Al día siguiente yo tenía que ir a Montecaín a recoger los billetes que nos había estado tramitando un amigo de Antonio. Viajar no era cosa fácil en la posguerra, pero con paciencia y amistades se conseguían cosas. Celia estaba enloquecida con la idea del transatlántico que nos llevaría a Nueva York y el avión que después tomaríamos para pasar unos días en las cataratas del Niágara. Quería venir conmigo a Montecaín a recoger los billetes y los dos sabíamos, aunque nunca lo habíamos puesto en palabras explícitas, que aprovecharíamos las tres horas que nos quedaban hasta el próximo tren para escondernos en un hotel discreto del que me habían hablado. Pero no podíamos ir juntos a Montecaín y arriesgarnos a ser la comidilla del pueblo días antes de la boda, de modo que decidimos que ella iría delante con Margarita, con la excusa de algo del ajuar, y yo me reuniría después con ella mientras mi madre daba una vuelta por las tiendas. Ellas tomarían el correo de la mañana y yo iría más tarde en autobús.
Me sorprendió la cantidad de gente que esperaba en la parada, bajo la lluvia, cargada con cestas y paquetes atados con cordel. Llevaba un maletín para disimular un bolso de plexiglás que pensaba regalarle a Celia, el dinero y los documentos de mi época. Atrás quedaba, en la habitación del Sandalio, el traje de novio que muchos años antes vería colgado en el armario de la habitación de Celia y que ella me dijo que había sido el traje de boda de su padre.
Conseguí un asiento en un autobús renqueante, rebosante de soldados y labriegos, y me senté, después de haberle ofrecido el puesto a varias mujerucas de pañuelo a la cabeza y toquilla de lana por los hombros, que me miraron incrédulas e insistieron en quedarse de pie: «Total, nos bajamos ahí delante». Acomodé la cabeza contra la ventanilla y, sin darme cuenta, me quedé dormido. Las carcajadas y la música me devolvieron a la realidad.
Tuve que guiñar los ojos varias veces hasta convencerme de que estaba despierto. La película de vídeo sonaba a todo volumen. Los demás viajeros, casi todos estudiantes y mujeres bien vestidas, se preparaban para bajar en la ciudad universitaria e industrial más importante de Umbría. El periódico que alguien había abandonado en el asiento contiguo decía que era el 20 de diciembre de 1999.