IV.
El pergamino de las tinieblas


Y un mal fatal y un dolor desgarrador se instalaron en las entrañas de Tu servidor, cuya mano vacila y su fuerza decae hasta desvanecerse. Ellos me han alcanzado y no hay esperanza de huida. Me combaten al son de la lira y me denuncian con cánticos, ruina y aniquilación, espasmos de hambre y dolores de parto. Mi corazón está roto, me visto de luto y mi lengua se adhiere al paladar, hasta ese punto sus corazones y sus designios me resultan amargos. El brillo de mi rostro se apaga, y mi esplendor se oscurece.

Manuscritos de Qumrán,

Pergamino de los himnos

En medio de un jardín cubierto de musgo se erguía un león. A su alrededor, rocas de forma alargada, dispuestas horizontalmente de manera que formaban un anillo en torno a una piedra central. Un león tallado en piedra gris, rampante, con las dos patas delanteras en el aire, como disponiéndose a atacar. Se parecía a los animales dibujados en los tejidos púrpura que envuelven los rollos de la Torah. A su lado, dos rocas colocadas juntas, la una apoyada en la otra, separadas por un estrecho espacio. A la izquierda, un estanque en torno al cual había plantados algunos árboles secos.

En el fondo del jardín, una pagoda de dos pisos.

Entré con el hijo mayor del maestro en una galería donde vi una estatua que representaba a una niña occidental cuya cara me resultó conocida. Tenía una melena corta, rostro delgado y altivo, cejas finas que cubrían una mirada oscura y profunda, meditativa, de un aire excesivamente serio para su edad. El busto dejaba aparecer su delgadez y al mismo tiempo la fuerza frágil de su cuerpecito volcado hacia la vida.

Me acerqué, y sólo entonces reconocí a Anna Frank. Toshio me había explicado que la joven víctima de la Shoah era muy popular en Japón, cosa que me había sorprendido mucho. Pero me asombró todavía más ver su estatua en Kioto.

Me aguardaban más sorpresas. La habitación daba a un amplio comedor en el que había una pequeña colección de candelabros de siete brazos. En la pared colgaba, enmarcada, una copia de la Declaración de Independencia de Israel. En el techo había doce lámparas, como las doce tribus de Israel.

No tuve tiempo de seguir asombrándome. Al instante fui calurosa y oficialmente recibido por el señor de aquel lugar, que tampoco me resultó desconocido. El maestro Fujima no iba vestido al modo occidental, como cuando lo conocí, sino que llevaba una túnica de lino carmesí que le daba aspecto de viejo sabio chino.

—Bienvenido —dijo inclinándose—. Nos sentimos muy felices de recibirle en nuestra comunidad. En verdad muy felices.

A cada palabra que pronunciaba se inclinaba y yo me sentía obligado a imitarle, de manera que ambos nos hacíamos reverencias simultáneas.

Toda la asistencia, compuesta por hombres, mujeres y algunos niños, se puso en pie y me saludó con idénticas reverencias y sonrisas. Se diría que me estaban esperando, que estaban contentos de acoger a un invitado ilustre, aunque yo no era para ellos más que un extranjero desconocido.

Las mesas habían sido cuidadosamente dispuestas en forma de herradura, con platos y cubiertos, cosa que me sorprendió: desde mi llegada al país no había visto un solo tenedor. Pero lo más asombroso fue el menú que sirvieron: gefilte fisch, tchulent, platos judíos de la Europa oriental que yo solía comer en Israel.

—Puede comer —dijo Fujima—, aquí todo es kosher.

—¿De verdad? —dije.

—Claro que sí, bajo la vigilancia del rabino de Kobe.

—¿Existe una comunidad judía en Kobe?

—¡Por supuesto! Muy activa, por lo demás. Hoy forman parte de ella muchos estadounidenses y expatriados, pero a principios de siglo la formaban sobre todo judíos huidos de los pogroms de Rusia.

