CAPÍTULO 8

Un aire como de francachela recorría el salón donde habían colocado una enorme mesa en forma de herradura en la que se iban a acomodar, en cuanto todos los asistentes hubieran llegado. Entre tanto corría la cerveza en la barra para los exmiembros de la Agrupación Libertad. Faltaba aún el coronel. Ya no era coronel. Estaba ya jubilado. Sería siempre su coronel.

Hasta Irene se dejaba llevar por el reencuentro en el que recobraba rostros y voces que le eran muy lejanos, pero de los que no había olvidado ni una pizca del sufrimiento que la rudeza del día a día en Afganistán les había deparado. Irene había sido la psicóloga de todos ellos. Había oído sus miserias y había volado sobre sus mentes. Los psicólogos eran los pater de los ateos. El pater también estaba allí, caña en ristre. No hubiera podido decir si don Pablo había sido más efectivo con su parroquia que ella con la suya. Ese pensamiento la taladró. Ella había fallado de una forma tan garrafal que no había comparación posible. Sólo plantearla merecía un anatema. El cura no llevaba ninguna muerte a sus espaldas.

Estaban raros todos así de paisano. Viéndolos echó de menos las palmadas sobre los uniformes de camuflaje de los que siempre, siempre, salía polvo y arena. La misión. Toda su vida había cambiado en aquella misión. Ninguno de ellos sabía hasta qué punto. No sabían que su amor había muerto allí. En un camino de un país remoto en el que con toda probabilidad no se les había perdido nada. Siempre la habían tratado con mucha consideración. Pero ellos no sabían. Nadie sabía.

Los conocía bien. Podía sentir lo que estaban pensando en cada mirada que le dirigían. Los había estudiado bien durante los meses finales del llamado 4+2. Era el periodo de entrenamiento de las unidades antes de ser enviadas a la zona de operaciones. Durante cuatro meses, los efectivos se adiestraban en su unidad con una fuerte preparación física, de tiro y de procedimientos operativos. Después había que encajar las piezas. Dos meses de integración de toda la fuerza, de distinta procedencia, para que al llegar a Afganistán fueran como el mecanismo de un revolver bien engrasado. En ese momento los psicólogos se incorporaban al contingente y comenzaba su labor. Nadie con problemas podía salir en misión. Les había hecho test y evaluaciones para asegurarse de que no hubiera ningún cuadro que les impidiera participar. Era un trabajo de gran responsabilidad. No podía permitir que un efectivo con algún problema que pudiera poner en riesgo su vida o la de los demás o siquiera la convivencia viajara. Por otro lado, todos sabían que para muchos salir en misión era bandear algunos problemas económicos o, simplemente, poder conseguir el dinero que les era imposible ahorrar de su sueldo. No podía joder ni al Ejército ni a sus compañeros.

Los conocía bien y ellos confiaban en ella.

Finalmente fueron tomando posiciones en torno a la mesa. Ella fue reconducida hacia un puesto próximo al del coronel. Había sido oficial de la agrupación y, en su caso, reportaba directamente al jefe de la misión y sólo a él. Todos los que habían constituido el equipo de apoyo al mando se fueron sentando en la cabecera de la mesa. Ni en una comida de confraternización pasados los años, dejaba el Ejército de hacer sentir las jerarquías. La excapitana podía ver desde la mesa a todos aquellos hombres y mujeres que habían sido testigos del mayor drama de su vida.

Ellos también la veían a ella.

Entre jarras de cerveza que iban y venían, un grupo en la esquina practicaba una de las disciplinas que no faltan jamás en la milicia. El despelleje.

…La capitana, la psicóloga, se fue del Ejército, ¿no, mi comandante? —preguntó un brigada correoso a Santi.

Sí —respondió el amigo de Irene—, volvió a la vida civil.

¿Y cómo tiene los huevos de venir aún a estas cosas? —la boca del suboficial era un pozo de resentimiento.

Bueno, Montes, la vida da muchas vueltas, pero lo que hemos pasado juntos ahí queda. A mí me parece un gran gesto por su parte no faltar nunca…

Es una puta desertora…

No hable así, brigada… Es injusto —dijo calmoso el comandante.

¡Lo es! Es una cabrona. Se puso el uniforme y se hizo profesional con nosotros y después se ha ido a ganar pasta fuera con lo que aprendió aquí… Lo que aprendió con nosotros que seguimos aquí ganando una puta mierda mientras ella se forra.

