CAPÍTULO 16
Leo no daba crédito. Tenía que ser una alucinación. Mientras regresaba del despacho de Valèrie —en el que había estado viendo unas pruebas de prensa— al suyo, pasó cerca del espacio que ocupaba la recepción y entrevió a una mujer que le pareció Claudia. Era imposible. Había muchas mujeres esculturales con largas melenas negras. Era parte de su obsesión pensar que en Claudia convergían todas las diosas y que toda diosa sólo podía ser ella. Quizá era producto de la inquietante realidad de su ausencia, del vacío que dejaba su falta de respuesta a los mensajes o las llamadas que ya no atendía. Había una sima abierta en su interior, pero Leo no quería afrontarla. No en aquel momento.
Aun así, su corazón palpitaba con fuerza.
Cuando llegó a su estudio, se sentó en el sillón esperando a que aquella sensación pasara. Había aprendido con Irene cómo gestionar aquellos picos de pánico. Comenzó a respirar tal y como le habían dicho. Pasará. Intentó limitarse a vivir el instante presente. Allí no había nada amenazante. Objetos conocidos y amados. Sólo sus colaboradores se afanaban fuera. Estaba a salvo. Según iba recobrando el dominio de sí mismo, le iba asaltando la duda de por qué pensar en la presencia física de Claudia había estado a punto de provocarle un ataque de ansiedad. ¿Cuándo el deseo había dejado paso al miedo? ¿Qué le estaba pasando?
Unos nudillos sonaron contra la puerta.
Leo dio un respingo.
—¡Pasa! —le dijo a su asistente, seguro de que era él.
La puerta se abrió. No se había equivocado. Todo era cotidiano y previsible. Aun así, notó el temblor de sus manos que tenía apoyadas en la mesa precisamente para contenerlo.
—Leo, tienes una visita que no estaba programada. Insiste en esperar a que puedas atenderla —le dijo su asistente.
Su corazón se volvió a desbocar. Absurdo pero incontrolable. Leo estaba muerto de miedo.
—¿Quién dice que es? —consiguió vocalizar.
—Una abogada. Dice que ya te ha llevado otras cosas y que viene a ver si la necesitas.
—¿Una abogada? y ¿cómo se llama?, ¿quién es? No tengo ni idea… —dijo, más calmado, Leo.
—Claudia, Claudia Verín. Dice que ya ha trabajado para ti…, ¿la conoces?, ¿vas a verla?
Leo necesitó menos de un átomo de instante para saber que nunca podría negar ni una ni dos ni tres veces a Claudia. La certeza de que era ella la que le esperaba le devolvió una suerte de calma, basada en la irremisibilidad del encuentro.
—¡Ah, claro, Claudia! Sí, sí, sé quién es. Pásala ahora, porfa. Hace tiempo que no nos veíamos y me ha pillado de sorpresa.
Mientras su ayudante iba a buscarla, Leo se quedó flotando en una sensación de irrealidad absoluta. Claudia estaba allí. Claudia estaba en su estudio. Claudia iba a atravesar la sala en la que trabajaban sus colaboradores e iba a entrar en su despacho. Claudia salía de sus fantasías para penetrar en su vida cotidiana. No sabía qué podía significar aquello ni qué consecuencias tendría, pero una erección le evitó pensar mucho más. Permaneció expectante, concentrado en el rectángulo de la puerta.
Al abrirse, su ayudante se apartó y en el umbral, recortada contra el derroche de luz que se derramaba sobre la nave del estudio, apareció Claudia.
La luz rodeando el cuerpo de Claudia.
Los tacones de Claudia rebotando contra su suelo de caliza natural.
Se levantó para honrarla.
Su voz le provocó un estremecimiento en la garganta.
—Hola, Leo.
—Hola, Claudia.
Llevaba un vestido rojo de seda fluida. Ni siquiera era ceñido. No hacía falta. El movimiento del tejido contorneaba su silueta en momentos fugaces. Llevaba un abrigo sobre el brazo. La Venus de las pieles venía a visitarle. Con naturalidad la cogió del brazo y la llevó hacia la parte del despacho donde se encontraban el sofá y los sillones en los que instalaba a las visitas que merecían más que una fría mesa de despacho. Claudia, resueltamente, eligió uno de los individuales y tomó asiento. Leo se quedó mirándola, casi por primera vez dominando un plano picado. Se dirigió hacia el extremo del sofá que quedaba junto a ella y se sentó, no sin mirar de reojo sus pies y sus zapatos.
