Bajé automáticamente, sostenido por unas piernas que se habían vuelto de goma, sintiendo la náusea en el estómago, y, sorteando el tráfico de la Avenida de la Constitución, me dirigí al café donde habíamos quedado sabiendo que ella estaría allí, con Margarita, tomando un chocolate, esperándome. Solo que veinticinco años antes, en un tiempo que estaba ahora tan fuera de mi alcance como el planeta Marte.

El café existía aún, pero había sido remodelado recientemente y era todo metal y cristal. Las especialidades iban del café irlandés al capuchino pasando por los tés nepaleses. Había dos muchachas sentadas a una mesa que me miraron como si hubieran visto un fantasma. Una de ellas era morena, tenía una pequeña perla clavada en la aleta de la nariz y un tatuaje en el hombro, descubierto a pesar del frío, con un símbolo celta, la rueda del eterno retorno.

Fui corriendo a la estación, tomé el siguiente tren a Villasanta, un cercanías casi vacío, y traté de dormir para forzar el milagro. Siempre podía decir que me había surgido un imprevisto y no había logrado acudir a la cita.

No lo conseguí. La ciudad a la que yo llegué era la misma que me había estado esperando aquella noche de septiembre en la que el tiempo giró sobre sí mismo, una ciudad afeada por el progreso, llena de farolas, de papeleras, de videoclubs; una ciudad donde el Negresco sobrevivía, raído y olvidado, entre cafeterías modernas; donde el Casino había perdido su jardín y se había convertido en refugio de ancianos viudos, abandonados por sus hijos; donde el Sandalio era una ruina de cristales cegados por la pintura blanca: «Próxima apertura de Tarot, librería esotérica».

Recorrí sus calles buscando algo que no podía estar allí. Don Javier, el médico, había muerto hacía años, su hermosa casona había sido ocupada por la filial de un banco; la plaza de Bustamante había recuperado su nombre pero estaba cubierta de baldosas, sucias de desechos de palomas; mi escuela había dejado de existir; la tumba de Carmina mostraba el horror de un ramo de flores de plástico polvorientas y rotas en los bordes; una empresa de construcción había empezado a derribar el edificio de la calle Campoamor donde esa misma mañana Celia se había vestido para su escapada a Montecaín.

En la librería de la estación, mientras esperaba el Intercity de Oneira, compré la lujosa revista Cien años de Villasanta de la Reina, editada por el Ayuntamiento para conmemorar el cambio de milenio. No sentí nada. Era como si me hubieran arrancado todas las vísceras, pero la anestesia tuviera aún controlado el dolor. Veía a la gente pegada a las esquinas hablando por el móvil y solo pensaba lo fácil que era comunicarse a finales del siglo XX: marcas un número y a través de miles de kilómetros de distancia tus palabras suenan en el oído del que espera la llamada: «Lo siento, no puedo llegar a tiempo», «Nos vemos mañana», «Te quiero».