CAPÍTULO 17
La carne ardía allí donde Leo había presionado con sus dedos. Claudia salió a la calle con el recuerdo de la violencia que había desatado marcado en su piel. Un giro copernicano, que aún la hacía ser más consciente de cómo toda su vida se había vuelto del revés. No quedaba tiempo para los remordimientos y era consciente de ello. Caminó justo el tiempo de meterse en el siguiente portal que encontró abierto. Abrió el bolso y sacó sus deportivas para cambiarse y quitarse aquellos putos tacones. Habían sido imprescindibles para la escena con el arquitecto, pero ahora sólo podrían ponerla en desventaja. Mayor aun de la que de por sí tenía. Le dio también la vuelta a su abrigo de visón reversible, de modo que la piel ya sólo asomaba en el cuello y los puños. No le cabía duda de que estaban allí. Se los encontraría en cuanto empezase a andar o parara un taxi. Durante los días pasados les había echado el cebo de diversas maneras y ya había comprobado que siempre acababan por volver a aparecer. No se llamaba a engaño sobre su posición, pero iba a pelearla duro.
Salió otra vez a la fría mañana de febrero y comenzó a caminar a paso vivo. Procuró no ir girándose a cada momento para ver si la seguían. Sabía que lo estaban haciendo. Lo que no era tan seguro era sí siempre eran los mismos. Tampoco quiénes eran ni qué esperaban obtener de aquella actividad. Si hasta el momento nadie se había dirigido a ella, ni oficial ni extraoficialmente, era seguro que sólo tenían barruntos sobre su identidad. Eso estaba bien. Indudablemente, la policía no podía citarla porque algunos rumores apuntaran a ella como una de las relaciones de Weimar. Necesitaban encontrar algún hilo que condujera hasta ella y Claudia estaba segura de que eso era completamente imposible, excepto que el gilipollas de Leo hablara o la pusiera en un compromiso.
No había rastro de ella en la vida de Enrique. Sus comunicaciones siempre habían sido seguras. No había registro de sus correos, que se enviaban siempre a través de rutas de servidores fantasma, y los mensajes de Enrique, que ella jamás contestaba, estaban sellados a través del terminal seguro de que él disponía. Con la garantía del Estado. Así que por allí no había nada que hacer. Los únicos puntos de conexión eran aquellas mujeres que habían sido captadas por ella, pero que ni conocían su identidad ni habían sabido a quién iban a servir. Tal vez podían haberse dado cuenta, una vez que la dirección del apartamento se hizo pública en los medios; mas no creía que se dedicaran a ver los informativos ni había grandes posibilidades de que fueran a llamar a la puerta de la policía. No, por aquel lado estaba blindada. O eso esperaba.
Caminaba a buen paso y esquivando los alcorques de los árboles y los perritos que defecaban ante la mirada maravillada de sus amos. Otra caquita, mi amor. Qué vidas. Aunque, ¡qué sabía ella!, si había logrado deshacer la suya como un azucarillo en un magma hecho de flujos y sangre, lágrimas y gotas de líquido seminal. Idiota, Claudia. Siguió adelante, aunque le había parecido percibir una respiración dificultosa detrás de ella, a su derecha. Loca, Claudia. A veces pensaba en cómo la vida te determina en función de los talentos que te da. Quizá si ella sólo hubiera sido inteligente y voluntariosa, como de hecho era, su vida habría ido por otro lado. Pero no había sido así. Además de aquello, la naturaleza la había hecho muy hermosa. Se había dado cuenta de ello mucho después de saber que su trabajo en la escuela era mucho mejor que el del resto de los niños. Había hecho falta que el tiempo fuera dejando su metamorfosis lenta para que un día se hubiera descubierto en la mirada de un hombre. Tal vez ése era el problema. Nunca fue consciente de su atractivo hasta que lo leyó en el deseo de un hombre. Recordaba muy bien cómo ese cambio la había hecho sentirse poderosa. Poderosa por primera vez. Antes de eso, la chica despierta y lista que era sólo había producido una especie de espacio de descompresión a su lado. Nadie le daba la espalda, pero tampoco nadie estaba demasiado cerca. Las chicas, porque no terminaban de entenderla. Los chicos, tal vez por miedo.
Allí se empezó a gestar su cadena de errores y malentendidos. ¿Cómo pudo percibir aquello como una forma de poder? ¿Cómo no había reparado en la trampa que suponía? Aquello la había llevado muy lejos. Demasiado lejos. Y aún tendría que ir más allá. El dinero estaba en el paraíso, pero sabía lo difícil que resultaba desaparecer aunque fuera en la otra cara de la Tierra.
