CAPÍTULO 19
Leo nunca había vuelto a poner los pies en aquel apartamento desde el día de la inauguración triunfal que Weimar le dedicó y en la que se dejó retratar, una y otra vez, junto a la materialización de su creatividad, para todo tipo de revistas profesionales y hasta del corazón. El tiempo se había dilatado como si fuera un material nuevo para el que no cupieran cálculos exactos. Había transcurrido una inmensidad, que era casi tan profunda como el hoyo que se había creado en su vida. Para el joven arquitecto, todo aquello giraba en un registro lejano y pudiera ser que incluso doloroso.
Había sido la propia Estefanía, la viuda de Enrique, quien se había puesto en contacto con él para rogarle que pasara a visitarla. Esa llamada había sonado en su interior como un toque a rebato. Hacía unas semanas que se había quitado de encima el trámite del pésame, con una llamada educada y de circunstancias, y ahora se veía subiendo las escaleras de la finca de Los Jerónimos casi arrastrado por un sentimiento de emergencia que, de alguna forma, la voz de la mujer le había transmitido. Antes de tocar el timbre, deslizó la mano por la jamba de la puerta cuya madera de secuoya él mismo se había encargado de buscar en las mejores plantaciones norteamericanas. La acarició como su mente no le dejaba hacer con una mujer. Llamó y, mientras esperaba, no pudo cesar en aquel movimiento uniforme hacia arriba y hacia abajo de la pulida superficie. Materiales naturales. La nobleza de la naturaleza puesta al servicio de la forma. Sus ideas que allí, por primera vez, habían eclosionado libremente, sin miedo a presupuestos o a límites convencionales.
La doncella que le abrió, le recogió el abrigo y le explicó que la señora le esperaba en su saloncito privado. Inconscientemente, Leo giró para dirigirse a él, sin esperar a que la sirvienta se le adelantara para conducirle. Vio su cara de perplejidad. Ella no tenía por qué conocer los motivos por los que aquel extraño podía moverse por aquella casa casi con los ojos cerrados. Paró un momento para dejar que fuera ella quien le dirigiera. Era un bonito proyecto. Verlo a esa primera hora de la tarde, con la luz de finales de invierno que presagiaba la orgía de cielos azules en que había de convertirse Madrid, le permitía reafirmarse en ello, aunque ahora fuera para él también un dolor y el recuerdo de cómo había sido utilizado.
Estefanía le estaba esperando sentada en un orejero de diseño nórdico, situado delante de una de las ventanas. El sol la atacaba por la espalda, dándole al visitante una imagen de ella casi similar a la de una santa en un éxtasis místico. Bordes de luz la enmarcaban y hacían que algunos de sus cabellos que se habían independizado del peinado, lucieran como cintas de luciérnagas. Se levantó para besarle.
—¡Hola, Leopoldo! ¡Muchas gracias por atender a mi llamada! No hemos tenido mucho contacto personal pero, aunque te parezca una tontería, para mí es como si llevara años viviendo muy cerca de ti. Hay algo de tu persona en cada rincón de esta casa, ¿no es cierto? No sé si lo hiciste conscientemente, pero yo así lo he sentido —le dijo con una sonrisa.
—No hay de qué, Estefanía. Estoy a tu disposición siempre. No pensaba que hubiera algo de mí que pudiera consolarte o ayudarte; de haber sido así, cree que me habría presentado espontáneamente sin necesidad de que me hicieras llamar. Siento no haber sido más sensible. La muerte de Enrique nos conmocionó a todos. A mí también. Sabes que tras terminar este proyecto él se volcó en ayudarme y que tuvimos mucha relación. Ha sido un shock para todos.
—Sí, un shock. Algo impactante. No has dicho algo doloroso o un golpe de la vida o una injusticia o una pérdida. Has dicho un shock, y no te culpo porque ésa es la misma impresión que todos los que nos hemos visto afectados de un modo u otro hemos tenido. Yo, también. No voy a mentirte, Leo. No soy una viuda triste y doliente. Fui una esposa triste y doliente y ahora, en todo caso, soy una mujer liberada que se reprocha a sí misma que el azar y el vicio se hayan tenido que confabular para devolverle la libertad. Eso sólo habla de mi cobardía, ¿no crees, Leopoldo?
Leo no estaba preparado para aquella eyección de sinceridad.
Intentó mantener su inexpresividad sin que pareciera que no mostraba ninguna empatía hacia los sentimientos de la mujer. Lo más pornográfico de la vida de Weimar no era nada de lo que él había visto, sino la exhibición descarnada de que no había nadie que hubiera llorado su pérdida.
