I.
El pergamino de Ary


Entonces dirigiré hacia vosotros mi aliento, a todos vosotros dispensaré mis palabras, en parábolas y enigmas; a aquellos que examinan las raíces del discernimiento y también a quienes siguen los misterios de lo maravilloso, a quienes caminan candidos y a aquellos cuyos actos no son sino intrigas en la cima del tumulto de las naciones, a fin de que distingan entre el bien y el mal, entre la verdad y la falsedad, y comprendan los misterios del pecado. Ellos ignoran los secretos, no han consultado las crónicas, no saben lo que les espera. No han salvado su alma, privados como estaban del secreto de la existencia.

Pergaminos del mar Muerto

Libro de los secretos

Era una mañana de primavera. El sol salía sobre Jerusalén y acariciaba los tejados con su mirada dorada, la mirada que reserva exclusivamente para esa ciudad. Sus rayos se filtraban a través de las ventanas de mi hotel, envolviendo la habitación en un aura amarilla.

Alguien llamó con insistencia a la puerta. Me levanté, me vestí rápidamente y abrí.

Vi entonces a aquel cuya presencia temía, cuyas noticias esperaba con inquietud, y cuyas palabras habían hecho derrumbarse en más de una ocasión los fundamentos de mi vida. Estaba allí, igual a sí mismo, con todo su poder, toda la plenitud de su ser. Imposible ignorarlo. El paso ágil, la edad en la cincuentena bien llevada, la tez cetrina, el cabello oscuro con algunos hilos de plata, vestido con uniforme militar, con guerrera y pantalón beis de tela gruesa.

—Shimon Delam —dije, como para mantenerlo a distancia—, ex comandante del ejército, actual jefe del Shin Beth, los servicios de información interior de Israel…

—No, Ary —respondió Shimon esbozando una sonrisa—, acaban de nombrarme para un nuevo cargo. Ahora estoy en el Mossad.

—Enhorabuena. Me alegro, pero… ¿has venido a estas horas de la madrugada a mi habitación sólo para darme esa noticia?

—¿Madrugada? —repitió Shimon mientras entraba. Se sentó cómodamente en un sillón—. Te informo de que ya son las siete.

Mantuve la puerta abierta de par en par.

—Vamos, Shimon, podemos vernos un poco más tarde, o aún mejor: ¡nunca!

—No quería molestarte, Ary —me interrumpió afectando contrición—, pero se trata de un asunto urgente.

—Un asunto urgente, por supuesto. Siempre se trata de un asunto urgente.

—Urgente tal vez no sea la palabra exacta. Yo diría más bien apremiante.

—Vaya… —repuse, porque estaba acostumbrado a sus sutilezas—. ¿Y cuál es la diferencia?

Shimon sonrió.

—¡Por fin! Perfecto. Ahora ya puedes sentarte.

Obedecí maquinalmente.

—¿Perfecto?

Shimon tenía una asombrosa facilidad para sentirse como en su casa en cualquier circunstancia, y también para hacérselo comprender a los demás.

—Sí, perfecto. Necesito hablarte a solas. Se trata de un trabajo.

—Sabes muy bien que no tengo la menor intención de trabajar.

Shimon hizo un gesto para indicarme que no tenía intención de discutir. Su frente tostada por el sol se arrugó, lo que era signo de una gran inquietud. Me tendió una fotografía.

La examiné, sin comprenden Mostraba un hombre tendido, con los brazos en cruz, aparentemente muerto mucho tiempo atrás: su cuerpo, prácticamente reducido a los huesos, aparecía entre los jirones de una túnica clara; apenas se distinguían los rasgos de su rostro. Se encontraba en un lugar con cierto aire a sinagoga antigua, o a templo.

—¿Y bien? —pregunté.

—Lo han encontrado hace doce días.

—Doce días… ¿Dónde? ¿En el norte del país? ¿Una sinagoga restaurada del Golán?

—Cerca de Kioto, en un santuario.

—¿Kioto?

—En Japón.

—¿Japón? —exclamé—. ¿Qué relación puede tener con…?

—¿Conmigo? —terminó Shimon y cogió un palillo de dientes, signo de tensión nerviosa.

—Sí.

—Muy sencillo. Como ya te he dicho, ahora estoy en el Mossad. No hace falta que te explique que me han asignado a la sección Internacional, a los servicios secretos… ¿Ves adónde quiero llegar? —Mordisqueaba el palillo con aire reflexivo.

—Pero ¿y yo, Shimon? ¿Has pensado en mí? No soy un espía. No tengo formación para ese trabajo. Y además, ¿qué tengo yo que ver con Japón?

—A mi me parece que estás perfectamente entrenado. Has puesto el listón muy alto, como suele decirse. En París, en Nueva York y aquí en Israel… Diría incluso que tienes la mejor formación del mundo para esta clase de misión sobre el terreno.

—Shimon, prefiero advertirte de antemano que…

—Escuchame —interrumpió—, es muy sencillo. Voy a explicártelo.

Examiné de nuevo la fotografía.

—Asesinado, ¿no?

—En efecto, asesinado. Pero hay un pequeño detalle…

—¿Cuál?

Me observó como si le molestara lo que se disponía a decirme.

—Sucedió hace dos mil años —murmuró.

—¿Cómo? ¿Qué dices?

—Digo que ese hombre murió hace dos mil años. Asesinado.

—Venga, Shimon —repuse poniéndome en pie—. ¿De qué va todo esto?

—El frío y la nieve han conservado los huesos y los tejidos. Ha sido examinado con el escáner y los investigadores han descubierto una sombra sospechosa debajo del hombro izquierdo, que al parecer está descoyuntado. El examen ha confirmado que la sombra era la punta de un arma cortante, tal vez una flecha. ¿Me sigues?

