CAPÍTULO 20

Había algo en sus ojos realmente inquietante. Mauricio no quería diagnosticarlo, ni etiquetarlo siquiera, pero la determinación que se alojaba en las pupilas de Irene le hacía estar tenso y alerta. Tenía motivos. La sesión se estaba desarrollando de una forma tempestuosa y harto difícil de conducir, y él sabía que había llegado el momento de plantearle a su discípula que abandonara aquel caso. La implicación personal que se derivaba de sus palabras saltaba ya sobre las normas de prudencia y de deontología de su arte. El reflexivo psicoterapeuta sabía que no iba a ser fácil poner a Irene frente a sus contradicciones, pero también que no le quedaba otro remedio. De momento, ella seguía haciendo restallar las frases como látigos que azotaba contra una injusticia que, en su opinión, sufría su paciente. Ahí residía parte del problema. Justo o injusto no eran palabras que un terapeuta debiera relacionar con el sufrimiento emocional de sus pacientes. Decidió entrar ya en la procelosa cuestión.

Veamos, Irene, no termino de comprender a qué viene tu perturbación con la sesión de la que me estás hablando. Tu paciente, Leo, se muestra atemorizado e inseguro ante nuevas circunstancias que han entrado en su vida. No opone ninguna resistencia a proporcionar material a la sesión, es más, está en una excelente disposición para que le puedas ayudar a explorar esa vía, ¿por qué no hacerlo en vez de hacerte partícipe de su inestabilidad? ¿No entiendes que así no le puedes ayudar?

No me vengas con martingalas, Mauricio. No se trata ya de una cuestión psicológica o no. Se trata de que esa mujer le está chantajeando. El chantaje no es un problema psicológico sino real. Yo no puedo responder como terapeuta a una cuestión que es un delito que se produce en la vida real… —le contestó, agitada, Irene.

Lo que sucede, Irene, es que no tienes que responder. No es una respuesta o una solución lo que se espera de ti. Sabes que sólo puedes guiar a ese chico para que la encuentre. Su respuesta, Irene, no la tuya —insistió Mauricio.

¡No quieres entender! Él ya no me lo cuenta para que le proporcione ayuda psicológica. Él confía en mí y busca mi apoyo y mi ayuda. ¿Hasta qué punto tenemos que ser exclusivamente figuras hieráticas ante la vida y sus peligros? Hay muchísimas consideraciones que un terapeuta debería hacer. Si, ya sé, ya sé, estáis los que no confiáis en ningún tipo de acción. No sé si es pura teoría. ¿De verdad has sabido con anterioridad alguna vez que un paciente tuyo se iba a suicidar realmente? De haberlo sabido, ¿no habrías pasado a la acción? ¿Qué es lo que hacéis?, ¿convertirlos en un papel que se archiva cuando transcurre la hora que te han pagado?

La agitación de Irene iba en aumento. Mauricio ya no prestaba demasiada atención a lo que le decía, porque estaba registrando uno por uno los gestos, los movimientos, la forma de mover las manos, que Irene estaba desplegando ante él de forma automática. Aquello no pintaba nada bien. Aunque ella no quisiera reconocerlo, no era supervisión lo que necesitaba. Algo había desatado en ella los viejos fantasmas que había traído de Afganistán. Tenía que hacer que parara o poner los medios para ello. Si la propia Irene no quería dejar a aquel paciente, tendría que actuar él, pero no quería complicarle la vida o ponerla en problemas ante el Colegio. Tal vez iba a tener que usar métodos poco ortodoxos, como recomendar directamente a aquel Leopoldo que cambiara de terapeuta. No le gustaba nada la idea, pero menos le gustaba el cariz que estaba tomando aquello.

—Tranquilízate, Irene, querida. No, yo nunca he hablado de la cosificación de los pacientes ni de que no debas prestar atención a posibles riesgos reales para ellos, que se puedan colegir de los relatos e ideaciones que traigan a consulta. Sabes que no se trata de eso. Tengo que decirte que creo que tu implicación personal en el caso de este chico es excesiva. No sé, piénsalo, quizá porque tiene una edad similar a la de Rubén o porque te lo recuerda de una u otra manera. ¿No puede ser que tu parte dañada esté recibiendo demasiado impacto de este caso? Piénsalo, Irene, querida. Sabes que no te deseo sino lo mejor. Si no pensara que reflexionar sobre ese extremo es necesario, no te lo diría y lo sabes.

