Te imagino a punto de entrar en la Cafetería Miami, con aquella gabardina azul que tanto me gustaba, tan original, tan moderna; se para un coche negro al borde de la acera y bajan dos hombres hoscos, malvestidos, con sombreros oscuros. Te cogen cada uno por un brazo y te hacen subir detrás, se sientan uno a cada lado y el coche arranca.

Nadie ha visto nada ni ha querido ver, con la Secreta no se juega, sobre todo entonces. Luego... ¿quién sabe? Una celda. Puños y patadas y sangre y dolor. Te piden nombres, datos, te piden que traiciones a tus camaradas.

No sé cómo sigue. ¿Hablas por fin, doblado de agonía, y te matan igual? ¿O callas y te matan por la noche, contra la tapia del cementerio viejo, frente al mar, porque saben que no van a lograr nada?

Son películas que me cuento, Pablo, como las que veíamos los domingos en el cine, en blanco y negro, cogidos de la mano algún rato, debajo de la chaqueta doblada sobre el reposabrazos del asiento.

Algunas veces, perdóname, prefiero pensar que estás muerto, que te mataron con mi nombre en los labios y por eso no he vuelto a saber de ti. Desde que murió Marga no he podido hablar con nadie. Por eso escribo. Por eso y porque soy una solterona que incluso se ha acostumbrado a viajar sola.

Estoy cansada. Quisiera poder arrancarme este clavo que me mata sin matarme del todo desde hace tantos años, pero he leído a Rosalía y a Machado, y sé que, sin él, lo que me mataría sería la nostalgia del dolor perdido.

Apagaré la luz, me meteré en la cama de hierro que fue de mi madre, donde por un tiempo sacié mi sed en el cuerpo del chico que se te parecía y que no tuvo el valor de luchar por mí, dejaré los ojos abiertos en la oscuridad hasta que vuelva tu sombra luminosa a consolarme, y trataré de hundirme en las turbias aguas de la noche en soledad hasta que despunte el día.