CAPÍTULO 5
Los ocho hombres y la mujer estaban ya sentados en torno a la mesa ovalada. Habían llegado hasta aquella sala de reuniones solos y sin conductor, con los dispositivos de geolocalización apagados y de forma escalonada. Todos los teléfonos se habían depositado previamente en el interior del frigorífico que se encontraba en la cocina del chalé. Apagados y en una jaula de Faraday. Una zona privilegiada y protegida de Madrid y una edificación en medio de una gran parcela cubierta de árboles. Tres puertas diferentes daban acceso al jardín. Cada uno de ellos las iba rotando según un plan preestablecido. Todo el dispositivo de seguridad era propio. Nadie traía a sus propios escoltas. La reunión de Los Berones aquella tarde tenía un elemento nuevo. Esperaban a un invitado. Era una forma educada de decirlo. Todos eran personas educadas y pulidas. Exquisitas. Estaban esperando al representante de la agencia que habían contratado para un tema delicado. Le habían citado para una hora después, pero antes tenían que ocuparse de cómo iban a encarar la reunión con él.
Hacía cinco años que Los Berones se habían constituido como una sociedad no registrada. ¿Secreta? Quizá para el gran público pero no para el poder. Si el poder no hubiera sabido de su existencia, nada habrían podido hacer. Los Berones estaba integrada por un número variable de altos funcionarios, expolíticos y cargos públicos, exministros, periodistas influyentes, militares en la reserva y en activo convencidos de la necesidad de que las verdaderas élites españolas tuvieran los resortes del poder. Lejos de creer que existiera algún tipo de problema con las castas, todos los berones estaban orgullosos de pertenecer a alguna de ellas. De eso y de ser españoles. Por eso se habían decidido a constituir un grupo similar a los existentes en otros grandes países. Cierto era que la Business Executive National of Security norteamericana figuraba en todos los registros y era posible incluso consultar su página web. La transparencia americana lo permitía. Nadie iba a extrañarse allí de la existencia de un lobby de patriotas. No sólo no les extrañaba a los ciudadanos, sino que el gobierno norteamericano aceptaba de buen grado la ayuda que el grupo de cerebros procedentes de la industria, la universidad o el ejército le hicieran llegar en forma de sugerencias, planes e ideas para mejorar la seguridad nacional. En la década de los ochenta, cuando surgió por la iniciativa de un ex alto ejecutivo de la industria minera, los esfuerzos iban dedicados evidentemente a aliviar la tensión de la Guerra Fría y a trabajar en colaboración con el Departamento de Defensa. Las cosas habían cambiado y el terrorismo doméstico y las amenazas de ciberseguridad centraban sus trabajos.
Esa fórmula era muy difícilmente importable desde Europa. Por ese motivo, los franceses habían sentido también la necesidad de darle lo que consideraban un enfoque patriótico a las cuestiones estratégicas económicas, pero lo habían hecho de una forma mucho más opaca. Les Arvernes tenía una presencia misteriosa y escasa en los medios de comunicación franceses, si bien sus objetivos de ejercer un patriotismo económico en Francia eran conocidos. Y así como ellos habían elegido el nombre de uno de los antiguos pueblos galos, aquel cuyo principal caudillo fue Vercingetorix, los españoles habían optado por llamarse a sí mismos Los Berones, en referencia al pueblo celtíbero vecino de Numancia. Ambas formaciones compartían el anonimato como un mal necesario que permitía a abogados del Estado, jueces, fiscales, generales, catedráticos y políticos en activo hacer valer sus ideas sobre el rumbo que debía tomar España sin salirse de los cauces de reserva que marcaban sus profesiones. Al menos así lo veían ellos y así lo exponían de forma genérica en sus reuniones más generales. Otra cosa era el sanedrín que ahora se encontraba reunido en una recóndita sala.
