Esto será lo último que escriba en esta casa, la casa en que nací, la casa de mi infancia triste, donde siempre faltó el padre; de mi adolescencia soñadora y esperanzada, llena de planes de futuro; la casa de la que salí un día vestida de novia, cargada de malos presagios porque hacía unos días que no sabía de ti y el miedo me devoraba por dentro mientras mi madre masticaba una sonrisa malvada que se le derramaba por las comisuras de los labios y me pedía que no saliéramos, que no fuera derecha a ponerme en ridículo frente a toda Villasanta sin el prendedor de madreselvas que habría tenido que traer el novio la noche antes y que no estaba en el jarrito azul que yo había puesto en el mirador, a la espera del milagro que yo ya sabía que no iba a llegar.
En esta casa me quité el vestido sin ayuda de nadie, tragándome los sollozos que amenazaban con atronar el pueblo, tomándome a sorbitos la tila que Lucita me había dejado en la habitación, pensando en matarme y sin saber cómo hacerlo, algo que durante años fue mi pasatiempo favorito hasta que solo quedó en eso: un pasatiempo.
En esta casa me entregué al muchacho que me recordaba a ti, el chico inocente que se enamoró de mí nada más verme en el Lys. Me lo contó muchas veces tumbados en la cama de hierro que había sido de mamá y nunca quise cambiar porque cada vez que me acostaba en ella lo sentía como una invasión del territorio que tan celosamente había protegido toda su vida; como una venganza —ahora tu cama es mía, tu casa es mía, tu cubertería de plata que nunca utilizamos, tu vajilla de porcelana con filo de oro que jamás llegamos a sacar de la vitrina, tu ropa blanca, tu pulida mesa de palosanto en la que ahora corto patrones y tejidos cada vez que quiero.
En esta casa, una vez hecha mía —con qué placer vendí el horrible aparador de los abuelos que tanto le gustaba a mamá, con qué placer me pagué aquel viaje a Londres— fui superando la ausencia del muchacho, la vuelta a la soledad, la decepción de que hubiese aceptado mi abandono sin luchar por mí, con esa docilidad que ya esperaba pero que me dolió de todas formas.
Él quería suplantarte, Pablo, a pesar de que nunca le hablé de ti —de eso se encargaron todas las almas caritativas que habitan Villasanta— y yo no podía consentirlo, aunque a la vez... a la vez... algo en mí deseaba que su cuerpo joven borrase el recuerdo del tuyo, que su entusiasmo y su juventud se impusieran a toda mi nostalgia, a mi dolor por haberte perdido y, mucho peor, por no saber ya de ti.
Él quería llevarme a Nueva York, pobre chico, sin darse cuenta de que habría podido llevarme a cualquier parte menos allí, que ese era el territorio de nuestros sueños, de nuestro futuro común, tuyo y mío, territorio sagrado que nadie más debía pisar.
Si hubiese dicho Madrid, creo que me habría ido, pero no lo dijo. Y yo tampoco. ¿Me equivoqué? Quién sabe... ¿Qué importa ya?