—No muy bien.

—La punta penetró en el cuerpo y paralizó el brazo. Cortó una vena. La identidad del asesino es un misterio.

—Y la de ese hombre también, supongo.

—No, en absoluto. Al parecer tenía la piel blanca, aunque bronceada. El frío preservó también fragmentos de la túnica que llevaba. Además, se encontró esto en sus manos —añadió al tiempo que me tendía una segunda fotografía.

Se la devolví sin mirarla siquiera.

—Es inútil, me planto. No voy a ponerme a buscar a un asesino que cometió su crimen hace tres mil años…

—Dos mil.

—Además, ese asesino ya no existe. O tal vez sí existe, pero en la misma forma que ese hombre, y en tal caso…

—Tal vez no —murmuró Shimon con aire pensativo.

—¿Tal vez no? Pero ¿qué te pasa, Shimon? ¿Crees en los fantasmas? ¿O en la inmortalidad?

—Uno de los monjes del templo en que encontraron a ese hombre ha desaparecido.

—Te lo repito, no veo qué relación tiene todo eso conmigo.

Shimon no parecía alterado. Tranquilo, sereno, esperó sin decir una palabra. Un momento después, me levanté y le indiqué la puerta.

—Hay algo más —dijo mientras se ponía en pie.

—Si vas a hablarme de dinero, te repito que…

—Se refiere a Jane…

—¿Qué le ocurre? ¿Sabes dónde está?

—Llegó un mensaje de la CIA para ella.

Tomé la hoja que me tendía con las fotografías.

—Una orden de misión… ¡para Japón! —exclamé sorprendido.

Se inclinó hacia mí y me dio un billete de avión.

—Date prisa. No podemos perder tiempo.

—Pero ¿qué voy a decir a mi padre? ¿Le has avisado?

Shimon consultó su reloj.

—Esta tarde, a las dieciocho cincuenta. Te quedan aproximadamente doce horas para despedirte de todo el mundo.

Sólo entonces mi mirada cayó sobre una de las fotografías. Estupefacto, vi que se trataba de un manuscrito hebreo. Un manuscrito de Qumrán en un templo de Kioto, Japón.

Qumrán, a treinta kilómetros de Jerusalén, en el desierto de Judea. Era a Qumrán a donde tenía que ir a despedirme. A Qumrán, reino de la belleza, corazón de mi alma, inmensidad celeste, vestigio inmenso de los orígenes, de la creación del mundo, en un lugar tan bajo, tan profundo, que quien sabe inclinarse puede percibir allí la corteza terrestre, desde la terraza superior de piedra caliza, entre las rocas del desierto de Judea, frente al gran acantilado que domina el mar Muerto. Bajo el cielo de Qumrán, el suelo es árido y el sol reina. Hace calor entre las rocas, calor sobre la tierra. No hay viento ni ruido, y puede escucharse el paso del lagarto y el roce de la serpiente en el fondo de los barrancos y las grietas. Más lejos, en Ain Feshka, un riachuelo riega la tierra reseca y sus torrentes alimentan el manto freático de Qumrán.

Es allí donde vivo, donde escribo: me llaman Ary el escriba. Con los ojos fijos en el pergamino y la mano apretando la pluma, escribo. Escribo día y noche: no tengo horario, estación ni calendario, porque la escritura, como el amor, es un mundo donde el tiempo se eterniza, donde la duración prolonga el instante y lo alarga, y nadie sabe cuándo viene la luz ni cuándo llega el día.

Soy Ary el escriba: no hay para mí otra vida que la de escribir, a la sombra, al abrigo del calor tórrido del gran lago, de su reflejo cegador bajo el cielo, y de los días y las noches de quienes caminan bajo el sol.

Tengo treinta y cinco años y ya soy viejo, porque he vivido muchas aventuras lejos del torbellino de las necesidades de la vida, he viajado mucho y meditado mucho. Porque no he intentado ganarme la vida, y con frecuencia me he extraviado bajo el sol. Luego he puesto el mundo entre paréntesis para escribir mi historia, esta historia particular, inmensa e ínfima, esta historia singular de la que no soy responsable y que se entrelaza con la Historia.

Desde siempre he buscado la unión, puedo incluso decir que he consagrado a ella mi vida. Sí, durante largo tiempo he vagado por los meandros del mundo, los pasajes más estrechos y los caminos más anchos y, aunque me he perdido en numerosas ocasiones, no ha sido por culpa de no haber intentado encontrar mi camino. Actualmente vivo lejos de todos, en una cueva secreta, en un lugar apartado y desierto, a unos kilómetros de Jerusalén, que llaman desierto de Judea. Allí se levantan los acantilados de piedra caliza que dominan el lugar más bajo del planeta, el más sulfuroso, el más denso en sal y que al mismo tiempo conserva la vida, el lugar más original y más lejano, el más pequeño y sin embargo el más inmenso, casi irreal: el lugar llamado «Qumrán».

Soy Ary el escriba, pero ya no lo soy. Lo había abandonado todo en ese instante y ya no buscaba la sabiduría. Me había vestido con ropas de ciudad y era como vosotros. Ya no vivía los tormentos, los trances, las angustias del que busca a Dios. ¡A Dios! Cuán lejos estaba de la religión que había invadido las más pequeñas fibras de mi ser.

