CAPÍTULO 10

El sueño no terminaba de alcanzarle, pero Mauricio tenía ya la sabiduría suficiente para descansar en su insomnio. Controlaba perfectamente los nervios irritantes que le producía antaño estar contra la almohada sin esperanza alguna de lograr dormir. Ni siquiera saber que al día siguiente tenía que rendir le inmutaba. Ahora, cuando llegaba el tiempo en vela, se limitaba a guardar consciencia de él mismo y de su entorno. Estiraba sus piernas para sentir las sábanas de algodón limpias. Oía el silencio que penetraba la casa a pesar de hallarse en el centro de Madrid. Era plenamente consciente del estado de beatitud al que había conseguido llevar su existencia y que le permitía tener momentos casi perfectos a los que había convenido en llamar felicidad.

Marta dormía a su lado. Su presencia constituía parte de esa sensación de confortabilidad, de contento en la propia existencia que le invadía. La breve luz que entraba por las rendijas de la persiana le permitía ver la curva de su joven cuerpo extendido y confiado. Le gustaba recrearse en aquellas líneas definidas y firmes. Podía tocar levemente su piel aún ignorante del tiempo. No era lascivia, era paz. En eso Mauricio se elevaba por encima del ruido de los machos de su generación. Marta era quince años más joven que él, eso era cierto, mas no la amaba por su juventud o por su belleza sino por la serenidad que le aportaba. No le creerían si explicara que hubiera deseado que fuera algo mayor para evitar precisamente lanzar la imagen de una relación prosaica y convencional entre hombre maduro que aportaba estatus y mujer bella y joven que daba aquello que no se puede recuperar. Marta era joven y era atractiva, al menos para él. No era una belleza convencional ni un pibón, como decían ahora. No se trataba de la atracción otoñal por una tía buena, como se decía en su época. Era una comunión mayor y no deseaba que nadie la manchara con otro pensamiento. Por eso habría deseado que no fuera tan joven. Pero lo era y a Mauricio le gustaba descansar su vista sobre su juventud sedosa sólo por sentir que la vida seguía latiendo con ritmo a su lado.

Marta era una joven madura y asentada y —pensaba a veces su amante— tal vez un poco antigua en sus convicciones. Marta tenía convicciones. Las tenía más allá del culto a la experiencia, de la prisa por experimentar y hacer muescas en una supuesta mochila de vida devorada a dentelladas, que eran la bandera de su generación. Aun así, había sido capaz de devolverle la paz a Mauricio, de restaurarle el sosiego, de inundarle no de ella sino de él mismo recobrado. La miraba en su desvelo con ternura y reconocimiento, con un deseo no de protegerla sino de alumbrarle el camino, pero simultáneamente, con el ansia de dejarse arrastrar por ella a ese terreno en el que cada día es tan emocionante como un estreno.

La sentía a la vez, no debía engañarse, como un imán de deseo y de placer en el que se dejaba llevar sin mantener consciencia alguna de que entre ambos mediara un abismo cronológico. No lo había para ellos aunque jugaran a recordarse, entre bromas y dolor, que habría mares que sería imposible ya surcar juntos. Mauricio depositó un leve beso junto al cuello de su amor —lo era, Marta era su amor— y se dispuso a girarse sobre el otro costado, seguro de que sería más factible intentar llamar al sueño en aquella otra postura. La vida irrumpió en forma de sonido. El móvil de Marta, que estaba en la mesilla seguramente silenciado, la despertó casi sin sobresalto, como si estuviera entrenada para entrar y salir de los brazos amorosísimos del sueño sin pena y sin remisión. Mauricio pensó de forma fugaz en que quizá algún día la vida le llamara para salir de los suyos con la misma premura. La voz de ella le sacó de estos vericuetos peligrosos y amenazadores.

—Sí, sí, soy yo… Ya supongo que es algo urgente, Blas, si no, no me llamarías a las cuatro de la madrugada —dijo sin ni siquiera un leve toque de somnolencia en la voz.

—………………………….

—Claro, claro…

—………………………….

—¡Desde luego! No, no tengas ninguna prevención. Sabes que puedes contar con ello…

—………………………….