Se inclinó hacia mí y prosiguió, en un tono de confidencia:

—Es un gran honor para nosotros recibir a un miembro del Pueblo elegido esta noche… Por supuesto, puede usted quedarse todo el tiempo que desee en esta residencia, dedicada exclusivamente a los judíos que visitan Japón. Será nuestro invitado. Hay todo lo que puede necesitar, una nevera en la que encontrará alimentos kosher, vino y pan sin levadura…

Ante mi gesto de estupefacción, añadió:

—Conocemos bien sus ritos. La mayoría de los miembros de nuestra comunidad ha viajado a Israel, y algunos incluso hablan hebreo.

—¿Cuál es esta comunidad? ¿Cuándo fue creada y por qué razón?

—Fui yo quien la creé hace más de veinte años… ¿Sabe?, entre los japoneses y los judíos hay vínculos que usted no sospecha. Los japoneses salvaron a más de cincuenta mil judíos durante la Shoah. La mayor parte venía de Rusia en barco y pasaba por Kobe a la espera de encontrar otro punto de destino…

—Sin embargo —dije mientras devoraba mi tchulent, porque no había comido más que arroz y pescado crudo desde mi llegada—, creo recordar que Japón era aliado de la Alemania nazi.

—¡Oh, sí! —respondió el maestro Fujima entornando los ojos e inclinando aún más su rostro—. Pero eso no tuvo nada que ver con los judíos… Ha de saber que el gobierno japonés se negó a exterminar a los judíos, como reclamaban sus aliados nazis. Los actos antijudíos propiamente dichos fueron escasísimos en Japón. El 31 de diciembre de 1940, el ministro japonés de Asuntos Exteriores, Matsuoka Yosuke, dijo a un grupo de hombres de negocios judíos: «Yo he sido el responsable de la alianza con Hitler, pero nunca me he comprometido a llevar una política antijudía en Japón. Esta no es únicamente mi opinión personal, sino la de Japón, y no me avergüenza proclamarla ante el mundo entero».

El anciano sabio me observó un momento, como para medir el efecto de la frase, y luego, satisfecho, continuó:

—Los primeros judíos llegaron en 1850, en vísperas de la restauración Meiji. Eran un número muy reducido de personas procedentes del Reino Unido, Estados Unidos y Europa central y septentrional, y se establecieron en Japón, en Yokohama y Nagasaki. Después de la Primera Guerra Mundial, en Japón vivían varios miles de judíos, en la gran comunidad de Kobe. Los judíos son felices en este país, Ary San… aunque son poco numerosos.

»Todavía hoy el emperador, que no habla con ningún embajador, acostumbra recibir al embajador israelí. Y le dice: "¡Nunca olvidaremos lo que Jacob Shiff hizo por nosotros!"

—¿Quién es Jacob Shiff?

El maestro Fujima se inclinó hacia mí y, entornando de nuevo los ojos como si evocara un recuerdo lejano, murmuró:

—La historia se remonta a 1900, a la guerra ruso-japonesa. El emperador había despachado al enviado Yakahashi a Londres para solicitar un préstamo que le permitiera financiar la continuación de una guerra que los japoneses estaban perdiendo. Los banqueros se negaron, seguros de que los japoneses serían derrotados. Por suerte, Yakahashi encontró a Jacob Schiff, un financiero de la New York Banking Firm. Shiff, que sabía de la existencia de pogroms en Rusia, aceptó adelantar la mitad de los fondos que Japón necesitaba, una suma colosal, y le dio una carta como prueba de la existencia del préstamo. Pero los bancos siguieron negándose a conceder el dinero restante. Entonces Jacob Shiff financió los ciento cuarenta millones de dólares en su totalidad. Explicó su gesto diciendo a Yakahashi que le daba el dinero porque era judío y quería luchar contra los pogroms en Rusia. Fue así como los japoneses ganaron la guerra.

»Varios años después, Shiff fue invitado al palacio imperial. Nunca antes se había invitado a un plebeyo, y además Shiff tomaba comida kosher. El emperador organizó una comida especial para él. "Nunca olvidaremos lo que habéis hecho por nosotros —dijo—. Tal vez llegará el tiempo en que podremos ayudaros."

