Pero hace dos semanas nos íbamos a casar. El ambiente era asfixiante en la Villasanta del año 52: todas las persianas tenían ojos, todos los miradores estaban ocupados por señoras bordantes y biempensantes que se erigían en guardianas de la moralidad pública. Hasta que encontramos la granja abandonada, hacíamos el amor en los prados de las afueras, sobre un suelo endurecido por la escarcha, bajo los árboles desnudos del comienzo del invierno, temiendo siempre que apareciera la pareja de la Guardia Civil y, con ella, el escándalo. En el 52 su madre estaba aún viva y la casa de Celia era inaccesible, salvo para tomar el chocolate del domingo por la tarde en la salita del mirador desde la que en una ocasión pude entrever la cama de hierro en la que veinticinco años antes había entregado mi inexperiencia a la sed de una Celia salida de un severo traje sastre. «Es el dormitorio de mamá», me susurró entonces al captar mi mirada. ¿Cómo decirle que yo conocía esa cama, el crujido del somier, el tintineo metálico del cabecero contra la pared, la mesita donde ella guardaba sus recuerdos? ¿Cómo decírselo a aquella muchachita de mirada limpia que respondía con una sonrisa confiada y posesiva a todo lo que le contaba, a aquella niña de cuerpo liso y fragante que aún no sabía lo que era perder y desear?

A la otra Celia podría habérselo dicho, aunque no me hubiera creído. El dolor concede a algunas personas la sabiduría que la inocencia niega. A esa Celia podría habérselo dicho. Pero el que conoció a la otra era un muchacho tímido que aún no sabía de desamor, un muchacho sin cicatrices que se quemaba en el fuego de Celia, que aplacaba su sed por unos instantes para volverla más devoradora, imposible de saciar.