—Lo que me cueste vestirme y llegar. No estoy demasiado lejos.

—…………………………

—¡Vale! ¡Tomo nota! ¡Espera! —le dijo mientras se separaba el teléfono de la oreja y apuntaba algo—. ¡Hecho, te veo allí en un rato!

Cortó la llamada y miró a Mauricio con un rostro serio pero sereno.

Me tengo que ir, cielo. Hay un homicidio con detalles y circunstancias muy particulares. Creen que va a ser muy importante en este caso nuestro papel, así que quieren que llegue a la escena del crimen para poder hacer una autopsia psicológica completa y para que pueda obtener impresiones de primera mano…

No hace falta que me expliques —susurró Mauricio mientras se apartaba hacia atrás su pelo leonino y entrecano.

Me han pedido, de momento, la mayor reserva. Quieren conseguir que el tema salte a la prensa lo más tarde posible.

No necesitas decirlo. ¡Anda, date prisa! —le dijo con comprensión y afecto.

Marta saltó de lecho y pasó en un santiamén por la ducha. Se calzó sus vaqueros y su jersey y se puso unas botas planas de caña. Iba a pasar mucho rato de pie. Selló la complicidad con su pareja con un beso tierno y, tras bajar las escaleras, salió cogiendo al desgaire un anorak que estaba en el perchero de la puerta de entrada.

Mauricio se quedó plácidamente solo. Pensó en lo teatralmente que se trata la soledad a veces. No sólo en el arte sino en la vida como remedo de éste. Lo sabía por sus pacientes. La soledad alimentada por la certeza de que Marta formaba parte de su vida le pareció tan confortadora que le fue amodorrando poco a poco hasta vencerle finalmente en un sueño profundo.

La psicóloga de la Sección de Análisis de Conducta llegó enseguida a la calle Ruiz. Cuando le abrieron la puerta del piso detectó la actividad frenética que ya estaba acostumbrada a ver cuando sus compañeros de la Científica desmenuzaban los elementos de una escena del crimen. Marta, sin embargo, se quedó un segundo quieta en la puerta del dormitorio. Al principio los compañeros que estaban allí ni siquiera repararon en su presencia. No dijo nada. Era parte de su método. Marta permaneció un momento allí contemplando de forma neutra el cadáver del hombre importante para intentar asimilar una primera sensación que para ella era fundamental. Desde el primer momento se dio cuenta de que estaba ante una situación muy peculiar. No tanto por la identidad de la víctima, a eso se dedicaría más tarde, sino por la constatación de que aquella escena del crimen no había sido decidida por el o la homicida, sino que su elección había sido determinada por la propia víctima. Era normal que ante un crimen violento, el propio cuadro en el que se había producido aportara elementos psicológicos del autor. Por qué el agresor había elegido un espacio y no otro, por qué los objetos o la víctima aparecían dispuestos de un modo u otro, todo ello arrojaba información psicológica sobre el agresor. Un escenario de masoquismo masculino de un hombre de aquellas características hablaba más de lo que la víctima había buscado que de la elección de la asesina. Marta ya estaba pensando en femenino. Era la información primaria que suscitaba aquel cuadro. El viento seguía moviendo las cortinas para completar la escenografía y las luces indirectas estratégicamente dispuestas hablaban de un decorado muy estudiado, pero no para el crimen sino para la perversión.

La psicóloga se sustrajo al curso de sus pensamientos y se obligó a circunscribirse al método que le habían enseñado en la Policía. No era un escenario complicado por su violencia o por el ensañamiento o por lo nauseabundo del resultado de la acción homicida. No había sangre, no había vísceras, no había excrementos ni vómitos ni putrefacción. De todos esos elementos había tenido experiencias suficientes. Era otro tipo de sensación amenazante la que se respiraba allí. No era sino un estrangulamiento; aun sin autopsia, sus compañeros no tenían duda, pero la escenografía ritual lo llenaba todo. Por eso les habían llamado a todo correr. Bueno, por eso y porque el cadáver maniatado y enmascarado en látex era el de la cuarta persona más rica del país.

