Es absurdo escribirte, Pablo. Hace treinta años que desapareciste de mi vida cuando yo era una muchacha vestida de blanco, y sé muy bien que no volverás; pero la soledad a veces juega malas pasadas, una cosa lleva a otra y los recuerdos acuden en cascada sin que nadie les haya dado permiso para volver mi vida del revés.
Hoy, viendo la tele, un programa regional sobre las bellezas naturales de Umbría, sus leyendas y sus artesanos, he visto unas joyas que me han quitado el aliento. Las hace un orfebre local en un taller de Oneira, pero podrían ser tuyas. No he captado el nombre del artista ni han dicho nada de él; solo esas joyas deslumbrantes de perlas y madreperla y plata y ónix, joyas que no parecen fabricadas, sino nacidas, como las que hacías tú, como los pendientes que me regalaste hace media vida y que brillan ahora aquí sobre el tapete bajo la luz del flexo.
Tardé mucho en volverlos a usar. A punto estuve de tirarlos, pero no pude. Eran lo único que me quedaba de ti: los pendientes, y el traje de novio que te dejaste colgado en el armario del hotel Sandalio y que me trajeron al cabo de unos días para poder dejar libre la habitación que ocupaste durante tanto tiempo y a la que nunca subí, salvo mucho después, ya sola, buscando tu fantasma, buscando algún mensaje que a Dimas pudiera habérsele pasado al hacer limpieza.
Fue patético, Pablo. Ahora, después de tanto tiempo, puedo decírtelo. Me puse de rodillas y busqué debajo de la mesa, de la cama, entre las tablas del armario, por el rodapié. Algo en mí me decía que todo aquello tenía que ser un malentendido, que no podías haberme abandonado de ese modo, que, al menos, habrías dejado un mensaje, cualquier cosa, un número de teléfono, una dirección.
No había nada, lo sabes muy bien, y yo también lo sé y sin embargo...