Salí del hotel con una angustia desconocida oprimiéndome el pecho. En la calle del Sandalio nada había cambiado. O sí. Todo dependía del punto de vista. Respecto a mi niñez nada había cambiado. Respecto a mi juventud los cambios eran llamativos: las farolas del alumbrado público que a mis doce años estaban recién instaladas, no existían aún, sino que en cada cruce de calles y en mitad de la manzana había un cable del que pendía una bombilla como las que yo recordaba vagamente de mi primera infancia; no había coches aparcados; la planta baja al comienzo de la calle Nueva, donde siempre había habido una farmacia que solía estar de guardia los domingos, era ahora la puerta de una casa particular.

Mis pasos sonaban huecos sobre el empedrado, húmedo de la noche anterior. La plaza de San Onofre estaba desierta, con su estatua en el centro, arropada en un sudario de niebla baja, y todas las tiendas transformadas en cuchitriles cerrados con cierres metálicos y contraventanas de madera pintada de gris, al abrigo de sus soportales neoclásicos. La calle Nueva se extendía recta y acristalada de miradores en una perspectiva solo interrumpida por la orgullosa verja de hierro del casino, cubierta de hiedras y madreselvas. Ni un edificio de pisos, ni un garaje, ni una papelera.

La soledad me hizo convencerme de que se trataba de un sueño y, precisamente por serlo, no quise despertar. Si mi mente me ofrecía el espectáculo de un tiempo casi perdido en las profundidades de la memoria, debía disfrutarlo mientras durara, sin pararme a pensar; sin embargo el vaho que salía de mi boca en la mañana fría, el rumor de mi estómago y el olor a horno de leña que había empezado a adueñarse de la plaza parecían empeñados en convencerme de que, para tratarse de un sueño, la claridad y la intensidad de mi percepción eran francamente excesivas. Yo solía soñar en colores, pero nunca había habido olores en mis sueños y nunca me había rugido el estómago de aquella manera.

Al cabo de unos minutos la soledad se desvaneció: empezaron a atravesar la plaza grupos de muchachas cogidas del brazo con el pelo cardado y las faldas estrechas y largas, trabajadores de pantalón de pana y jerséis tejidos a mano apresurándose para llegar a la fábrica con la fiambrera bajo el brazo, hombres con boina y zamarra, algún caballero bien vestido que se rozaba el ala del sombrero al paso de ciertas señoras que iban al mercado con la cesta al brazo o, con una rebeca por los hombros, apretaban la cartera en una mano mientras en la otra llevaban una bolsa del pan, aquellas bolsas de tela bordadas a punto de cruz que nuestras compañeras tenían que confeccionar en la clase de labores mientras nosotros jugábamos al fútbol en el descampado que había enfrente del colegio.

La escena tenía una cualidad inquietante, cinematográfica, como si todas aquellas personas se hubieran lanzado a la calle en mi exclusivo beneficio para convencerme de la realidad de mi situación, como si la niebla estuviera siendo fabricada por alguna máquina silenciosa cuidadosamente oculta en alguno de los sótanos que me rodeaban, como si el sol que empezaba a teñir de rosa los tejados brillantes de lluvia fuera un gigantesco proyector construido para iluminar la escena.

Me planté en la esquina frente a la estatua de san Onofre como un disciplinado turista que no quiere perderse ninguna de las atraccciones que le salen al paso y me quedé allí un buen rato, contemplando embelesado aquel mundo inexistente.

Todos me miraban al pasar. Los hombres discretamente, lanzando la mirada en mi dirección como al desgaire y apartando la vista enseguida; las mujeres más abiertamente, sobre todo las jóvenes, que se alejaban de mí dándose codazos, lanzando risitas y en ocasiones volviendo ligeramente la cabeza con cualquier excusa. Nunca había sido consciente de que las clases sociales estuvieran tan marcadas, de que se notara tanto quién era trabajador, quién empleado, quién ama de casa, quién señora de casa rica. La cabeza estaba empezando a darme vueltas y los pies se me habían quedado fríos en aquella esquina en la que había acabado por sentirme como lo que era: un intruso, un forastero en Villasanta.

Yo siempre me había sentido inadecuado, a pesar del amor de mi familia, de mis tres o cuatro compañeros del instituto, de los dueños de las tiendas a las que mi madre me había mandado toda la vida a hacer recados, que me saludaban y me preguntaban por los estudios y por las novias que nunca tuve. Incluso en mis mejores épocas, cuando me refugiaba en la biblioteca municipal a soñar en un futuro esplendoroso hasta que doña Rosario apagaba las luces a las diez y me echaba a la calle, mi único deseo había sido escapar de Villasanta para marcharme a un lugar del que pudiera sentirme parte, un lugar mítico como Samarcanda, París o, en las fases de modestia, Madrid o incluso Oneira. Es algo que no he logrado jamás. No fui feliz en Oneira, no lo fui en Madrid, no creo que llegue a serlo en Nueva York, especialmente ahora, después de lo que ha pasado.

Y sin embargo aquel día en que me desperté después del beso de Celia pensé que lo había conseguido. Que si nunca me había sentido a gusto en mi propia piel era porque yo esperaba que fuera un lugar el que colmara mis deseos y nunca una persona. «Celia es mi hogar —pensé aquella mañana—. La mujer que me ha sido destinada.» ¿No lo había dicho ella misma: «Te he esperado tanto tiempo»? Había llegado el momento que yo nunca había podido imaginar. El dedo de Dios me había tocado.

Aquel día, en clase de literatura, el profesor, un muchacho entusiasta que acababa apenas de terminar la carrera y estaba empeñado en compartir con nosotros todo lo que le apasionaba, nos trajo los Veinte poemas de amor de Neruda y esos versos, que en otra ocasión me habrían hecho reír, estuvieron a punto de sacarme las lágrimas en plena clase. Todavía ahora, un cuarto de siglo después, puedo recitar de memoria el poema 16, aunque fue el 20 el que marcaría mi futuro. El 20 y la «Canción desesperada». Pero yo eso entonces no lo sabía. Entonces no pensé más que en las horas que faltaban hasta las diez de la noche, en la excusa que les daría a los amigos, en lo que diría en casa, en que a las once de esa misma noche yo pertenecería a alguien por primera vez y para siempre y Celia sería mía.