CAPÍTULO 14
Era la segunda noche que cenaba con Valèrie y se sentía bien. La conversación que habían iniciado tras la muerte de Weimar había supuesto un viraje, al menos aparente, en una relación que sólo había sido linealmente profesional hasta entonces. Al menos por parte de Leo. Mientras la miraba a través de la luz cálida del restaurante, que ella misma había sugerido, el arquitecto había pensado que tal vez aquella expresión en los ojos de su colaboradora llevara más tiempo instalada de lo que él mismo quería reconocer. La luz. Quizá había sido su suave tamizado, exquisitamente logrado, el que le había puesto en aquel estado de ánimo. ¡Qué poco consciente era la gente del poder omnímodo de la luz! De la inquietud de espíritu que podía producir el frío de un fluorescente, de la paz que otorgaba un aura indirecta que envolviera los sentimientos como en fieltro. El mundo era luz para Leo. Había lugares cuya comida adoraba a los que había dejado de ir por el desastre de iluminación que tenían. Terrorífico. Aquella noche, sin embargo, Valèrie había acertado con la luz.
Leo estaba sorprendido de que ella hubiera sido capaz de captar el estado tan sutilmente desestabilizador en el que le había sumido el asesinato de Weimar. No sólo de que lo hubiese captado sin saber nada de lo que había que saber, sino de que hubiera sido tan rica en matices como la luz de una vela a la hora de manifestar su empatía. Aquella noche, cuando lo pilló volviendo a repasar la reforma del piso de Enrique, sólo le había dicho una frase: «Has sido tú solo, Leo. El artista que llevas dentro se hubiera dado a conocer de una forma u otra», y en ella había demostrado no sólo que había captado su zozobra sino que tenía su propia opinión sobre ella.
Esta segunda cena había sido también muy agradable. Tenían mucho de qué hablar ambos y Valèrie era una mujer atractiva y con ese toque francés tan estimulante. Qué pena que… Era lo de siempre. Qué pena que, si todo seguía su curso, llegaría el sexo y con él la decepción. Y vuelta a empezar. Y mientras, Claudia sin dar señales de vida. Esta vez se estaba pasando con su castigo. No era momento para juegos.
Ahora lo sensato sería acostarse y disfrutar de la calma que le había proporcionado el rato con Valèrie. No era tan sencillo encontrar personas cuya presencia remansara. Sabía que no iba a poder. Desde que habían matado a Weimar se movía compulsivamente en busca de cualquier nuevo detalle que se hiciera público. Empezaba a ser obsesivo. Así que antes de apagar la luz, cogió la tablet. Era sólo un momento. Buscar en Google «Weimar» y ver si había algo nuevo.
Dicho y hecho.
Y allí estaba. Se quedó clavado. Notó cómo la ansiedad se apoderaba de su estómago, de su esófago, de sus pulmones y de su cerebro. Su corazón empezó a palpitar mientras hacía un doble click para abrir la primicia del diario digital.
Pom,pom,pom.
Iba a reventar. Todo saltaría por los aires. Pero no podía dejar de mirar.
Weimar guardaba imágenes de orgías en las que participaron políticos, empresarios, jueces y arquitectos
La muerte del potentado puede comprometer a las élites madrileñas
Arsenio Nogales
MADRID.- La agitada vida del financiero y empresario Enrique González-Weimar comienza a salir a la luz después de que la aparición de su cadáver, tras una dura sesión de sadomasoquismo, estremeciera a la sociedad española. Al parecer, no sólo las sesiones de BDSM formaban parte de las experiencias sexuales que se regalaba el potentado y que gustaba de compartir.
Este diario tiene constancia de la existencia de un importante número de imágenes captadas durante estas fiestas en las que se practicaba el sexo en grupo, que fueron guardadas por Weimar. En las imágenes puede apreciarse e identificarse a más de una decena de conocidos políticos, empresarios, jueces y arquitectos en actitudes sexuales grupales y de todo tipo. Se desconoce el motivo por el que el financiero las habría conservado, aunque podría ser incluso como protección propia. Weimar también aparece en las imágenes. De la visión de las instantáneas puede colegirse también que fueron realizadas desde cámaras ocultas en las propias dependencias en las que se producían los encuentros, por lo que es lógico pensar que el empresario era el anfitrión de las mismas.
En las imágenes pueden verse estancias de un inmueble que no se corresponde con el apartamento en el que fue encontrado su cadáver. La presencia de chimeneas y de ciertas grecas ornamentales de las paredes y escayolas hace pensar en un edificio más señorial y más antiguo que el funcional apartamento en el que dieron muerte a González-Weimar.