Los nueve miembros del consejo de dirección de Los Berones eran conscientes de que en muchos casos la simple tarea de lobby e influencia no servía para lograr los objetivos. No eran, por otra parte, empresas en las que pensaran fracasar, así que no dudaban, si era preciso, en embarcarse en violentas operaciones de influencia e incluso de desestabilización en las que no se respetaban del todo las reglas de, digamos, urbanidad establecidas. Claro que la suya era una cruzada ante todo española. Nunca se movían sin el conocimiento del Gobierno, al menos de aquellos de sus miembros que aprobaban un comportamiento como el suyo, porque lo consideraban necesario.
Cuando Marc Ribas llegó no se sorprendió lo más mínimo de las medidas de seguridad que se tomaron respecto a él. No sólo se dejó cachear sino que entregó voluntariamente su teléfono apagado y se dejó conducir a una sala de espera de suelo y paredes insonorizadas con corchos y telas de la más alta calidad. Estaba acostumbrado a ello. Era parte consustancial de su trabajo. Su condición de consejero estratégico de empresas de la mayor relevancia le hacía convivir con una verdadera psicosis relativa a la seguridad. No era tal psicosis. Aún sería peor a medida que las tecnologías disruptivas fueran aumentando. Lo que no tenía tan seguro era si podría fumar allí dentro. Se pasó la mano por la barba de extraño color arena. No llegaba a ser pelirroja del todo. Un día en la playa se dio cuenta, mientras jugaba con ella, que la arena también está formada por granos minúsculos de tres o cuatro colores según la zona. Igual que su vello y su cabellera. No obstante, los demás unían esa característica a su blanca piel cubierta de micro manchitas pigmentarias y, sin duda, le hubieran definido como pelirrojo. No le importaba. Sabía que resultaba más inquietante. En su trabajo era bueno a veces poder inquietar a los demás.
Había emprendido un registro sistemático de la habitación para averiguar si había algún vestigio de que allí pudiera encenderse un cigarrillo. No había ceniceros a la vista o, al menos, nada que pareciera a las claras un cenicero pero, a saber, en aquel tipo de casas éste podía estar emboscado en cualquier artilugio de diseño que pareciera cualquier otra cosa. Nada. Pero faltaban aún sus buenos diez minutos para que le hicieran pasar. Había llegado pronto. Siempre que llegaba a Madrid tenía problemas para calcular las distancias. Prefería esperar a que le esperaran, sobre todo en la primera entrevista en la que debía cerrarse el encargo. Luego, ya si eso… En otras ocasiones serían ellos los que arderían en deseos de verle aparecer con el material requerido. Dejaría los retrasos para ese momento. Siempre le daban un toque de intriga a los informes. Por si el caso no la tenía de por sí.
Había conseguido olvidarse del puto cigarro cuando un armario con traje negro y pinganillo abrió de forma inopinada la puerta. Ribas no se achantó un milímetro. Se quedó allí parado mientras lanzaba una mirada inquisitiva al recién llegado. Le pareció correcto. Ni más ni menos. Él no lo hubiera contratado. Olía demasiado a parafernalia de Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. O tal vez fuera un exsoldado al que la falta de reabsorción social le había llevado, terminadas las prórrogas de su contrato mercenario, a buscarse las habichuelas en la seguridad privada. Probablemente había servido con alguno de los miembros de Los Berones. El consultor había analizado bien lo que el cliente le proponía y, por eso, creía saber más o menos de qué iría la jugada. Era su primer encuentro con el comité, mas en el contacto previo con su interlocutor varias cartas habían quedado ya sobre el tapete. El gorila le indicó que le siguiera y él se despidió ya de la nicotina por otro largo rato. ¡Menuda putada jugar a los hombres duros sin un puto filtro entre los dientes!