Mauricio cruzó los brazos en un gesto cotidiano y familiar y le dedicó una sonrisa tan cálida como próxima. Irene se sintió concernida por aquel despliegue de cercanía personal y soltó un poco la tensión muscular que se había ido acumulando en ella durante la perorata que había soltado. La psicóloga sonrió a su vez.

Viendo el trabajo de neuronas espejo que había conseguido, Mauricio aprovechó para seguir deslizándose suavemente bajo aquel manto de irracionalidad que había cubierto a una de sus mejores discípulas.

—Piensa en dejar el caso, Irene. ¡No, no me respondas ahora ni te indignes! —le dijo aplacando con la mano un movimiento levantisco y reflejo que había comenzado ya a surgir en la mujer—. No hace falta que digas nada ahora. Sólo quiero que, pausadamente y en soledad, reproduzcas la idea de abandonar la terapia de Leopoldo. Revive la idea de vez en cuando, sólo para ver qué sentimientos te provoca y cómo eres capaz de controlarlos desde un punto de vista profesional. No tendrías por qué dejarle desasistido. Incluso yo, si eso te deja más tranquila, podría hacerme cargo de él. A fin de cuentas, conozco el caso debido a estas tareas de supervisión.

¡Pero no es necesario, Mauricio, y es en mí en quien ha puesto su confianza! —La exclamación de Irene fue viva, pero menos crispada de lo que había sido el resto de la sesión. Su maestro se dio cuenta y empezó a pensar que quizá sí iba a haber una solución para aquello sin necesidad de que él tuviera que tomar decisiones que no le gustaban.

Vamos a dejarlo aquí, Irene. Sólo prométeme que harás durante la semana el ejercicio de pensar en dejar de tener a Leopoldo Requero como paciente. Es sólo una gimnasia. Necesitamos a veces tomar distancia, Irene. Todos lo necesitamos. Este caso, no te lo niego, es de una potencia emocional muy grande. A cualquiera nos podría haber afectado y tú no eres distinta a los demás. ¿Me prometes que lo harás?

Sí, claro, Mauricio. Siempre eres muy sabio. Quizá es lo que necesito. Te dije que ese sentimiento que él ha desarrollado por mí no me entorpecería en mi tarea y a veces parece que sí lo hace. Muchas gracias por saber cuándo ponerme freno, Mauricio.

Irene sonrió y Mauricio volvió a ver en su rostro la belleza franca y luminosa que se derivaba de su alegría de vivir y su determinación. El hombre se sintió gratificado como profesional pero, sobre todo, como amigo.

Mientras la acompañaba al exterior, no sin antes ofrecerle una cerveza que ella declinó tomar porque tenía prisa, no dejó sin embargo de contemplar las implicaciones que para el caso que investigaba Marta tenía la información que acababa de recibir de Irene. La vio salir por la verja de la casa y se dio cuenta de que tenía en sus manos un extremo de la madeja que a la policía se le estaba enredando cada vez más. La mujer que buscaban, más o menos infructuosamente, era conocida, por así decirlo, de aquel arquitecto. Además, estaba buscando una coartada. Si él, Mauricio, quería ayudarles a llegar a rematar con éxito su búsqueda, sólo tenía que insinuarle a Marta que quedaban amigos del extinto Weimar a los que preguntar. ¿Podría llevarla hacia allí sutilmente? Es decir, poder podía, era la cosa más sencilla del mundo. ¿Estaba legitimado para hacerlo? Ésa era la cuestión que debía analizar con mayor profundidad. Lo más seguro era comportarse como si hubiera compartimentos estancos entre ambas realidades de su vida. Igual que no le contaría a Irene los pasos que Marta y la Brigada tuvieran pensado dar, incluso si incluían a Leopoldo, tampoco veía claro que estuviera bien influir en el transcurso de las investigaciones. Además, si la policía no había llegado al arquitecto, ¿no era porque alguien lo estaba evitando? La trama oscura de aquel caso que Marta le había apuntado, no dejaba de inquietarle también. ¿Quién era él para interferir en nada? Sus tiempos de colaboración con la Policía habían quedado atrás y no podía sino alegrarse de ello. Nadie le había dado vela en aquel entierro. Había aprendido a no irritarse al ver cómo otros avanzaban lentamente y a trompicones por caminos que él habría hecho con una carrera limpia hasta llegar a la meta.