Los esenios estaban dentro de mi piel, las letras grabadas sobre mi rostro, el nombre de Dios tatuado en mi corazón. Yo era Ary el Mesías, pero lo dejé todo detrás de mí, mi esencia incluso, lejos de mí, y me sentía ligero, muy ligero. A fuerza de estudiar las letras me había convertido en una letra, la Vav. La Vav conversiva, la que cambia un futuro en pasado y un pasado en futuro. Había renegado de la religión, ahora practicaba la apostasía y, lo confieso, comía todo lo que me ofrecían. Me alzaba libre y orgulloso, anónimo al fin, sin el peso terrible de la elección, sinese privilegio que no es sino un fardo. Y decía: «¡A mí el mundo! ¡A mí la vida!». Y escribí: «¡A mí el amor!».

Tengo un utensilio puntiagudo que sumerjo en tinta para señalar columnas y líneas. Con la pluma y la resina escribo, y con aceite y agua, y pequeños pedazos de cuero, acabo mi trabajo y las letras se alinean como bailarinas microscópicas, danzan juntas, se mezclan y repliegan, se inclinan con grandes arabescos para saludaros, para daros la bienvenida, para conduciros a algún lugar lejos en este mundo y revelaros su misterio, así sea. «He colocado mis palabras en tu boca, a la sombra de mi mano te he dado refugio».

En el acantilado hay cuevas, unas excavadas por la mano del hombre y otras naturales. Allí, en esas excavaciones, fueron encontrados en 1947 rollos y fragmentos de pergaminos que contienen documentos judíos esenciales. Decenas de miles de fragmentos: una auténtica biblioteca que data de la época de Jesús, el mayor descubrimiento arqueológico del siglo XX. Esos manuscritos estaban hábilmente conservados en ánforas, envueltos en telas para resguardarlos de la humedad.

Fueron escritos por los esenios: una secta judía, salida de los sacerdotes del Templo, que se había retirado junto al mar Muerto para esperar el fin de los tiempos y prepararse a través de la purificación y la inmersión en agua clara. Cuando llegara el acontecimiento esperado, los malvados serían destruidos y los buenos saldrían victoriosos. Los esenios se consideraban a sí mismos los Hijos de la Luz, en combate con los Hijos de las Tinieblas. Desconfiaban de la mujer seductora, cuyo corazón es una serpiente, y sus vestidos, anzuelos para apartar al hombre justo de su camino: Lilith, según el mito bíblico. Un demonio que vuela en la noche para pervertir a los hombres.

Mi destino ha estado ligado al de los manuscritos. Sin embargo, no estuve predestinado. En mi juventud fui soldado: he formado parte del ejército en la tierra de Israel, y combatido noches enteras en defensa de mi país. Mi familia no era religiosa: mi padre, paleógrafo, había consagrado su vida al estudio de textos antiguos, pero desde un punto de vista científico, o al menos así lo creía yo. Y yo, después del ejército, encontré la religión: ella me acogió una mañana de verano, merced al encuentro con un rabino en el barrio de Mea Shearim, en Jerusalén. Era el Rabí, y fue él quien me enseñó los preceptos de la Torah, las discusiones del Talmud e incluso ciertos misterios de la Cábala que sólo conocen los iniciados. El Rabí se convirtió en mi maestro, mi mentor, y yo en su discípulo. A través de él descubrí un mundo distinto de aquel en que vivía, un mundo habitado por un alma, un mundo revestido de ropajes espléndidos, y yo mismo vestí la sotana oscura de los estudiantes de la Ley.

Con todo mi corazón me entregué al estudio, con toda mi alma y todas mis potencias busqué la sabiduría, y la encontré porque leí mucho, aprendí mucho y descubrí en las danzas misteriosas de los hasidim, en el umbral del amanecer, tanta gracia y tanta belleza que ya no quise abandonarles.

Entonces remonté el vuelo y me alejé de mi familia, atea y despreocupada según yo creía, lejana. Nunca más comí en casa de mi madre porque su cocina no era kosher, y veía a mi padre, al que tanto quería, de tarde en tarde, hasta el momento en que a mi pesar me vi arrastrado a una investigación policial. Así fue como yo, Ary Cohen, el oficial, el estudiante, el escriba, me convertí en detective. Durante una investigación realizada junto a mi padre, descubrí que los esenios, a los que se creía desaparecidos, muertos por los romanos, barridos por la Historia, seguían existiendo. Sin que nadie lo supiera, habían sobrevivido y habitaban en secreto en las cuevas del desierto de Judea.

Entonces partí hacia el roquedal árido de las orillas del mar Muerto, respiré a fondo el aire del desierto y medité bajo el sol. En el mayor secreto, me reuní con los esenios en aquel lugar duro e inhóspito, despiadado. Y vi a quienes consagran su vida a la purificación, a prepararse para la batalla del Apocalipsis, y junto a ellos combatí a las fuerzas de las Tinieblas. Y descubrí que mi padre, al que yo creía ateo, era uno de ellos, y me dijeron que esperaban al Mesías, y ese Mesías era yo, Ary Cohen, Ary el soldado, el estudiante, el religioso, Ary hijo de David, de la estirpe de los sumos sacerdotes de la Biblia.

Mi camino, plagado de obstáculos, fue largo, muy largo. Concerté una alianza con el pueblo del desierto y prometí que la gloria del Señor descendería a la Tierra, que el Templo de piedra, construido por dos veces y por dos veces destruido, se levantaría de nuevo en Jerusalén, sobre la explanada de las Mezquitas. Acompañé a los esenios y subí a Jerusalén.

Estaba inmerso entonces en el sueño del Templo, finalmente reencontrado y reconstruido. Deseaba una morada para verlo, para ofrecerle sacrificios puros, sacrificios por los pecados, para borrar los pecados. Como David, que hizo sus abluciones antes de penetrar en la casa de Dios, yo me bañé; igual que los esenios se sumergen en las aguas puras al amanecer y de nuevo al caer la noche, como en un santuario sagrado, así me purifiqué.

