Cuando el tren se detuvo en la estación que no había visto desde 1974, por un instante estuve a punto de volver a cerrar la puerta, pero puse el pie en el estribo, bajé las maletas y me quedé allí en el andén, sujetándome el sombrero con una mano, leyendo las grandes letras pardas sobre la pérgola de hierro forjado, mientras a mis espaldas lo oía volver a ponerse en marcha. Cuando me giré a mirarlo solo alcancé a ver unas lucecillas rojas que se perdían en la oscuridad. No había bajado nadie más y el jefe de estación, con un farol en la mano, hurtando la cara al viento, me preguntó con un acento umbrilitano que casi había olvidado:
—¿Bajará usted al pueblo?
Asentí con la cabeza y él continuó:
—Le avisaré al Braulio, si le parece. ¿O le esperan?
—No —contesté—. No me espera nadie.
Encendí un cigarrillo en el vestíbulo mientras el hombre entraba al despacho y hablaba por teléfono. Tenía una sensación imprecisa como de estar a punto de despertar de una siesta pegajosa y entumecedora. Era todo como lo recordaba: bancos de madera, carteles escritos a mano, el gran reloj de manecillas de hierro con una flecha en la punta. Las once menos diez.
—Está al llegar —me dijo desde el despacho—. Pero hará bien en esperar aquí dentro. Ha empezado a llover y va a caer una buena. ¡Pobre nabo el que se quede esta noche al raso!
Después de quince años en Madrid, la expresión me dejó desconcertado, pero el hombre me miraba con sus ojillos negros como pegados a una nariz bulbosa y enrojecida que parecía surgir de un bigotón de clara inspiración franquista y no tuve más remedio que reírle la gracia. Luego, sin mediar más palabras, me dejó solo en el vestíbulo.
Me senté en el banco más cercano a la puerta después de haber comprobado a través de los cristales que la carretera seguía vacía, y de repente me acometió un invencible deseo de huir a donde fuera, de quedarme en aquella estación hasta que pasara cualquier tren a cualquier parte y evitar el desastre inevitable que me estaba esperando en Villasanta. Sabía que había sido una locura, que en un pueblo de ese tamaño, por mucho que hubiera crecido y se hubiera modernizado, no podría evitar encontrarme con Celia, que ahora estaría durmiendo en la gran cama de hierro donde hicimos el amor por primera vez, donde por primera vez vi su cuerpo desnudo, ese cuerpo que aún se me aparece en sueños y que ahora, a sus sesenta y siete años, estaría ajado y marchito como una flor pasada. ¿Qué le iba a decir al verla? ¿Qué me diría ella a mí? Tal vez se negaría a reconocerme y pasaría orgullosa y dura, como siempre, con su perfil de moneda antigua, mirando a lo lejos como en otro mundo. Tal vez habría olvidado el amor y el dolor de aquellos meses veinticinco años atrás y me saludaría cordial y condescendiente, sin malicia ni temblor. Tal vez se habría casado con un notario viudo que al final de su vida le habría hecho probar el placer desconocido de ser la esposa legítima de alguien de quien no tuviera que avergonzarse. Porque, cuando yo la conocí, era lo que mis padres llamaban «una mujer marcada».