—Desconocía esa historia, y esos lazos que nos unen…

—¡Es así, Ary Sanl! Entre nuestros numerosos santuarios y templos sintoístas y budistas, también hay monumentos en honor de los judíos. En 1917, durante la revolución bolchevique, los judíos de Yokohama y Kobe ayudaron a miles de refugiados. Además, como ya le he contado, Japón fue uno de los países que acogió más refugiados judíos durante la Shoah. Los fugitivos recibieron ayuda a través del cónsul holandés de Kaunas, en Lituania, secundado por Chiune Sugihara, primer representante japonés en el consulado de Lituania. Sugihara ignoró las instrucciones recibidas de su gobierno y dio a los judíos miles de visados para Japón. ¡Salvó así diez mil vidas! Sugihara acabó por perder su cargo. Para explicar ese rasgo de heroísmo, citó una máxima samurai del código de Bushido: «Ni siquiera un cazador tiene derecho a matar a un pájaro que huye de su refugio».

—Sí —dije—, lo sé: Sugihara es el único japonés honrado con un árbol plantado en Yad Vashem, el Jardín de los Justos.

—En 1941 —prosiguió el maestro—, gracias a los esfuerzos del cónsul general de Japón en Kaunas, Lituania, y layeshiva Mir, varios centenares de hombres y muchos otros judíos consiguieron escapar de Europa. Layeshiva Mir fue la única escuela judía que sobrevivió a la Shoah. Los refugiados establecieron sus Beth Hamidrach cerca de Kobe, con el beneplácito del gobierno. Vivieron en paz en Japón durante ocho meses. A pesar de las exigencias de los alemanes, los japoneses nunca establecieron leyes contra los judíos, y tampoco eliminaron el gueto de Shanghai, que en el curso de la guerra había crecido con los fugitivos del nazismo.

—¿Formaba parte el monje Nakagashi de vuestra comunidad?

Sin responder, el anciano se inclinó un poco más hacia mí.

—Sentimos mucho su muerte, tan trágica. Tan trágica —repitió.

—Ya sabe —dije— que vengo de Israel para investigar su muerte, relacionada a mi entender con ese hombre encontrado en el hielo.

—En efecto —asintió Fujima—, en efecto. —Miró a derecha e izquierda con aire atareado, y dijo—: Ahora querríamos celebrar una plegaria… Una plegaria por la venida del Mesías.

Se puso en pie y en la sala se hizo el silencio. Entonces entonó un canto, acompañado de inmediato por el conjunto de voces melodiosas de los asistentes.

Un canto triste y profundo se elevó, un lamento hasídico, sin palabras, parecido a los que yo tarareaba cuando era hasid, y a los de los hasidim del barrio de Mea Shearim, en Jerusalén.

—Parece usted triste, joven —susurró el maestro Fujima.

Sí, me sentía desgraciado porque mi amiga había desaparecido y deseaba encontrarla. Me sentía triste y nostálgico en aquel instante. Me acordaba de la época en que cantaba mi tristeza junto a mis camaradas, en la yeshiva; recordaba las largas discusiones con mi compañero de estudios Yehuda, el hijo del Rav, a quien no había vuelto a ver desde hacía tanto tiempo, a quien no volvería a ver nunca, sin duda. Recordé nuestras conversaciones, horas y horas de charla, comentando juntos las páginas del Talmud, y en aquella época nunca pensé que algún día podría no volver a ver a Yehuda… Creía en el estudio, creía en la amistad. Pero ¿qué vale un amigo si cambiamos? Si nosotros mismos no nos reconocemos, ¿por qué va el amigo a reconocernos y querernos? ¿Existen los amigos? ¿Qué vale la amistad si incluso el amor es incierto y cambiante? ¿Qué son los amigos si no nos siguen en nuestra vida? ¿Y qué vale el amor, si desaparece de inmediato después de revelarse?

En ese momento, cuánto echaba de menos el hombro sobre el que podía descansar, el ingenio que tenía mi amigo para buscar una salida en todas las situaciones delicadas. Pero se trataba de situaciones intelectuales, y ahora yo estaba en medio de la vida, incierto y triste, lejos de mi amigo, lejos de mi amiga, separado por ciudades, países y continentes, y mi corazón estaba desgarrado. Porque he aquí que ahora ya no era hasid, ya no era esenio, ya no tenía tradición, yo que contaba con una tradición tan grande.