—No te esperaba por aquí, Claudia, y menos después de estas semanas de silencio. ¿Por qué no has contestado a mis mensajes o a mis llamadas? —le preguntó.
—Por el mismo motivo que he venido a verte, Leo. Escúchame. He venido a hablarte y no de cuestiones sentimentales.
El arquitecto sintió perfectamente cómo la mujer cogía las riendas y no opuso resistencia.
—Necesito tu ayuda, Leo. Por eso he venido. Tengo problemas, por eso no te he llamado. Pensaba que podría estarme tranquila hasta que escamparan, pero eso no va a pasar, así que recurro a ti.
—Haces bien, Claudia. ¿Qué te sucede?
—Empecemos por el principio
—Sí, suele ser lo mejor —animó Leo con una sonrisa.
—Enrique González-Weimar ha sido asesinado, como sabes —dijo, seca y resolutiva.
A Leo se le congeló la sonrisa. No veía la relación, pero si la había, eso iba a destapar la caja de los truenos.
—Perdona, pero no entiendo, Claudia. ¿Qué tiene que ver eso con nosotros?
—A estas alturas supongo que ya lo sabes, Leo. No te hagas de nuevas. Esto que me trae aquí es urgente…
—¡Claro que sé que lo han matado! —respondió.
—Sabes más cosas. Y tienes que saber por qué estoy en apuros…
—¿Lo estás?, ¿por ese tema? —Leo estaba perplejo.
—Leo, venga, dejémonos de niñerías. A estas alturas ya tienes que saber que yo conocía a Weimar, es más, que yo era el ama de Weimar. Has tenido que deducirlo porque no eres tonto y tienes todos los elementos. Deja de jugar. Pensaba que la insistencia de tus llamadas tenía que ver con ello.
Leo no había atado cabos, pero sentía que en aquel momento su mente era un puro caos de sensaciones.
—No, Claudia, no te llamaba por eso. No había pensado para nada en ello. Tranquilicémonos. ¿No quieres contarme con calma? Tenemos tiempo. ¿Te pido algo de beber?
Leo no sabía cómo quitarle hierro al temor de estar subyugado por una asesina.
—Sí, será lo mejor —asumió Claudia—, empezaré por el principio.
El crujido del cuero demostró que la hermosa mujer estaba tomando posiciones en el sillón para comenzar un largo relato. Leo, sin embargo, permanecía con un codo sobre la rodilla y su barbilla apoyada sobre su mano. Alerta. Atento. A la espera.
—Hace años que conozco a Enrique. Casi una década, diría yo. Nos encontramos por primera vez en una de las fiestas de Les Chandelles, uno de los clubs libertinos y de intercambio más selectos de París. Yo iba a menudo con una de mis amigas, con la que compartía ciertos fantasmas. Éramos eventualmente amantes. Algo esporádico. Allí era el pan de cada día encontrarte con gente guapa o como quieras llamarlo. Lo que tú eres, sin ir más lejos. Gente del show business francés y europeo, algunos norteamericanos, pero también grandes empresarios e incluso políticos franceses y de la Unión Europea. Eran noches salvajes en el centro del poder. No éramos muchos españoles, así que acabé conociendo a Enrique. No había nada similar en España, este país que será pacato hasta el fin de los tiempos. Entiéndeme, me refiero a que no hay nada tan libre ni tan aceptado, aunque sí mucha sordidez oculta. Les Chandelles estaba a dos pasos del Palais-Royal y era imprescindible acudir de etiqueta y con las cartas de recomendación necesarias. Tras un par de encuentros allí, comenzamos a vernos en Madrid.
Leo la escuchaba como hipnotizado.
—No voy a hacerte un recorrido por nuestros gustos sexuales. Piensa en todo lo imaginable y aún te quedará un camino por hacer. Enrique era insaciable. Nunca había suficiente sexo ni demasiado atrevimiento ni suficiente peligro. En Les Chandelles había una pequeña sala sado y él había hecho algunos pinitos. Sus relaciones con las mujeres eran normalmente descarnadas y, si no podemos llamarlas violentas, sí podríamos considerarlas bruscas. En la sumisión descubrió un nuevo reto. Algo que se apartaba de todo cuanto había imaginado jamás. Y él, ya sabes, buscaba siempre algo más allá, incluso más allá de lo que podía imaginar.
