Nos hicimos novios el día de Todos los Santos. Le había dado los pendientes una noche de octubre en el portal de su casa, después de que ella me contara que acababa de romper con ese novio que quería prohibirle trabajar, que quería dirigir su vida. Habíamos ido al cine todos juntos, cinco parejas, ya sin Onofre, mis padres —mis futuros padres— y sus mejores amigos. Ponían Lo que el viento se llevó, esa terrible historia de desencuentros y malentendidos en la que pierde el amor y triunfa la rabia. Celia me dijo que comprendía a Scarlett. Yo nunca he podido. Pero en ese momento entendí sus lágrimas de 1974, cuando ya su propia vida se había convertido en un vivir para nada, en la afirmación de una independencia que le había sido impuesta desde fuera. ¿Cómo podía yo entonces haber comprendido lo que pasaba en su interior, si no era más que un muchacho de diecinueve años deslumbrado por su aura de misterio?

Ahora sé que era imposible. Yo no podía competir conmigo mismo, igual que la Celia joven no podía competir con la madura. En la Villasanta de los cincuenta Celia era una de las muchachas más bonitas del paseo, tanto que a veces, al ir a recogerla a la puerta de su casa, me cortaba la respiración, y su esplendorosa juventud me hacía sentir vergüenza de mí mismo, de mi cuerpo ya en franca decadencia, de mis canas, de las arrugas de mi rostro, y casi no podía creer que ella me quisiera, que me deseara. Sin embargo, toda aquella belleza juvenil no era más que un proyecto, un mero esbozo de la que yo había conocido veinticinco años atrás, y aunque su cuerpo fuera liso y firme y sus pechos duros, cada vez que la abrazaba, cada vez que, escondidos en una granja desierta de los alrededores, entraba en ella, con quien yo hacía el amor incesantemente era con la otra Celia, con la que me había enseñado a amar tantos años antes en una cama de hierro, la mujer marcada, envejecida y misteriosa que me había hecho suyo para siempre.

Y sin embargo estaba dispuesto a dar el paso. Hace apenas dos semanas todo estaba listo para nuestra boda. Mis padres se habían casado a principios de noviembre en Santa María la Blanca y en el vestíbulo de la sacristía se habían anunciado nuestras amonestaciones. El cura tenía nuestros documentos para extendernos el Libro de Familia. Ambos teníamos pasaportes nuevos —el mío a nombre de Pablo Otero—, que habíamos conseguido con rapidez inaudita gracias a que una tía paterna de Celia tenía inmejorables relaciones con la policía local. Las chicas habían estado trabajando día y noche para terminar el ajuar de Celia a tiempo para la boda, a pesar de que su madre se oponía en redondo a que su hija se casara con un hombre venido de ningún sitio, un hombre que hacía regalos caros y decía vivir en el extranjero.

Fue posiblemente en la boda de mis padres cuando dejé de creer que se trataba de un sueño o de una alucinación. Todos mis parientes, los que recordaba y muchos que había olvidado, estaban allí, jóvenes, alegres, endomingados, muertos tantos de ellos. Se celebró el banquete —chocolate, bollería, tarta nupcial— en una sala de fiestas y luego se bailaron pasodobles, valses y jotillas mientras yo miraba aquella procesión de fantasmas de otros tiempos y quería gritar hasta romperme la garganta, decirle a mis padres que tendrían dos hijos y serían felices durante unos años para luego sumirse en la desesperación de perder a Carmina, de tener que ir a París a recoger su ataúd, de perderme a mí luego en las arenas movedizas del amor a Celia, en la trastienda de la joyería del tío Eloy, donde iría convirtiéndome en un solitario, en un lisiado del alma. Quería decirles que la abuela Dora se volvería senil y acabaría encerrada en su cuarto, delirando durante años, confundiendo pasado y presente, muertos y vivos en una zarabanda diabólica que destrozaría los nervios de mi madre. Pero ¿cómo decirlo? Y sobre todo, ¿para qué? Si yo me casaba con Celia a final de mes —me había negado en redondo a la fecha que proponía el párroco: el primer domingo de diciembre— todo podía cambiar. El tiempo cambiaría de rumbo como una veleta golpeada por una ráfaga de viento y todos nosotros tendríamos otra oportunidad, un nuevo camino.

«Me encantan las bodas», me dijo Celia cuando la acompañaba esa noche a casa. «Detesto las bodas», me dijo veinticinco años antes, cuando quise que viniera conmigo a la de un compañero que se casaba rápido antes de que a su novia se le notara el embarazo.