Las imágenes no han sido incorporadas de momento al sumario judicial. Tal circunstancia pondría realmente en peligro la intimidad de estos prohombres patrios, ya que, como es sabido, casi todo lo que entra en un sumario, por muy secreto que sea, acaba siendo filtrado. Es de esperar, además, que la oligarquía se cierre en torno a este grupo de sus miembros para intentar proteger su identidad.
No es la primera vez que en este país se relacionan crímenes sexuales con la existencia de grupos de hombres de poder que participan en orgías o en encuentros sadomasoquistas extremos. Hasta el momento estas hipótesis han quedado siempre sin investigar y sin aclarar. Puede que de nuevo asistamos a una ocultación similar. Mientras, es seguro que una parte de la alta sociedad madrileña está preocupada y tremendamente inquieta: aquella que acudió a las orgías de González-Weimar.
Y arquitectos. Y arquitectos. Leo leía y releía una y otra vez el titular de la noticia. Él sabía que la ese sobraba, pero no le faltaban preguntas apelotonadas en una inquietud que estaba tomando forma de náusea. ¿Por qué Enrique había hecho fotos de aquellas fiestas? Toda su repulsa a acudir quedaba justificada ahora. No sabía si los periodistas se atreverían a dar nombres, aunque estaba claro que habían visto el material del que hablaban. La descripción cuadraba. Era evidente que los demás, que tenían más poder, comenzarían a moverse inmediatamente y que eso a él le protegía también, pero no podía evitar pensar que Irene iba a darse cuenta de que no le había contado toda la verdad. De subir a una habitación de vez en cuando con una chica a participar del todo en aquello iba el trecho de lo que su propio ego consideraba no confesable. ¿Qué iba a hacer?, ¿qué tío de su edad, o de cualquier otra, hubiera dicho que no a aquella experiencia?, ¿lo hubieran hecho? Él no lo hizo. Él tenía su propia cuenta corriente de nuevas vivencias y estaba deseoso por llenarla. Digno hijo de su generación. Aunque luego se sintiera una puta mierda. Como en aquel instante. Otras personas podrían atar cabos. Todas aquellas que conocieran su estrecha relación con Weimar. Valèrie. ¿Por qué había pensado en primer lugar en ella? Estefanía. Y, cómo no, Claudia. También su madre. Se dio cuenta de que las mujeres se le habían agolpado en el miedo como un ejército de damnificadas por descubrir a un Leo que no esperaban. ¡Qué jodido! No había temido por muchos de sus clientes, que también conocían su privilegiada relación con Weimar y que nunca habían sido invitados a las fiestas, ni por su padre ni por ninguno de sus amigos. Sabía que, aunque hicieran aspavientos en algunos lugares, en el fondo no podrían sino convenir que a ellos también les hubiera seducido la propuesta. Las mujeres habían tenido que acuñar el concepto de la sororidad, pero no era preciso para ellos, cuando la hermandad del macho funcionaba desde la prehistoria.
Aun así, eran sospechas. No había nombres. ¿Qué pasaría si llegaban a publicarlos? Tenían las fotos. Él sabía que la descripción era exacta. Si todo se quedaba allí, aún continuaría en la bruma, incluso cobijado en una acusación gremial que podía ser soslayada. Nadie se atrevería a echárselo en cara directamente. Lo malo es si, como sabía que sucedía otras veces con las exclusivas periodísticas, lo que estaban haciendo era guardar pólvora para días sucesivos. Si tenían las fotos, aunque no las publicaran, podían dar los nombres de los asistentes. Podrían demandar al medio y al periodista por intromisión en su intimidad. ¿Lo harían los González-Weimar? Ellos sí que podían hacerlo. El nombre de Enrique era el único que aparecía. No obstante, era el nombre de un muerto y el honor de un muerto. Un tema complejo. También podrían alegar que afectaba a su imagen como empresa y marca. No sabía mucho de todo aquello. Podría preguntarle a su abogado, si bien eso era tanto como escribir su nombre a continuación del titular. Lo mejor era aún hacerse el loco. Eso ante los demás pero ¿y ante él mismo? Al día siguiente tenía sesión con Irene. Con ella sí podría hablar aunque tuviera que reconocer que le había mentido un poquito. Muy poquito en realidad. No era una mentira. Sólo que no le había contado toda la verdad. Ella lo entendería.
Con ese mínimo consuelo se pudo empezar a adormecer.
Como un niño.
Un niño que había sido malo y que se exponía a que mamá y papá se enteraran.
Irene le protegería.