—En un tiempo pasado fui hasid —dije—. Me acuerdo de ese tiempo al escuchar vuestros cantos, y suspiro como lo haría un hasid.

—Aquí queremos que los judíos sean más judíos aún.

—Me ayudáis a ser un judío mejor.

Al oír esas palabras, los ojos del maestro Fujima me miraron con fijeza y se humedecieron.

—Gracias —dijo, tomándome las manos con fervor—. Muchas gracias. No se imagina lo que eso significa para mí.

Empecé a tararear sin darme cuenta, en tono muy bajo al principio, más fuerte después, hasta que me dejé arrastrar totalmente por el canto; mi corazón se levantó del fondo del abismo de la desesperación, y mi alma se elevó. Oh, cuan triste y melancólico estaba. Como un hasid tocando al amanecer el saxofón en las orillas del lago Tiberíades; como un hasid sobre una prominencia rocosa, en una colina de Galilea, en la cima de una carretera de montaña llena de curvas, en el camino tortuoso que recorrieron antaño quienes venían de España y Portugal; como un hombre tocado con un gran sombrero negro, cerca de cien sinagogas, que espera los tiempos mesiánicos; como Luria, el león de Safed, que pensaba en la serpiente en el comienzo de la Creación, indispensable para el orden del mundo porque por él nacía toda cosa creada; y como Adán, triste por haber sido creado en este mundo informe. Así estaba de triste yo.

Pero ¿de dónde venía esa nostalgia sorda y difusa, si no del fondo de mi corazón? ¿Por qué mis recuerdos me llevaban tan lejos? ¿Por qué me encontraba en un mar profundo y sombrío, bajo una delgada luna creciente? ¿Qué eran estas tinieblas, y qué era ese misterio? Oh, hasta qué punto era un hasid yo, que ya no lo era.

De súbito, en medio del trance, me asaltó un recuerdo fugaz, una imagen: la de la mujer que había entrevisto en la casa de las geishas. La busqué en los arcanos de mi memoria, con una concentración extrema, la perseguí cuando se alejaba, y de pronto la vi.

La mujer que había visto detrás de la puerta no formaba parte de mi sueño; aquella silueta que había visto y no había querido ver, ahora sabía que era Jane.

Acepté el ofrecimiento del maestro Fujima de pasar la noche en el Beth Shalom. Me condujo a una habitación pequeña provista de un tatami y cerrada con persianas de colores beis y anaranjado que me recordaron la habitación de la casa de las geishas.

Sabía que estaba disfrutando de un lujo raro, porque los hoteles son muy caros en Japón, y los albergues clásicos no tienen más que una sala común muy modesta y dos dormitorios pequeños.

Estaba en la planta baja, en un espacio dominado por una sólida estructura de madera. El parquet era nuevo. Una lámpara con una pantalla de papel de arroz creaba una luz cálida y tamizada.

—El futón está guardado en ese armario de puertas correderas —dijo el maestro Fujima—. De noche, hay que sacarlo y extenderlo en el suelo para dormir. Esta es su casa, Ary San —añadió con una reverencia—. Puede quedarse aquí tanto tiempo como le sea agradable. Es nuestra regla, ponemos estas habitaciones a la disposición de los judíos y judías que visitan Kioto.

—Gracias —dije—. Es usted admirable.

—Claro que no, soy normal. Sí, muy normal.

Me pareció que dudaba un poco antes de irse, y por fin se decidió y sacó del bolsillo una bolsita de seda roja de la que extrajo, con muchas precauciones, una piedra pequeña y brillante que dejó con cuidado en la palma de mi mano.

—¿Qué es?

—No sabría decírselo. Estaba en el cuello del hombre de los hielos, sujeta como un colgante.

Contemplé la piedra, que brillaba con mil reflejos.

—Pero ¿no es un diamante?

—Por supuesto que sí, por supuesto, Ary San —murmuró el maestro Fujima—. Es un diamante.