—No creo que seas una mujer cobarde, Estefanía —acertó a decir.
—Pues lo soy. Ya te lo he dicho. Pero también quiero contarte que voy a dejar de serlo. Que ahora me siento liberada, que en estas semanas sin Enrique estoy volviendo a sentir cómo brota en mi interior la persona que fui y que él había ido machacando y agostando hasta dejarla reducida a una raíz hundida en una parte de mí que pensé que ya no existía.
Leopoldo se removió inquieto en su asiento. No terminaba de entender por qué Estefanía, una mujer con la que nunca había tenido más que un contacto meramente social, le estaba haciendo aquellas confesiones. Era cierto que la había tenido más de una vez en mente cuando asistía a los desfases y pasadas de Enrique. Le parecía un poco indigno que, siendo un hombre casado, hubiera mostrado tan poco cuidado en proteger la imagen de su mujer. Se comportaba como si fuera tan libre como lo era él, Leo, para ir y venir con mujeres, con hombres, con travestis o… con amas. Aquella idea se le clavó en el corazón como un tacón de aguja.
—Eres joven, guapo y listo —prosiguió la mujer—; tienes mucha vida por delante y, créeme, será mucho mejor ahora que no vas a tener la sombra de Enrique planeando sobre ella. Pienso lo mismo de mi hijo Andreas, ¿sabes? Puede que sea más difícil para los dos no contar con el respaldo y la energía de que él disponía a la hora de abrir puertas y trazar rumbos. No importa, muchachos, cualquier esfuerzo que hagáis para suplirlo será un motivo de alegría para ambos y, sobre todo, algún día me daréis la razón cuando descubráis el maravilloso efecto que tiene sacarse el mal de al lado.
Leo ladeó la cabeza y no realizó ningún gesto que indicara que iba a responder. Quería saber a dónde iba a parar todo aquello.
La mujer prosiguió.
—Yo voy a hacerlo también. Voy a sacar todo el mal de mi lado. Todo aquello que pueda recordarlo. Todo aquello que esté contaminado siquiera por los recuerdos, ¿entiendes lo que te quiero decir, verdad?
Leo asintió. Sabía a qué se refería. Probablemente era esa sensación la que él estaba desarrollando también en relación con Claudia. Como si de alguna manera quisiera sumergirse en el Jordán y desprender de la piel todo lo que ella había dejado adherido. Lo que no entendía es qué tenía que ver la catarsis de aquella mujer con la suya y por qué se había empeñado en llamarle para hacerla ante su vista.
—¿Aún hoy te gusta la casa? Fue un proyecto muy importante para ti, ¿te sigue gustando? No me contestes por contestar. Sé que has hecho grandes cosas después, sólo me gustaría que me dijeras con sinceridad qué espacio ocupa en tu corazón este proyecto que te catapultó a la fama y sobre el que se asienta tu vida profesional.
Leo la miraba sin verla. Sólo oía latir en su mente las frases de Claudia: «decidimos convertirte en alguien de su mundo», «eras tan juguete sexual como yo». Machacaban. Llevaba razón Estefanía, había que limpiarse de todo aquello para siempre. De la forma que fuera.
—Si te soy sincero, Estefanía, creo que es un gran trabajo. Veo todo el esfuerzo que puse y toda la ilusión en cada forma de este inmueble. No obstante, no nos equivoquemos, hay mucho de tu difunto marido en esta casa. Más de lo que quizá hayas visto nunca.
—Él eligió tu proyecto, de eso no cabe duda, pero hasta ese momento tú lo habías creado libremente. Eso es lo importante para ti o lo que debe serlo —le respondió.
—Hizo más que eso. No voy a darte ahora detalles, pero era un gran mixtificador y, por simplificar, consiguió que se hiciera lo que él quería pensando que uno hacía sólo lo que deseaba —le dijo con amargura.
—Manipular no tenía secretos para Enrique, Leopoldo.
—No, no los tenía —le reafirmó el arquitecto.
—Todo esto no es charla vana. Si te pregunto lo que te pregunto es porque, como te he dicho, estoy decidida a expurgar mi vida. Nada va a hacerme cambiar de opinión. He tomado ya algunas decisiones. Una de ellas es salir de esta casa. Es primordial tanto para mí como para la estabilidad de Andreas. Si te he preguntado todo lo anterior es porque quería saber si para ti tenía un significado especial. Si lo tiene, estoy dispuesta a regalártela o a vendértela por un precio simbólico, si eso te parece más aceptable. Ésa era al final mi pregunta y mi propuesta. ¿Qué me dices, Leopoldo?