Sólo tenía que contárselo al día siguiente y el miedo cesaría.
Marc Ribas nunca había pasado más jodido frío en Madrid que en aquel caso. La condenada manía de Nogales de que quedaran en la puta Castellana ya anochecido le tenía matao. Hubiera podido hacer un censo de todos los corredores que cada noche se lanzaban a respirar dióxido de nitrógeno y ozono troposférico a pleno pulmón. El caso es que esta vez el periodista se estaba retrasando. No podía sentarse en un banco so pena de perecer. Este asunto estaba durando ya demasiado. Las bombillas que entre tanto habían crecido entre los árboles de la gran arteria madrileña hacían que el paisaje fuera menos hosco que en las semanas precedentes. Un asesinato siempre lo complicaba todo. A él no le habían contratado para eso, pero sus clientes tampoco querían perder posiciones frente a las consecuencias de una muerte así. Tampoco tenía claro Marc, que no estuvieran mezclados en aquellas otras cositas que Nogales iba publicando sin que él supiera de dónde salían.
Alguien le dio un golpetazo en la espalda.
La camaradería le jodía un poco.
—¡Hola, Nogales! ¡Llegas tarde, compañero! —le devolvió el saludo.
—¡Caminemos! —le respondió el otro.
Sólo cuando iniciaron por enésima vez su peripatética conversación, Nogales le dio una excusa para su informalidad. Ribas la tomó porque tampoco había otra.
—¡Joder, tío! ¡He leído tu artículo! Una bomba. Supongo que estás cubierto porque van a ir por ti a degüello, tío —le aclamó el pelirrojo.
—Lo sé. No te preocupes. No querrán que tenga que demostrar la veracidad de la noticia. Por otra parte, ¿quién va a querellarse para dejar claro que era uno de los participantes en la orgía? No, Ribas, tranquilo. No pasará nada —explicó el periodista.
Ribas se dio cuenta de que llevaba razón. No obstante insistió:
—¿Y los Weimar? Porque a la mujer y al hijo sí que les deja en mal lugar.
—¡Oh, sí, ya ves! Yo pisoteo su honor. ¿No lo pisoteó su marido y padre? Además, hablo de personalidades públicas. El derecho a la información ampara que sepamos hasta qué punto son hipócritas e incoherentes con su discurso público. Hay políticos bien conservadores entre los folladores. ¡Vaya, mira que me ha salido una rima! —Nogales estaba verdaderamente risueño.
—Tienes las fotos…
—No las tengo yo. Sería peligroso. Las he visto y sé dónde están y eso me basta —le dijo Nogales.
—¿Me darías alguna información si te la pido?
—No creo, pero prueba.
—¿Alguno de mis clientes está mezclado en eso? Necesito saber por qué me mantienen en la historia ahora que no saben bien ni quién tendrá que tomar las decisiones. Mi labor consistía en intentar buscar mierda para bloquear a Weimar. Ahora la mierda fluye sola, así que… no sé en realidad qué es lo que me van a pedir. ¿Pueden querer que recupere algo para alguno de ellos?
—No lo sé, Marc, no lo sé.
—Vale, Arsenio, entiendo tu postura. Tú ya te has coronado. No hay nadie que tenga ningún dato en este asunto excepto tú. O eso te gusta creer. Eso te va a llenar los bolsillos en pocos días, pero también te pondrá en peligro —le dijo, suave, el experto en seguridad.
—No creas que mucho. Sé de dónde vienen mis datos y no estoy temeroso.
—Era sólo una advertencia de colega —le dijo Ribas.
—Lo sé. Aun así, te digo que creo que voy a llegar al fondo antes que la propia Policía. Los veo desnortados. Están recorriendo los lugares de ambiente sado, ¡cómo si Weimar hubiera andado por sitios tan terrenos! —le informó riéndose.
—Y tú, ¿hacia dónde sitúas el norte?
—Yo voy detrás de la tía. Mira, Ribas, sabes como yo que le pagaran o no le pagaran, o fuera porque ella misma estaba hasta los cojones de un tipo de esta calaña, la clave está en la chica. No sé si ella misma apretó la cuerda o si dejó entrar a alguien en el último momento, cuando ya Weimar estaba cegado y atado, pero no cabe duda alguna de que el inicio de la sesión fue voluntario y que sólo ella sabe lo que pasó. Todo lo demás son babiecadas —explicó el periodista, accionando sus brazos como un molino.
—Supongo que casi todo el mundo va tras ella. No queda otra —dijo reflexivo Ribas.