El brigada Montes miró retador al comandante. La mirada tenía una traducción inmediata. «Me la pela que seas un oficial. Éste es un acto civil y voy a dar mi opinión porque me da la real gana». Santi sabía en qué terreno se movía y no pensaba tirar de estrella, pero se sentía incómodo con un planteamiento tan sesgado y poco favorable de las decisiones de la que era una buena amiga y una buena persona.

—No todo es dinero en la vida, Montes. Nosotros lo sabemos mejor que nadie. Por dinero muy pocos estaríamos en esta empresa. Quizá hubo quien se apuntó a la misión para tener un pellizco que a ninguno nos vino mal, pero el dinero no es lo decisivo ni para entrar ni para salir…

—Yo me siento traicionado —insistió el brigada.

—Pues no tiene ningún motivo.

—Lo tengo. Abusó de mi confianza. Hay cosas que ni yo ni otros compañeros le hubiéramos contado de haber sabido que iba a dejar de ser uno de nosotros. Le contamos lo que nos roía el coco. Le hablamos…, bueno, le hablamos de otras misiones en las que habíamos estado. De cosas que nos carcomían. Cosas que un capitán puede entender pero que una pija psicóloga que atiende a parejas con problemas no debería saber. ¿Eso lo entiende, comandante?

Eso no debería preocuparte, brigada. La profesionalidad de la capitana es irreprochable. Todo lo que le dijiste está custodiado por el secreto profesional. Lleve o no uniforme —le explicó.

¿Y por qué cojones se fue? ¿No sería porque se acojonó? ¿No será de las que cuando topan con la realidad se desmoronan? Para mí es una cobarde. Huyó. Huyó de lo que sabe y de lo que representamos… No sé cómo tiene el cuajo de venir.

Santiago no podía explicarle que todo tenía una razón y que esa razón no enlazaba con sus experiencias ni con sus revelaciones. No podía decirle que Irene había dejado su espíritu hecho trizas en un camino de Afganistán. Que su futuro había reventado en mil pedazos cuando aquel explosivo de circunstancias se llevó al capitán Rubén Azpiroz y a los soldados que le acompañaban. No podía decírselo porque nadie sabía que aquella relación existía. Ninguno de los presentes podía pensar que aquella mujer que se reía abierta y francamente con las bromas del coronel había muerto también en Afganistán. No había podido llorarle sino en el silencio de su habitación. No había podido acompañar a aquel cuerpo que había adorado en su último vuelo antes de que una bandera lo entregara cubierto al olvido. No había podido. Santiago hacía algunos años que había recibido esta confidencia y sólo entonces había sido capaz de reconocer la enorme entereza de Irene. Él sabía que no podía continuar en el Ejército después de aquello. La comprendía. Se dolía con ella. Rubén era un oficial a ratos querido y a ratos odiado por la tropa pero, sobre todo, era un soldado. Su alma de soldado sabía qué tipo de sudario cubría desde entonces el corazón de Irene y aún tenía la esperanza de que la vida le devolviera su ilusión y algo de futuro. Pero todo aquello no se lo podía explicar a un brigada bocazas, así que zanjó la conversación.

Fue su decisión entrar y fue su decisión salir. Fue una buena oficial y se portó como una jabata en unas circunstancias difíciles para todos. Eso debe merecer nuestro reconocimiento. Lo demás son ganas de joder, Montes…

Ganas de joder o no, no soy el único que lo piensa —remató el brigada, que no pensaba dejar que el oficial le restregara la última palabra. No en aquella cuestión.

Ni él ni otros compañeros que habían confiado en los servicios profesionales de Irene tenían exactamente miedo aunque sí algo de precaución. Lo había hablado con los demás. Con los que, como él, habían estado en la misión de Irak antes de incorporarse a la de Afganistán. Lo hizo cuando se sintió un cobarde y un flojo y un indeseable por haberse sacudido parte del peso de su conciencia hablando con la psicóloga. No había sido el único. Los demás también habían buscado cierto bálsamo cuando en las noches de espera, de vacío, las imágenes terribles de Irak irrumpían en su cabeza como cobrándose venganza. Era parte del trabajo. Alguien tenía que hacerlo. No sabía quién ni cómo había llegado a convencerles de ello. Quizá un puro estado de necesidad. Pero si fuera así, no entendía por qué sentía tormento cada vez que las escenas volvían a su cabeza. Y era muy a menudo. Curiosamente, aun más a menudo ahora.