Subió la escalera de la casa, flanqueado por dos seguratas, primos de la oveja Dolly. ¡Menos mal que se habían quitado las gafas de sol para estar dentro del edificio! A Marc casi se le escapó la risa. No le gustaban los remedos de nada, tampoco los de agente de seguridad. Pensó en cuántos asaltos le durarían los dos, allí en la propia escalera. Era una costumbre que tenía. Calibrar siempre, en cada situación, cómo lograría salir de ella en un combate físico. Una especie de manía, puesto que en muchos casos no existía la más mínima expectativa de violencia. No obstante, si Marc Ribas entraba a la reunión de un Consejo de Administración de una empresa del Ibex, siempre sabía qué tipo de defensa emplearía contra todos sus miembros.
Cuando los serviciales esbirros abrieron la puerta, el consultor encontró a nueve personas reunidas en torno a una mesa ovalada, en cuyo extremo quedaba una silla libre. El hombre que se encontraba en el extremo opuesto le señaló la silla, mientras le indicaba que entrara sin remilgos. Lo hizo. Se quedó un momento de pié mirándolos a todos. Y a ella, a la única mujer que había en la sala. Los escaneó. A varios incluso pudo ponerles nombre. Uno de ellos era el que había comido con él en Barcelona. A los demás los fotografió en su mente para poder ponérselo después.
—Tome asiento, Sr. Ribas —le dijo el que presidía, obsequioso.
Marc, finalmente, inclinó la cabeza en un gesto de saludo y se sentó.
—Ya sabe usted, porque se lo indicó nuestro compañero aquí presente, la naturaleza de nuestra sociedad y los fines que perseguimos. Sabe también por qué le hemos buscado. Como consejero estratégico usted está acostumbrado a buscar soluciones para problemas empresariales fuera de los, ¿cómo lo diríamos?, circuitos formales. Ése es nuestro problema, que quizás necesitemos utilizar otros cauces para llevar a buen puerto uno de nuestros empeños. —Esto fue, más o menos, lo que le expusieron—. ¿Tiene algún problema en continuar oyendo nuestra propuesta?
—Yo no me siento español —le espetó Ribas.
—Bueno, nadie le ha preguntado si lo es siquiera —le respondió el presidente.
—En la entrevista que mantuve con Goyo en Barcelona me explicó un poco las bases fundacionales de su sociedad. Sólo le indico que yo soy un profesional o, si lo prefiere, un mercenario. No me importa nada en realidad ese concepto del patriotismo económico que practican. Y eso, créame, es lo mejor. Si estuviera imbuido de un espíritu de ese tenor, estoy seguro de que no jugaría de su lado —dijo, mientras les miraba retador.
—Nada nos importa eso ahora, Ribas. Buscamos la excelencia profesional y usted se nos revela como el más apropiado para nuestro encargo. Sabemos que ha trabajado en Salamandre en Francia y que ha colaborado con Sellier. Si hay un maestro en el campo que buscamos es él y, fíjese, él es el que ha rechazado nuestro encargo por motivos patrióticos. Ellos trabajan en el campo del patriotismo económico francés. No estaba seguro de que no hubiera conflicto de intereses. En cualquier caso, le puedo asegurar que no existe conflicto de intereses catalán en esta cuestión y que le pagaremos muy bien, por si eso le deja más tranquilo —le explicó con una punta de ironía vibrante en su voz.
—Nada que objetar —se limitó a contestar el consultor.
—Pues vamos al grano. Usted ya ha sido informado de que la operación que nos ocupa afecta a un importante empresario de este país y que tal operación no puede llevarse a efecto bajo ningún concepto, ¿no es así?
—Sí, así es.
—Se trata de una operación de venta de acciones de la compañía Global de Satélites a un grupo de inversión ruso. Un grupo de inversores reales y legales, pero tras los que creemos que se encuentra una fortuna menos limpia de lo deseado. Esa compañía es una compañía española y, por supuesto, nos duele verla en manos rusas. No sabemos en qué acabará el actual devenir geoestratégico de Rusia, y esa incertidumbre usted tiene que compartirla también con nosotros, es un hombre muy bien informado.