—Pues no creas que es tan claro. Mis fuentes de homicidios me dicen que andan buscando a esta mujer, pero también que están muy centrados en las relaciones comerciales de Weimar. Ahora mismo están siguiendo la pista a sus viajes a ver cuándo y dónde se vio con los rusos y con qué rusos. Y también intentan desentrañar otras cosas, aunque lo van a tener difícil. Ellos no tienen las fotos, ¿sabes? —dijo pícaro Nogales.
—¿No las tienen? ¿Se han enterado los de homicidios por ti?
—Tú lo has dicho —y sonó triunfante.
—O sea que ellos llegaron y no encontraron nada, pero alguien sí lo encontró. Hubo una brigada de limpieza esa noche, ¿no, Nogales?—. Ribas ya empezaba a ver la luz.
—Como no podía ser de otro modo, Ribas. ¡Desde luego que la hubo! —El periodista parecía a punto de entrar en ebullición.
—¿Y por qué les han alertado? Si te lo dijeron a ti es porque los que hicieron el trabajo querían que se supiera. Eso ya me despista un poco —dijo, más reflexivo, su interlocutor.
—Querían mandar un mensaje, sí. Ahora me tocará hablar con los de homicidios, aunque pienso preservar mis fuentes, evidentemente.
—Evidentemente. Y a mí tampoco me las vas a revelar; pero, sin embargo, me lo estás contando, y eso que no está claro que tengamos intereses tan coincidentes en esta historia, ¿a cuento de qué, Nogales?
—A cuento de pedir tu ayuda, tu colaboración. Llámalo como quieras. Estás en esto hasta las trancas y todavía no sabes ni si vas a terminar el encargo que te hicieron. Puede que ayudarme a mí no te venga mal —le espetó Nogales, parándose en el centro de la acera del bulevar de Castellana.
Por el carril bus pasó desenfrenado un conductor al que la EMT hubiera hecho bien en llevar a terapia. Ambos vieron interrumpidos sus pensamientos por su temeraria aparición.
—¡Vaya pirao! —exclamó Ribas.
—No te despistes, Marc. ¿Qué me dices a mi propuesta? —le recondujo el reportero, al que pocas cosas le importaban más allá de sus fines.
—¿Qué tipo de ayuda buscas?
—La que sólo tú puedes darme. Ahora hay un montón de sabuesos buscando pistas rancias de la vida de Weimar, pero tú llevabas meses detrás de él mientras aún era posible seguir sus pasos, ¿no es así, Ribas?
—Así es, Nogales.
—Pues esa ayuda es la necesaria. No van a encontrar a la mujer tan fácil ahora. Hasta se ha podido largar del país. Tiempo, desde luego, le están concediendo y, por las informaciones que yo tengo, tampoco sería raro. Tiene sitios en los que seria bienvenida —le respondió y se respondió a sí mismo.
—No se ha ido, Arsenio, ni creo que lo haga al menos por su propio pie.
El correoso periodista lo miró entre la estupefacción y la desconfianza.
—Eso es puro voluntarismo, Ribas.
—Eso es información, Nogales.
La mirada retadora del catalán era la que triunfaba en ese momento.
—¿Cuánto, Nogales? ¿Qué estás dispuesto a dar?
—¿Qué tienes, Ribas? ¿Cuánto de valioso es?
Ambos se miraban parados en la noche. Un runner les esquivó dejando a su alrededor una fría cola de aire que se enroscó en su desafío.
—La conozco —dijo por fin Ribas.
Nogales sintió como si los ángeles del infierno le hubieran distinguido con sus esfuerzos. Le dio una palmada en la espalda que sonó amortiguada por el buen paño del abrigo del otro. Ribas miró a su alrededor. Estaban muy cerca de la esquina del Punk Bach. Vio la luz que se filtraba por sus ventanas de mármol negro y pensó en el pelo pulido de Claudia.
—No va a ser tan fácil, Nogales, pero podemos hablar —le dijo finalmente el pelirrojo—. ¡Ven, te invito a una copa! A ella no te la voy a servir, pero podemos ir tomando algo mientras decidimos qué podemos hacer el uno por el otro, ¿no crees?
Marc Ribas ya había comenzado a encaminarse hacia el bar. Estaba hasta los huevos de pasar frío. Como dos sombras que buscaran un espejo en el que reconocerse, los dos hombres atravesaron el lateral del Paseo de la Castellana en busca del lugar en el que sellar su pacto.
La mañana amaneció fría, traslúcida y brillante, bajo un cielo de un azul eléctrico tan perfecto como sólo Madrid sabe ofrecer. Ni un asomo de nube. Sólo un azul puro e inabarcable. Un cielo que no dejaba resquicio en el que esconder un ánimo apesadumbrado. Bajo él se afanaba un enjambre de millones de almas.