Leopoldo no se apresuró en la respuesta. Era una oferta tan sorprendente que necesitaba asimilarla para poder responder lo único que sabía que podía responder.
El silencio se convirtió en una burbuja que los protegía de sus pensamientos.
—Eres una gran mujer, Estefanía. No sólo por la generosidad que demuestras, ésta es una casa de precio prohibitivo incluso para mí, sino sobre todo por la sensibilidad de que das muestra sobre mi trabajo. No te creas que muchos clientes la tienen. Te estaré siempre agradecido por haber pensado en mis sentimientos con respecto a una obra que, desde luego, irá ya siempre indisolublemente unida a mi historia profesional y personal. No puedo aceptarla, Estefanía. No creas que es por chulería o por lo que podrían decir. No, no es eso. Vas a entenderlo perfectamente. No la quiero porque para mí supondría la misma carga que hoy día supone para ti. Yo también necesito limpiarme. Puede que no haya nadie que haya estado cerca de Enrique que no lo necesite. No quiero nada suyo. Ni siquiera sus contactos. Muchos de mis actuales clientes me los presentó él. Voy a terminar los trabajos que están a medias, pero no voy a hacer ninguno de los que aún eran simplemente proyectos sin acometer. No quiero nada de él. No quiero que en mi vida quede ninguna sombra de él. Me parecía doloroso decirte esto, mas ahora que he comprobado que nuestros sentimientos son parecidos, me quedo mucho más aligerado si te lo expongo tal cual lo siento.
—Eso te honra, Leopoldo. Eres aún mejor persona de lo que suponía. Saldrás adelante y saldrás muy bien. No te va a faltar trabajo. Tienes tu obra detrás para respaldarte. ¿Sabes?, una de las cosas que Enrique hacía a la perfección era hacerte sentir cuánto le debías por esta cosa o aquélla. Al final conseguía convencerte de que tu fortuna o tu desdicha le estaban tan intrínsecamente ligadas, que era como si tu vida no fuera ya sino una extensión, como si fueras uno más de sus epígonos. No es cierto. Ninguno lo somos. Muy por el contrario, piensa en ello, él se nutría de nosotros, de nuestra sustancia humana, de nuestras emociones y nuestra afectividad, porque para él los sentimientos eran incógnitas que no podía resolver. Sólo era una cáscara vacía buscando permanentemente un reflejo suyo en el mundo que le hiciera sentirse real.
—Eres sabia —musitó.
—Mi tragedia me ha costado —respondió ella suavemente.
Leopoldo podría haberle hablado de la suya, pero no tenía esa intención. Ni siquiera podía transmitirle la ansiedad que le generaba la petición de Claudia de dotarle de una coartada. Aquella mujer tenía derecho a no saber nada ni de Claudia ni de la espiral de decadencia y negrura en la que su esposo había entrado y con la que, sin duda, había contribuido a mancillar también su vida. A él no le habían ahorrado algunas decepciones, si bien tenía la suficiente humanidad como para preservar a otros de aquel cáncer que terminaba por corroerte el alma.
Aun así, sentía cierta curiosidad que creyó poder saciar sin hacer daño.
—¿Qué sabes de la investigación? Quizá hay novedades que no se han publicado y que la policía sí te ha comunicado a ti. Supongo que es absolutamente necesario que puedas cerrar ese agujero para poder avanzar. Cuanto antes puedas ponerle nombre a la asesina o asesinos, mejor para tu paz, ¿no es así?
—No han avanzado gran cosa. Están buscando a la mujer con la que compartía la sesión sexual ese día. Eso es lo último que me dijeron y no creo que haya noticias nuevas. Al parecer no han encontrado rastros de correos o llamadas telefónicas que tuvieran que ver con la tipa y siguen sin disponer del móvil de Enrique, así que por esa vía va a ser difícil que den con ella. Aun así, supongo que hay métodos de búsqueda en los bajos fondos o donde sea que se encuentren esas cosas de las que disfrutaba, que puedan conseguir algún dato. Pero no te equivoques, Leo, a mí no va a hacerme más feliz que me digan el nombre de la mano ejecutora que le quitó la vida. No está bien que te lo diga pero, tal y como yo lo veo, es la mano de mi libertadora o mi libertador. Va a pagar con su libertad la mía. No, no es un tema que me quite el sueño. Vivir es mi objetivo ahora. Enrique y su muerte son algo que me está empezando a resultar terriblemente ajeno. ¿Y tú, Leo?, ¿te ha citado ya la policía a declarar?