Los esenios, desde los tiempos de Jesús, tenían un sueño, un proyecto: arrebatar Jerusalén de las manos de los sacerdotes impíos y construir un Templo para las generaciones futuras, donde el servicio divino lo realizarían los sacerdotes de la secta, los descendientes de Zadok, según el calendario solar al que se adhería la secta. Y los que habitaban en secreto en el desierto, a orillas del mar Muerto, en Qumrán, evocaban el admirable edificio de piedra, oro y maderas preciosas, varias veces reconstruido, ampliado y embellecido.

Por fin llegó el día que esperaban.

Esperaban la venida de Aquel que lucharía contra los Hijos de las Tinieblas. Decían así:

Y tomará su ejército,

irá a Jerusalén,

entrará por la puerta Dorada,

reconstruirá el Templo

como lo habrá visto en la visión que ha tenido.

Y el Reino de los Cielos

tan esperado

vendrá por él,

el salvador,

que será llamado

el León.

Y yo, Ary, era el león, el Mesías de los esenios, y mi corazón, como el pájaro que ha perdido su nido, suspiraba, languidecía en el atrio del Templo. No cesaba de dirigir mis rezos a Jerusalén. En mis oraciones de la mañana, el mediodía y la tarde, hacía votos por el regreso de los exiliados y la restauración de la Ciudad de la Paz. Mis días de ayuno y duelo eran aniversarios de nuestros desastres nacionales, y los servicios más solemnes de nuestro ritual concluían con la invocación: «El año que viene en Jerusalén». En mis momentos de alegría me interrumpía para orar por la Jerusalén rota como un vaso de cristal, la Jerusalén de luto por la destrucción de su Casa.

Me encontré entonces en un lugar pavoroso, y allí me dispuse a pronunciar su nombre, el Nombre de Dios. Finalmente iba a saber quién era Él, finalmente iba a verle. Me adelanté hasta el propiciatorio en que se encontraban las cenizas de la Vaca Roja. Tomé la antorcha y, según la Ley, iluminé el altar para dispersar en él los restos del animal sacrificado. Y delante de mí desfilaron los sacerdotes en el orden debido, uno después de otro, y los levitas tras ellos, y los samaritanos con su jefe, uno después de otro, a fin de que fueran conocidos todos los hombres de Israel, cada uno en el lugar señalado por su condición, en la Comunidad de Dios.

Las letras estaban allí, delante de mí, a la espera de ser pronunciadas.

Los esenios esperaban que yo las leyera: que pronunciara el nombre de Dios.

Entonces invoqué, una a una, las letras supremas. Dije la Yod, la letra del inicio; dije la , letra del soplo de la creación, dije…

Y me volví y vi a Jane, la mujer a la que amaba, allí, detrás de mí. Sus ojos imploraban y suplicaban que no lo dijera. Yo no tenía ojos sino para ella, y dije su nombre.

Al día siguiente… ¿Cómo podré rememorar ese momento sin que mi corazón se llene de una inmensa nostalgia y sienta una punzada al evocar el recuerdo? ¡Oh, cómo desearía poder verme transportado, únicamente a través del pensamiento, hasta aquel día fatídico, determinante, infinitamente próximo y sin embargo tan lejano hoy!

Cómo querría poder decir: tales fueron mis actos, ayer y hoy, porque me he mantenido fiel al instante de mi promesa.

Al día siguiente, digo, las campanas anunciaron el comienzo del día en Jerusalén, y muy pronto el canto más apagado del muecín les hizo eco. Una brisa ligera entraba por la ventana entreabierta de mi habitación de hotel. Frente a mí, el monte Sión surgía de la bruma del amanecer envuelto en una luz rosada.

Yo acababa de vivir la experiencia más increíble, más sobrenatural, más conmovedora, más real y también más irreal. Era una muerte, era un nacimiento, era una boda, sí, era todo eso a la vez: una comunión, un abandono de todos los principios y todas las contingencias, una pérdida de sí en el seno de un gran reconocimiento.

Oh, amigos míos, vosotros que me seguís; oh, vosotros que sabéis. ¿Cómo decíroslo? ¿Cómo encontrar las palabras para expresar lo que sentí? Nunca había conocido tanta fuerza, tanta intensidad, tanta alegría, tanta unidad como aquélla, nunca me había sido dado contemplar tanta belleza, tanta inmensidad, tanta grandeza, sublime entre todas, real e irreal, terrestre y sobrehumana, antigua y actual, evanescente y eterna, profunda y celeste, inmensa y minúscula, ordinaria y extraordinaria. ¿Cómo decirlo? ¿Cómo comprenderlo? Mi corazón rebosaba de alegría hasta el punto de que mi cuerpo sufría. Había deseado tanto, soñado tanto, esperado tanto, tenido tanta paciencia, toda mi vida había esperado, y sin embargo qué asombro, qué sorpresa, amigos míos.

Al pronunciar su Nombre, la inefable belleza se abrió a mí en forma de evidencia. La revelación suprema se produjo ante mis ojos, brotó como una luz enloquecida de rayos cegadores. Fue un instante de verdad pura, uno de esos momentos supremos en los que sabemos por qué razón vivimos, por qué existe el mundo.

De súbito, me sentí absolutamente unido, tan unido que no supe ya quién era yo. Yo que pensaba no ser sino uno para siempre, yo que casi había caído en la desesperación, de súbito era uno en la carne. ¡Oh Dios! Ya no era soldado, no era hasid, no era esenio, no era detective. Ya no era Ary.

Oh, amigos míos que me escucháis, oíd esto: yo no soy Ary el escriba. Soy el hombre de la paz del atardecer y la bruma del alba. Soy el otro, el de la noche.

