Prólogo

El hombre fue encontrado en el santuario, en lo alto del valle.

Se accedía al edificio por un largo camino flanqueado de árboles. A un lado se extendía una playa de arena, salpicada por arbustos y hierbas sin flores que rodeaban la construcción.

Un arroyo serpenteaba entre los árboles y desaguaba en un río a través de una pequeña cascada que saltaba entre las rocas.

Las nubes se habían ido acumulando después del relámpago que iluminó el cielo. Progresivamente más oscuras, rodeaban con un aura negra las estrellas anunciadoras de la noche.

Anochecía en el jardín, con sus árboles y el estrecho curso de agua que rodeaba el templo; anochecía en el valle, del que se elevaba en volutas el humo de las chimeneas; anochecía sobre el mundo.

Pero aún era posible verlo a la débil luz del crepúsculo, en la estancia vacía: estaba tendido sin vida en el suelo, los brazos en cruz, la cabeza ladeada sobre un hombro, el cuerpo cubierto por un jirón de tela. Sus cabellos descoloridos se deshilachaban como filamentos y su piel, tan fina que parecía desaparecer, revelaba los huesos. Su rostro sin expresión mostraba el rictus del esqueleto. El vigor había abandonado aquel cuerpo consumido por el tiempo, los músculos habían perdido su fuerza, la carne se fundía como si fuese cera; el brazo se había desencajado del hombro, las rodillas parecían derretidas. Todos los fundamentos del cuerpo se disolvían. Los huesos se dislocaban y las entrañas eran como un navío en medio de una furiosa tempestad.

Junto al cuerpo, un fragmento de manuscrito cubierto por una escritura negra y apretada que aquel hombre parecía haber tenido en su mano mucho tiempo atrás…

Tal es tu visión, y todo lo que contiene está a punto de ocurrir en el mundo… En medio de grandes señales, la tribulación se abatirá sobre el país.

Y después de tantos asesinatos y matanzas, se elevará un Príncipe de las Naciones.