Ha pasado un día completo. He estado en el taller que me ha buscado Madeleine, he comido con ella y sus dos socias en uno de esos locales para gente guapa donde todas las mujeres parecen presentadoras de CNN y todos los hombres llevan trajes de Armani. Paseando por las calles céntricas adornadas para la Navidad y el Fin de Año que probablemente pasaré solo en mi piso vacío, he tratado de sacudirme la sensación de irrealidad que me domina desde hace una semana. No he podido. Llevo todo el día caminando entre fantasmas: gente aún no nacida, futuros cadáveres, seres apresados en una mínima burbuja de tiempo —noventa años con suerte— que explotará en cualquier momento sin dejar nada más que la salpicadura de lo que fue su esencia. He tratado de tomar la decisión de quemar estos papeles que no interesan a nadie, librándome así de acabar de contarme esta historia cuyo final ya conozco, para no tener que pasar de nuevo por todas las escenas que me acosan, pero ¿de qué serviría, si están siempre ahí, detrás de mis párpados, listas a saltar con la menor excusa?

Antes de volver he subido a la terraza del Empire State y he estado media hora contemplando las luces de la ciudad que el frío de la noche hacía brillar como estrellas caídas sobre la tierra, recordando a Celia, a Celia joven, casi niña, pendiente de mis palabras en la salita del Sandalio cuando yo le describía Nueva York, una ciudad casi desconocida para mí, diciéndome que la ilusión de su vida era subir a la terraza del rascacielos más alto del mundo como había visto en una película, y que su amor la besara allá arriba, con el mundo a sus pies.

La otra Celia, la Celia madura de mi primer recuerdo, ya había estado en Nueva York, un año antes de conocernos. Me lo contó un día en la cama, abrazada a mí, con la cabeza enterrada en el hueco de mi brazo, como si confesara algo vergonzoso: había subido sola al Empire State porque su amiga tenía vértigo, y había esperado que, como en aquella película, sucediera un milagro; que él, surgiendo de la nada, la abrazara de improviso por detrás, le tapara los ojos y la trajera de nuevo a la vida con su beso de amor. Fue la única vez que me habló de aquel hombre. «Pero no sucedió —me dijo—. Era Navidad, hacía mucho frío, toda la gente iba en familia o en pareja. Y yo estaba sola. Angelines me esperaba abajo en una cafetería, muerta de miedo de que la hubiera dejado sola media hora en Nueva York, pero Angelines no era nadie. Luego pensé que era estúpido esperar, peliculero, absurdo. Él tendría más de sesenta años, si aún vivía. Entonces supe que no lo volvería a ver. Entonces supe que solo me quedaba envejecer, que ya no había esperanza. Y luego te encontré a ti.»

Recuerdo mi furia de entonces, mi impotencia, mis ganas de decirle: «Yo te llevaré a Nueva York y haremos el amor en la terraza del Empire State, de noche, entre grupos de turistas, con todas las luces brillando para nosotros». Tardé mucho en decirlo, ya cuando me despedía, y ella echó la cabeza atrás, se rio hasta las lágrimas y me acarició el pelo como si yo fuera un cachorrillo extraviado. Nunca volvimos a hablar de Nueva York. Y sin embargo hace apenas dos horas yo estaba ahí, esperándola como un imbécil, buscando con la vista a una mujer sola de falda larga y pendientes de perlas como era ella en la Navidad del 73 para abrazarla por detrás y terminar de una vez con todos los desencuentros. Pero esto no es Umbría. Aquí el tiempo vuela como una flecha, en línea recta, siempre hacia adelante; no se demora en cabriolas y rizos y volteretas. Aquí no es posible la vuelta atrás.

Extendidas frente a mí, sobre la mesa, hay veinticinco piezas exquisitas: la colección «Celia Sanjuán» que será presentada el 1 de enero en la pequeña galería de la Quinta Avenida. La colección que he bautizado con su nombre porque ahora ya no importa. Topacios amarillos como sus ojos, topacios azules montados en platino, perlas de agua dulce entre volutas de oro, plata y madreperla, ónix y oro blanco; todos los rostros de Celia, todo su brillo, su misterio, su intensidad, concentrados en pequeñas joyas refulgentes para un futuro que ya no será el mío. Lo único que es mío es el pasado.