Marta se acercó todo lo que pudo al cadáver. Del cuerpo emanaba una vaharada que mezclaba el sudor almizclado que debía haber producido la adrenalina en los últimos instantes de su vida y el del líquido seminal que sin duda se había llegado a derramar. La psicóloga se obligó a no ver una escena de crimen sino una de placer. Inicialmente lo había sido. Repasó con la vista la máscara que cubría la cara del hombre. Puede que él hubiera dado las instrucciones, aunque también que algunas de ellas hubieran sido acometidas por la asesina en función de sus necesidades o sus motivaciones. Había estudiado las perversiones con cierta profundidad en su tesis. Las conocía psíquicamente y también prácticamente. Era evidente que por ese motivo su jefe la había llamado a ella y no a ningún otro de sus compañeros de unidad. Había muchos tipos de máscara de sumiso. Las había de cuero y de látex y hasta las había visto con forma de animal, incluso de cerdo, para acrecentar el sentimiento de humillación. Aquella destacaba por ser de las que incorporaban también una mordaza. Eran relativamente comunes, pero no le cabía duda de que si la elección había sido hecha por la dómina, ésta había escogido la que evitase cualquier tipo de queja cuando llegara la hora de la verdad. Aunque…

¡Gordo!, una pregunta, ¿tenéis alguna duda respecto a si fue un accidente dentro de una sesión que se fue de las manos? —preguntó al compañero de la Científica que estaba en la habitación.

¡Míralo tú misma, bonita! —le dijo con una sonrisa—. ¡Mira las muñecas, anda, no me seas!

No era la primera vez que trabajaban juntos.

Marta dirigió la vista efectivamente hacia las muñecas del cadáver. No le costó ver, porque iba buscando algo, que además de las cuerdas utilizadas para el bondage se podían ver unas tiras negras entre ellas. Bridas. Aquello era, desde luego, definitivo. Era muy extraño que un masoquista se hubiera dejado maniatar con un elemento del que, una vez se tiraba de él, era imposible deshacerse sin ayuda. Aun así, ella no lo vio tan claro como su compañero. Puede que estuvieran ante un juego extremo, muy extremo, tan extremo que hubiera sido dispuesto expresamente para flirtear con la muerte.

—Veo las bridas, pero eso no es definitivo, ¿cierto? Podría haberlas pedido él, aunque, desde luego, no es lo habitual.

El Gordo la miró con una mueca de escepticismo.

Marta, sin embargo, en sus notas dejó un lugar para la duda. En su momento había estudiado casos de masoquismo que resultaban increíbles, si bien eran tan reales como inasumibles. Había trabajado teóricamente sobre el testimonio médico de un hombre que había sido tratado en un momento dado por médicos de un servicio de urgencias. Ante ellos, tras un accidente de coche, había llegado un cuerpo que les dejó estupefactos. Un cuerpo de un hombre vivo. La descripción que habían hecho en su manual no dejaba lugar a dudas:

«Hombre de mediana edad con cinco tatuajes dispuestos sobre su cuerpo en zonas no visibles con ropa. Los tatuajes, escritos en español, rezan:

Soy una sucia

Soy una mierda viviente

Hago que me cagues y me mees en la boca y lo hago con placer

Soy una guarra, dame por el culo

El cuerpo no presenta ombligo sino una especie de cráter vacío. El hombre relata que es producto de haber introducido en él plomo fundido y haberlo remetido con una vara. Mostraba signos de que le habían sido arrancadas tiras de piel de la espalda. El hombre relata que le habían sido introducidos varios ganchos para colgarle mientras un hombre le penetraba. Falta un dedo de la mano derecha que afirma le ha sido amputado con su consentimiento. El ano presenta un índice de dilatación que no permite su vuelta a la normalidad. El cuerpo presenta marcas de agujas que lo han atravesado por todas partes. Las radiografías muestran agujas de fonógrafo introducidas en la piel del escroto y en los testículos. Presenta un glande que ha sido cortado con una cuchilla de afeitar para agrandar el orificio. Ante los resultados de los análisis, el hombre refiere una ingesta diaria de orina y excrementos.»