No haría nada. Seguiría sentado al borde del camino viendo cómo unos y otros se agitaban y corrían en diversas direcciones sin ser capaces de encontrar un sendero claro hacia la resolución de aquel enigma. Por lo pronto, era suficiente con ir iluminando a sus seres queridos sobre los puntos concretos que le iban planteando. Mauricio sabía que todo lo demás pertenecía a una faceta de su vida que había terminado no sin dolor.

Entró en la cocina y se sirvió, él sí, aquella cerveza que Irene había rechazado. Se la bebió asiéndola del gollete mientras miraba a través de los visillos la soleada mañana que se había quedado al levantar la niebla.

La luz rebotaba contra los escaparates de las enormes tiendas y refractaba en los cristales de las gafas de sol de Claudia. La mujer caminaba a paso vivo sobre unos tacones irrenunciables por las calles de Madrid, ya de vuelta a su apartamento. Había estado arreglando pequeños detalles para aligerar lo espiritual y lo material un poco más antes de largarse. Tenía el rostro distendido pero lleno de determinación, a pesar de haber dormido tan pocas horas durante la noche. La conversación con el tipo aquel en el Bach se había ido un poco de duración, aunque no había dejado de ser divertida. Era curioso el pelirrojo aquel. Si la hubiera pillado en otro momento de su vida, no habría dejado de verle el puntito morboso. No estaba en eso, pero su mente de depredadora no podía dejar de funcionar ni en momentos tan peligrosos como aquél.

Querían abrirle pista. ¡Aquello sí que no se lo esperaba! Pensándolo bien, era lógico. No sabía con certeza quién o quiénes eran los mandantes de aquel sujeto, pero lo cierto es que tenía que haber muchos tipos deseando que nunca se viera sentada ante un tribunal contestando a molestas preguntas sobre las actividades a las que le había destinado su común amigo Weimar. No estaba mal que quisieran, pues, facilitarle la salida del campo de juego. Por supuesto, Claudia no le había contado al pelirrojo nada sobre sus intenciones reales. Simplemente se había mostrado dispuesta e interesada con aquel plan que le ofrecían para salir de España y tener protección durante determinado tiempo mientras se instalaba en otro lugar del planeta. Ellos, le había dicho, se encargarían de borrar sus trazas. ¿Cuánto tiempo debía pasar fuera? Claudia había hecho esta pregunta con verdadero interés. Quería saber qué opinaban aquellos caguetas para tener algún criterio sobre si, en realidad, podría volver alguna vez a su patria. No era algo que le quitara el sueño, pero no estaba de más tener opciones. El pelirrojo había resultado sumamente evasivo. Tanto que a Claudia le extrañaba que hubiera aceptado la docilidad con que ella parecía estar dispuesta a ponerse en sus manos para borrar su vida entera, sin tener siquiera esperanza de poder recuperarla algún día. En cualquier caso, se había mostrado interesada y lo había puesto a trabajar. En tanto ellos se ocuparan en prepararle una huída, a ella le sería más fácil poner en marcha la que ella ya se había gestionado. En todo caso, cuando desapareciera, se iban a pisar el rabo entre ellos para saber qué coño había pasado. La idea era divertida. Por su parte ya tenía mucho avanzado. El billete no iba a comprarlo hasta el último momento, pero ya se había asegurado de la baja demanda que había en aquellas fechas, por lo que, ya fuera en dirección Este u Oeste, siempre encontraría un asiento. Había expedido ya algunos bultos y maletas a casa de Mary y apenas aguardaba un pequeño impulso para dar el salto. Era absurdo cuánto peleaba uno por adquirir y amontonar cosas de las que luego era capaz de zafarse sin ninguna pena. Sería que estaba madurando. Quizá sólo hubiera algo que le causara cierta nostalgia y que la retenía del adiós final y ese algo sólo podía ser Leo. Hermoso y pequeño y sumiso Leo. Había tenido que sacrificarlo como un peón, pero de todos sus sacrificios había sido el más cruento.