Eran dos. Lo dedujo porque era una respiración asmática y un taconeo con talonera reforzada los que se dejaban oír. Uno detrás, en la derecha. Otro a la izquierda, más en diagonal. No podía saber si los hombres trabajaban juntos o se estaban haciendo la competencia, pero sí intuía que ella era el trofeo de aquella carrera. Casi ni le importaba. Estaba segura de que aún no estaban en condiciones de tomar ninguna decisión. Ella, sí. Ella ya la había tomado.
Siguió caminando, mientras su cabeza casi cabalgaba. ¿Y si el enigma no tenía solución? Recordaba a su hermosa madre acostando en un moisés precioso a su hermana pequeña. «Mira, Claudia, ya he traído a otra desgraciada a sufrir a este mundo», le dijo. Lo hizo sin rabia y sin reproche, y por ello le impactó aún más. Lo dijo con la calma de quien revela una verdad que no admite ser rebatida. No era un desahogo ni una venganza. Era una información. Su madre le había transmitido lo que ella había descubierto, y mirando a su minúscula hermana y a su bella madre, Claudia entendió de qué iba a ir la vida. Había luchado contra ello. Había intentado demostrarse y demostrar que aquello no era una ecuación irreversible… y había fracasado. Sólo había conseguido engañarse y engañar. Su madre le legó su belleza y su determinación, y también una sabiduría que sólo ahora estaba llegando a descubrir.
Toda su vida había sido una carrera para desmentir la profecía de su madre. Ella no iba a sufrir por el hecho de ser mujer. A ella no la iban a controlar ni a oprimir ni a utilizar. No. Ella, Claudia Verín, no sería una desgraciada más. Ahora, ironías de la vida, lo era más que nadie.
Pasaba en ese momento junto al escaparate de una reputada esteticista y, en un quiebro, casi sin pensarlo, empujó la puerta y entró. Respiró un segundo mientras miraba a la chica de la recepción con una sonrisa. Sabía que les iba a obligar a esperar como perros en la acera hasta que ella terminara. Sólo por eso comenzó a repasar los rituales que se ofrecían, paladeando el tiempo que cada uno de ellos le ocuparía. Hacía frío. Que se jodieran. Otros hubieran pagado por una experiencia así. Ella se iba a tumbar ahora en una caldeada cabina de masaje para pensar con calma en cómo iba a salir de aquello. Con un poco de suerte, si no trabajaban juntos, acabarían por ponerse nerviosos. Iba a ser demasiado evidente que ambos buscaban el mismo premio. Que se las arreglaran.
Eligió un masaje tailandés relajante y pasó a la cabina que le mostraron. Oscuridad y unas velas de aroma la acogieron en un ambiente adecuadamente caldeado y con una anónima música oriental, sonando como si fuera sustrato para que creciera la calma. Claudia se desnudó dejando sólo su braguita tanga y se tumbó boca abajo. Una de las mujeres orientales la cubrió con una toalla y salió de puntillas, dejándola con todo aquel maremágnum de sensaciones agradables. Mientras le pasaban las toallitas calentadas al vapor por la planta de los pies, pensó de nuevo en el jodido frío que estarían pasando los esbirros de quién sabía quién, que la aguardaban fuera.
La tailandesa sacó una de sus piernas de la toalla que la cubría y empezó a masajear. La mente de Claudia pudo ya desatarse sin problema de aquel instante y comenzar a volar. No como una huída sino como un suave deambular, movida por las diferencias térmicas de la atmósfera, planeando sobre todo lo que estaba sucediendo y sobre lo que iba a suceder.
Nueva Zelanda era un decorado natural que podía pasar a ser el nuevo escenario de su vida. Sólo tenía que ponerse en contacto con Mary, comprar un billete únicamente de ida y arreglar algunas cosas, no demasiadas. La vida le había enseñado a viajar ligera de equipaje y así, cuando tocaba hacerlo de verdad, sólo había que aplicarse a ello. Nada material la amarraba allí. Enrique ya no estaba y a Leo lo acababa de perder para siempre. Pequeño Leo. Le hubiera gustado poder contarle sus planes y llevárselo con ella a la otra punta del mundo. Empezar allí una vida basada en un amor en el que él sí creía y que ella le hubiera podido dar si se hubiera topado con él cuando era más inocente, cuando Weimar no había emponzoñado aún su corazón. Porque lo había hecho. Weimar corrompía todo lo que tocaba. Era uno de sus placeres y de sus desquites. Con ella lo había hecho a la perfección y enfangar la vida aún blanca de Leo había sido uno de sus últimos entretenimientos. Ser el ama perfecta y divina que Leo quería adorar hubiera sido una forma ideal de empezar una nueva vida. No iba a ser así. Después de todo, iba a tener que desaparecer y comenzar de nuevo totalmente sola.