Marta sabía que era la descripción más extrema que había leído de un caso de masoquismo masculino. Aunque resultara incomprensible para muchos, el masoquista es una persona que sufre una intolerancia particular hacia la angustia. No soporta que ésta aumente y es por ese motivo, según algunos expertos, por el que huye del placer: para ponerse a salvo de la angustia.

Sabiendo que las cosas podían llegar realmente a tal extremo, ¿por qué negar la posibilidad de que Weimar hubiera querido realmente ser inmovilizado de una forma irreversible?, ¿por qué pensar que él mismo no había solicitado ser silenciado para evitar una eventual marcha atrás en sus intenciones?

Esto daba también datos para cuando llegara el momento de establecer el retrato psicológico de la agresora, porque ésta debía de haberse mostrado dispuesta a realizar ciertas prácticas que no parecían de puro jugueteo.

Tendría que esperar a la autopsia para saber realmente qué había pasado antes de que la vida del empresario se precipitara un paso más allá del placer, camino del aniquilamiento. Eso le permitiría también saber cuánto tiempo duró la sesión. El tiempo no era una cosa baladí en un acto homicida.

Se dirigió después al vestidor colindante con la habitación. Allí había dos cajones abiertos y un armario que precisaban de todo un estudio aparte. Había todo tipo de instrumentos para la práctica masoquista que si bien no habían sido utilizados en esa ocasión, si estaban allí es porque eran del gusto del dueño de la casa, por decirlo de una forma absurdamente doméstica. En cualquier caso era evidente que quedaban muchas horas de trabajo para poder tener un cuadro claro de lo que la escena podía revelar tanto de la víctima como de su agresor o agresores. Marta se puso a ello.

La mañana del 13 de noviembre estaba ya terminando cuando Leo bajó al estudio desde su loft en el ático. Había estado trabajando hasta muy tarde. Nunca había intentado controlar su ritmo de búho. ¿Para qué? Era tremendamente productivo y, además, no había cliente dispuesto a pagar sumas terribles que no apreciara alguna excentricidad de su arquitecto. Nunca había perdido un proyecto por haber anulado o faltado a citas por la mañana después de una noche de trabajo brutal.

Cuando pasó hacia su despacho nadie hizo ningún comentario más allá de levantar la mano en señal de saludo silencioso. Era la marca de la casa, así que no había aspavientos que hacer. Entró y se sentó tranquilamente frente al ordenador. No pensaba dar un palo al agua. Así de claro. Empezó a picotear en el ordenador. Ningún correo de Claudia. Nada del otro mundo en el resto de mensajes. Le dio a la pestaña de favoritos para buscar en los digitales noticias del resto de la humanidad.

Allí estaba.

Como un grito.

El titular.

Weimar aparece muerto vestido de látex

El cuerpo del empresario ha sido hallado estrangulado con una máscara de látex provista de mordaza. ¿Prácticas masoquistas o montaje? La Policía explora todas las posibilidades mientras que el juez que instruye el caso ha ordenado dar el mínimo de información posible.

Arsenio Nogales

MADRID.- Enrique González-Weimar, figura de las altas instancias empresariales y financieras del país, ha sido encontrado muerto en un apartamento del barrio de Chamberí. La muerte ha sido violenta y la escena del crimen presenta características que la hacen poco corriente. A pesar de que la policía, siguiendo instrucciones del juez instructor, niega a la prensa todo tipo de datos, se ha podido saber que el cadáver apareció desnudo y sólo cubierto con una máscara de látex con una mordaza incluida, de modo que una pelota impedía a la víctima proferir cualquier sonido. Según todos los indicios, el empresario, considerado la cuarta fortuna de España, ha muerto estrangulado mientras sus miembros permanecían amarrados con lo que los iniciados llaman bondage.

El apartamento no presentaba ningún indicio de haber sido violentado y no era su residencia habitual. Hasta el momento sólo ha sido descartada, por motivos obvios, la tesis del suicidio. No obstante, según fuentes policiales que han pedido ser preservadas, quedan abiertas las hipótesis del accidente fatal en el transcurso de una sesión de sexo sadomasoquista, o bien que el asesinato se haya producido por motivos desconocidos y que la escenografía haya sido dispuesta por el asesino o asesinos para desviar las investigaciones policiales.