Montes había pateado a más detenidos que los recogidos en el video. Era un video de mierda el que el jodido imbécil de Santos había grabado. Sabía que tenía a todo el sistema detrás protegiéndole. El procedimiento se había archivado. No eran reconocibles. Cualquiera que les conociera de verdad les hubiera identificado. El libro de detenidos había desaparecido convenientemente. La Justicia militar había pasado página. Pero aún quedaba su puto cerebro y el relato pormenorizado que la jodida psicóloga desertora llevaba también en el suyo. Ella sabía quiénes habían sido. Ella sabía cuántas veces más había sucedido. Ella les había visto llorar perseguidos por los gritos, los infernales gritos, de aquellos cabrones de terroristas. Todos estaban encerrados en aquella mazmorra de silencio y de insomnio. Todos menos la hija de puta de la tía que se había largado del Ejército para pisar moqueta lejos de tanta mierda. Sabía que no podía hablar. Eso destrozaría su carrera. Estaba obligada por el secreto profesional. No podía hablar pero podía juzgar. Podría mirarle ahora y saber qué mierda anidaba en su corazón y eso al brigada le sacaba de quicio. Le daban unas ganas inmensas de darle su merecido también a ella. ¡Joder, lo habían hecho por España! ¡Era necesario! ¿Por qué encima tenían que soportar aquella tortura interna? ¿No eran ellos unas víctimas del deber?

—¡Venga, hombre, no te hagas la estrecha! —le decía mientras el coronel a Irene al otro lado de la mesa mientras rellenaba su copa una vez más.

Irene le miró seria, pero no pudo impedir que la cerveza corriera de nuevo. Tampoco que el coronel retirado siguiera diciendo bravuconadas y yendo más allá de los límites que ella consideraba asumibles.

—Este puto país no tiene remedio. No lo va tener hasta que no se meta en cintura a unos cuantos. Ya no son ni los rojos. ¡Nooo, qué va!. Ahora hasta la gente de orden no piensa más que en su interés y en sus cuentas de resultados. Y eso no puede ser. No puede ser. Van a acabar vendiendo este país al diablo. Se la sopla. ¡Con tal de tener la cartera bien rellena y las cuentas en Suiza bien engrasadas! Ya no hay cojones. No los hay para dar un zapatazo y evitar que esos españoles de mierda sigan comportándose como si nada fuera con ellos…

Algunos de los militares aún en activo que rodeaban al coronel retirado comenzaron a removerse con incomodidad en las sillas. Sabían que si aquello salía de allí tendrían problemas. ¿Algún idiota grabando con el móvil? Nada se podía desestimar.

Su exjefe seguía desbarrando. Hablaba ahora de una asociación de patriotas que intentaba controlar todo esto desde la sombra. Un teniente coronel y un comandante se levantaron con sigilo. No iban al cuarto de baño sino a largarse. No pensaban arriesgar sus carreras escuchando silentes una especie de llamada a la asonada y un relato de sociedades secretas y fuera de la ley. El coronel estaba tan emocionado hablando de Viriato que no se dio cuenta.

Irene, sin embargo, era perfectamente consciente. Dolorosamente consciente de que aquello ya no iba con ella. Todo el dolor giraba en su alma entre aquellas carcajadas estruendosas. Su culpa. La pérdida de su amor. El dolor de los inocentes. El discurso hueco y fanfarrón estaba terminando de machacarla. No podía ser cierto que hubieran arriesgado su vida a las órdenes de un tipo como aquél. Resultaba absurdo. «Era nuestro deber». La voz brotó de pronto. Rubén. Se le llenaron las entrañas de él.

¡Tú, muchachita! ¡Éstos no pueden, pero tú sí! ¡Tú ya eres libre para servir a España de verdad como hacemos muchos! —le espetó el coronel clavándole el codo en las costillas.

Ni reparó en la inconveniencia de que la llamara muchachita.

—Ya me contará con calma, mi coronel —le respondió con un guiño que pretendía obtener una tregua.

No pensaba escuchar ni una sola palabra sobre aquella locura de Los Berones.

Miró con desesperación hacia el rincón en el que se hallaba Santi para buscar una suerte de rescate. El comandante aparentaba estar discutiendo con un brigada. ¡Vaya, era aquel brigada…!

Irene sintió como todo su ser daba una vuelta y supo que tenía que escapar. Supo también del único sitio al que podía ir, del único refugio que podía buscar.

Se levantó casi en trance.

El bocazas del coronel seguía hablando a gritos de misiones secretas. El vino lo había poseído como, por otra parte, no era inhabitual.

Nadie se interpuso entre ella y la puerta.

Los que la vieron pensaron que salía un momento. No detectaron la huída.

No veía nada. No sentía nada. No pensaba nada.