Irene salió zumbando del gimnasio. Dolorida pero feliz. Hacía unas semanas que había vuelto a boxear. Se sentía plena. El día se le aparecía como una alfombra mágica y perfecta que la llevaría hasta el descanso de la noche. Estaba invitada a cenar en casa de Mauricio y en un rato comenzaría su consulta con la visita de Leo. Silbaba un himno guerrero cuando se metió en la boca de metro, enojada por perder momentáneamente aquel derroche de vida que el sol dejaba caer sobre ella. Ya en el suburbano, dejó desgranarse las paradas. En algún momento, la trayectoria agusanada y veloz del convoy pasó bajo el edificio donde tres hombres hablaban sobre el paciente especial que la estaba esperando en su consulta.
Los dos capitostes estaban sentados en los confidentes de la alambicada mesa de despacho del Excelentísimo Señor Ministro del Interior del Gobierno de España. La claridad invadía el despacho, pero no sus corazones. Los tres se conocían bien. Demasiado bien si se ponían a valorarlo. Marcelo Soto les observaba tamborileando con sus dedos sobre el cuero verde, a guisa de escribanía, que cubría la mesa oficial. Un silencio denso se había posado sobre ellos durante los minutos que siguieron a su entrada en el sanctasanctórum de la seguridad nacional. Eran hombres poderosos y no estaban acostumbrados a la sensación de vulnerabilidad que les atenazaba. Querían saber. Estaban dispuestos a exigir explicaciones y a obtener seguridades. Todos estaban igual de blindados o igual de comprometidos. Eso al menos creían. No iban a dejar que Soto jugara con ellos. El compadreo tenía un límite y ese límite lo había marcado en este caso la muerte. No podían entender que España fuera tan jodida para aquellas cosas. No les cabía en la cabeza que la imagen de sus cuerpos desnudos sometidos al placer pudiera acabar en una comisaría o en la mesa de un juez de instrucción. Habían acudido allí para asegurarse de que no fuera así.
Habían leído el artículo de Nogales y sabían que el hijo de puta del periodista no hablaba de oídas. ¿Por qué había hecho aquellas fotos el cabrón de Weimar? y, sobre todo, ¿cómo no se habían dado cuenta?, ¿cómo no se les ocurrió pensarlo? Tal vez por la seguridad que daba saber que él era el mayor libertino de todos. ¿Hablaría alguien? No se fiaban mucho del jovencito. A fin de cuentas él no tenía gran cosa que perder. Era soltero y un campeón. A los artistas hay cosas que les confieren un aura de rebeldía y excentricidad. Alguien tendría que asegurarse de que no constituía un riesgo. Nadie mejor que Soto, ¿o no? Soto tenía que darles seguridades. El ministro tenía que darles explicaciones. ¿Dónde estaban las fotos?, ¿por qué un periodista había tenido acceso a ellas? Estaban dispuestos a poner pasta sobre la mesa si era preciso soldar las adhesiones y sellar las bocas. ¿No saldrían ahora las putitas a la palestra a intentar conseguir sumas importantes de las televisiones o los programas escandalosos? ¿Sabían ellas quiénes eran ellos? En todo caso, si salieran sus nombres podrían identificarlos.
Aquello era una pesadilla.
El señor ministro les estaba tranquilizando, aunque, evidentemente, no les estaba dando toda la información. Les contó que un equipo de limpiadores había hecho su trabajo y que ni siquiera los investigadores del crimen tendrían acceso al material. ¿Y si hubiera más?, ¿si el cabrón de Weimar hubiera escondido más fotos o videos en algún otro sitio?, ¿si se los había entregado a alguien para su custodia?
Marcelo Soto les reconoció que no podían estar seguros al cien por cien.
Era una sensación ignota para ellos. Desagradable. Ellos, buscadores de nuevas experiencias, que agotaban una tras otra, no sabían paladear el sabor de ésta.
Había decidido hacer él mismo la compra. El magnífico día empujaba a ello. Mauricio no tenía clase en la universidad, y sabía que a sus invitadas sí les esperaba por delante una jornada llena de escollos que deberían sortear antes de sentarse ante una copa de vino blanco junto a su chimenea.