Aquella noche desperté cubierto de sudor, sin saber qué hacer. La única idea que me venía a la mente era huir, volver junto a los esenios y proseguir mi misión, la que ellos me habían adjudicado, la que estaba escrita en los textos: yo era Ary, el león. Pero todo parecía ahora tan oscuro, tan confuso… ¿Qué hacía Jane en aquella casa de geishas? ¿En qué investigación estaba involucrado, y que se hacía más incomprensible a medida que avanzaba?

Cogí el teléfono y marqué el número de Shimon.

—Shimon —dije—, ¿estaba Jane al corriente de que yo iba avenir?

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Oí el ruido de un mondadientes, y luego la respuesta:

—No.

—¡Pero Shimon! —exclamé—, ¿cómo has podido…?

—¿Has encontrado su pista?

—Creo que sí.

—Por fin —dijo con un suspiro de alivio—. Estaba seguro de que la encontrarías. ¿Dónde se encuentra?

—Quiero explicaciones.

—De acuerdo. Es muy sencillo: te envié allí porque la CIA me pidió que lo hiciera.

—¿Porqué?

—La CIA cree que Jane está en peligro. No mantiene el menor contacto con ellos. Por esa razón me pidieron que enviara a mi mejor agente para tratar de rescatarla. ¿En quién podía pensar, Ary, si no en ti?

—Pero Shimon, ¿no podías habérmelo dicho?

—No quería asustarte, hacerte suponer lo peor… Quería que estuvieras en plena posesión de tus facultades. Ahora dime, por favor, dónde la has visto.

Solo, en medio de la noche, fui al barrio de Gion. Era muy tarde, las farolas arrojaban sobre aquel lugar una luz tenue, un poco brumosa. El barrio estaba silencioso, vacío, las aceras en sombras. Por las calles deambulaban algunos paseantes, hombres que salían titubeando de casas pequeñas aún iluminadas.

Entré en el vestíbulo de la casa de las geishas. No había nadie. Hice sonar la campanilla de la entrada. Esperé un rato hasta que apareció una anciana, a la que probablemente había despertado. Sus ojillos rasgados me inspeccionaron con aire inquisitivo. Le pedí ver a una geisha llamada Jane Rogers.

Inclinó la cabeza y me tendió un catálogo.

Lo hojeé nervioso, pero no había ninguna foto ni mención de Jane.

—Querría una geisha occidental.

—Geisha occidental muy cara —respondió con una inclinación de la cabeza.

Le indiqué que podía pagar. A pesar de la gravedad de la situación, no pude contener una sonrisa al pensar en la cara que pondría el pobre Shimon cuando se encontrara las dos facturas exorbitantes de la casa de las geishas…

Me llevaron a una habitación pequeña donde, según el ritual, me sirvieron té y comida. Pero nadie vino a verme. Ahora ya conocía el procedimiento: tendría que esperar dos noches. Pero ¿cómo podría resistir todo ese tiempo, cuando mi corazón y mi cuerpo ardían de impaciencia, de espanto y deseos de verla?

Era ya tarde y me dormí, sin darme cuenta de que estaba agotado. En medio de mi sueño me despertó un soplo, un cuchicheo. ¿Era sueño o realidad? Aquellos ojos oscuros en la noche, las manos tan finas, la manera airosa de erguir la cabeza, la sonrisa sincera, tierna, amistosa, la alegría del reconocimiento, ¿eran reales, o se trataba de un ángel custodio, un sol suave que me calentaba inclinándose sobre mi sueño?

Sin embargo, no parecía ella. Llevaba en la cara un maquillaje blanco, de una palidez espectral. Sus ojos estaban destacados con polvos rosados y rojos, los pómulos formaban dos círculos que sobresalían, la boca estaba pintada de un rojo muy vivo, brillante, los cabellos rubios se alzaban en un moño sostenido por largas agujas, su cuerpo se disimulaba bajo un vestido japonés, un quimono rojo, como si fuera una bata holgada sujeta por un cinturón de seda negra, apretada en la cintura y con mangas larguísimas.

—Jane…

—Calla —murmuró colocando un dedo sobre mis labios—. No hagas ruido.