Claudia se quedó un momento pensativa, como si se regodeara en algunos recuerdos que en aquel momento rememoraba con mucha intensidad.
Continuó.
—Me quiso su ama. Yo era entonces todavía una diletante. Ni siquiera era una vertiente de mí misma que hubiera explorado más allá de la transgresión momentánea. Acordamos, y digo acordamos porque fue una decisión compartida, que si íbamos a hacerlo lo haríamos bien. Muy bien. Me decidí a ingresar por una temporada en OWK para conseguir convertirme en la mistress que Enrique deseaba y yo ansiaba darle…
—Perdona, Claudia, ¿estuviste realmente en The Other World Kingdom? Yo pensaba que no era sino una fantasía en la web. Un mundo con el que soñar y un sitio en el que encontrar vídeos que satisfacían las necesidades de morbo… ¡Tú estuviste de verdad! —exclamó, asombrado, Leo.
—Existe o al menos existía. Lo pusieron a la venta en un momento dado. No sabría decirte, porque me desligué de ellos. Mi intención real no era formar parte de la guardia de Patricia o perpetuarme allí, sino aprender y entender qué significaba ser una verdadera dómina. Tú sabes, porque los has probado, que lo aprendí.
—Lo hiciste, Claudia. No cabe ninguna duda —musitó el joven.
—Como casi todas las cosas en esta vida, sólo tiene un secreto: ser capaz de disfrutar con lo que haces. Allí aprendí la filosofía de la Femdom y descubrí el placer que hallaba en ella. Todo lo demás vino rodado…
—¿Cómo era aquello? ¿Qué hacías en el día a día? ¡Anda, cuéntame! —Leo, como un gato ante un plato de leche, se relamía, olvidado ya de asesinatos o problemas. Quería saber más allá de cualquier otra consideración.
—No, Leo. Otro día. Eso nos llevaría por un camino que no es el que debemos tomar ahora. He venido a hablarte en serio, no a ponerte cachondo, ¿vale?
Le miró con una cara cuajada de rigor que le impresionó. El silencio se hizo entre ambos.
—Continúo —volvió a iniciar su relato Claudia—. A la vuelta, toda nuestra pasión se desbocó. Fueron días muy felices. Días que duraron más de un año. Luego, la forma de ser de Enrique volvió a aparecer. Él no quería oír hablar de una suerte de amor que nosotros honrábamos de una forma diferente a otras parejas. Todo lo que yo había aprendido y todo mi amor comenzaron a incordiarle. Quería más. Enrique siempre quería más y era entonces cuando te podías dar cuenta de que sólo habías sido un instrumento para él. Sólo que yo entonces no quería darme cuenta. Así que empezó a pedirme cosas. Pruebas de mi amor, decía él. Acabe convirtiéndome en su proveedora de placer. Yo me encargaba de buscarle las mujeres y de preparar las escenas que él quería. Yo organizaba las orgías. Sí, esas a las que tú asistías…
Leo hizo ademán de protestar, pero Claudia lo calló poniéndole levemente la mano sobre la boca.
—¡Déjame terminar antes de decir nada! Sabía lo que quería y pronto encontré la forma de surtirle de las mujeres no profesionales que él buscaba. No había problema con el dinero, como puedes imaginar. Mientras, continuaban nuestros encuentros BDSM, que eran discontinuos. Unos meses muy abundantes y, luego, con intervalos de vacío en los que yo sólo servía para cazar carne nueva. El quería además más cada vez en el campo de la Femdom. Una de las cuestiones que le obsesionaba era la de compartir su sumisión con otro hombre. Quería ser visto en esa actitud humillante por otra persona que compartiera con él su humillación. Claro que Enrique nunca fue un hombre sencillo. Cuando me lo propuso, entendí que debía salir a reclutar un partenaire para esta nueva fantasía, pero él no estaba dispuesto a compartir esa escena con cualquier desconocido ni se conformaba con algo tan prosaico como eso. Así que, te elegimos.
La pausa fue profunda y dejó a Leo suspendido sobre sus dudas.
De hecho, Claudia calló dramáticamente, a la espera de una pregunta que era obvia.
—¿Cómo que me elegisteis? —murmuró Leo.