Leo se estremeció y esperó que la mujer no lo hubiera notado.
—No, aún no y me parece raro porque es de sobra conocido que Enrique era mi mentor, aunque supongo que pensarán que no puedo aportar gran cosa y, de hecho, puede que no tenga nada que aportar —le respondió.
—Porque, ¿a ti no te invitaba a las juergas que montaba? —dijo Estefanía sin disimular su cara de estupefacción.
Leo enrojeció.
—No creo que sea algo para hablar aquí, contigo. No merece la pena, de verdad.
—No me duele, Leo, no me duele. Si no han hablado contigo es probable que sea porque no piensan hacerlo con los otros. Tú sabes como yo que los otros son un bocado muy grande hasta para la policía.
—Es cierto, Estefanía.
—Pues a lo mejor eso te protege también a ti del escándalo. Me divertiría mucho ver la cara a sus mujeres, esas que pinzaban una sonrisa maligna cuando me veían, porque pensaban que mi humillación era la comidilla perfecta. Sería un broche de oro que se enteraran de las andanzas de sus mariditos, pero si el hecho de que los oculten a ellos te va a beneficiar a ti, casi me alegro, Leo. Siento por ti una ternura parecida a la que siento por Andreas. Podéis aún saltar sobre su influencia. Tenéis derecho a ello —sentenció la viuda de Weimar.
No quiso enredar más. La explicación que le planteaba Estefanía era la misma de la que Leo se había servido una y mil veces: la investigación no se acercaba a él porque tampoco quería hacerlo con el resto de los tipos. Claro que ella no sabía…, ignoraba que había otro cabo de la cuerda —y era muy apropiado decirlo así— que podía conducirles: Claudia. Maldita y bella y ahora odiada Claudia. Sabía que ese sentimiento tenía que salir fuera como un pus hediondo que le permitiera drenarse, pero aquél no era el lugar. Sólo en la profesionalidad de Irene podría encontrar la comprensión necesaria para salir de aquel atolladero en el que se encontraba.
Cuando abandonó aquella casa, que ya le parecía un panteón para su inocencia, pensó en hacer tiempo hasta que llegaran las ocho de la tarde, que era la hora de su cita con Irene. Se lanzó sobre las calles. Agotarse contra la ciudad era una opción que siempre terminaba por apaciguarle y en aquel instante tenía mucho en lo que pensar.
Un hombre joven y esbelto con las manos metidas en los bolsillos de un elegante abrigo negro, mientras sus ojos, de expresión soñadora y sosegada, miraban hacia adelante para prever el próximo movimiento. Eso es lo que podía ver cualquier viandante que se cruzara con él en aquellos momentos.
No obstante, Leo era una hoguera.
Leo tenía miedo.
Su cerebro no hacía sino analizar una y otras vez las consecuencias de que se supiera oficialmente y se filtrara que conocía y visitaba a Claudia, el ama de Weimar. Había vivido ya decenas de veces en su cabeza la reacción de su madre y la mirada de estupor de su anciano y enfermo padre, que ya no estaba en condiciones de entender nada y, mucho menos, de juzgarle. Aun así captaría la decepción de todos con su comportamiento.
Era cierto que Irene lo sabía y no por ello había cambiado su actitud hacia él, pero Irene era una profesional. Tampoco lo hubiese hecho si un paciente le hubiera confesado cualquier otra debilidad o tendencia fuera de la norma. Todo quedaba cubierto por el secreto profesional. ¿Todo? Leo ignoraba si los psicólogos estaban obligados a comunicar el estado de sus pacientes si pensaban que podría derivar en daños para la sociedad. Recordaba haber leído algo sobre el piloto que estrelló el avión en los Alpes. Al parecer, sus psicólogos no tenían obligación de reportar a nadie, ni siquiera a la compañía aérea, las perturbaciones anímicas e ideaciones suicidas que habían percibido en él. Era posible que en España fuera otra cosa. En todo caso, él, Leo, no era un problema social. Claudia podría destrozarle y el mundo seguiría adelante. Lo apartarían y seguirían en marcha. ¿Cómo sería estar fuera? o ¿cuánto de fuera quedaría? Nunca había manifestado un comportamiento social respecto a su parafilia, pero quería imaginarse si tendría suficiente repercusión en el mundo sadomaso su salida de la mazmorra obligada, como para nutrirle de clientes el resto de su vida. O quizá aparecerían bellas mujeres dominantes a encargarle preciosos chalés en los que someterlo.