Tomó un taxi.

Le dio una dirección en modo casi automático.

Sólo le dio tiempo a poner un mensaje de WhatsApp y a recostarse en el asiento rogando por llegar.

Mauricio.

Sólo tenía que llegar hasta él.

Mauricio estaba en el salón de su casa de La Guindalera fumando una pipa. Tenía abierta la puerta que daba sobre el jardín delantero. Entraba ya algo de frío, pero era su peaje por el placer de exhalar humo de buen tabaco holandés. Oyó vibrar el teléfono pero no le hizo ni caso. No era el momento. Los momentos había que rescatarlos del mundo que nos querían imponer. Se pasó la mano por el agreste pelo entrecano que le hacía parecer un viejo león tumbado bajo su árbol de la sabana preferido. Los ojos oscuros chisporroteaban de alegría por el buen momento que había robado para él mismo en aquella tarde frenética de Madrid. Cuando compró la casa sabía que en cada segundo que pasara en ella iba a ser consciente de la incoherencia que suponía dentro del fárrago de Madrid. Por eso la amaba. Si hubiera sido así, tranquila y calmada, aislada en sus diferentes niveles pero en cualquier otra parte, no le habría producido ni la mitad del efecto que le ocasionaba. Estar allí, junto a una chimenea, viendo los árboles del jardín y sabiendo que en unos minutos podía estar en Castellana o en la Milla de Oro le seguía haciendo estremecer.

Volvió a sentir todo aquel placer en un segundo mientras su libro reposaba sobre su regazo aún abierto. Cuando iba a volver a retomarlo, levantó la vista y vio a una mujer parada junto a la verja de entrada. Alguien iba a llamar y a romper la calma. Fue consciente del desastre en un segundo en el que asumió también que sólo su finitud había hecho tan intenso aquel minuto.

Sonó el timbre.

Se levantó y se acercó al video teléfono de la entrada.

Nada en su exterior denotó la sorpresa que le produjo ver a Irene en la puerta.

Irene. Fue consciente de la agitación de su discípula antes de apretar el pulsador.

Abrió la puerta y se quedó bajo el dintel esperando a que ella atravesara el jardín.

Constató su apariencia frágil y liviana, aunque hacía años que sabía lo que se escondía tras ella. Esbozó su mejor sonrisa de acogida, prolongada en magníficos surcos de sabiduría hasta el borde mismo de sus ojos.

—¡Pero bueno, mira quién aparece ahora sin avisar! ¡Benditos los ojos, querida! —le dijo mientras la abrazaba.

Siento ser tan desastre, Mauricio, lo siento de verdad. Te acabo de poner un mensaje. Sé que es un asalto pero, no te rías, es como si una fuerza irrefrenable me impulsara a venir a verte. Perdona, de verdad —le dijo consciente ya de que su actitud podía resultar chocante.

No tener que pedir disculpas es uno de los regalos que nos podemos ofrecer tú y yo, ¿no crees? —dijo el psicólogo mientras la conducía hacia el salón.

Se quedaron sentados allí por un instante. Mirándose a los ojos. Irene buscaba esa sensación de serenidad absoluta que siempre transmitía Mauricio. Sentada allí, parecía absurda toda la agitación interior y el dolor que la habían estado trastocando. Eso era lo que buscaba fundamentalmente, aunque no era lo único. Había más sabiduría en su maestro que necesitaba imperiosamente.

—En serio, Mauricio, sé que no son formas. Sé que hace mucho tiempo que no sabes de mí a pesar de ser mi supervisor. Sé que no he hecho las cosas bien, pero soy tan egoísta como para venir a reconocértelo a la cara y volver a pedir tu ayuda.

La sonrisa de Irene era vaga y desdibujada y Mauricio lo notó.

No vienes pues de visita, sino a supervisarte…

Vengo a todo y quizá a nada… —musitó Irene.

Eso en nuestro caso resulta demasiado ambiguo, querida. Si vienes a ver qué tal sigue tu viejo profesor y a tomarte un té rojo, está bien. Si has venido a buscar a tu supervisor: está bien también. Sólo intento delimitar el contenido de nuestro encuentro y buscarle un entorno adecuado. Si vamos a supervisar, será mejor que pasemos a mi despacho, ¿no crees, Irene?