Escoger un puerro de una blancura y un diámetro perfectos; negociar con el pescadero el tamaño de la lubina salvaje que pensaba meter en el horno, observar cómo le miraban aún algunas señoras del barrio de toda la vida. Vivir el presente. Pensaba dejar el pescado macerando antes de que llegara Irene para la sesión. Luego sería un momento el ponerlo a hornear. Quería que fuera una velada festiva. Iba a agasajar a dos de las mujeres que más apreciaba. No quería un reto de gatas entre ellas. Parecía un mito pero, aunque no acertaba a atinar el porqué, a veces se enrarecía el ambiente cuando se juntaban. Ambas sabían cuál era el lugar exacto que ocupaban en su corazón y, lo que era aún mejor, ninguna quería ocupar el de la otra. ¿A qué venía pues aquel conato de rivalidad que sentía nacer alguna vez cuando se juntaban para pasar un buen rato? Tal vez se tomaran la medida en el aspecto meramente profesional. Las dos eran magníficas psicólogas, muy competitivas, y él había sido el maestro de ambas. Apartó aquella nube de su cabeza. El cielo que le contemplaba no estaba dispuesto a soportar ni una. Él, tampoco. Aunque para ello tuviera que hacer algunas elisiones mentales.
Mauricio sabía que se estaba convirtiendo, por mucho que le desagradara, en el vórtice de una situación que podía complicarse desde el punto de vista deontológico y también del personal. No iba a negarse a sí mismo que sabía, por las confidencias de Irene, que ésta tenía un paciente que era amigo y protegido de un hombre que había sido asesinado. Tampoco podía obviar que su novia estaba participando en la investigación de esa muerte. Si hubiera sido posible crear compartimentos estancos o trazar un cortafuegos, su mente no habría tenido ningún problema en hacerlo y mantenerlo, pero dudaba de que a la larga esto fuera a ser posible.
El psicólogo, por serlo, no vivía al margen del mundo. También había leído la prensa y visto la televisión durante los últimos días. Mauricio asía extremos de hilos que algún día habría que trenzar, no sólo por el bien de la justicia y la equidad, sino también por el bienestar de algunas de sus personas más queridas. El cliente de Irene había participado en orgías que la prensa había desvelado ya, incluyendo datos que apuntaban hacia él. ¿Cómo le desestabilizaría esto? Sin olvidar la siguiente pregunta lógica: ¿cómo le desestabilizaría a Irene que, sin lugar a dudas, estaba sufriendo una fijación con él, que iba más allá de un fenómeno de contratransferencia? También sabía que ambos hombres eran masoquistas. Tenía además el dato robado por Irene, en una falta de profesionalidad que sólo podía achacar a ese desequilibrio que le inquietaba. El ama de su cliente Leopoldo se llamaba Claudia. Un cliente que era el niño bonito del financiero. ¿Cómo se llamaba el ama de Weimar? ¿No estaban dirigiéndose hacia ella las sospechas, fuera cual fuera el móvil del asesinato? Todo eso le interesaría mucho saberlo a Marta. Y él amaba a Marta, pero no podía darle ni una pizca de toda aquella información.
No era la primera vez que Mauricio se veía implicado en una investigación policial. Había sido requerido para asesorar a la policía o para realizar peritajes judiciales en momentos anteriores de su carrera profesional. Fue así como conoció a Marta. Querida Marta. Este caso, sin embargo, le pillaba en una situación muy diferente. Una semiactividad añorada. Se prometió a sí mismo que, si era posible, no volvería a jugar a los detectives. Si era posible. El subconsciente le había traicionado. Mauricio se había autoconvencido de que era una decisión irrevocable y de que se sentía terriblemente feliz tras haberla tomado. Sus clases, pocas pero escogidas, y la investigación calmada que se unía a la publicación de artículos destilados en el alambique que le proporcionaba su abundancia de tiempo rico y productivo, le colmaban. Apenas veía ya pacientes y sólo supervisaba a aquellos profesionales que ya habían comenzado a hacerlo con él mucho tiempo antes. Irene entraba en ese cupo, pero además habitaba en el lugar donde lo hacen los amigos. Donde quiera que éste estuviera.
Picó algo en un bareto próximo al mercado. Al llegar a casa se puso manos a la obra. Tenía una cocina amplia y luminosa en la que daba gusto moverse mientras los rayos de luz invernal penetraban con una lejana promesa de veranos por venir. Preparó aceite virgen con limón y pimienta para dejar macerando el pescado. Comenzó a picar las verduras con las que haría la salsa sin dejar de pensar en Irene y el estado de ánimo que traería cuando, en un par de horas, llegara hasta su consulta para hacer la sesión de terapia que había aceptado retomar.
