Por eso no te buscaré en ese improbable taller de Oneira, porque, aunque fueras tú, no lo serías. ¿Me entiendes?

¿Qué podría decirte, Pablo? ¿Qué podría preguntarte ya al cabo de tantos años? ¿Qué más da ya saber por qué me abandonaste, si lo que ha sido ha sido ya?

Treinta años de soledad, de humillaciones, de apretar los dientes para poder salir de casa y enfrentarme a las miradas de la gente sin desmoronarme: el desprecio, la burla, la compasión, los ocasionales intentos de algunos hombres de aprovecharse de las circunstancias... y el dolor quemante de tu ausencia que me hacía meterme los puños en la boca debajo de las sábanas para que los sollozos no despertaran a mamá.

Mamá y su desprecio, mamá y esa repugnante satisfacción que sentía por que las cosas le hubiesen dado la razón, por haber acertado al pronosticarme toda clase de desgracias.

Onofre y sus comentarios en el Casino, bajando la voz para que los demás pensaran que se trataba de una confidencia, aunque lo decía para que yo lo oyese: «La pobre tonta, la putilla que se ha dejado hacer de todo y ahora se ve compuesta y sin novio».

Me esperó una noche en el portal, se pegó a mí como una lapa tratando de lograr lo que no había podido cuando éramos novios. Me lo quité de encima de un empujón y subí la escalera a oscuras, saltando los peldaños de dos en dos, ahogándome de furia y de vergüenza. Hubiese podido matarlo en aquel momento, pero no lo hice. El mes pasado le cosí el traje de novia a su hija pequeña, una chica pelirroja y más bien fea, igual que él.

¡Qué más da ya!

El pasado es irrecuperable, incluso aquí, en Umbría, «el país de las leyendas» como dicen los anuncios.