—Sí, Leo, te elegimos o más bien te elegí y Enrique dio su visto bueno. ¿Recuerdas la fiesta en la que nos conocimos? —preguntó de forma retórica.
—Claro, Claudia, ¿cómo no iba a recordarla? —le respondió Leo.
—Me gustaste. Había algo en ti que me atrajo desde el principio y que supongo que fue tu atractivo físico y mi seguridad en que eras un sumiso. Quise que fueras mi sumiso. No me equivoqué. Recuerda que me bastó sacar a relucir en la conversación aquellos guiños sobre mis pies, para que te dejaras ir y acabaras dejando totalmente a la luz tu tendencia sexual.
—Lo recuerdo como si fuera hoy, Claudia —reconoció.
—Entonces decidí tener las dos cosas en una. Yo necesitaba ya un sumiso real. Lo de Enrique había evolucionado a un punto que ya no me satisfacía. Tú eras perfecto para ser mi esclavo. Sólo necesitaba que Enrique te aceptara también. Al principio no estaba conforme, puesto que estabas aún demasiado lejos de su mundo. Me pidió que exploráramos más su mundo, que encontráramos a alguien como él, con poder y posición, al que yo fuera capaz de conducir a una situación de ese tipo…
—Entonces, Claudia, ¿era él el que estaba allí aquella vez? —le dijo con un deje de temor en la voz.
—Lo era, Leo, lo era, pero ya verás cómo hasta eso te parece poco relevante cuando termine —le espetó Claudia.
La mente de Leo estaba rememorando aquella escena. Recordaba al hombre con la máscara de látex en la otra habitación y recordaba las cosas que ella le había hecho hacer delante de él y con él. Una oleada de malestar le recorrió el tubo digestivo.
—¿Cómo me hiciste eso, Claudia? Sabes que yo confiaba, confío en ti de forma incondicional.
—Lo hice porque es lo que siempre habíamos pensado hacer, Enrique y yo. Lo hice porque yo deseaba hacerlo y, por último, lo hice porque sabía que tú lo ibas a disfrutar, como de hecho lo hiciste —le contestó imperturbable.
—Es cierto, Claudia. Lo disfruté aunque ahora no soporte reconocerlo.
—¡Déjame seguir, anda! —dijo, imperiosa, la mujer—. Como te he dicho al principio, no cuadrabas con la fantasía de Enrique, pero yo sí quería poder tenerte como sumiso sin que él pusiera pegas, así que te hicimos a medida de su fantasía.
Leo se quedó clavado, esperando oír lo que muchas veces había temido: que su carrera meteórica no se debía solamente a su genio. Sabía que era eso lo que Claudia le iba a contar en aquel momento y no hizo nada por impedírselo.
—Así que decidimos convertirte en alguien de su mundo. Tenías talento y condiciones para ello y yo lo sabía —le dijo dedicándole una sonrisa dulcísima—. Fue entonces cuando te hablé de un amigo que quería remodelar su piso frente a Los Jerónimos y te di todas las pistas necesarias para que tu proyecto fuera exactamente el que encantara a los Weimar. Tengo que decirte que es cierto que después Enrique quedó deslumbrado. Le maravilló la forma en la que habías plasmado sus necesidades y sus ideas y la novedad que le habías aportado a la reforma. Le encantó que todas las revistas de arquitectura la incluyeran como ejemplo de hacia dónde avanzaba la nueva arquitectura. Todo eso cuadraba a la perfección con la imagen que Enrique quería proyectar de sí mismo al mundo. Como todos los narcisistas, se alimentaba también de la gloria de los que le rodeaban y se debían a él. Además, como después has visto, personalmente le caíste muy bien. Dentro del plan inicial no se trataba de que te incluyera en su círculo personal o familiar, pero de hecho lo hizo. Ahí tuviste un privilegio que yo nunca pude disfrutar. Eras tan juguete sexual como yo, pero te distinguió como yo no conseguí jamás —dijo, pronunciando con un pesar que le hacía arrastrar las sílabas.
Leo no estaba tan anonadado como para no aprovechar el momento. Una punta de indignación iba repuntando sobre su vergüenza y sus dudas. Le habían utilizado y eso no era un plato fácil de digerir.
—Y tú qué sacaste, ¿pasta? —le lanzó a la cara a guisa de insulto y como tal fue recibido.