Tenía que contarle a Irene todo este pánico que le atenazaba. Sentía que una vez que lo hubiera soltado sobre ella, pasaría a ser más doméstico, menos salvaje, algo que se podría manejar con un poco de terapia. Era un poco absurdo recordar cómo al principio se negaba a contarle a su psicóloga la verdad. Ahora sentía como si ella fuera a librarle de todo problema. Sólo tenían que dar las ocho. Sólo tenía que sentarse en aquel sillón y hablar. Irene sabría cómo hacerle encontrar la calma. Estaba tan seguro que casi se serenó sólo con pensarlo. Contarle a Irene el chantaje de Claudia. Ése era ahora el objetivo prioritario. Liberarse de aquella carga. Entregársela a ella. Todo iba a estar mejor después.
Cuando entró en el portal del centro en el que pasaba su consulta Irene, Leo había tomado el aspecto de un kamikaze cuando tiene al fin a la vista su objetivo.
Leo era todo determinación y miedo.
La del joven arquitecto no era la única visita que Estefanía, viuda de González-Weimar, tenía prevista para aquella tarde. ¡Eran tantas las cosas que quería dejar concluidas antes de empezar una nueva vida! Y, sin duda, había conversaciones que iba a ser mejor dejar que se quedaran entre aquellas paredes. El mal parece impregnarlo todo como una mala peste. Nada quería llevarse con ella. Nada, excepto a su hijo Andreas.
Gregorio Valbuena llegó puntual a la cena temprana a la que había sido invitado. Le sorprendió ver que, tras despojarle del abrigo en el hall, le conducían hacia el comedor grande. Pensaba que Estefanía quería un tête à tête más íntimo. No se le había ocurrido pensar que hubiera más invitados, entre otras cosas porque no le interesaba. Las cuestiones relativas a la herencia de Enrique y al control de Weimar Corporación se estaban dilatando ya un poco más de la cuenta. Entendía que aquella mujer estuviera desarbolada; a fin de cuentas le acababan de desmontar no sólo su vida material sino también toda la pantalla que sin duda había logrado construir en torno a la disoluta vida de su marido para poder sobrevivir, pero todos no podían perecer con ella. De aquel encuentro no pasaba. Valbuena pensaba irse a dormir con la llave para comenzar a gestionar el negocio en la mano. Incluso si la opción era Andreas, él sabría hacerle caminar por los senderos que más interesaban a la empresa y al país y, cómo no, al propio Valbuena. Era un buen chico Andreas. No daría problemas. Incluso tenía pensado ofrecerle que, antes de nada, se fuera a hacer un largo viaje. Recorrer el mundo le serviría para olvidarse del fango que la vida de su padre le había echado encima. Aunque el asunto era la comidilla de la City y de Wall Street, Andreas no tenía por qué pisar la sociedad económica. No. Pensaba hablarle de paraísos, de experiencias, de un vagabundeo liberador que a un chico joven siempre le venía bien. Que agarrara a un amigo o dos y se fuera a vivir la vida una temporada. Era lo mejor, y seguro que Estefanía, como madre, no se opondría a un plan así. Tampoco tenía opción.
Cuando la doncella se hizo a un lado de la puerta del comedor para dejarle pasar, Valbuena vio ya a Estefanía de pie junto a una de las esquinas de la gran mesa de cristal templado y madera de ébano. Sólo se habían colocado dos servicios en el centro, uno frente a otro, equidistantes de unas cabeceras que se apreciaban así como más anacrónicas y lejanas. Goyo reconoció de nuevo la tarea que había hecho el joven arquitecto con aquella casa. Precisamente por ser un clásico y un aburguesado, no dejaba de sorprenderse por cómo el profesional había logrado maridar aquellos artesonados y aquellos frescos que recorrían paredes y techos de la zona noble de la casa, con materiales y elementos de una modernidad absoluta. El viejo carcamal en que se estaba convirtiendo se sentía extraño a todo aquello, pero no dejaba de admitir que estaba bien hecho.
Estefanía resultaba algo fuera de lugar allí. Parecía frágil y desvalida en aquella inmensidad de pieza. Ambos se desplazaron hacia el otro para estrecharse la mano. Goyo se sorprendió de la firmeza del apretón que recibió. No tenía ante él a una viuda lánguida y abandonada como había previsto. El vicepresidente de Weimar Corporación tuvo un primer aviso de que quizá sus planes iban a precisar de algo más de persuasión de la que había preparado.