Cuando entró en el ascensor de la finca, no se dio cuenta de que otra persona que aguardaba en el portal también quería pasar. Se hizo a un lado y sonrió para paliar su falta de educación. Había espacio para bastantes más. Había sido un despiste, pretendía transmitir con aquel gesto amistoso.

No lo vio llegar.

La violencia del impacto del golpe sobre su cuello fue brutal, absoluta, eterna y a la vez consumió un espacio de tiempo infinitesimal.

Nada.

Claudia cayó fulminada.

El ascensor llegó a su piso y la figura lo abandonó sin aspavientos, dejando en el suelo del montacargas el cuerpo grotescamente vencido de una hermosa mujer. La muerte apenas había alterado sus rasgos para dejar en ellos una expresión dolida de sorpresa. Uno de los pies, del que no se había desprendido el alto zapato de tacón amarrado al fino tobillo, quedó atrapado por la puerta que intentaba cerrarse sobre él sin éxito.

No pasaron ni quince minutos antes de que una vecina se diera cuenta de que el ascensor no atendía a su llamada. Estaba bloqueado en uno de los pisos. Justo uno por debajo. Descendió dispuesta a hacerse con él y, si era preciso, a regañar a aquella gente que se pensaba que los elementos comunes eran suyos. Seguro que habían colocado una caja de botellas de leche o cualquier otra cosa para impedir que nadie lo usara hasta que hubieran terminado de sacar las cosas. Pues ella tenía prisa y no iba a bajar siete pisos con aquellos tacones.

Comenzó su descenso lento por las escaleras, notando a cada escalón un poquito el menisco. ¡Menuda forma de llegar a una comida! Al llegar al descansillo del sexto, empujó la puerta y se dirigió hacia el ascensor sin dar el automático de la escalera. Al aproximarse, la luz que salía de la caja iluminaba ya aquel pie calzado que sólo podía corresponder a una persona que estuviera tirada en el suelo de la cabina. Se asomó con zozobra y vio el rostro de la muerte. Entre el impulso de correr y el de gritar, triunfó el último. Gritó. Gritó. Volvió a gritar. No por eso se olvidó de sacar el móvil y marcar el 091. Ella era una buena ciudadana.

Esta vez, el aviso le pilló a Marta en la Brigada. Un nuevo homicidio requería su atención. De forma automática se formó el equipo para acudir al lugar de los hechos y Marta se subió a un coche patrulla de los que estaban dispuestos a partir sirena en ristre. Los de la Científica se habían abierto camino ya. En la baraúnda de personas y coches que se movilizan en una llamada por un crimen, los efectivos tienden a acoplarse en los diferentes medios de transporte sin seguir un orden muy establecido. Cuando Marta reparó en algunos de sus compañeros de coche, se dio cuenta de que uno de ellos era Bustos, un policía que no pertenecía a Homicidios. Nadie pareció extrañarse de que les acompañara en aquella salida. Puede que estuviera supliendo a alguien. La inspectora se percató de que se estaba volviendo tan suspicaz que casi parecía una histérica, mas ahora que tenía la seguridad de que había elementos de la propia Policía haciendo cosas no demasiado claras, cualquier movimiento que se saliera de la más estricta rutina le parecía sospechoso.

Cuando llegaron, el acceso al inmueble ya había sido encintado para impedir el paso de los curiosos. En el portal de la finca también había un tapón de policías y profesionales. El crimen se había producido dentro de un ascensor y en tanto en cuanto los de la Científica no dieran el visto bueno para mover el cadáver, toda la investigación se debía producir en el angosto espacio de una caja de elevador y un descansillo de escalera. Marta se armó de paciencia. Esperaba poder acceder al lugar justo después de que la Brigada Científica y el forense hubieran realizado su trabajo. Quería ver la escena. Quizá no era una de las muertes en las que finalmente tendría que trabajar. Todo dependía de si se estimaba que la complejidad y las características del caso lo precisaban. Si se trataba, por ejemplo, de un ajuste de cuentas, la Sección de Análisis de Conducta no se implicaría. No a menos que hubiera que establecer algún día un mapa de este tipo de delitos o algo similar. Sólo quedaba esperar que solicitaran su acceso.

Fue un inspector de la Científica el encargado de pasarle el testigo. «¡Ya puedes subir, Carracedo, puede que estemos ante una serie y eso te incumbe!».