—¡Pero qué intentas ahora!, ¿llamarme puta? Sabes que no lo he sido nunca. Entiendo que estés dolido, pero no lo pagues conmigo o no sólo conmigo. Yo sólo busqué la forma de hacerte mío. Él no me hubiera permitido tener otro juguetito si no hubiera tenido interés en él. Y además, tu vida cambió. No puedes quejarte. No, yo no sacaba dinero. Es cierto que Enrique me regaló un millón de euros como prueba de amor hace ya mucho tiempo, pero eso para él sólo era calderilla y lo sabes. Si te pones a mirarlo, tú has ganado mucho más que eso con tu amistad con él y yo no voy a llamarte puto por eso, ¿no es cierto?
Las espadas quedaron en alto por un momento, pero ninguno de ellos se atrevió a dar un golpe mortal al otro. Sin embargo, la perturbación de Leo era profunda y dolorosa y en aquel mismo instante supo que no iba a ser fácil de sanar. Sin saber cómo, pensó en Irene.
—Pero no me desvíes de lo que he venido a decirte. Todo esto era sólo un prólogo para que entendieras hasta qué punto también estás concernido en este asunto —continuó la mujer—. Como sabes por los medios de comunicación, a nadie se le escapa que el día de la muerte de Enrique, tuvo que haber en aquella habitación una mujer. Buscan a la dominatrix, como dicen ellos. Bien, creo que se están acercando y necesito tu ayuda —dijo por fin.
—¿Mi ayuda? ¿Le mataste tú? —preguntó incrédulo.
—Eso no tiene importancia. Lo cierto es que ellos lo creen. Cuál fuera mi papel en aquel cuadro no es muy relevante. He notado que se acercan y, si quieres que te sea sincera, creo que algunos de ellos no son de la policía. Hay movimientos a mi alrededor. He notado cómo me siguen y creo que algunos se han hecho los encontradizos conmigo. Sea como sea, necesito una coartada porque no la tengo. Estaba en casa sola cuando sucedieron los asesinatos.
—¿Los asesinatos? —preguntó Leo.
—Sí, ambos. El otro individuo también iba detrás de mí. Me había estado rondando los días previos a su muerte…
—Y te lo cargaste también… —espetó Leo, que estaba empezando a ver una Claudia bien distinta.
—Eso a ti no te incumbe. Cuanto menos sepas menos tendrás miedo de revelar, porque a ti, pequeño, también te interrogará la policía más pronto o más tarde…
Leo la miró boquiabierto. Sabía que lo que decía Claudia era cierto y su sorpresa venía de no haber sido capaz de pensarlo él solo antes de que ella llegara. Formaba parte del círculo de Weimar. Aunque no supieran nada de las orgías o de Claudia, él estaba a su lado de forma pública, así que era cierto que más pronto o más tarde la policía aparecería por allí.
—¿Lo ves, no? Llegarán a ti a no mucho tardar. Incluso puede que te localicen antes que a mí. En mi caso sólo tienen rumores respecto a mi relación con Weimar, en el tuyo seguridades.
—Bien, pero yo no tengo nada que ocultar. Que vengan cuando quieran —atajó Leo.
—¿No tienes nada que ocultar? ¿Estás seguro, perrito? —y aquellas palabras en aquel momento dejaban bien claro que la crueldad de la que era capaz Claudia iba más allá de un látigo y unas pinzas de pezón. Sin embargo, en aquel momento, aquella muestra de sadismo no le satisfizo lo más mínimo.
—¿Qué pretendes, Claudia, me estás chantajeando? —le dijo subiendo inadvertidamente la voz.
—Yo no lo llamaría así, pequeño, es más bien un quid pro quo que no te perjudica y que, sin embargo, a mí me ayuda en una causa justa como es conseguir una coartada.
—¿Una coartada? —preguntó, incrédulo, Leo.
—Sí, voy a decir que en ese momento estabas conmigo. De hecho, si no es cierto, lo es por cuestión de horas. Ese día estuviste en mi casa, ¿recuerdas?, ¿qué mal haces fijando un periodo de tiempo que me de cobertura? —preguntó mirándole con sus más verde e inquietante mirada.
—¡No, Claudia, no me pidas eso! —clamó Leo—. Eso sería tanto como descubrir a la policía mi intimidad sexual y tanto como hacerla pública, porque éstos no se callan nada, y tú no puedes pedirme eso. No puedes pedirme que toda mi familia, mi madre, mi padre, mis amigos, mis colaboradores, mis clientes, que todos se enteren por la tele que soy sumiso. ¡De ninguna manera, Claudia!