—Pero…

Era Jane, en efecto, quien estaba delante de mí. Vestida, preparada como una geisha. Jane estaba allí, real e irreal a la vez, próxima y distante, tal como siempre la había conocido y enteramente extraña. Mi primer impulso fue abrazarla, como lo había hecho la víspera del día que me dejó. Posé un beso en su frente, en sus mejillas, en sus labios, en su cuello. Empujado por el amor, abrasado por la llama que me consumía desde que me había dejado, la estreché contra mí, su corazón contra el mío, su cuerpo delgado y frágil, fuerte sin embargo, contra el mío, como una evidencia.

La acaricié, mi rostro pegado a su rostro, como cuando ella me dejó. La encontré de nuevo, tal como era, en la eternidad del amor consumado, en su plenitud, en su solicitud, en el deseo inconmensurable de tenerla, como cuando me dejó. Estaba ahí, y la abracé tan fuerte, tan estrechamente que no podría ya escapar, nunca más alejarse de mí, nunca más arrancarse de mí como si me privaran de una parte de mí mismo, nunca más dejarme. Y murmuré en voz baja, muy baja:

—Mi corazón desborda de amor por ti, sufro por no ser tú, tú dices que somos uno cuando habitamos el espíritu del otro, pero yo sufro por no ser tú…

—¿Qué haces aquí? —murmuró ella.

—¿Y tú?

—Esta casa, Ary —me susurró al oído—, pertenece a una secta.

—¿Una secta? Pero ¿y tú…?

—Calla. Habla más bajo. Es posible que nos espíen.

—¿De qué secta se trata?

—Una secta muy poderosa y secreta. Sus hombres no se revelan, están en potencia pero no en acto. Y son muy poderosos: están presentes entre los políticos, los jefes de Estado, las administraciones…

Mi espíritu se había llenado de gozo y felicidad al verla, pero al mismo tiempo se vio invadido por pensamientos nefastos. Me encontraba suspendido en algún lugar entre el placer y el dolor, entre la alegría y la tristeza, entre el alivio y el terror, entre el amor y el odio, entre el deseo y el espanto. Intenté calmarme, pero no lo conseguí.

Jane se puso en pie, fue hasta la puerta y la entreabrió; comprobó que no había nadie al otro lado y regresó a mi lado.

—Escucha, Ary, escucha bien lo que voy a decirte, porque necesito que me ayudes.

—¿Sí?

—Estoy siguiendo la pista de un hombre.

Se sirvió un vaso de sake y lo bebió de golpe, como para darse ánimos. Aquel gesto tan decidido me intrigó: nunca había visto beber a Jane, y menos de aquella manera.

—Un fracasado o un ambicioso, según se mire. En todo caso, un hombre peligroso. ¿Entiendes? Porque no disponemos de mucho tiempo…

—Te escucho.

—Se llama Ono Kashiguri. Está al frente de la secta, que se llama secta de Ono.

—Pero Jane —la interrumpí—, ¿cómo puedo escucharte? Soy demasiado feliz por estar otra vez contigo. He venido hasta aquí a buscarte. ¡Tenía tantas ganas de volver a verte!

—Lo sé, Ary, lo sé… No podía explicártelo. No puedo tener contacto con el exterior. Es demasiado peligroso. Todos mis gestos son espiados, escuchados. He conseguido infiltrarme en esta casa, pero no puedo salir de ella, no puedo ir a ninguna parte, me seguirían. Hay demasiadas ramificaciones. ¿Comprendes? Por eso necesito que me escuches con atención; así transmitirás todas mis informaciones a Shimon, ¿lo has entendido?

—Entendido. Pero ¿cuándo volveremos a vernos?

—Cuando yo te lo indique. Pero, sobre todo, no debes volver aquí, sería demasiado peligroso. No debes ser localizado por ellos, ¿lo entiendes? A ningún precio. Pondrías en peligro tu vida y la mía.

—Han registrado tu habitación del hotel.

—Es probable; sé que me espían.

—Adelante —dije—. Te escucho.