Marta tuvo un leve estremecimiento. ¿Una serie? Ella sólo estaba trabajando en una y era la del crimen de Weimar. Subió por las escaleras como una flecha hasta el sexto piso. Allí todavía se encontraban algunos compañeros y el forense.

El cadáver de la mujer continuaba en el lugar en el que fue hallado. Sólo habían actuado mecánicamente sobre la célula de la puerta para que ésta cesara en su continua intención de cegarles aquella visión.

La inspectora alcanzó, nada más asomarse, a comprobar la belleza de aquellas facciones que habían sido congeladas para siempre. Ya no ha de temer a la vejez, pensó, a la par que se recriminó por dejar paso a sus fantasmas en un momento como aquél.

Hizo una pregunta para la que creía tener ya la respuesta. Otra escena del crimen se estaba dibujando en su memoria y podía imaginar perfectamente a aquella mujer ejecutando una sesión de Dominación Femenina con Weimar. Daba la talla, desde luego.

¿Por qué me dicen que puede que sea una serie?, ¿qué habéis encontrado que la relacione con otros casos? —dijo en voz alta.

Uno de los inspectores que ya trabajaban allí la tomó de la mano y la hizo acercarse al cuerpo. Con una delicadeza apreciable, el forense giró con una mano ligeramente el cuerpo y apartó los largos cabellos negros que cubrían gran parte del mismo. El inspector le señaló un pequeño tatuaje que la finada lucía sobre las cervicales.

—¿Lo ves?

Marta Carracedo hubo de hacer algunos equilibrios para agacharse y acercarse un poco más.

¿Es un trisquel, no? —preguntó de forma retórica.

Es un trisquel. Eso nos sitúa ante una eventual serie de la que ya te estás ocupando.

Marta asintió. El tatuaje minúsculo que la mujer llevaba en el cuello era la evolución de un antiguo símbolo celta que hacía ya décadas que la comunidad BDSM utilizaba como signo distintivo y quizá como amuleto. La psicóloga recordó que la mujer que llevaban meses buscando parecía haberse adiestrado en lo que se consideraba la meca de la Femdom, la Dominación Femenina. Era probable que fuera allí donde se hubiera tatuado. No obstante, podría haber otros miles de mujeres que se hubieran hecho tatuar un símbolo al que se le había dado muchos significados. Los que se movían en el ambiente decían que el círculo exterior que rodeaba los tres brazos en giro, representaba la unidad, el poder y el respeto compartido por una comunidad cerrada que protegía a sus miembros, como era la BDSM. La inspectora había leído mucho sobre aquel mundo en los últimos meses. Todas las interpretaciones sobre el número tres de brazos y de puntos que se derivaban de aquel símbolo las tenía demasiado frescas: los tres rayos curvados representarían la dominación, la sumisión y el switch, las tres formas de participar de aquella parafilia sexual. Todo era en realidad más o menos una convención inventada sobre un signo que ya existía desde la Antigüedad, si bien lo cierto era que no era tan extraño que el dominante regalara al sumiso uno de aquellos amuletos —en forma de anillo o de colgante— para simbolizar su unión. Eso era más común que los contratitos que había popularizado un libro de consumo masivo y que poco tenían que ver con la realidad de aquellas prácticas.

Aun así, eso no demostraba nada.

Ya sé que sería mucha casualidad, pero, ¿no podría tratarse de alguien que también tiene prácticas sadomasoquistas sin más? Es demasiado poco para establecer una relación como la que quieres hacer con el crimen de Weimar y el del periodista, ¿no crees?

El inspector sonreía mientras balanceaba delante de los ojos de la psicóloga una bolsa transparente, de las destinadas a las pruebas, que contenía lo que visto así, con prisa, parecía un trozo de metal.

Marta levantó una mano para detener el movimiento pendular y poder mirar con detenimiento el contenido.

—¡Toma, no te pongas nerviosa! —le dijo socarrón el hombre.

Cuando pudo mirar con calma la bolsita, comprobó que en el interior había una llave de seguridad que pendía de una cadenita de plata u oro blanco.

—¿Qué es? —preguntó inquisitiva.

—Es la tercera llave.