—No veo el problema, Leo; a fin de cuentas, es una actividad perfectamente legal y lícita entre personas adultas y libres. ¿Qué problema hay? ¿No salen los gays del armario? Pues tú sales de la mazmorra y ya está —contestó Claudia con un tono que cada vez más se iba pareciendo a una orden.
—Sabes que no es lo mismo, Claudia. Socialmente no es lo mismo y lo sabes. Incluso, si yo tuviera tu rol sería más aceptable para todos. Creo que mi madre preferiría imaginarme con un látigo en la mano que a cuatro patas a los pies de una mujer. No sé, sabes que es un tabú social aun a pesar de la gran cantidad de hombres que comparten este gusto.
—No te voy a decir que no sea cierto, Leo, pero es que la otra opción no es que te imaginen sino que te vean.
Claudia le miró sin pestañear. Estaba decidida a todo.
—¿Cómo que me vean?, ¿qué me estás diciendo? —dijo Leo mientras saltaba del asiento y la cogía del brazo con toda la fuerza de la que era capaz.
La voz del arquitecto sonaba realmente agitada y la fuerza que aplicó era un termómetro de la rabia y el dolor que sentía.
La mirada de Claudia persistió. Leo no aflojaba.
—Lo que oyes, Leo. Tengo fotos. Tengo fotos de las orgías y de nuestras sesiones. Tengo fotos en las que se te ve perfectamente. No te pongas nervioso. Piensa que todo esto forma parte de nuestro juego. Estás en mis manos, ¿no es eso lo que te gusta, perrito mío? —le contestó con un tono susurrante que durante meses le había puesto muy cachondo, pero que ahora sólo consiguió desquiciarle—. Vamos a ver, que no es ningún drama. Sólo te pido que cuando la policía venga a hablar contigo y te pregunte por tu empleo del tiempo durante esas horas, digas que estabas conmigo. Nada más. Si lo que hacen es venir a comprobar mi coartada, porque me hayan interrogado primero a mí, sólo tienes que confirmar que sí, que estabas conmigo. Ya si quieres les cuentas todo eso de tu intimidad y tal y cual. A fin de cuentas, en este asunto hay tantos culos que salvar, y nunca mejor dicho, que ellos lo entenderán y te meterán en esa nómina desde el principio. Mira, Leo, hay centenares de fotos de las fiestas de Modesto Lafuente. Yo tengo muchas de ellas. Weimar era un cabrón integral y esto formaba parte de su juego. Tú sabes igual que yo quiénes eran los invitados. Ni la policía ni el juez tienen el más mínimo interés en airear la vida privada de ninguno de vosotros. Es más, puedes, si quieres, insinuarles que si la tuya se viera descubierta, podrías joder a gente que está más arriba. Te lo montas como quieras, que no es tan difícil, pero me cubres las espaldas, ¿me has oído? No es un ruego, Leo, es una orden —concluyó Claudia.
Leo aflojó la presión y cayó sobre el sofá de nuevo.
Lamentó descubrir de una forma tan brusca que las órdenes de Claudia sólo le gustaban en un contexto determinado, pero era un chico listo y sabía que todo lo que la mistress decía era cierto. No era el momento de la reflexión, aunque la rabia le rugía por dentro como un geiser en Islandia. Hielo y fuego. Así era Claudia, así había sido su relación y así estaba terminando. Lo estaba haciendo. Más allá del callejón sin salida al que le llevaba, Leo había visto desplomarse ante él todas sus fantasías. Para él Claudia, había sido una diosa porque era una mujer superior, a la que él deseaba adorar, que él era capaz de adorar. La mujer calculadora y posibilista que se le estaba mostrando ahora no reunía ni una de las características que él buscaba en un ama.
No dijo nada.
Se quedó en un silencio prolongado y tozudo que sólo podía querer decir que había entendido, pero que habían acabado.
Claudia se levantó y recogió su abrigo del sillón.
Aún osó darle un golpecito cariñoso en la nuca, como hacía en las sesiones.
Leo levantó el brazo y le dio un golpetazo en la muñeca, a la vez que la miró como ella nunca esperó que lo hiciera.
La mujer salió taconeando del despacho sin que mediara una palabra más.