Cuando Irene llegó a la acogedora casa de La Guindalera, Mauricio la condujo directamente a su consulta. Se sentaron casi sin hablar en los lugares que les correspondían en un rito que tenían muy interiorizado. Irene estaba especialmente hermosa aquella tarde. Era una mujer bonita que sólo en momentos muy tasados dejaba que la coquetería la transformara en bella y deseable. Aquella tarde había elegido que así fuera. No llevaba sus habituales y neutras ropas de profesional. Se había puesto un vestido blanco que resaltaba sus formas sin llegar a ser escandaloso. Poseía unas bonitas piernas que se presentaban con unos inhabituales zapatos de tacón extremadamente alto, y tenía unos bonitos pechos. Cuando se quitó la prenda de abrigo, dejó a la vista también un par de torneados brazos que, para el gusto de Mauricio, lucían quizá un poco demasiado musculados. Irene estaba allí, sentada frente a él, y estaba hermosa. El psicólogo no intentó contener un análisis que como hombre se había instalado en él hacía una inmensidad de años ya. No dejaba de ser heredero de su tiempo. Así que allí estaba, un hombre maduro y aplomado sentado ante la belleza. Cuánto daño nos hace la belleza, se dijo. Hace daño a quien la contempla y la identifica platónicamente con lo bueno. Cuánto dolor no habrá creado en el mundo tan absurda presunción. Y también daña a quien la posee, que nunca sabrá hasta qué punto habría cambiado su vida sin gozar de ella. La belleza es un don que te acompaña, al principio de puntillas y después como una explosión de poder y de bienestar. Otros se ocupan de que el bello se sienta así. La inteligencia también acompaña a sus poseedores desde la cuna hasta la tumba, si bien exige de los demás un esfuerzo especial para reconocerla. No así la belleza, que es dado apreciar a todo ser humano. Todo hombre y toda mujer tienen la capacidad de quedarse adheridos a ella como una polilla a una lámpara. Sí, todos corremos el riesgo. Daña también cuando indefectiblemente nos abandona tanto por la pura experiencia de su pérdida como por los efectos en la mirada de los otros. Mauricio nunca había sido un hombre excepcionalmente bello. Interesante, si acaso. No era bajo ni feo ni gordo, ni sus facciones tenían grandes defectos, excepción hecha de la ligera bizquera de uno de sus ojos. Esa que, precisamente, hacía que las mujeres lo vieran sexi. Lo prefería así. Pero Irene, cuando no hacía por esconderlo, era una mujer guapa. Sin lugar a duda.
Tuvieron una sesión bastante previsible. La agitación que la psicóloga llevó hasta allí entraba dentro de todas las expectativas de Mauricio.
—Verás, Mauricio, como cada semana voy a tener que hablarte del caso de Leo. Se está complicando por cuestiones ajenas a la terapia que ya puedes imaginar, puesto que has tenido que enterarte de que su mecenas ha sido encontrado muerto en unas circunstancias muy particulares —dijo Irene.
—Lo sé, Irene. He visto todo lo que se ha publicado. Y sabía que tú habías averiguado datos fuera de la práctica clínica —dejó caer sin malicia.
—Nada más conocerse los hechos, se puso en contacto conmigo para tener una sesión. Cambié la agenda y lo recibí. Entendí que entraba dentro del marco de lo que podíamos considerar una asistencia urgente.
—Lo estaba, desde luego —reforzó Mauricio.
—Estaba muy afectado. No voy a darte muchos datos sobre su malestar, pero tenía más que ver con el hecho de haber descubierto la faceta masoquista de su mentor que con el crimen en sí mismo —explicó la psicóloga.
—¿No lo sabía entonces?
—No, no lo sabía. De hecho, hasta se mostró convencido de que había sido una especie de accidente en un juego límite y sólo después le quedó abierta la posibilidad del crimen —dijo.
—¿Crees que infantiliza o minimiza para evitar el malestar o la culpa?—. Mauricio iba indicándole sendas terapéuticas para explorar.
—No, no lo creo, pero tendré que abrir esa vía de trabajo —respondió, pensativa, Irene—. Pero yo ya me encargué de dejarle claro que un hombre como él tendría muchos enemigos. Creo que Leopoldo siente que algo malo se cierne sobre él y lo cierto es que hay riesgos que me gustaría ayudarle a evitar. ¡Me mira con esos ojos tan adorables y tan llenos de admiración!
—Irene, creo que ya estamos llegando de nuevo a las arenas movedizas.
—¿En qué sentido, Mauricio?
—Lo has vuelto a decir. Desearías evitarle cosas en la vida real. No en su elaboración psíquica o en su manejo del dolor sino en la vida real. Cuidado con eso porque, como sabes, eso no entra dentro de tus atribuciones.