Era de noche, noche oscura, tiniebla cerrada, polvo ardiente, estrella fugaz, era de noche, cántico de la tarde, y mi corazón se elevó, era de noche y yo ya no buscaba, no huía, no me encontraba ya sumido en el espanto de la noche, no tenía miedo de la negrura, miedo de mí, no estaba solo, polvo ardiente, polvo de fuego, tierra que retorna a la tierra, era de noche y, alma misteriosa, era yo.

El suelo tembló, vaciló, y yo morí, todos los fundamentos de mi ser se derrumbaron, el pasado no existía, comprended, nada existía y mi vida había desaparecido porque me encontraba en el límite extremo.

Aparté los velos, alcé el brazo, busqué el final, pero no había límites a lo que yo podía sentir. Era omnisciente, era presente, era infinitamente, era en definitiva. En el fondo de mi tumba de piedra estaba vivo, era y no era, renacía.

Era como si la inteligencia total, súbita, se me hubiera aparecido, y sin embargo no tenía alma, no tenía yo, no tenía nada. Estaba loco, sí, estaba loco, el gozo desgarraba mi corazón, atravesaba mi alma. Todo estaba vacío a mi alrededor, también mi percepción de mí mismo, porque también yo estaba vacío. Vacío y lleno; no de mí, porque ya no existía un mí, no existía nada en el mundo. El sentido de mi búsqueda estaba ahí, delante de mí, se me había aparecido en la noche oscura, y era el final de la ansiedad y el miedo, así sea.

¡Oh, amigos, si supieseis! Mi lengua se trabó, la letra no llegó, y me volví hacia Jane en el momento de decir, después de la Yod y la , la Vav; y ésta se alargó misteriosamente y se convirtió en Noun. Y dije: Yohan, Jane.

Y de pronto llegó la evidencia: yo no quería encontrar a Dios, quería encontrar a la que tenía ese nombre, a Jane. Quería amarla como se ama a Dios, porque es así como se ama. Desde que nos conocimos, ella me había buscado, luego fui yo quien la siguió y la perdió, y creí buscar a Dios cuando era a ella a quien quería, con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi voluntad y todo mi poder. Pero la mujer a la que amaba estaba allí, detrás de mí, y por eso cedí a la llamada de su nombre y su nombre vino a mis labios: «Jane».

Jane y yo partimos, unidos en aquella noche, en la Jerusalén dormida después de los combates de la víspera. Solos. Lejos de todos, éramos. La tomé en mis brazos y le di un beso de amor, ella me lo devolvió y nuestros alientos se mezclaron, nuestros cuerpos se tocaron mediante una gran caricia, así sea. La amé en su verdad, su dulzura, su carne y su espíritu. En mis miradas ella estaba presente, en sus ojos yo era consciente, yo nacía y ella surgía a la vida, y yo descubrí la existencia que es amor. Y yo le dije: «Que el Eterno te guarde. Que Él te cubra con su diestra. El día, el ardor del sol, no te quemará, y la noche, el frescor de la luna, no llegará hasta ti».

Al día siguiente, las campanas repicaban en Jerusalén y yo dormía. Junto a mí no había nadie. ¿Había soñado? No estaban su fino rostro de pómulos altivos, sus ojos oscuros y su cabello rubio apenas revuelto por el sueño, su boca de labios escarlata, no estaba la sonrisa de Jane ni sus ojos en los que yo veía el reflejo de mi rostro, sus ojos en los que yo me amé por amor. Yo tenía una barba corta, poco espesa, que ocultaba mis pómulos salientes, una boca de labios finos y ojos azules protegidos por unas gafas redondas. Mis músculos destacaban en la piel porque había ayunado mucho cuando me volví hacia la religión, y en el reflejo de sus ojos me veía bello y delicado, me amaba a través de su mirada.

Quería tomarla entre mis brazos, envolverla en mi abrazo, pero no había nadie; sólo el aura del sol en las sábanas blancas, sólo su luz sobre la Jerusalén febril, sólo la ventana entreabierta por la que entraba una suave brisa. Pero mi amiga había desaparecido.

Pocos días después llamaron a mi puerta, y era Shimon que venía a verme a mi habitación. Como un ángel anunciador, me reveló que Jane había marchado a Japón. Sin una palabra, sin un hasta la vista, sin un adiós. Se había marchado.

Pero él sabía, y yo también, que iría a buscarla allá donde estuviese, al fin del mundo, a la bóveda celeste o a las profundidades del infierno, iría a buscarla. Así sea.

Después de la entrevista con Shimon viajé a Qumrán. Subí al autobús que seguía la ruta que, partiendo de Jerusalén, desciende serpenteando al desierto de Judea. Eran las primeras horas de la tarde, la luz era fuerte y el sol caía a plomo, pero el paisaje desierto era suave y las sombras subrayaban las formas redondeadas de sus valles y oquedades, como en un paisaje campestre.

Yo amaba sus colinas salpicadas de arbustos y tiendas de beduinos, los matices de color, beis, ocre, pajizo. Amaba el desvío que salía de la carretera formando una abrupta pendiente, siempre sentía deseos de tomarlo, como si fuera a llevarme a un lugar aún más lejano, aún más secreto. Siempre regresaba a este desierto de Judea, provisto de una sombra de vegetación, de algunos rebaños y de dátiles multicolores, como si me llamara la orilla, como el marino que regresa siempre al mar. Admiraba esa gran inmersión hacia el punto más bajo del mundo, y la sensación de que el tiempo se detiene o retrocede cuando los oídos se taponan y la vista se nubla. Polvo del desierto: el único que envuelve con un manto cálido los corazones más fríos.