Sentados uno frente al otro, fueron discurriendo los entrantes y los dos platos principales. Picotearon comentarios sin entrar en ningún tema que pudiera considerarse crucial. No hablaron de la investigación del asesinato. No hablaron de la situación anímica y personal de ninguno de los dos. No introdujeron el futuro ni se recrearon en el pasado. Simplemente, hablaron. Hay una sorprendente cantidad de conversaciones de ascensor cuando uno es culto y se ha criado en el ambiente adecuado.
Estefanía depositó finalmente sus cubiertos juntos atravesando el plato y tocó el timbre para que viniera la doncella. Una vez allí, le dio permiso para desembarazar la mesa de los servicios y para servir los postres. Una vez cumplidas aquellas órdenes, le dio instrucciones para dejar allí mismo los servicios de café y de licores y le pidió que los dejara solos hasta nueva orden.
Había llegado el momento.
Goyo Valbuena sólo esperó a que la puerta se cerrara tras la muchacha para ensillar su caballo ganador y culminar su carrera hacia la presidencia de Weimar Corporación.
Bueno, Estefanía, se acerca el momento en el que tendremos que ser capaces de superar el dolor que nos ha producido la injusta muerte de Enrique, para pensar en un futuro que no sólo nos compete a nosotros sino a los miles de personas que lo han ligado a nuestras empresas. Por ellos, y no sólo por nosotros, deberíamos ser capaces de poner fin a la situación de interinidad al mando de la corporación que, si bien no era evitable, es ya de todo punto insostenible —le dijo con seriedad circunspecta.
Estefanía dejó ver un rictus sardónico. No contestó.
—¿No lo ves así tú también? Eso sin olvidar que el futuro de Andreas está también por definir y eso es algo que no dudo que te tiene preocupada —insistió Valbuena.
—Dices bien, Goyo. Es el futuro de mi hijo lo que se me aparece como prioritario desde que supe del asesinato de mi esposo en las circunstancias que ambos conocemos y en las que no voy a insistir. No voy a dar un paso que no sea en su absoluto interés —remarcó.
—Es lo que me imaginaba. No puede ser de otra forma en una madre de la entereza moral que tú tienes —dijo el empresario a la par que se daba cuenta del desliz, puesto que cualquier referencia en aquel contexto a la moralidad de la madre no podía sino resaltar la terrible ignominia que había sembrado sobre ellos la muerte del padre.
—No creo que, finalmente, nadie pueda cuestionar la moralidad de mis decisiones. Ya lo verás, Goyo, ya lo verás.
—No lo dudo. El testamento de Enrique va a leerse en los próximos días, aunque tú y yo sabemos perfectamente su contenido. Entiendo que estarás de acuerdo en seguir los designios que él había manifestado en reiteradas ocasiones y que, sin duda, están contenidos en el testamento, para que sea yo quien acompañe a tu hijo en el camino que aún le queda para poder ponerse al frente de la empresa. Es cierto que el chaval ha ido dando pasos por diferentes departamentos del conglomerado y que apunta maneras, pero sabes como yo que no está en condiciones de convertirse en presidente de Industrias Weimar.
—En eso estoy totalmente de acuerdo —indicó Estefanía, aunque no le explicó que no se trataba de la capacidad formal de su hijo para ocupar el puesto de un depredador como su padre. Eso no era lo que a ella le inquietaba, sino el hecho cierto de que ése fuera el futuro que todos habían diseñado para Andreas sin que él hubiera tenido ninguna intervención.
En ese caso, sólo nos queda una cosa por hablar y es si formalmente vas a querer convertirlo en cabeza de la compañía, sometido a una especie de tutoría por mi parte hasta que domine el intrincado mundo en que nos movemos, o si prefieres directamente que yo me haga cargo durante unos años del timón mientras Andreas se termina de forjar como un hombre. Ahora mismo entiendo que es exigirle mucho que se ponga a pensar en estas cosas. Comprendo su dolor, su desconcierto y, aunque queramos evitar hablar de ello, su vergüenza o su pudor ante la parte de la historia de su padre que ha quedado al descubierto…
Dejó la frase en suspenso a la espera de una intervención de la mujer que no se produjo. Tampoco hubo ningún signo de aquiescencia. Sólo el vacío en el que se pesa el silencio. No era ésa una cosa que arredrara a Valbuena. Tampoco le hizo plantearse, ni por un segundo, que no estuviera pisando terreno firme. Para la ambición del vicepresidente, que Estefanía callara ante estos temas era sólo una muestra del oprobio en el que había sido hundida por su exsocio.