Contaba con Mary para ello, pero sólo quería que fuera un primer apoyo logístico. Luego iba a empezar de cero de verdad. A Mary la había conocido durante su estancia en The Other World Kingdom. Mary también se estaba entrenando como ama, pero no tenía ninguna de las prevenciones de Claudia ni ninguno de sus romanticismos. Mary era una anglosajona práctica e higiénica. Había ido allí porque quería ser la mejor en algo, como habría ido a Harvard si sus intereses hubieran sido de otro tenor. Quería ganar dinero muy pronto y para ello montar un negocio eficaz, competitivo y excelente. Su anhelo liberal hubiera colmado a la misma Thatcher. De hecho, era gracioso, si la había vuelto a localizar era por los datos que tenía sobre sus ambiciones empresariales, pero también por una broma que realizaba siempre mientras se adiestraban en el sanctasanctórum de la Dominación Femenina. Cuando superaban un aprendizaje especialmente duro, siempre decía que con un solo cliente de aquello se iba a comprar su bolso más deseado. Era un Dior. Por eso no le extrañó cuando supo por Internet que la mazmorra más eficiente, cara y mejor montada de Auckland era la regentada por Mistress Dior. ¡Qué cachonda! A tenor de los precios que marcaba en su web, debía tener ya toda una colección de diores y pradas y chaneles. Mary se lo había montado bien. A Claudia le chocaba el descaro con el que publicitaba todas las prácticas que habían aprendido juntas y, no tanto por su contenido, sino por la forma objetiva, fría y casi médica de presentárselas al eventual consumidor. Ella iba a ser su cabeza de puente en aquel nuevo mundo. Se había mostrado muy contenta de ayudarla. Incluso le había ofrecido empleo en su negocio. Sabía que Claudia era muy buena y ella buscaba lo mejor, le había dicho. No obstante, cuando le explicó que no iba a ejercer de dómina en Nueva Zelanda, creyó percibir una especie de suspiro de alivio que se escondió bajo un torrente de palabras de apoyo incondicional.
No, Claudia iba a ser una nueva Claudia en Nueva Zelanda. Quizá la maldición de la que hablaba su madre no rigiera en las antípodas. Tenía su MBA y su experiencia profesional y ésa era la base sobre la que iba a construirse una nueva vida. Bueno, tenía también su belleza. No iba a negar que era un activo más que la acompañaría cuando se bajara del avión en una ciudad y en un país totalmente desconocidos para ella. La belleza, su belleza, era un lenguaje universal, un certificado homologado en todo el mundo, una carta de referencias que servía para cualquier empleo.
El masaje ascendía ahora por su brazo izquierdo, trepando sobre el aceite aromático que ya la envolvía por completo. Tenía que decidir si volaba vía Dubai, vía Seúl o vía Bangkok, aunque al final lo que primaría sería más el día de la semana en que hubiera vuelos desde Madrid en cada una de las compañías. Iba a pasarse un día entero volando para acabar con lo que había sido su vida hasta ese momento; por qué lado diera la vuelta al mundo no le preocupaba demasiado. Andaba ya escasa de tiempo, pero eso no significaba que no hubiera aún un margen de una o dos semanas. Nada tenía que tener el aspecto de una huída. Leo no iba a aguantar indefinidamente, lo sabía; pero sí se pelearía consigo mismo lo suficiente como para darle ese margen. Debía, eso sí, asegurarse de que el dinero estuviera disponible para volver a empezar. ¡Qué poco había imaginado Enrique para qué iba a servir su pasta!
La menuda tailandesa había concluido con su brazo y con toda seguridad había visto los morados que se empezaban a formar en el lugar en el que los dedos de Leo la habían presionado bestialmente. El miedo saca al animal que nos habita. La profesional no hizo ningún comentario, sólo le pidió susurrando que se diera la vuelta. Claudia obedeció laxa y desmadejada. Adoraba que la tocaran. El simple contacto de unas manos humanas la transportaba, como si su piel fuera una pantalla táctil que podía encender así todo tipo de sensaciones, incluidas las sexuales. Otra paradoja absurda de su vida. La sexualidad que había vivido en estos últimos años no tenía nada de eso. En la dominación femenina una de las condiciones más comunes es que el sumiso no pueda tocar al ama sin permiso y, desde luego, rara vez se le permite penetrarla. Es verdad que a cambio había obtenido algunos de los mejores cunnilingus que ninguna mujer pudiera desear pero, no obstante, eso no le hacía olvidar la necesidad de unas manos que adoraran cada poro de su piel al recorrerla. Tampoco aquella ya casi anacrónica sensación de sentir penetrar en su interior al hombre amado. Dentro de poco, tendría que explicar ese rapto de delicia y entrega como algo perteneciente a un mundo acabado y decadente. Por eso tampoco Leo había terminado nunca de colmar sus expectativas, o tal vez fuera que, en el fondo, el rol que había asumido no estaba hecho para ella. Tal vez los esquemas de una educación tradicional la acababan llevando, siquiera en sueños, a una normalidad de la que todos sus actos llevaban huyendo una vida entera. Los ramalazos placenteros que la profesional arrancaba de su nuca iban bajando por sus nervios, como hilos conductores, hasta enervar agradablemente su clítoris. Ni siquiera era una sensación puramente sexual, sino bestialmente sensual. Eso, probablemente, era lo que le faltaba a su existencia. Eso es lo que el mundo había perdido.