Detrás dejaba las fantasías rotas y la vergüenza de un buen tipo. Un tipo que no sabía por qué deseaba que una mujer le sometiera. Algo tan sencillo y que, como a veces temía, había acabado por complicarle la vida. Eso si no se la destruía. Aunque, pensó, lo tendría bien merecido. No debería haber aceptado ninguna ventaja para triunfar. Él no conocía el juego entre Weimar y Claudia, aunque sí había sabido que concurría al concurso de ideas llevando ventaja al conocer muchos de los gustos y necesidades del potentado. En aquel momento no se planteó por qué Claudia sabía aquellas cosas. La leve explicación que le dio sobre unos conocidos comunes le bastó. Le bastó porque no había querido indagar más. Le dieron una pértiga para saltar y, simplemente, la asió. Todo lo demás, ¿qué le importaba a él? Desde luego que nunca hubiera podido imaginar algo tan tortuosamente cruel como el plan que habían forjado entre Claudia y Enrique, pero, aun habiendo seguido haciéndose trampas al solitario, siempre supo que había algo que hubiera debido preguntar y que no preguntó.
Ahora todo se agolpaba en un remolino de miedo pero también de irremisibilidad. No había nada que hacer. La suerte estaba echada. Era posible que todo se descubriera. ¿Qué pensarían todos? ¿Qué pensaría Valèrie? ¿Por qué pensaba ahora en su colaboradora? ¿Por qué se preocupaba tanto? A fin de cuentas, Irene lo sabía y no había variado ni un ápice su relación con él. Irene era el único punto fijo al que podía acudir ahora. Claro que ella era su terapeuta. Aunque en el fondo de ella hubiera tenido cualquier tipo de rechazo moral por sus tendencias, nunca se lo habría dicho. En todo caso, creía saber que no era sólo por profesionalidad. Había una ternura real en el trato que la psicóloga le daba. No, no le había importado ni había cambiado su consideración por él. Quizás al resto de las personas que le conocían les sucediera lo mismo. Si era así, sólo quedaban los extraños y ésos, ¿qué podían importarle?
Por otra parte, el análisis de Claudia había sido frío y certero. Había muchas personas poderosas que estarían intentando que los datos sobre las fiestas de Weimar no salieran a la luz. Él sabía bien cuán importantes eran. Quizá tuviera que ponerse en contacto con ellos. Algunos eran sus clientes y, en todo caso, todos sabían que habían estado juntos metidos en aquello. Sí, definitivamente, si no le quedaba otro remedio que aceptar las exigencias de Claudia, iba a tener que intentar protegerse a la sombra de los verdaderamente poderosos. Si ellos conseguían salvar su intimidad y su nombre, Leo también lo lograría.
En ningún momento se planteó desafiar a Claudia. Sabía con cruel certeza que haría lo que le había dicho si no se plegaba. Ella no tenía mucho que perder. Parecía claro que ella había asesinado a Enrique o, al menos, había tenido que ver con ello. No podía ser de otra manera. Y después de lo que le había contado, Leopoldo aún lo veía con mayor nitidez. Claudia, a su manera, se había enamorado de un hombre que no era capaz de enamorarse de nadie. Había hecho todo lo que él deseaba sólo por continuar a su lado y, al final, había descubierto que no era sino otra pieza, otro engranaje, en el mecanismo que movía la vida de Weimar: la satisfacción de su propio ego. Eso le había tenido que doler. Tenía que haberse sentido utilizada y humillada, y cuando una mujer como Claudia se sentía así no era probable que lo aceptara sin más. Era posible que llevara tiempo urdiendo su venganza. Ser la proveedora de putas más o menos finas para los festines del hombre que en el fondo amaba no tenía que haber sido plato de gusto para ella. Al menos, pensó, según su relato, él, Leo, había sido una decisión de ella. Bien mirado, uno de los pocos engaños que Claudia se había permitido con el que era el amo verdadero.
Constató cómo unos minutos llenos de frases podían darle la vuelta al universo.
Le iba a costar poner orden en su interior. La imagen de Irene se iba filtrando cada vez con más fuerza en la maraña de pensamientos obsesivos y desordenados que le abrumaban. Supo que ése iba a ser su primer destino. Tenía que aclarar todo aquello en su interior antes de hacer frente al exterior y ese exterior incluía, claro está, a la policía.