—Éstas son las informaciones que he conseguido reunir. Ono Kashiguri era un hombre corriente al principio; procede de una familia modesta. Fracasó en los estudios y se estableció en Tokio como experto en acupuntura. En 1985, a la edad de veinte años, se casó con una estudiante que le ha dado cinco hijos. Abrió una tienda de remedios chinos tradicionales. En 1992 fue detenido por vender falsos medicamentos. Su comercio quebró. En 1997 fundó su secta, declarada oficialmente una religión. También creó un partido político que lidera, aunque no ha conseguido ser elegido para la Dieta o Parlamento.

»Desde hace varios meses, ha empezado a darse a sí mismo los títulos de "Cristo de nuestros días" y "Salvador de este siglo". Hoy, la secta cuenta con adeptos en todo el país, pero no solamente aquí: se ha extendido a Estados Unidos y Alemania, y también a Rusia.

—¿Cuáles son sus ideas, sus objetivos?

—Sus ideas son a la vez simples y complejas. Su doctrina se define como budista, pero es una mezcla de elementos heterogéneos: culto a Shiva, el dios hinduista de la destrucción; elementos de New Age, ocultismo… Uno de sus héroes es Hitler, «maestro de lo oculto». La obsesión de Ono Kashiguri son las conspiraciones contra Japón; su bestia negra, Estados Unidos y sus aliados occidentales, criaturas, según él, de los masones y los judíos, cuyo elemento privilegiado de destrucción sería el fast-food, la comida rápida.

»Hace aproximadamente un mes, la secta anunció el fin del mundo. Desde entonces, Kashiguri se hace adorar por sus discípulos, que se inclinan ante él y le besan los pies. Algunos compran a un alto precio un brebaje preparado con sus secreciones, y lo beben.

—¿Cuántos son sus discípulos?

—Treinta mil en Japón y otros tantos en todo el mundo. Un gran número son personas de edad y ricas que desaparecen después de haber legado todos sus bienes a la secta. Son raptadas, y se ignora cuál es su destino posterior. Pero también hay científicos de alto nivel, abogados, miembros de la policía y, como te he dicho, políticos.

—¿Estás segura de que están infiltrados en la policía?

—Sí, la secta de Ono tiene adeptos informadores incluso en la policía japonesa. Los discípulos, después de haber sido reclutados por el gurú, dejan a sus familias, parientes, esposas, le ceden todos sus bienes y consagran sus vidas trabajando para él. Sus hijos, educados en la les son arrebatados y quedan aislados del mundo.

—¿Cómo son reclutados?

—Por los discursos de Ono… Y además, entre los adeptos, hay científicos, médicos y químicos que trabajan en la fabricación de LSD y otras sustancias alucinógenas. Estas deberán ser utilizadas, al mismo tiempo que los gases tóxicos, para crear un caos total en las grandes ciudades de Japón, para empezar; y después, en el mundo entero.

—¿Tienen medios para conseguir algo así?

—Los activos del grupo están evaluados entre trescientos millones y mil millones de dólares, en bienes inmuebles, tiendas de informática, editoriales, agencias de viajes, restaurantes populares, e incluso una agencia matrimonial, por no mencionar las cuentas bancarias… ¿Me sigues?

—Te escucho. Pero ¿por qué el gobierno no ha prohibido esa secta?

—Un proyecto de ley presentado por el gobierno japonés prevé que las organizaciones religiosas establecidas en más de una prefectura tendrán en adelante que presentar declaración en el Ministerio de Educación. Será obligatorio para ellas presentar un listado de sus bienes y de sus responsables, lo que permitirá vigilarlas y proceder al control de sus cuentas. Esas disposiciones no son molestas para las religiones en el sentido común de la palabra; la población japonesa, en su gran mayoría, se ha mostrado favorable. Pero el principal partido de la oposición, el sintoísmo, creado por la secta Soka Gakkai, ha manifestado su radical desacuerdo, y lo mismo sucede con el cardenal-arzobispo de Tokio, monseñor Shiranayagi, que ve en esa medida una restricción de la libertad religiosa.

—¿La secta quiere tomar el poder? ¿Desestabilizar el gobierno?

—No solamente eso. Pienso que su objetivo es el emperador…

—¿Por qué razón?

—Todavía no lo sé. Pero espero tener muy pronto más información.