El mundo financiero y empresarial español se ha mostrado consternado. No sólo por la muerte violenta de un hombre tan próximo como Weimar, sino también por la sombra que sus comportamientos privados pueda arrojar sobre un colectivo tan conservador como el que nos ocupa.

Enrique González-Weimar tenía cincuenta y un años, estaba casado y tenía un hijo.

(Seguirá ampliación)

Leo se quedó boqueando frente a la pantalla.

Por todo.

Y tenía que reconocer que la muerte de su mentor y amigo no era lo primero que le había dejado paralizado. Látex y bondage. La evidencia que la muerte le ponía ante sí le hacía batir el corazón en golpes sordos y nerviosos. ¿Cómo no lo había notado? ¿Qué significaba? ¿Cómo le hacía sentir? Leer aquel relato, tan cauto aún, hacía que su interior se diera la vuelta como en una náusea de miedo gigante. Casi era sentir que su propia naturaleza había sido expuesta al mundo dejándole desnudo y desvalido.

Volvió a leer palabra por palabra la noticia. Desgranó los significados. Pensó. Un apartamento de Chamberí; o sea, el palacete de Modesto Lafuente no era el único sitio que había usado Enrique. Tenía aún sus facetas más privadas que guardaba exclusivamente para sí. Después sólo se hablaba de una máscara con mordaza y un bondage. En su mente se fue abriendo paso una escena. Una escena que le llenaba de zozobra y, cómo no, de excitación. ¿Qué se había atrevido a hacer Enrique?, ¿qué habría encontrado allí? Junto a esas fantasías que pugnaban por abrirse paso, la parte práctica de Leo le recordó que el temor también debiera de enseñorearse de él. A fin de cuentas, él también estaba a expensas de otra persona muchas veces, aunque nunca había aceptado que las ataduras fueran más allá de simbólicas, pero, ¿no llegaría el día en que sintiera la necesidad? No estaba seguro de que aquel deseo que se despertaba en él como una ola brutal e imparable no fuera a ir reclamando cada vez más. Recordó en una onda de malestar las líneas rojas que había cruzado con Claudia en algunas sesiones últimas. ¿Y si en vez de aceptar la presencia de otra persona, ella le hubiera ordenado otras cosas? ¿Realmente conservaba su capacidad de volición mientras le devoraba el deseo?

Sintió que sus vísceras se comportaban como una madeja de algas. Revueltas y con un extraño movimiento que sólo podía ser mental. Aún no se había parado ni un segundo a pensar en el hecho cierto de que Enrique estaba muerto. Muerto. Se obligó a centrarse en aquella cuestión. Descubrió que tendría que forzarse a sentirse triste. No había sentimiento alguno en él en aquel momento. ¿Era Enrique su amigo? Sí, lo era. Había hecho grandes cosas por él. Entonces, ¿por qué no sentía dolor al conocer su muerte? Ya no habría más conversaciones sobre arte y arquitectura, ya no habría más ayuda para conseguir clientes, ya no habría… ya no habría tampoco invitaciones poco convenientes. Y eso le alivió.

Volvió a forzar el pensamiento. Lo han estrangulado. Estrangulado.

Creía poder asegurar que Enrique no habría buscado de forma expresa la muerte, aunque lo cierto es que estaba reparando en lo poco que sabía realmente de él. Leo no había avanzado del todo en el camino de su perversión. Ni él mismo sabía si era porque no entraba dentro de sus gustos o por temor a lo que encontraría más allá. Eso no significaba que no se sirviese de chats especializados en sadomasoquismo o que no viera porno que se situaba mucho más allá de sus propias prácticas. Por eso se preguntaba si Enrique, estando más allá, se habría sometido a una sesión de resistencia. Una sesión que aceptara la fantasía última, la de los actos no consentidos. Las fantasías referidas a juegos límite habitaban en esos extraños recovecos oníricos en los que se nutre la excitación pero, en la mayor parte de los casos, nadie quería que se convirtieran en realidad. Sin embargo, sabía que en ocasiones la gente llegaba a obsesionarse con una de ellas, que de pronto llegaban a considerarla como una posibilidad y que, más tarde, llegaban al sí definitivo y a la búsqueda activa de una dominante que estuviera dispuesta a llevarles a donde querían, ya sin remisión, ir. En los chats había siempre sumisos en busca de quien les inflingiera castigos límite. Sumisos en busca de sesiones de tortura con electricidad, de penetraciones extremas con puños o brazos y, de forma más excepcional, de juegos de asfixia. Todos en busca de esa excitación que surge de la pérdida absoluta de control y… del miedo.