Asintió dócilmente y se levantó de la silla. Era una profesional y entendía perfectamente la distinción que estaba estableciendo Mauricio. Ya era complicado en sí como para empeñarse en hacerlo imposible. Le siguió hasta su sala de consultas que era a la vez su despacho. Contempló con afecto el escritorio de madera oscura con su sillón de cuero antiguo que rezumaba horas de trabajo y de escritura. Tomó asiento en uno de los chester de cuero mientras él lo hacia en el que se encontraba enfrente. Lo miró de nuevo antes de que la palabra rompiera la intimidad para devolverles a sus respectivos roles. Vio la inteligencia en sus ojos, brillantes aun cuando seguro que ya había coqueteado con los sesenta; vio la sabiduría que le recorría agradablemente la cara en forma de surcos de experiencia, vio… vio justo lo que necesitaba.

A ver, Irene, cuéntame… Como si ayer mismo te hubieras levantado de ese sillón…

Sí, te cuento. Tengo un caso que me está perturbando más de lo que esperaba. Creo que el proceso de transferencia es muy grande y aunque pienso que puedo manejarlo, no estoy segura de que sea una idea brillante. No sé, Mauricio, estoy confusa y por eso quería hablar contigo. Tú formas parte de ese coro interno que me ayuda a soportar mi trabajo. Necesito sentarme aquí y oír tu voz. Una voz distinta…

Mauricio supo inmediatamente a qué se refería. La tarea del psicoanalista producía muchas veces una enorme soledad interna y la supervisión era similar a una sala de ensayo en la que un clínico podía escuchar una voz distinta a la que le retumbaba dentro. Irene además confiaba en el efecto poderoso que la integridad de su supervisor producía siempre sobre ella. Mauricio era un buen supervisor. Era, de hecho, considerado memorable por los que habían sido sus alumnos. Había frases magistrales que habitaban continuamente en el interior de decenas de psicólogos y psicoanalistas de todo el país. Irene recordaba perfectamente cómo él le había enseñado que lo más importante en el análisis era mantener la esperanza en ambos participantes. Esa frase revivía en su interior en muchas ocasiones. «Sin suficiente esperanza en que el proceso llevará a una vida más rica, ninguno de los dos será capaz de movilizar el aguante que se requiere para llevar a cabo el análisis», le había dicho muchas veces. Ahora quizá ella llegara en busca de esperanza para ella misma.

Te escucho, Irene…

Tengo un paciente, varón, joven, profesional de éxito, que acude manifestando sentir fobia a los eventos sociales que son precisos en su profesión. Durante meses mantiene las visitas sin dar referencias que permitan avanzar en cuáles son las razones de esta fobia. Ni tan siquiera llega a explicitar realmente en qué consiste o cuándo se produce. Estaba a punto de abandonar el caso. No veía forma de trabajar en él y empecé a darme cuenta de que a pesar de nuestra falta de avance, él experimentaba una gran transferencia. Notaba cómo se sentía atraído por mí y empecé incluso a pensar que ése era el motivo de que siguiera acudiendo a consulta, puesto que no colaboraba demasiado en el proceso terapéutico… Así las cosas, intenté manejar esa intensa transferencia a favor de la terapia.

¿Hablaste con él de ello?

No, Mauricio, no le he preguntado por si él es consciente de esa atracción hacia mí y no le he explicado la relación con la terapia. No lo he hecho porque creo… Verás, deja que te lo siga explicando.

Perdona, claro, continúa…

No lo he hecho porque hubo un momento en que la cuestión reventó. Es decir, su desidia a la hora de traer materiales a la terapia, su falta de colaboración, se quebró con una confesión que, es evidente, cambia todo el sentido del trabajo con él. Bien, te resumo. En un momento dado pudo reconocer qué actividad social es la que le preocupa. No rechaza todas las fiestas, sino unas orgías a las que es invitado a asistir por la persona que le ha impulsado en su carrera y le ha ayudado a triunfar. No puede negarse a aceptar esa confianza, pero se le veía terriblemente conturbado con lo que allí sucedía…

¿Tiene rechazo al sexo, al sexo en grupo…? ¿Problemas de inhibición moral o religiosa? —preguntó el supervisor.

No, no, a eso voy. Tras intentar llevarle a ese mismo campo de introspección en el que tú avanzas, resultó que él se quebró. No tendría una palabra mejor para explicarlo. Estaba preocupado por supuestos daños y lesiones recibidos por alguna de las prostitutas…

¿Estamos hablando de encuentros en los que se producen lesiones y daños? Quiero decir que si lo que le preocupa es estar tapando la comisión de delitos…

No, no es eso. Espera. Eso mismo pensé yo pero, como te digo, algo se quebró y acabó confesando su propia condición de masoquista. De hecho, las lesiones de las chicas, aceptadas por su pago, no por placer, le conturbaron terriblemente dada su condición de sumiso.