Sin embargo, en esa ocasión regresaba a Qumrán con el corazón atenazado por mil pensamientos, atormentado como la uva prensada, como el vino que se escurre en el lagar. ¿Qué significaba la misión de Jane en Japón? ¿Qué esperaba Shimon de mí? Y ¿qué escondía ese hombre asesinado dos mil años atrás? ¿Cuál era el objetivo que perseguía un hombre de acción, pragmático y eficaz como Shimon Delam? ¿Qué contenía el manuscrito encontrado junto al cuerpo, y quién lo había llevado allí, tan lejos de Israel, que era al parecer su procedencia? ¿Se trataba de un manuscrito hebreo auténtico?

Finalmente, el autobús me dejó al borde de la carretera, no lejos de Qumrán, frente a una tienda delante de las ruinas del antiguo asentamiento esenio, punto de partida de las visitas turísticas. De aquel lugar arrancaba un acantilado de piedra caliza, en el reborde de la meseta del desierto de Judea, a una cincuentena de metros por encima de la orilla del mar Muerto. En ese lugar están las cuevas en que fueron encontrados los pergaminos de los esenios, mezclados con la marga caída del techo: centenares de manuscritos en ánforas conservadas intactas por el paso inexorable del tiempo.

Emprendí a pie el camino que únicamente conocen los esenios, el que conduce a las cuevas que sólo ellos habitan, en las anfractuosidades secretas del acantilado. Hacía mucho calor y el viento barría el paisaje. Bajo su soplo seco y ardiente, subí los escalones naturales que llevan a la cima del acantilado y, al ascender, vi a lo lejos el mar Muerto, con las montañas de Moab envueltas en la bruma y los cristales de sal brillando con mil luces, atenuados sus contornos por las pequeñas olas blancas ante los caminos de asfalto negro. Seguí el lecho reseco de los torrentes y, después de una larga y difícil marcha por el desierto, llegué finalmente a las cuevas.

Me agaché para entrar en la primera, y luego crucé la segunda hasta llegar al largo camino subterráneo que iba a llevarme al scriptorium, la pequeña cueva aislada pero abierta al cielo y las estrellas en la que yo escribía. La encontré tal como la había dejado, con la gran mesa de madera, las plumas de oca, la tinta y los pergaminos empezados.

Empujado por la costumbre o por un largo atavismo, me senté a la larga mesa de madera en que trabajaba y tomé mi cortaplumas para rascar el cuero del pergamino. Ante mí se encontraban varios textos. Uno de ellos era el rollo de las trampas de la mujer, en el que se denuncian todas las triquiñuelas de que se valen las mujeres para atraer a los hombres y perderlos. Otro era un tratado de astrología, que permitía predecir el destino de las personas a partir de su porte y actitud. Se establecía una comparación entre las personas y los animales, según su fisonomía, y de ahí se deducían su carácter y sus acciones futuras. Leí: «Toda persona de ojos finos y alargados, y de muslos largos y delgados, y nacida durante el segundo cuarto de la luna, posee un espíritu compuesto por seis partes de luz, pero las tres partes restantes residen en la Casa de las Tinieblas…».

Pensé en Jane. ¿No tenía los ojos finos y alargados, y el cuerpo…? Mi mente se extravió en un ensueño que me arrastró lejos de aquel lugar, por rumbos que habrían hecho arrugar la frente de los esenios, y también la mía si no hubiera estado además solo e inquieto… y decidido a luchar.

No había vuelto a ver a los esenios desde el momento en que debía haber pronunciado el nombre de Dios. A decir verdad, no pensaba volver a verles tan pronto, con tanta prisa, ni en esas condiciones.

Al cabo de unos minutos, vi aparecer a Leví el levita, el sacerdote que había sido mi instructor, un hombre deedad madura, sedoso cabello gris, piel curtida por el sol, un hombre duro y árido, pero caluroso, como el desierto donde vivía. Iba vestido con una túnica de lino cuya blancura destacaba aún más el negro profundo de sus ojos.

—Así pues, Ary —dijo con su voz cálida y pedregosa como el desierto—, ¿estás de vuelta entre nosotros?

—No —respondí—. He venido para deciros adiós.

Me miró con detenimiento.

—Estamos seguros de que fuiste presa del temor en el momento de pronunciar el nombre de Dios. ¿Quién no tendría miedo a la muerte? ¿Quién no temería morir al ir al encuentro de Él? Hemos comprendido tu temor, y por eso te esperamos. Sabíamos que regresarías porque tú eres El que esperamos, El que todos esperan.

—No —repliqué—. Estáis equivocados. No soy el que creéis. Habéis errado el camino… y yo también.

—Pero ¿qué dices? ¿No ves lo mal que va el mundo? ¿No ves cuánto te necesitamos? No puedes abandonar tu misión y marcharte. Has recibido la elección y tienes una responsabilidad hacia nosotros, no puedes sustraerte. Lo sabes, y por eso has vuelto. Está escrito en nuestros textos y nuestros corazones. Tú eres Ary, el León, el salvador.

—He vuelto para deciros que amo a una mujer y que voy a marcharme para reunirme con ella.

—Desconfía de la mujer, Ary. Sabes hasta qué punto es peligrosa, como está escrito en nuestros textos. Sus ojos lanzan miradas a derecha e izquierda para seducir a los hombres, para tenderles trampas, y marcha a través de los caminos volviéndose para mirar, pone obstáculos al paso de los hombres, les roba su poder a la puerta de las ciudades. Persigue al justo, ¡es el ángel del mal!

—¡No, es falso! —grité—. ¡Te equivocas!

—Aparta al hombre de su camino, y luego se alza ante él para inspirarle terror. ¡Lilith! ¡Ella gobierna el reino de las Tinieblas!