Notó el inicio de una erección.

Notó el inicio de una erección y una sensación de pánico le recorrió por ello.

Buscó nerviosamente su teléfono móvil y puso un wasap a Irene. Necesitaba hablar de todo aquello. Necesitaba desahogarse. No podía guardar todo aquello para él sólo. Sólo a Irene le había contado algo sobre su verdadera esencia. Sólo ella podría entender este estado entre frenético y asolado en el que se encontraba en aquel momento. Una cita. Necesitaba ir a hablar con Irene. Necesitaba ir a terapia, se rectificó a sí mismo. Tenía permiso para usar el wasap en caso de urgencia. Nunca lo había hecho. Era evidente que durante mucho tiempo la terapia le había parecido más que nada un subterfugio. así que era imposible que necesitara de ella con premura.

Ahora era distinto.

Escribió de forma casi frenética. Tuvo que corregir varias veces el pequeño texto.

«Irene, algo ha sucedido. Necesitaría que buscáramos hora para una sesión cuanto antes. Dime cuándo tienes hora libre. Yo me adapto y cancelo lo que haga falta. Gracias».

Dio a enviar y sintió una pequeña brisa de alivio.

La respuesta no se hizo esperar. Fue casi instantánea.

«Veo que es una urgencia. Cambio una cosa de esta tarde. Vente a las cinco».

Le pareció que su psicoterapeuta era muy profesional. Le ofreció una especie de servicio de urgencia y, realmente, había funcionado. Esto le permitió aplazar la angustia hasta primera hora de la tarde y dedicarse a recorrer Internet buscando más información sobre el luctuoso suceso. Una muerte como aquella tenía que tener en ebullición a toda la prensa: de la económica a la rosa pasando, claro, por la de la víscera. Sólo en ese instante reparó en otro pequeño detalle que no se había abierto paso entre los retortijones de su espíritu. Enrique había muerto y toda su vida iba a ser abierta en canal. La inquietud comenzó a abrirse paso y le espoleó para encontrar todo el material que hubieran publicado sobre el tema. No abrigaba ninguna certeza de que su nombre no fuese a acabar también en un titular. En uno completamente distinto a los que estaba acostumbrado a dar.

Pasó el resto de la mañana ensimismado con la capacidad que distinguía a los periodistas para enmarañar y dar vueltas a una cuestión cuando no tenían casi datos que ofrecer. A falta de otro material, las cadenas de televisión habían montado piezas en las que se repasaba la dilatada y exitosa vida profesional de Enrique González-Weimar. Era realmente terrible. Uno le veía inaugurando cosas, recibiendo mucetas, dando conferencias o saludando al rey y, por otra parte, se veía obligado a imaginarlo desnudo y atado con una extemporánea máscara de látex y una pelota metida en la boca. En los reportajes también aparecía junto a Estefanía. Sólo al verla Leo recordó que Enrique tenía también toda una vida familiar que se iba a ver eviscerada ante los ojos expectantes y ansiosos de la chusma. Pensó que su matrimonio y su propia persona iban a ser escudriñados, juzgados y llevados en procesión clavados en una pica por todos los caminos que la moderna tecnología abría a los indeseables. ¡Pobre Estefanía y… pobre Andreas! Leo intentó imaginarse en el papel de este último. Sentir lo que iba a ser ver la intimidad de tu padre expuesta al público con redoble de tambor y una intimidad a la vez tan bochornosa. Al pensar esto último, se quedó pasmado. Incrédulo, se dio cuenta de que se había adjetivado a él mismo. ¿Era bochornosa su vida privada? ¿La de Leo Requero también? ¿Por qué había pensado eso? El pensamiento lógico hubiera sido el de que su intimidad quedaba al descubierto. No el de su intimidad bochornosa. En su cabeza soplaba galerna.