Vaya, es muy raro ver a un masoquista en consulta. Muy, muy raro y lo sabes. Es interesante la cuestión…

Por eso. No sé si lo es realmente. A ver, Mauricio, él practica el sadomasoquismo y se identifica con ese rol sexual, pero es como si yo detectara que lo que busca es ser rescatado de ello…

Cuidado con eso —apostilló su antiguo maestro.

Si, lo sé. ¿No ves que he venido a verte? —le dijo con una impaciencia no disimulada en la voz—; sé que es un terreno muy resbaladizo. Creo que enamorándose de mí está buscando a gritos ser rescatado de una realidad que le desagrada y ambos sabemos que a los masoquistas no suele sucederles eso, puesto que su perversión les proporciona un gran goce. Por eso creo que hay algo que hay que tener en cuenta más allá de que él se defina de una forma o de que haya tenido encuentros sexuales de ese tenor…

Bien, como terapeuta puedes guiarle para que explore esa ambivalencia en su interior. Forma parte del trabajo analítico. Si es debido a lo que apuntas o a otra cuestión, sólo podréis averiguarlo si continuáis adelante. ¿Qué te preocupa en concreto, Irene?

Sé que tiene un ama, aunque él no me lo ha dicho —espetó finalmente Irene.

La mirada de Mauricio se quedó suspendida entre ellos, lo que magnificaba la ligera bizquera que afectaba a uno de sus ojos cuando se concentraba.

—¿Cómo sabría un analista cosas que su paciente no le ha contado, Irene? —su voz sonó como si la forzara para resultar neutra.

Coincidencias. Su teléfono que estaba sobre la mesa se iluminó con una llamada en la que se leía Ama Claudia

No tendrías que haber mirado, Irene…

No sé, Mauricio, ¿no tengo quizá alguna responsabilidad? ¿No tenemos nada que hacer si vemos que nuestros pacientes se precipitan hacia acciones o dejaciones que pueden lastimarles? ¿Debemos asistir paralizados a cómo se destruyen? —El discurso de Irene iba ya in crescendo y sin control emocional alguno, y Mauricio lo detectó inmediatamente.

Nosotros no somos demiurgos, Irene. De nosotros no depende el futuro ni podemos intervenir en él. Eres una buena profesional. ¿Qué te está pasando? Esto no es un problema de manejo de una transferencia, ni siquiera lo es de tu propia contratransferencia, que también la hay. Esto es otra cosa. ¿Quieres hablar de Rubén?

Mauricio era consciente de que tenía ante él algo muy diferente a lo que la profesional había afirmado ir a poner sobre la mesa. Tenía la suficiente información y formación para detectarlo.

Irene permaneció en silencio.

Una única lágrima llena de vergüenza y de miedo se deslizaba a través de su mejilla. Desvalida. Mauricio supo exactamente dónde y cómo tenía que recogerla.

—Irene, querida, ¿has pensado que quizá no necesites solo supervisión para un caso concreto? ¿Quieres que retomemos tu terapia?

La mirada de Mauricio no estaba exenta de ternura y, desde luego, no reflejaba en absoluto la sombra de preocupación que se había cernido sobre su estado de ánimo. Nunca hubiera pensado que Irene diera marcha atrás tras haber tenido una terapia rica y útil tras dejar el Ejército, pero lo cierto es que no podía negarse a percibir lo que tan limpiamente le ponían delante.

—No, no, Mauricio, perdona. No me interpretes mal. Sé lo que estás pensando. Piensas que vuelvo a atormentarme con el tema de Rubén. No, no es eso. En serio. Es cierto que este caso es complejo y que me interesa especialmente. Necesito que me ayudes con ese sentimiento tan fuerte que advierto en mi paciente. En Leo, Leopoldo. Se llama Leo, él… Necesito estar segura de que lo estoy manejando y convirtiéndolo en algo productivo para la terapia, ¿no crees?

—Como tú veas, Irene. Sabes que si realmente no llegaras a manejarlo tendrás que tomar determinaciones. Nunca puedes interpretar fuera de la transferencia y la contratransferencia. Lo hemos hablado muchas veces, pero si bien por tu paciente, bien por ti misma, estos sentimientos tan potentes se van de las manos, tendrás que dejarlo en manos de otro compañero. Sé que lo sabes perfectamente… —le dijo con dulzura.

Desde luego que sí, Mauricio. Como ves, no he tardado en pedirte ayuda y consejo en cuanto he topado con la dificultad. Todo está bien, en serio. Ya verás que es un caso que tiene mucho interés analítico —le respondió, ya en tono disciplinal, Irene.