—Es cierto, ha vuelto a pasarme.
—Vas a tener que manejar a partir de ahora un montón de emociones y materiales que serán variados y entremezclaran el propio mundo interior de Leopoldo con hechos externos a la terapia que tanto tú como él vais a conocer. ¿Te ha hablado de su dómina?
—Sí, me habló de ella y efectivamente se llama Claudia como yo adiviné por el teléfono —le respondió.
—Adivinaste no, Irene, cotilleaste. Ya quedamos que fue una invasión ilegítima en la intimidad de tu paciente.
La psicóloga se removió en el chester de cuero visiblemente molesta.
—Puede que lo fuera, aunque ahora ya no importa, porque él mismo me habló de ella. Indirectamente me dijo que no es una mujer pagada sino una mujer a la que concede el carácter dominante que él desea adorar, pero es evidente que describe una idealización.
—¿Por qué dices eso? —le preguntó, no sin un timbre de alarma, Mauricio.
—Porque lo intuyo. Es una sensación que el terapeuta puede tener si está lo suficientemente entrenado, ¿no? —le respondió con viveza.
—Sí, pero también muy difícilmente separable de la propia intuición o incluso de los propios deseos del terapeuta.
Irene hizo caso omiso de aquella última frase.
—Va siendo hora de dejarlo, Irene —remató el psicoterapeuta—. Ya fuera de sesión voy a contarte algo que puede que acabe por obligarnos a dejar estos encuentros.
Esta última frase sí fue acusada como un golpe por la mujer.
—¿Y eso? ¿Qué ha pasado?
—No es que haya pasado nada, pero se da la circunstancia de que Marta participa en la investigación del crimen de Weimar. Está haciendo la autopsia psicológica. Esto te lo puedo contar a ti porque no es un secreto. Es evidente que lo que tú y yo hemos hablado hasta ahora sí está protegido por el secreto profesional. Como verás, para mí esta situación podría llegar a ser una fuente de problemas y, en ese caso y sólo en ese caso, te diría que abandonáramos la supervisión y la terapia —le expuso serio.
Irene se quedó un momento en silencio.
—Es lógico, Mauricio, pero sabes que no va a pasar. Yo no voy a preguntarte nada que no me puedas contar y confío plenamente en tu profesionalidad respecto a nuestras sesiones. En realidad, para ti casi será divertido, ¿no? Sabrás más que nadie y sólo tu criterio ético marcará qué puedes y qué no puedes trasladar de una parte a otra. Sé que Leo y yo estamos seguros contigo —le dijo.
—No es un juego, Irene. No va a haber trasvases. Eso puedes tenerlo por seguro.
—Te creo. No te pongas tan serio que no es preciso —dijo Irene enviándole una sonrisa cálida y un poco pícara.
—¡Venga, dejémonos de hostias y vamos a meter la lubina al horno! ¿Te parece? —cambió de tercio Mauricio levantándose del sillón y dejando claro que aquella parte de su relación quedaba suspendida hasta la semana siguiente.
Los tacones de Irene repiqueteaban con fuerza sobre el suelo. Mauricio esperó que no fueran a dejar marca sobre la madera. Se estaba volviendo viejo. Le hubiera gustado sentir un pequeño escalofrío fetichista en lugar de haber conjurado aquel pensamiento casi de solterona de principio de siglo.
La cena estaba ya en marcha y la mesa del comedor puesta cuando se oyeron las llaves de Marta en la puerta principal. La novia de Mauricio entró en la cocina con el abrigo en la mano y el profesor pudo ver que no iba de uniforme. Tampoco llevaba ninguno de sus conjuntos cómodos de paisano que usaba para ir a visitar e interrogar a los testigos. Marta Carracedo, psicóloga de la Policía, había pasado por su apartamento antes de ir a la casa de su amante, donde permanecía habitualmente más tiempo que en la suya. Llevaba puesta una falda de cuero negra y una blusa deliciosamente transparente del mismo color. Su fortaleza se asentaba aquella noche también sobre un par de tacones de muchos centímetros. Mauricio analizó la situación en un pispás y sonrió para sus adentros. Era exactamente lo que pensaba que iba a suceder. Lo miró desde el mejor ángulo posible: allí estaban, dos mujeres preciosas e inteligentes que iban a llenar su vida durante unas horas de lo mejor de ellas mismas.
Sacó la lubina del horno y se dirigió al comedor, seguido por el repiquetear de dos pares de zapatos de tacón que habrían podido pisar el corazón que deseasen.