—¿Qué te parecería que Andreas tuviera tiempo ahora para vivir un poco su propia vida? Ha concluido sus estudios y ha sufrido un golpe demoledor. Tal vez sería bueno para su estabilidad emocional, para que se llenara de ganas de comerse el mundo, el que le mandáramos una temporada a recorrerlo y a disfrutar. Así, sin pensar en nada más. Sólo a vivir. Nosotros nos ocupamos de mantener su patrimonio y su futuro en forma para que lo recoja cuando esté dispuesto. ¿No encuentras que sería bueno para él después de todo esto? —terminó y frenó, esperando expectante una respuesta afirmativa.
¿Nosotros o tú, Valbuena? —le espetó fríamente la mujer.
Gregorio alcanzó a darse cuenta de que no era una buena señal que le llamara por el apellido en aquel momento.
—Mira, Gregorio, no hace falta que disimules tu codicia tras esa supuesta preocupación por Andreas. Andreas tiene una madre que va a velar por él. Creo que voy a tener que explicarte unas cuantas cosas para que seas capaz de ver cuál es realmente la situación a la que nos enfrentamos —continuó con voz firme la mujer—. No hace falta que te diga que tu treinta por ciento de Weimar Corporación no es suficiente para hacerse con el control de la compañía, ¿cierto?
—Estefanía, no sé a qué viene esa referencia. Es evidente que conozco cuál es mi posición en la compañía y sabes que, para mí, Andreas es también casi como un hijo. Lo único que pretendo es seguir caminando junto a él como lo hice junto a su padre.
—Sí, caminar en el Consejo mientras él camina por el mundo. Lo has expresado meridianamente —le informó.
—No entiendo la hostilidad que percibo en tus comentarios, Estefanía —dijo Valbuena, ya algo alterado.
—La vas a entender enseguida, querido Goyo. Sabes que las acciones de Weimar Corporación son detentadas realmente por nuestra empresa holding familiar, Arequipia, ¿verdad, Goyo? —Era una pregunta retórica—. Bien, lo que es probable que no sepas es que hace unos años, en plena crisis, vuestra permanente carrera hacia adelante en un contexto de escasa liquidez hizo que Enrique necesitara cash en un momento dado, y no quería deshacerse de patrimonio en tal mal momento; ¿a quién iba a acudir para que aquello no fuera la comidilla del mundo financiero? —le dijo con retintín la mujer.
La pregunta quedó suspendida entre ambos, pero por la mueca que se le instaló a Valbuena en la cara, era evidente que su socio del alma nunca le había hecho el más mínimo comentario relativo a ello.
Estefanía cogió delicadamente un papel que tenía en la silla de al lado y lo deslizó hacia él sobre la mesa.
—Acudió a su papá político, Valbuena. Mi padre le dejó el dinero a cambio de la pignoración de los derechos sobre el veinte por ciento de las acciones de Arequipia. Total, todo quedaba en familia. Tan en familia que Enrique se olvidó de cumplir los requisitos de devolución que habían suscrito. Total, su querido papá político no le iba a montar un escándalo, ¿no crees?
El hombre le escuchaba subyugado, como esperando el desenlace de una novela de la que ya no te puedes apartar. Ni siquiera echó un ojo sobre el documento notarial.
—Y era cierto que mi padre no iba a montar ningún escándalo, pero también lo era que nunca fue ciego para ver qué estaba sucediendo en nuestra relación y la clase de mujer en la que Enrique me estaba convirtiendo. Nunca me animó a divorciarme o a dar un paso que me permitiera volver a vivir con dignidad, pero sí que puso en mi mano el único instrumento de poder sobre Enrique que él tenía a su disposición. Mi padre me hizo una cesión de ese crédito, por lo que, sin saberlo mi marido, yo era su verdadera acreedora. Eso no tenía mayor importancia hasta el mismísimo momento en el que una llamada me alertó de que había aparecido muerto después de que una mujer le diera de palos mientras él se arrastraba a sus pies. En ese mismo momento, bueno, al día siguiente, insté al abogado de mi padre, que ahora lo es también mío, a que acudiera al juzgado para realizar el derecho de ese crédito. En cuanto se resuelva el pleito, y ahora será bien sencillo, estará en mis manos ese veinte por ciento de las acciones de Arequipia. A eso debes sumarle el usufructo del tercio de libre disposición que aparecerá en la lectura del testamento de Enrique. ¿Sabes sumar, no, Valbuena? —Estefanía se regodeaba—. ¿Sabes lo que es una cascada societaria, no? Pues ahora vas a comprobar cómo eres arrastrado por una de ellas —dijo finalmente.