Marta recibió así su respuesta. Desde el inicio de la investigación del crimen de Enrique González-Weimar, había faltado una de las tres llaves incopiables de la cerradura de seguridad del apartamento en que fue hallado. Siempre habían sospechado que la dómina de Weimar debía tener en su poder la tercera. Si aquélla era, en efecto, la llave que faltaba del apartamento, aquella hermosa mujer sólo podía ser la que llevaban buscando desde entonces: la dómina que había sometido a Weimar.

Marta no sabía si sentirse aliviada o sumergirse en la zozobra.

¿Qué significaba todo aquello? Era como intentar coger un copo de nieve tras perseguirlo largamente. Al contacto con la mano se deshacía dejándote totalmente frustrado. Tras tanta investigación para intentar localizar a la que parecía ser la asesina tanto de Weimar como de Nogales, ahora encontraban a la mujer, pero ella misma era ya un cadáver. ¿Significaba eso que ella no los había asesinado? ¿Había sido ella y alguien la había liquidado a su vez antes de que la policía, que se estaba acercando, la identificara?

—¿Tenéis la filiación?

—Sí, ya hemos podido identificarla. Se llama Claudia Verín. 38 años. Aparece como autónoma en la Seguridad Social. Vivía en ese apartamento de ahí. Los chicos lo están registrando ya. Ahora, como ya has visto la escena, el forense va a ejecutar la autorización judicial para trasladarla al Anatómico Forense a fin de realizar la autopsia.

Claro, claro. ¿No hay sangre, no? ¿La han estrangulado?

No, como verás, no hay rastros de ello en la parte trasera de cuello. Haciendo la inspección es como hemos encontrado el tatuaje. No, el forense cree que le han partido el cartílago cricoides o el tiroides, o ambos, de un golpe tremendamente fuerte y certero sobre la traquea. Nada de primerizos, ¿me entiendes?

Marta asintió. No, aquello no era obra de un aficionado. Fue despejando el campo no sin echar un último vistazo a la figura esbelta y perfecta que yacía descompuesta como un lego sobre el terrazo del suelo del ascensor. Pensó, como en una ráfaga, que a veces hay mujeres a las que la belleza condena desde el primer momento y, cuando las ves, sabes que no podrán sustraerse a tan cruel destino. Esta Claudia había sido, sin duda, una de ellas.

La perfiladora comenzó a descender lentamente las escaleras, haciéndose a un lado para dejar pasar a los que subían con camillas o con otros aparatos para completar el estudio de la escena del crimen. Ella ya no tenía mucho que hacer allí. Al llegar al cuarto piso se sentó en uno de los rellanos y sacó el teléfono móvil. Marcó el número de Mauricio. Necesitaba hablar con alguien.

¡Hola, cielo! —respondió el psicólogo al ver el nombre de su compañera en la pantalla del móvil.

¡Mauricio! ¡No sabes lo que acaba de pasar! Estoy totalmente confundida. No sé si nada de mi trabajo ha servido hasta ahora para algo ni si va a servir…

Tranquilízate y cuéntame…¡aún no me has dicho nada! —la recondujo el psiquiatra.

Estoy en una escena… y con toda probabilidad, ¡estoy ante el cadáver de la mujer que sometía a Weimar! ¿Ves lo que eso significa? Me he quedado tan planchada… No lo hubiera sospechado nunca, lo que quiere decir que todas mis investigaciones sobre los aspectos psicológicos de esta serie han sido una mierda —le confesó.

A ver, Marta, que tu trabajo es ayudar a interpretar lo que aparece en las investigaciones y, en su caso, abrir algún camino que se haya pasado por alto, pero en ningún caso la responsabilidad de que la tardanza en resolver los casos produzca nuevas muertes es tuya. ¿Eso lo tienes claro, no?

Sí, sí, no es tanto un tema de culpabilidad como de sensación de inutilidad. Algo hemos hablado de este caso y sabes que yo estaba bastante convencida de que habría que encontrar a la mujer que llevó a cabo la sesión con Weimar. Ahora, ella está muerta. Eso sólo puede significar dos cosas: o que detrás del crimen está un grupo o persona que lo encargó y que estaría relacionado con las actividades empresariales de la víctima, como siempre han defendido algunos en la Brigada, o que fue ella quien les mató, como yo creo, pero la han eliminado antes de que caiga en manos de la Justicia, para silenciarla. Y ahí es donde me entra una preocupación aún mayor. Mauricio, los de las cloacas no habrán llegado tan lejos, ¿verdad? O sea, tú que conoces por experiencia la mierda que puede moverse en este campo, ¿tengo que pensar que han sido capaces de ejecutar a esta mujer para que en una comisaría o en un tribunal no se oiga un relato más o menos pormenorizado de la sexualidad del empresario y, quizá más importante, de sus amigos? ¿Es eso lo que está pasando? Hay un tipo del grupo de Rominguera que se ha colado en el operativo y no pintaba nada aquí. Creo que fue uno de los que estuvieron aquella noche en el apartamento por orden del ministro, antes de que llegara la Brigada. Cuadra con la descripción que me hizo la limpiadora… ¿Me estoy volviendo una conspiranoica?