Ribas lo miró con cierta sorna.
—Hubiera sido peor que fueran chechenios, ¿no? —le dijo sonriendo.
—Bromas aparte, Ribas, esa venta aún podríamos haberla sorteado. Tampoco Global es la líder del sector en España. No es exactamente eso lo que nos preocupa. Quede claro que en ese plural nosotros somos sólo un escalón más. Un escalón más ejecutivo, si se quiere, pero un escalón más. Insisto, lo que más preocupa a todos, incluido el Gobierno de la Nación, es el hecho de que Global tenga una participación destacada de Ibersat, la empresa que gestiona los satélites militares patrios —le informó el presidente sin que se le despeinara el bigote al utilizar esa palabra.
—Eso tiene su lógica. ¿De cuánto es esa participación?
—De un treinta y nueve por ciento. Lo que sucede es que junto a Global y al Ministerio de Defensa hay varios accionistas privados pequeños. Una oferta tentadora a alguno de ellos o a un par dejaría las comunicaciones militares españolas en manos de ese grupo de inversores… perturbador por denominarlo de alguna manera.
—Bien. ¿Han hablado con Weimar? —le espetó.
—Veo que es usted muy directo. Lo hemos hecho. No está dispuesto a renunciar a una venta que le resulta muy ventajosa económicamente. Además, está harto de su posición en Ibersat. Le metieron allí como una forma de estrechar lazos con el Gobierno anterior y lo cierto es que siempre se ha sentido maltratado. Por ellos y por éstos. Al final, cuando ha tenido otros temas de Empresas Weimar no se ha sentido lo suficientemente querido. Competencia le puso pegas para algunas fusiones. El Gobierno no presionó lo suficiente y tuvo que abortarlas. En fin, que Enrique González-Weimar es muy correoso respecto a perder dinero para ayudar a este Gabinete. A éste o al que sea. Al final lleva razón en el hecho de que los políticos no pueden ir pidiendo favores patrióticos a empresarios de su talla si luego no los van a mimar con las contratas, los requisitos legales, los conflictos empresariales o lo que sea. Así que, entiéndame, la postura de Weimar no me resulta incomprensible, pero sí inaceptable. Él también es español y no puede dejar de valorar las consecuencias de sus actos.
—A lo mejor las ha valorado ya —espetó Marc.
—Lo que ha hecho es pasarse por el forro de los cojones toda consideración —contestó encabritado ya el presidente de Los Berones.
—Correcto —insistió Ribas.
—No obstante, no se preocupe en exceso. Nosotros vamos a continuar por todos los cauces posibles con una tarea que sólo puede culminar con un éxito. Por eso necesitamos que usted estudie en paralelo otras opciones estratégicas. Queda claro que ninguna de ellas se pondrá en marcha sin la aprobación de este comité. No hace falta que le digamos lo que buscamos. Lo ideal es que Weimar se atenga a razones, pero si no se atiene a las que le demos…, tendremos otras más poderosas a las que tenga que plegarse, ¿no es así, señor Ribas?
—Así debiera ser. Como ya hablamos de las condiciones económicas en el primer encuentro puedo decirles que mi voluntad era ya aceptar su encargo. Me he permitido, incluso, comenzar a explorar el entorno del sujeto. Saben que, debido a su posición, no es demasiado fácil, pero sé cómo hacerlo. Sólo quería advertirles de que la estimación de gastos se ha hecho a mano alzada. En el supuesto de que necesitara activar colaboraciones de mayor calado para poner en marcha iniciativas estratégicas, siempre con el acuerdo de la junta, el coste de las mismas iría aparte. ¿Algún problema? —les miró un poco retador.
—Ninguno, desde luego. El tema económico no va a constituir un obstáculo. Ahora, al terminar, le entregarán una provisión generosa de fondos, un dossier económico-empresarial de la operación con todos los detalles, hasta los más nimios por si fueran necesarios, y el encargado de contactar con usted le explicará cómo puede hacerlo si fuera preciso —le dijo el hombre que comandaba todo aquello mientras se levantaba y abría así la veda para todos.