Entonces, Leví el levita se acercó a mí y con el dedo señaló el manuscrito que había empezado a copiar, y en el que estaba escrito:

«Ella manchará su nombre, y el nombre de su padre y el nombre de su marido. Ella ensucia su propia reputación y atrae la deshonra sobre sus parientes y conocidos, y sobre su padre. El nombre de su desgracia quedará siempre asociado al de su familia, para todas las generaciones venideras».

—Y tú —murmuró Leví el levita—, ¿no eres el Mesías?

Guardé los últimos manuscritos que había copiado y recogí algunos objetos para mi viaje, entre ellos mis filacterias, mi chal de los rezos y mi kipá. También estaba allí el efod —túnica sacerdotal— que pertenecía a mi familia y había sido transmitido de padre a hijo por generaciones de Cohen, los sumos sacerdotes. Era un vestido de lino violeta y púrpura, tejido con hilo de oro, sobre el cual se colocaba un peto consistente en un rectángulo de cobre que llevaba engastadas cuatro hileras de piedras preciosas. Sobre éstas se leían los nombres de las doce tribus. Dejé el vestido y me llevé el pequeño peto. De las piedras preciosas faltaba únicamente una: el diamante que representaba a la tribu de Zabulón, probablemente robado o extraviado, nadie lo sabía con certeza, en el curso de los siglos.

Volví a pasar frente a las ruinas de Khirbet Qumrán, donde se estaban efectuando excavaciones, y al ver a varios arqueólogos a la entrada de una cueva, no lejos del complejo principal, me acerqué a ellos.

Me presenté diciéndoles que había trabajado con los manuscritos del mar Muerto y les pregunté qué buscaban. Eran arqueólogos israelíes, de la Universidad de Jerusalén. Uno de ellos, un joven moreno y fornido, de una treintena de años, se acercó a mí.

—¿Tiene usted alguna relación con el profesor David Cohen?

—En efecto —dije—, es mi padre.

—Yo soy alumno suyo. Acabamos de encontrar una nueva cueva, construida por la mano del hombre, con nuevos fragmentos. Hemos enseñado uno de ellos a su padre. Un manuscrito muy particular…

—¿De qué se trata?

Se alejó del grupo y me indicó que le siguiera.

—De momento lo que le cuento es confidencial; en el fragmento se encuentra la expresión «Hijo de Dios» utilizada en los Evangelios. Hay otra expresión común a los pergaminos y el Nuevo Testamento: «Será grande, y será llamado Hijo del Altísimo… y su reino no tendrá fin». Tenemos así la prueba de la existencia de frases similares en los manuscritos del mar Muerto y en el Nuevo Testamento.

—Sí, es asombroso.

—Pregunte a su padre: cuando le llevamos los fragmentos para que los examinara, pareció muy excitado. Dató el fragmento de inmediato… Ya le conoce. Nadie en el mundo sabe datar un documento tan bien como él.

Volví a Jerusalén al atardecer. En cuanto llegué, telefoneé a mi padre y le cité en un café situado en el centro del animado barrio de la Colonia Alemana, el único sitio donde los israelíes laicos de Jerusalén pueden encontrarse para comer o para tomar una copa en un ambiente relajado.

Le vi llegar de lejos, con su paso rápido y enérgico. Con sus ojos oscuros, su cabellera poblada y su tipo atlético, no representaba su edad; antes bien, irradiaba una especie de fuerza invencible que daba la sensación de que nunca envejecería. Era antiguo y sabio, eterno y frágil, portador de un mensaje, como los manuscritos a cuyo estudio y datación dedicaba su tiempo. Tampoco a él le había visto desde la ceremonia, e ignoraba lo que pensaba de lo sucedido.

Él me había enseñado a escribir, y también algunas nociones de paleografía. Yo le tenía por un científico y un sabio, pero ignoraba que en secreto era también un esenio. Un esenio extraño, que había dejado su comunidad después de la creación del Estado de Israel; un profesor, un hombre que no seguía la Ley, en tanto que la Ley regía mi vida todos los días y la organizaba, desde el momento de acostarme al de levantarme, y desde el de levantarme hasta el de acostarme.

Yo creía ser diferente de él, pero no lo era. Mi padre era paleógrafo: era natural que yo tomara la pluma. Mi padre era esenio: ¿no había seguido yo el mismo camino? Ignoraba, cuando creía alejarme de él, que no estaba haciendo otra cosa que encarnar su mensaje.

—Quería decirte… —empecé cuando nos hubimos sentado juntos.

—No hace falta que me lo expliques —dijo mi padre—. Entiendo.

—Fue…

—Lo sé, sí.

—No podré.

—Ellos esperarán. Esperaremos.

No pude evitar sonreír, al pensar que mi padre había recuperado a mis ojos su lugar entre los esenios, cuando durante tanto tiempo había ocultado su pertenencia a la secta detrás de su fachada de sabio racionalista.

—No, es inútil. No podré nunca.

—¿Cómo puedes decir eso, cuando todos creen en ti?

—Porque… —murmuré— porque no soy yo.

—Los textos lo dicen y los hechos lo prueban. Mira en qué estado se encuentra el país. A sangre y fuego. ¿No te da miedo estar sentado aquí, en el café donde el otro día hicieron estallar una bomba? Yo sí tengo miedo.

—No soy yo, te digo. No lo soy. Ahora deseo llevar otra vida.