El profesional maduro que era no insistió. Sabía que ése no era el camino. No fallaría en su papel que era el de estar allí. Estaría. Como supervisor de un caso complejo o como terapeuta de una mujer que había sufrido experiencias traumáticas importantes, que quizá no había terminado de dejar atrás.

Durante una larga terapia a la que Irene se había sometido al regresar de Afganistán, muchas cuestiones le habían sido reveladas. Cierto era que el secreto profesional las abarcaba de forma completa e incuestionable, pero también que en su mente permanecía tal conocimiento.

Pocas personas sabían el porqué real de la salida de Irene del Ejército. No se trataba sólo del estrés derivado de realidades muy duras a las que había tenido que asistir durante su desempeño en Afganistán. Ésa era la primera capa de cebolla que casi todo su entorno quería adivinar en su defección. Probablemente era la explicación que ella misma animaba a adoptar a los que preguntaban más de la cuenta.

Había una segunda capa de conflicto que sólo las personas muy próximas sabían. Era la muerte de Rubén, su gran amor, durante la última misión en Herat. El dolor había sido inmenso. De una inmensidad que tuvo que agotarse en un espacio pequeño y asfixiante. Un espacio tan pequeño como su propio corazón. No pudo compartir su duelo. No pudo repatriar su cadáver. No pudo velarle ni despedirse. No pudo. No pudo, no más allá que el resto de los integrantes de la Agrupación Libertad. Nadie sabía de aquella relación entre los dos capitanes. Habían decidido que era mejor mantenerla a raya mientras estuvieran en misión.

Y luego estaba el núcleo. Ese núcleo que sólo había quedado al descubierto en la terapia. Como en un reactor nuclear, ésta era una circunstancia de consecuencias imprevisibles. Irene se sentía responsable de la muerte de su amado Rubén, y ahí estribaba el problema, ya que con bastante probabilidad lo era. Era responsable de la muerte de Rubén y de los dos soldados que iban consigo. Aquel error profesional la acompañaría siempre. Y lo había cometido a sabiendas y por amor. Mauricio lo sabía y creía que algo se había vuelto a remover en el interior de la psicóloga, aunque si ella lo negaba no había nada más que hacer que esperar.

La historia era tan simple de relatar como difícil de soportar.

El amor mata.

¿Lo hace?

La capitana Irene Melero había sido convocada como miembro del Equipo de Apoyo al Mando de la Agrupación Libertad para su misión en Afganistán. Feliz de poder trabajar en una misión en el exterior, se incorporó a los dos últimos meses de adiestramiento, en los que se iba a producir la integración de todos los efectivos que participarían en ella y que habían sido entrenados previamente cuatro meses en sus bases de origen, en cuestiones puramente militares. Los dos últimos meses eran fundamentales para crear un equipo compacto que fuera capaz de actuar de forma conjunta, y era en ese momento cuando era determinante el papel de los psicólogos. Allí, sobre la marcha, y mientras todos concluían su preparación, ellos debían de descubrir si alguno de los integrantes tenía algún problema o alguna característica que fuera a ser conflictiva en una situación de estrés importante.

Intimó con Rubén. El capitán Azpiroz era guapo y buen militar. Un chico brillante y con una capacidad de liderazgo que le hacía mágico para sus subordinados. Siempre era el que más. El que más caminaba. El que más peso levantaba. El que más se ocupaba de la tropa. El que más se sacrificaba. El que más había logrado llegar al fondo de la capitana Melero en su vida. Nunca hasta entonces había sentido ella aquella sensación de fusión con un hombre. Nunca se había sentido tan imbricada en la misma esencia de otra persona. No importaba nada que hiciera muy poco tiempo que estaban juntos, porque era como si fueran uno. Para Irene se abrió todo un mundo. Vivió por vez primera un amor como los que siempre le habían relatado. Profundo, arrebatador, tempestuoso. Un amor que estaba por encima de todo, por encima de ella misma. Un amor que daba sentido a todo y que no dejaba resquicio para nada más.

La labor de Irene Melero era sencilla y a la vez crucial. Mediante test y pruebas, conversaciones y observación, en sus manos reposaba la responsabilidad de detectar cualquier problema psicológico en los integrantes del contingente. Si algo aparecía fuera de lugar sólo tenía que ir directamente al coronel y exponerle el caso. Podía proponer directamente la baja para la operación o bien referir el problema al jefe y que éste decidiera. En el fondo, era lo mismo. Ningún jefe se arriesgaba a llevar a una operación a cualquiera que presentara un mínimo problema.