La línea quedó en silencio unos instantes. Mauricio no contestó a las preguntas que le estaba haciendo Marta sino que la interrogó a su vez.

¿Quién es esa mujer, Marta? ¿La han identificado?

Sí, se llama Claudia Verín y es, era, realmente hermosa…

Mauricio digirió como pudo el nombre de mujer que ya conocía y a la que Irene se había referido también como la compañera de sesiones de su paciente Leopoldo. Claudia, Enrique y Leopoldo. Dos de ellos ya estaban muertos. Una conexión neuronal rápida y cegadora trajo esa evidencia a la consciencia de Mauricio. De aquel triángulo sexual sólo una persona continuaba con vida, el arquitecto Leopoldo Requero, al que nadie había aún interrogado.

Mauricio se había prometido a sí mismo dejar atrás la época en la que se dedicaba a estas cuestiones, pero la luz estaba allí, brillando inequívocamente dentro de su cabeza. ¿Quién era él para apagarla? La vida a veces venía como venía. Siempre había tenido la impresión, mientras trabajaba para la Policía incluso, que muchas de las casualidades y fortunas que en ocasiones encauzaban los casos nunca hubieran tenido ningún éxito en una novela de detectives. El caso es que cuando sucedía, había que tener el entrenamiento para darse cuenta y él lo tenía. No podía renunciar a ello.

—¡Escucha, Marta! ¿Has terminado ahí? ¿Puedes acercarte a mi casa a no mucho tardar? No puedo explicarte ahora, pero he tenido una idea y necesito que hagamos un par de gestiones en las que me debes ayudar. ¿Confías en mí, verdad? —le dijo con voz imperiosa pero llena de ternura.

—¿Sabes quién lo ha hecho? —le preguntó su novia con una voz que pisaba de puntillas, como si fuera a romper el hilo que se había formado en el cerebro de Mauricio.

Desearía que no fuera así, pero no puedo quedarme en la inacción por si acaso. Marta, esto es muy complicado para mí. Nunca te he comentado que hay datos que yo tengo de este caso de los que jamás he podido hablarte, puesto que están protegidos por el secreto profesional…

¿Del caso de Weimar? —Ahora sí que la estupefacción de Marta fue manifiesta.

Sí, indirectamente. No perdamos el tiempo, por favor. Necesito que me ayudes con unas comprobaciones. Si quieres, no hace falta que vengas. Sólo te voy a pedir que me des el teléfono de la secretaria de Enrique González-Weimar y que me dejes poner unos wasaps en tu nombre. ¿Te importa? Sólo si tengo esta confirmación podré ponerme en marcha y luego decirte todo aquello que me sea dado contarte. Confía en mi, Marta, sabes que sólo me comporto así porque no tengo más remedio.

Mauricio, sé quién eres y te seguiría con los ojos vendados, sobre todo en una cuestión en la que has sido el maestro de tantos. Te paso el contacto de Pilar y, sí, escríbele y dile que eres mi ayudante o algo así, ¿te parece?

Así lo haré, Marta. Nos vemos luego, pues. Tengo mucho que pensar. Mucho. Sobre lo que he visto y entendido hace un momento, pero también sobre cómo manejarlo. Creo que luego estaré listo para hablar contigo. Un beso, mi amor.

¡Suerte!

Mauricio se quedó solo con la verdad. Una verdad odiosa a la que iba a tener que hacer frente. No obstante, aún le quedaban aquellas pequeñas comprobaciones, aunque sabía que iban a resultar positivas y que toda la enormidad del daño que la vida hace en el espíritu de algunas personas se iba a precipitar sobre él de forma inexorable.