Cuando estuvo frente a Irene, sintió una cierta paz. Era la primera vez que percibía esta sensación. No se dio cuenta de que lo que iba a hacer era arrojar sobre ella todo el peso que le llenaba el corazón como si de una colada de hierro fundido se tratara.

Esta vez fue él el que rompió a hablar.

Te he llamado porque mi mentor ha muerto —le espetó.

Lo siento —respondió Irene, lacónica y dispuesta a dejar que el río se desbordara.

Lo han encontrado muerto. ¿No lo has visto en la prensa?

Recuerda, Leo, que nunca me has dicho quién era tu mentor… —El tono de Irene fue perfectamente neutro.

Lo sé, pero, ¿has visto la prensa o la tele?

Eso no importa mucho, Leo. Cuéntame tú… Me has llamado porque querías traer aquí lo que sucede en tu interior —le dijo casi susurrando, aunque hubiera deseado levantarse a consolarlo.

Llevas razón. Han encontrado a Enrique, mi mentor y amigo, muerto en unas circunstancias que, no sé si habrás leído en la prensa, pero que me han perturbado mucho.

Entonces González-Weimar era tu mentor y amigo. Estate tranquilo. Sabes que todo lo que has hablado y lo que hablemos quedará aquí. Entiendo perfectamente el motivo por el que te reservaste el nombre —dijo Irene.

Leo no tenía ninguna duda sobre su psicóloga. En realidad sabía que confiaba en ella desde el principio, así que comenzó a desgranar sus dudas. Le explicó hasta qué punto le había perturbado descubrir que su mentor tenía los mismos gustos sexuales que él. Nunca lo hubiera deducido ni de las conversaciones mantenidas ni siquiera de las fiestas a las que había acudido con él. Se dejó ir. Le contó cómo sus pensamientos se habían volcado sobre el efecto que tendría en su entorno que se supiera lo que estaba haciendo cuando murió y… hasta se despojó del peso de haber pensado él mismo que tal conducta era de algún modo vergonzante.

—Ha sido así, Irene. De pronto me he descubierto pensando en que había quedado en una situación vergonzosa y abyecta y que ésta salpicaría a todo su entorno. Y… creo que me he debido de volver loco para pensar eso. ¿Cómo puedo cuestionarme yo que la elección de las conductas sexuales, de las parafilias, de los roles es totalmente personal y perfectamente libre siempre y cuando no se fuerce la voluntad de nadie? ¿No será que aunque no me lo confiese a mí mismo, yo mismo veo así mi propia conducta?

Leo miró por primera vez desde que iniciara la terapia la caja de clínex. Fue una sensación que logró sin embargo controlar. Espero el veredicto de ella en silencio. No llegó.

¿Eso te hace sentir mal contigo mismo? Me refiero al hecho de que tú mismo te juzgues tan duramente…

Déjame pensarlo. No sé si es exactamente eso. Puedo pensar que se debe al hecho de que yo no identifico mi rol sexual con el de Enrique. No puedo sentirlo como uno de los míos. Para nada. Quizá sea esta idea la que me corroe. Pero tendría que empezar desde más atrás para poder expresar lo que siento… No sé… —dijo dubitativo pero firme.

Ve hasta donde sea preciso, Leo. No hay problema. Estamos aquí para eso.