Gregorio Valbuena estaba demudado. Todo aquello era un error. El producto del nerviosismo de una mujer que había sido sometida a demasiadas pruebas. Tenía que intentar amansarla y reconducir aquello. Se jugaba demasiado.
—¿A dónde quieres llegar, Estefanía? Hablemos como personas civilizadas —musitó.
—No se puede ser más civilizado que yo. A fin de cuentas, no te voy a sacar de la empresa a garrotazos sino mediante la civilizada utilización del derecho societario. Te insisto porque te veo atorado. Tienes frente a ti a la persona que controla el cincuenta y tres por ciento del holding familiar de los Weimar, que a su vez posee el cincuenta y un por ciento de las acciones de Weimar Corporación. Yo controlo la empresa ahora, Valbuena, y te estoy despidiendo como vicepresidente. Eso es todo. Sin ningún tipo de resentimiento personal. Yo tomo ahora las riendas. Ésa es la conclusión.
Estefanía golpeaba con el dedo sobre el documento notarial que había quedado en el centro de la mesa, para reafirmar sus palabras.
—¿Te das cuenta de lo que dices? ¡Tú no puedes arrastrar a la ruina a miles de familias que dependen de nosotros! ¡Una empresa es algo más que el capricho de una mujer despechada y aturdida! Olvídalo, por favor. Yo, por mi parte, no voy a tener en cuenta este rapto nervioso y te vuelvo a ofrecer mi ayuda para garantizar el futuro de tu hijo —insistió.
—Estás fuera, Valbuena, es un hecho. Nadie va a perder su puesto de trabajo. En todo caso, podrán mostrarse orgullosos de que éste se asiente en presupuestos sociales y morales algo mejores que los que tú y mi difunto marido practicabais. Andreas está al corriente y se muestra de acuerdo con darle un viraje fundamental a la empresa hacia otro tipo de formas de negocio. Tu tiempo ha pasado. Se escapó por el sumidero a la vez que la vida de Enrique y su dudosa reputación.
La mujer se puso de pie y empezó a recorrer el inmenso comedor mientras no paraba de hablar.
—No me interesan nada vuestros juegos, así que puedes informar a tus amigos de que no voy a continuar adelante con la venta del paquete de acciones de Global de Satélites a los rusos o a quien sea que Enrique se lo hubiera prometido. No tengo miedo; sin embargo, quiero que les digas que sí voy a deshacerme de ello, así que espero que algún patriota se decida a comprar ese paquete. Allá él, los servicios y vosotros mismos con los rusos, los ucranianos o los que sean. Ni siquiera sé si eso le ha costado la vida a Enrique. En ese caso me caerían hasta simpáticos, para qué te voy a engañar, pero no es algo que me cause ni siquiera curiosidad. No voy a meterte prisa. Puedes ir recogiendo tus cosas y pensando sobre tu futuro. Quizás tus amigos de la sociedad secreta —aquí Estefanía le dedicó un guiño— te ayuden a encontrar un nuevo puesto desde el que seguir bailando con el poder y estableciendo sus designios. Por mí, perfecto. También entendería que quisieras deshacerte de tu paquete en Industrias Weimar. Sería lo mejor para todos, ¿no crees? Ahora ya puedes ir e informar a tus amigos del Gobierno que has conseguido frenar la venta. Era lo que te habían encomendado y hecho está. Lo que no sabías es que el precio del encargo iba a ser tan amplio y que iba a correr de tu cuenta, pero en la vida se sabe cómo se empieza pero no cómo se termina. Ahí tienes a Enrique. Si hubiese sabido aquella tarde que iba a morir, quizá hubiera decidido gozar de otra forma.
Gregorio Valbuena volvió a ver la escena ante sus ojos pero no dijo nada. Estaba inflamado e iracundo, aunque sabía darse cuenta de cuándo las cosas no admitían otra opción.
Se levantó de forma brusca y casi tiró la silla.
No respondió nada.
No hizo ningún ademán de despedirse de la mujer que le acababa de ajusticiar.
Mientras le observaba salir airado de aquella casa, que nunca había sido la suya, la mujer se sintió más dueña de su vida de lo que lo había sido jamás