así de ese color? En un gesto muy masculino metió la primera para lograr salir el primero. Rugió el motor y lo logró. Victoria pírrica pero agradable. No sabía si volver al estudio o subir directamente a casa. O quizá dar una vuelta conduciendo. Dejándose llevar así. Entre el gruñido leve y elegante de los limpiaparabrisas y el golpe impío de la lluvia.
Volvió a parar ante una luz ámbar. Por el retrovisor divisaba los ojos de ángel de un coche que le parecía el mismo al que había logrado sacar delantera en el semáforo anterior. Uno que se había picado. Avanzó metiendo el pie en el pedal un poco más de la cuenta. Notó cómo su perseguidor se acomodaba rápidamente a su nueva velocidad. ¿Por qué lo había llamado perseguidor? ¿Era un lapsus mental o era una percepción intuitiva? No sabía bien por qué aquellos faros le resultaban inquietantes. No entendía que la marca los hubiera bautizado así. Vistos en la noche, fijos tras la lluvia inclemente, parecían las pupilas de Belcebú. Probó a hacerse el remolón. El vehículo le rebasó. ¿Ves, idiota?, ¡eran cosas tuyas!, y aún no había terminado el pensamiento cuando se dio cuenta de que el otro BMW se pasaba al carril derecho y ralentizaba la marcha para dar lugar a que él volviera a ponerse delante. Otro semáforo los dejó de nuevo alineados. Intentó ver a través de la lluvia al conductor. No pudo. Las lunas del jodido coche marrón estaban tintadas. No podía ser un coche español. No con esas lunas. Un idiota de turista. Leo siguió adelante y comenzó a relajarse. Salió de la Castellana y se adentró en las calles de su barrio. El corazón le dio un respingo. Las luces del demonio seguían detrás y la lluvia arreciaba.
Toda la adrenalina que había soltado en su encuentro con Claudia volvió a segregarse en su cuerpo. Sin placer alguno. Sólo como lenitivo de la tensión. Notó sus manos crispadas en el volante de cuero.
El altavoz rompió el miedo con un tono de llamada. Claudia’s song… Lo había hecho con cierta sorna. Ponerle al número de teléfono de Claudia un tema de Entrevista con el vampiro. Para recordar lo que ella era cuando su amor le hacía olvidarlo. Se tranquilizó. Eso era lo más peligroso que había en su vida y, sin embargo, no dejaba de tentar la suerte. Descolgó el manos libres moviendo el dedo pulgar en el volante.
—¡Hola, preciosa! ¿Pasa algo? ¿No hay carroza? ¿Irás en calabaza remojada?
—¡Naaa, tonto! Sólo que estaba pensando en ti y no he querido dejar de decírtelo. Desearía colgarme ahora de tu brazo para ir a esa cena… Por cierto, ¡estoy preciosa!
—Lo estás siempre. Eres una diosa. Recuerda…
—Era sólo para eso. Te dejo que voy tarde…
—Un beso, diosa mía. Pásalo bien.
—Lo intento. Un beso.
Colgó y se quedó satisfecho mirando al oasis de luz que sus propios faros dejaban ante él. Giró a la derecha y de nuevo a la derecha. ¡Maldita Claudia, cómo te adoro! Instintivamente elevó la vista al retrovisor… y allí estaban. Otra vez los faros. Decidió que aquello podía ser más serio de lo que pensaba. A fin de cuentas… trabajaba para tipos ricos. Mantenía algunos secretitos con ellos. A saber. Por si acaso no iba a conducirles hasta su casa. Eso era una medida de precaución de primero de seriófilo. Y él lo era y mucho. Pasó por delante de su edificio y avanzó unas manzanas más. La lluvia que tan amorosamente le envolvía en otras ocasiones se estaba convirtiendo en un problema. Necesitaba visibilidad para asegurarse de lo que veía. Aun así llegó a percibir las luces de un parking. Se decidió. Metió el coche. La barrera se cerró tras él y sólo entonces ralentizó deliberadamente la marcha. Nadie se acercó a la barrera. Bajó dos plantas y aparcó. Se dispuso a buscar la salida más lejana a su punto de entrada. Había varias. Era difícil que alguien intuyera cuál iba a usar. De las cuatro salidas a las distintas calles que abrazaban la manzana cogió la opuesta a su entrada. Al salir, la lluvia continuaba azotando inclemente las aceras. Apenas nadie transitaba en esos momentos por allí. A lo lejos vio a un par de personas refugiadas bajo una marquesina, esperando a que pasara lo peor. Decidió dirigirse hacia aquel punto. Necesitaba sentir que no era el único. No pensaba hacer nada ni decir nada, sólo sentir la gratificante presencia humana. Esa de la que huía tan a menudo.
Se aprestó a pasar por delante a paso vivo. Ellos continuaban bajo el saliente con los paraguas abiertos. Miró de reojo hacia la carretera y no vio ningún vehículo cerca. Aunque aún lejano sonaba el inconfundible sonido de unos neumáticos, apartando el agua de la calzada. Se detuvo y esperó a que el coche se acercara, pero no vio sino unos faros vulgares y respiró. Cruzó ya por delante de los refugiados con una sonrisa de suficiencia. ¡Pringados! No saber disfrutar de un buen chubasco. Ya no los necesitaba, así que incluso pensó en sonreírles.
La sonrisa se le heló en la boca.
El hombre que había bajo el gran paraguas negro era pelirrojo.