Por este motivo, era fundamental ser muy estricta. Irene sabía que para muchos de los soldados y oficiales, aquella misión era o una ilusión profesional muy grande o una ayuda económica decisiva para ellos y sus familias. Sacar a alguien de ella era una putada que había que dosificar con pulso firme. Lo que no esperaba era que el problema le llegara de una forma tan desgarradora. Los test comenzaron a dibujar ante sus ojos un capitán Azpiroz algo más egocéntrico de lo que ella hubiera deseado. Eran test. Ella sabía cómo era su amor. También apuntaban a un cierto carácter ciclotímico del que los manuales alertaban, ya que podía dar lugar a episodios de irresponsabilidad en situaciones de estrés supremo. Pero Rubén no era así. Era la persona más responsable, cariñosa, atenta y pendiente de los demás que había conocido. Aun así, Irene hubiera preferido que las pruebas hubiesen sido más limpias, más claras, menos inquietantes.

Empezó a pensar que la detección de ciertas condiciones psicológicas a través de pruebas no era demasiado certera. En todo caso, su alma profesional era más psicoanalítica que conductual, así que podía permitirse pensar que tal vez todo no se podía medir a base de juegos de prestidigitación de psicólogos. No quería ni plantearse sacar a Rubén de la misión. No podía imaginarse el dolor que sufriría él al perder esa oportunidad profesional, ni el que sentiría ella al no tenerlo a su lado durante todo aquel tiempo.

Pasó página mental. Ni siquiera indagó en aquella capacidad de brillar por encima de todo, ni estudió si en realidad ésta ocultaba inseguridades o complejos que en alguien con responsabilidad de mando resultarían inaceptables.

El amor no es ciego, pero nos ciega.

Salieron hacia Afganistán. Todo podía haber transcurrido sin más incidentes que los producidos por una situación complicada y casi bélica que no se había explicitado como tal al país. El trabajo era sofocante para los militares y también para todos aquellos especialistas que les acompañaban. La dureza de la misión y los daños que algunos de sus miembros conservaban de misiones anteriores en Irak le habían dado mucho trabajo a la capitana Melero. Pero lo peor había sido ir descubriendo los pequeños histerismos de Rubén cuando estaba bajo mucha tensión. No dijo nada. Prohibió a su mente que formara los pensamientos para los que estaba entrenada. No procesó lo que en otros era una señal de alarma clara.

Era su amor. No podía pasar nada. No había nada como aquel sentimiento total.

Hasta que al capitán Azpiroz alguna de sus orejas le dio un chivatazo sobre la situación de un depósito de armas de los insurgentes. No le dijo nada a Irene. Él era el mejor. Él era el más valiente. Él. En mitad de la noche decidió salir por su cuenta acompañado de un conductor y un operador de radio de su compañía. Ninguno de ellos se cuestionó siquiera seguir las estrellas del capitán más luminoso que habían conocido nunca. Ellos también pensaron que se apuntarían un tanto increíble cuando lo localizaran. Azpiroz no había informado a su jefe ni había contrastado la información con la sección de Inteligencia. El capitán bonito no montó el dispositivo de seguridad reglamentario ni siguió las tácticas y procedimientos estandarizados. ¿Para qué? Se sentía invulnerable y quería demostrar que era el mejor.

Salieron en plena noche en busca del depósito y nunca llegaron a saber si existía o si era una simple añagaza. Algo explotó bajo sus ruedas y se los llevó del mundo. Todo recibió su nombre en el informe y los IED, los explosivos de circunstancias, eran la pesadilla de aquella misión. Sólo Irene pudo identificar aquella acción irreflexiva. Sólo ella sabía que todo aquello se podía haber evitado dejando a Rubén en casa.

Mauricio había asistido al intento de perdón en el que Irene se tuvo que embarcar para seguir viviendo y para seguir ejerciendo. Había sido muy duro y muy costoso. Habían triunfado a pesar de todo, pero el experimentado psicólogo siempre temía que el armazón que la terapia había construido no fuera suficiente algún día. No obstante sabía que Irene era una magnífica profesional y una gran persona. Nunca la desanimó de su intención de seguir ayudando a otras personas. No había por qué. Quizás ahora se estaba preocupando en demasía. Tal vez estaba poniendo parches donde no había aún heridas y sólo se vislumbraba su empeño en no dejarse pasar nada.

Irene era una gran chica. Le gustaba verla. Quería ayudarla.