Hay muchos más hombres que fantasean con la sumisión de los que quizá estemos dispuestos a admitir. Socialmente, digo. Y hay menos mujeres dominantes que hombres sumisos. Eso es así. También tengo que advertirte que es muy difícil que un hombre sumiso le cuente sus sentimientos a su pareja para intentar explorar juntos ese mundo. Hay quien lo hace y encuentra eco, eso también es cierto, pero la mayoría de los hombres que fantasean con la Dominación Femenina tienen que acabar recurriendo a profesionales. Cada vez hay más oferta en ese sentido, porque muchas mujeres con vista comercial se han dado cuenta de que hay un gran mercado en el que obtener mucho dinero exponiendo poco o nada su cuerpo o su intimidad. Yo nunca he aceptado la posibilidad de acudir a los servicios de una dómina profesional. Nunca. Yo preciso y necesito y ansío encontrar a una mujer a la que adorar. No la llamaría mi diosa, si no. Una mujer que contenga en ella todo aquello que me hace sentir la fuerza real que me invita a la sumisión. Sólo una mujer verdaderamente dominante podría satisfacer mi naturaleza sumisa. Sólo una mujer que verdaderamente tenga el carácter, la fuerza, la experiencia, la potencia y la belleza para que yo sienta que es superior a mí y necesite ofrecerle mi sumisión total. Alguien a quien pueda entregarme porque sea merecedora de esa esclavitud. Verás que estoy contándote hoy cosas muy íntimas. Y es que el descubrimiento de esa faceta de Enrique realmente me ha dejado muy tocado. Yo conocía algo a Enrique. Su forma de ser y su forma de comportarse con las mujeres. La he visto en otras ocasiones. No entiendo que pudiera desear ser dominado por una mujer en el sentido en que yo lo deseo. Es preciso sublimar lo femenino para poder adorar como yo deseo adorar. Enrique maltrataba generalmente a las mujeres. Psicológicamente en muchos casos. Yo le he visto despreciarlas. Así que, no sé, creo que lo que me ha perturbado tanto es la idea de que llevado por su insaciable necesidad de probarlo todo, de romper todas las barreras, también quiso fulminar ésta. Por eso creo que al saberlo me he enfadado, porque se atrevió a caricaturizar lo que para mí es casi sagrado. Puede que ése sea el motivo por el que he pensado que era bochornoso. Si hubiera sentido que era algo, cómo explicarte, genuino o auténtico, no creo que esa calificación se me hubiera instalado en la mente en primer lugar. ¿O sí? ¿Crees que me estoy engañando? Estoy hecho un lío, Irene, un lío total.

Leo no dejaba de pasarse la mano con los dedos abiertos por el pelo en un falso gesto de apartar los cabellos de una frente en la que no caían.

Irene no pestañeaba. Intentaba mantener su postura hierática sin que se notara que por dentro las palabras de Leo estaban formando también una suerte de remolino. Ella era fuerte. Suficientemente fuerte.

Tranquilo, Leo, es normal. La cuestión es que has recibido un fuerte impacto emocional por la muerte o el asesinato de una persona que se ha portado bien contigo, pero sobre la que siempre has tenido sentimientos contradictorios. No te preocupes por eso. En los próximos días es muy posible que todas esas sensaciones avancen y se muestren incluso de forma más virulenta porque, como sabes, vas a seguir recibiendo información sobre las circunstancias de su muerte y ésta te afectará sin duda. ¿No crees que vamos a tener que incrementar la frecuencia de las sesiones durante estos días?

¿Por qué has dicho asesinato? ¿Crees que lo han podido matar de forma premeditada? No he pensado sobre eso. Mi primera impresión es que se habían propasado en un edgeplay, en un juego al límite… pero esto que dices me abre otra perspectiva que ahora que veo es lógica.

Bueno, Leo, se trata de la persona de la que se trata. Es posible que tuviera enemigos o enemigas. Según me cuentas, parece que tenía cierta habilidad para creárselos, ¿no? —le expuso sutilmente Irene.

Sí, claro, si llevas razón. Es sólo que no lo había pensado bien. Eso puede ser aún peor de lo que yo había imaginado… Te agradezco que me ofrezcas tu tiempo y lo voy a aceptar, porque sin duda esto va a ser difícil —dijo mansamente, poniéndose en manos de Irene.

Leo sabía que iba a necesitar hablar y no había otra persona sobre la faz de la tierra con quien pudiera hacerlo. Miró a Irene con agradecimiento y con una chispa de entrega que no pasó desapercibida a la mirada entrenada de la psicóloga.