Puesto en pie, se acercó a Marc Ribas y le estrechó la mano.
—Sé que usted también pondrá el mayor interés en el asunto. ¡Suerte!
Ribas se llevó la mano a la sien a guisa de acatamiento, mientras por el rabillo del ojo alcanzaba a atisbar el culo de la mujer silente que había asistido a la reunión. Tenía un pálpito y, en efecto, era un culo regio el que salía en aquel momento de la sala de reuniones. Pena que fuera una clienta. Terminaron por dejarle solo en la sala esperando a que alguien le condujera a la salida. Se dijo a sí mismo que si tardaban más de cinco minutos, se encendía el cigarro allí mismo. Estaba ya hasta los huevos de aguantarse las ganas de fumar.
Era aún pronto para dirigirse al garito, así que se metió en cualquier sitio y pidió un sándwich de jamón y queso. Una mariconada, pero rápida. Podría escribirse todo un tratado sobre el maltrato feroz inflingido al croque-monsieur a lo largo y ancho del mundo. Claro que él no estaba en el Boulevard de los Capuchinos y con cosas peores había lidiado. Se metió uno primero y otro después. Los tipos de los belengonios o como coño se llamaran le habían dado hambre. ¡Vaya forma de emboscar en patriotismo sus ganas de poder! Esa bandera lo envolvía todo. En fin, a él no li importava res. Las pelas eran buenas y el trabajo no demasiado difícil. De facto había despejado ya parte de las incógnitas antes de aceptar de plano, así que tenía muy claro por dónde debía de empezar. Weimar tenía talones, no sólo bancarios, sino de Aquiles. Y más de uno. Así que allí estaba dispuesto a servirles en bandeja a su presa, siempre y cuando la tajada fuera buena. Y lo era. Había mucho en juego, de modo que no pondrían pegas. Lo del jamón y queso era un tropiezo porque pensaba prepararles unas buenas notas de gastos. No pudo impedir que la sonrisa sardónica se le dibujara de pleno en el rostro. El camarero le miró sorprendido, pero él aprovechó y le pidió la nota. Tenía trabajo.
Dio la vuelta a la manzana y entró en el Punk Bach. Era la tercera noche consecutiva en que se dirigía hacia los taburetes en forma de cono que se alineaban bajo las lámparas que se asimilaban a grandes sujeta cirios. Todo muy cool. Menos mal que le tocaba hacer guardia a la hora del punk. Tomó asiento y se pidió el gin-tonic de rigor. Como siempre eligió una simple Citadelle con Fever. Había abandonado ya las ensaladas alcohólicas. Tomó también un vaso de su paciencia proverbial. Se acodó y esperó. Saldría a fumar sólo cada veinticinco minutos. Palabra de boy scout. Llegó en la segunda copa y el tercer pitillo. Como lo hacía casi cada noche.