—¿Cuál? ¿Crees que podrás escapar de ti mismo? ¿Crees ser dueño de todos tus actos? Reflexiona, Ary, sobre todo lo que sabes y todo lo que ignoras aún… Piensa en las palabras de nuestros textos, de nuestros antepasados… —Cerró los ojos y murmuró—: «Su sabiduría superará la de Salomón, será más grande que los patriarcas, más que los profetas que vinieron después de Moisés, y más ensalzado que Moisés. Es un buen pastor, que se preocupa por su pueblo; meditará sobre la Torah y cumplirá las leyes. Enseñará a todo el pueblo judío, revelará nuevas ideas y manifestará los misterios ocultos de la Torah. Todas las naciones reconocerán su sabiduría, y él será también el guía que les instruirá».

—Me voy —dije.

—¿Adónde?

—Jane ha sido enviada a una misión en Japón.

Ni siquiera parpadeó. Sabía que yo había abandonado mi misión junto a los esenios, tan cerca de la meta, y sabía que lo había hecho por ella.

—He conocido por casualidad a uno de tus alumnos, en Qumrán —dije—. Me ha contado que han encontrado un nuevo fragmento, un fragmento atípico.

—Sí, con expresiones evangélicas.

—Pero ¿qué significa eso?

—Que ese texto va a desencadenar una nueva polémica. Contiene la evocación de un personaje poderoso que aparecerá en una época de tribulación, y que es llamado «Hijo de Dios», o «Hijo del Altísimo». Todas las naciones le obedecerán. Son expresiones que recuerdan a los Evangelios…

—Sabíamos que Jesús fue un esenio.

—Pero todos pensaban que la novedad del cristianismo era la idea de un Mesías que era a la vez hombre y Dios. Ahora sabemos que la idea viene de Qumrán, y por consiguiente de los esenios. —Se inclinó hacia mí y murmuró—: Desde el punto de vista histórico, ese texto remite a la persecución de los judíos bajo el tirano sirio Antíoco IV, en los años 170 a 164 antes de Cristo. El segundo nombre de ese rey era Epífanes, que significa «Aparición», lo que implica la noción de un rey humano como encarnación de Dios. Las pretensiones humanas a la divinidad nunca fueron bien recibidas en el seno del judaismo. Por mi parte, me pregunto si no podría interpretarse ese texto de una manera muy diferente: el que se llama «Hijo de Dios» es un desalmado, el que ocupa el lugar de Dios es después derribado por «el pueblo de Dios», que tiene a Dios de su lado. Desde esta óptica, el «Hijo de Dios» sería el Anticristo. ¿Qué piensas tú?

—Necesito que me ayudes —dije.

—¿Que te ayude? Claro que sí. ¿En qué?

—Se ha encontrado un manuscrito en un templo de Kioto.

—¿Qué clase de manuscrito?

—Por las fotografías que he visto, se trata de un manuscrito hebreo escrito al parecer en lengua aramea.

Mi padre me miró con incredulidad.

—¿Cómo es posible?

—Habrá que aclarar ese misterio. Y también descifrar el manuscrito. Por eso tengo que ir allí.

En ese momento, una formación de cuatro cazas F16 cruzó el cielo con un rugido terrible. Mi padre siguió los aviones con los ojos y luego me miró, confiado, tranquilo, como si supiera que el destino imperturbable me devolvería a él.

—Según nuestros maestros —continué—, el Mesías no vendrá hasta que el reino más minúsculo no se incline ante Israel, porque está escrito: «En ese tiempo el regalo será ofrecido al Señor por los pueblos dispersos».

—Los exiliados han vuelto a su tierra. ¡Dicen que están llegando aún de todas partes: de Rusia, de Etiopía, de América del Sur!

—Dicen que el Hijo del Hombre no vendrá hasta que en Israel no quede ningún alma orgullosa, porque está escrito: «Eliminaré a quienes se regocijan en su orgullo y dejaré entre vosotros a un pueblo pobre y afligido que encontrará refugio en el nombre de Dios».

—¿No estamos afligidos por esta guerra salvaje?

—Según nuestros maestros, Jerusalén será salvada sólo por los justos, porque está escrito: «Sión será salvada según el juicio, y convertida a la justicia». Y está escrito también: «Todo tu pueblo será bueno, y heredará la tierra para siempre».

—¿No somos nosotros el pueblo? —objetó mi padre.

—Pero la fecha no ha sido precisada, e Isaías dijo: «Él llegará a su hora».

—También está escrito: «Yo apresuraré su venida».

—Se dice que el Mesías reconstruirá el Templo, reunirá a los dispersos de Israel y restaurará las leyes.

A estas palabras, mi padre respondió con una sonrisa extraña.

—En efecto.

Cuando me despedí, tuve la extraña impresión de que no volvería a verle en ese lugar.

Y él me saludó como si yo fuera a volver, aureolado de gloria, ante él, ante ellos, que me esperaban ya.

Partí con esa impresión de malestar, que se prolongó incluso en el taxi que me llevó al aeropuerto. Me adormecí en el trayecto y desperté en Ben-Gurion, en medio de un sueño extraño. Yo estaba en una casa desconocida, que se suponía era la de mis padres, pero no lo era. Parecía más bien una casa de veraneo. Una mujer dormía en una habitación.

Yo dormía en una estancia distinta, hasta las cinco, luego hasta las siete de la tarde. Me desperté, fui hasta la habitación vecina y la vi en la penumbra. Me fui y ella me siguió, la saludé, pero la muchacha se apartó y decía cosas desagradables de mí, a mi espalda.

Al despertar busqué el sentido de ese sueño, pero no lo encontré. Pensé que el porvenir me lo aclararía. Así son a veces los sueños: premoniciones que sólo pueden comprender el que sabe interpretarlos y el que vive su continuación. «Viene la mañana, y le sigue otra noche. Si quieres plantear de nuevo la pregunta, vuelve».