Cuando la profesional acabó su trabajo ejerciendo diversas presiones sobre su cuello cabelludo y su cabeza en general, salió como un soplo de aire del recinto. Claudia se incorporó a duras penas. La laxitud de sus músculos propiciaba un agradable y leve mareo. Comenzó a vestirse pensando en que apenas había logrado retrasar un rato la realidad, aunque había sido suficiente para recomponerse. La escena con Leo había sido muy dura para ambos, pero al abandonar la cabina y acercarse al mostrador para pagar, ya era de nuevo la mujer con la que buscaba reencontrarse.
Al salir a la calle, el frío aire contrastaba deliciosamente con el calor que había dejado en su cuerpo el masaje. Era un pequeño sucedáneo del placer de pasar una tarde entre los vapores de los baños Geller mientras la nieve azotaba Budapest y el hielo navegaba por el Danubio, y luego salir y atravesar el Puente de las Cadenas con la mente y el cuerpo revitalizados por el contraste. Echó una mirada en derredor y no vio a nadie con aspecto de ser alguno de sus perseguidores. No necesitaba, pues, dar más rodeos para llegar a casa. Se acercó al borde de la acera y paró un taxi levantando la mano. Tuvo suerte. Era nuevo y limpio. Tal y como ella se sentía. Le dio la dirección y se arrebujó en el abrigo con deleite. Nadie hubiera dicho que era una mujer acorralada a punto de dejar atrás más de treinta años de su vida para siempre. Al llegar pagó con una propina. Rumbosa. Todo parecía también calmado en el entorno de su domicilio.
Pronto se encontró saliendo del ascensor y abriendo la puerta de su hermoso piso. Lo haría pocas veces más. No le producía ningún sentimiento especial. Hacía tiempo que había aprendido a no apegarse a nada. Empujó la puerta y dejó caer las llaves en la bandeja de la entrada mientras se iba quitando las pieles. El abrigo se le cayó de la mano en la que lo llevaba al ver el estado en el que habían dejado su salón. No había nada dentro de nada ni nada sobre nada. Todo yacía. Objetos desperdigados, revueltos, lanzados en una baraúnda silenciosa provocada con método y sin conmiseración.
Claudia no se inmutó. Nada de lo que buscaban estaba allí.
De cualquier forma, ella tenía que haber sacado las cosas necesarias de cajones y armarios, pensó con una sonrisa cansada. Se acercó a las ventanas del mirador y, como una dama decimonónica, apartó levemente el estor para otear la calle. Efectivamente, en la acera de enfrente había un hombre parado fumando un pitillo. Su silueta le resultó levemente familiar. Hacía ya semanas que la seguían, unos y otros.
Volvió a ponerse el abrigo y a deshacer el camino andado. Según se iba acercando al hombre, notó un movimiento de indecisión en él, relativo a si era mejor hacerse el loco o era preferible abandonar el lugar. No sabía a cuál de los grupos pertenecía, aunque algo instintivo le decía que era policía. Nunca habían sido santo de su devoción. Sacó un pitillo del bolso y se acercó a pedirle fuego. Le daba igual que ellos fueran los culpables de lo de arriba o que fueran los otros, o los de más allá. Era demasiado trabajo intentar atar cabos. A sus efectos, la conclusión era la misma.
Mientras el hombre le acercaba la llama al cigarrillo y antes de succionar para encenderlo, le dijo con voz grave:
—Dile a tus jefes que lo que buscáis no está aquí ni en ninguna parte de este país. No lo encontrareis jamás. Sólo mi voluntad puede mantenerlo oculto para siempre. Díselo. Diles que no les conviene hostigarme ni oficial ni extraoficialmente. ¿De acuerdo? —dio una chupada profunda, como si quisiera con ella sustraerle la vida a los jefes de aquel esbirro.
El tipo se quedó pasmado mientras ellas se daba la vuelta y volvía a dirigirse hacía su ahora destrozado apartamento. Había sido una idea perfecta enviarle los usb y las demás cosas a Mary en un paquete hacía ya días. Las pruebas que buscaban destruir, y las que hubieran querido poder exhibir, se encontraban ya en una mazmorra de las antípodas, esperando a que su legítima dueña fuera a recogerlas.
A Claudia le entraron unas ganas locas de reír.