La vio entrar por el espejo de la barra. Comprobó cómo realizaba su paseo regio mientras recolectaba las miradas de admiración de todo bicho viviente. Mujeres incluidas. Aunque fuera una admiración con bilis, ella la apreciaba en igual medida. O tal vez le prestaba especial cuidado. Su larga melena negra y lisa le acariciaba el culo en cada paso. Se detuvo para echarla hacia atrás. En realidad, se detuvo porque había un tipo en la esquina de la barra que no la había mirado aún. Cuando estuvo segura de haber captado el pasmo, la admiración y el deseo en sus ojos, siguió caminando hacia el camarero que estaba lo suficientemente atónito. Le pasaba cada noche, pensó Ribas. Parecía nuevo. Marc, sin embargo, no hizo el más mínimo movimiento. Permaneció impasible, inamovible, inalcanzable, como tenía previsto. Era la tercera vez que jugaba sus cartas y sabía que cada noche estaba más cerca de conseguir su objetivo. Claudia terminaría por hablarle. No soportaría la sensación de no haber mellado su resistencia. Él le importaba un carajo, eso se daba por descontado. Era su indiferencia la que debía ser sometida y Ribas esperaba a que llegara el momento. Nada más conocer el encargo en Barcelona, puso en marcha a sus contactos en el vicio madrileño. Si quieres tener a un tío por las pelotas, es lo mejor que puedes hacer. Rió para dentro su propio chiste. Los chistes de Ribas eran un poco peculiares. De siempre. Por eso sabía de las incansables actividades del financiero. Consumía mucho material y no repetía. Eso estaba bien para no aburrirse, pero dejaba abiertas demasiadas bocas que sabían que ya no serían tapadas de nuevo. Así que allí estaba, esperando a que la ¿querida? de Enrique González-Weimar le entrara al trapo. Si hubiera sido una mujer, Ribas habría provocado que la fichara como putita de usar y tirar. Claudia era la encargada de asegurarse de que los deseos y caprichos del cabrón aquel fueran satisfechos. Como era un tío y un tío sin pasta, ni fama, ni recursos, tenía que conformarse con su conocimiento de la vida. Si era fuerte y aguantaba, estaba seguro de que la oiría decir algo a su espalda más pronto que tarde. Su hígado era de hierro y su paciencia legendaria. Dejó que la música le vaciara el cerebro y se aprestó a esperar a su presa.
No es que a él no le hiciera mella. Quizá más que a los otros, pero había aprendido a dominarse. Sin dominio no hay nada. Por eso le extrañaba que tipos como Weimar no hubieran llegado a esa conclusión y, sobre todo, no fueran capaces de ser consecuentes con ella. ¿Qué les llevaba a actuar así? Marc entendía lo del folleteo y las putas y el desmadre y todo eso. Pero, ¿qué les llevaba a dar esos pasos que los ponían al borde del abismo? Es que le daba igual Strauss-Kan que éste. ¿Por qué intentaban saltar todos los abismos? Si era evidente que en alguno terminarían por caer. ¿Qué o quién les había inoculado ese germen de autodestrucción? En todo caso él, como otros, sabía que si tienes un flanco débil, tus enemigos terminarán por descubrirlo y utilizarlo. Si eres avaricioso, lo usarán para hacer de ti un corrupto. Si eres vicioso, acabarán por tener pruebas y exponerlas públicamente. Así van las cosas.
Claudia estaba imponente. Sin paliativos. Marc era capaz de vigilar por el rabillo del ojo o a través del espejo sobre el que estaban colocadas las botellas en la pared, o bien simulando que leía el móvil y usando la cámara. Se recreó también en sus largas piernas, su culo perfecto y sus tetas imponentes. En la brevedad de su cintura, derramándose sobre unas caderas perfectamente cinceladas. Claudia era el prototipo de tía buena del momento. Habría tenido que meterle algo de pasta, claro, pues la naturaleza no proporciona tal volumen de grasa pectoral a personas tan delgadas, pero había quedado icónica. Una Pamela Andersen morena y alta con los ojos verdes. Ahí es nada.
Dejó de despistarse. Con la copa en la mano, Claudia se dirigió a una mesa en la que estaban sentadas dos chicas. Guapas. Frívolas. Sabía lo que iba a comenzar a suceder. Ella utilizaría todas las armas del depredador por encargo. Su propio rol con Gonzáles-Weimar dependía de la perfección que alcanzara en esta tarea. Eso estaba claro. Había muchas otras cosas que Ribas debía saber sobre ella y a esa misión dedicaría todo el tiempo necesario. No podía dejarla en otras manos. Cuando has encontrado la burbuja en el acero, no hay que parar hasta que la pieza parta, y él tenía ante sus ojos una hermosa burbuja.