—Pero ¿y tú, Jane? —dije mirándola—. ¿Cuánto tiempo piensas seguir aquí? ¿Crees que puedo dejarte en medio de esta gente?

—Estoy aquí para investigar, Ary… Esta casa pertenece a la secta. Miembros influyentes la frecuentan. Vienen a relajarse, es su recompensa. He descubierto que la secta ha abierto una escuela… En apariencia es una escuela para monjes budistas, pero en realidad… He sabido que Ono pasó varios meses, el año pasado, en un monasterio del Himalaya y que a su vuelta anunció que había conocido el saton, la iluminación suprema. Y sobre todo, he descubierto que el monje Nakagashi era miembro de la secta, como también su amante, la geisha Yoko Shi Guya.

—Vaya, qué extraño. El monje Nakagashi pertenecía a la casa Beth Shalom, en Kioto, consagrada al pueblo de Israel…

—Es posible que haya querido infiltrarse en la casa Beth Shalom.

—¿Crees que Nakagashi y Yoko Shi Guya fueron asesinados por miembros de la secta?

—O bien por los del Beth Shalom.

—¿Hay una relación con el hombre de los hielos?

—No lo sé aún, pero lo supongo. Fue a la vuelta de su viaje al Tíbet cuando Ono declaró que era el verdadero Cristo; dijo haber descubierto el auténtico sentido del Evangelio; budismo y cristianismo, según él, son totalmente idénticos. Dice que Jesucristo fue crucificado, pero que él, el nuevo Cristo, no morirá en el transcurso de su misión, que irá más lejos y difundirá la verdad por el mundo entero. Jesús vino al mundo para conducir las almas al cielo, y Ono pretende llevarlas aún más arriba: al nirvana, «el mundo de la gran y completa destrucción de los deleites terrenales». A pesar de su afirmación de que no va a ser crucificado, se hace representar en imágenes como Jesús, con una corona de espinas en la cabeza, desnudo salvo por un paño alrededor de las caderas. Esa imagen está pensada para atraer al pueblo ruso, con el que está en comunicación continua, para dar la impresión de que se trata de un libro sobre el cristianismo. Por alguna razón, insiste especialmente en los contubernios criminales de los masones y los judíos.

»A pesar de las numerosas llamadas de alarma, los protectores de Ono se han negado a ver nada, y no parecen particularmente preocupados. Pero si se piensa en las facilidades que proporciona a Ono su asociación con la inteligencia militar rusa, hay motivos de preocupación. No sólo ha podido procurarse toda clase de productos químicos tóxicos en grandes cantidades, sino que él y sus colaboradores esgrimen ahora la amenaza nuclear… Ya sabes que en Rusia es posible conseguir artefactos de esa clase. Hoy me he enterado de que la secta está experimentando con gases, en el Tíbet y la India.

—¿Qué piensas hacer, Jane? ¿No crees que ya has averiguado bastante? ¿Que podrías escapar de aquí?

Jane bebió otro vaso de sake. Luego encendió un cigarrillo. Me observó unos momentos con sus ojos negros. Vi entonces que tenía miedo, por más que procuraba no demostrarlo.

—Pienso que aquí no podemos hacer nada —dijo por fin, con voz tranquila—. La secta tiene demasiada influencia en círculos elevados. Utilizan Internet o videoconferencias para transmitir sus órdenes y para formar a sus miembros. He leído un texto sobre la web, que confirma que la secta ha reclutado a especialistas para montar páginas web en japonés, inglés y ruso. Si se hiciera un registro, se encontraría una base de datos en clave que contiene los nombres y direcciones de más de cincuenta mil estudiantes susceptibles de ser reclutados o infiltrados.

»Pero ahora lo más urgente son las armas de destrucción masiva con fines terroristas y de terrorismo nuclear. En ese terreno, espero conseguir todavía más informaciones, como qué productos son los más susceptibles de utilización, cómo podrían obtenerlos los terroristas y a través de qué medios podrían lanzarlos sobre los objetivos designados. ¿Se han utilizado ya, o amenazado utilizar, esas armas? Si nunca ha habido una amenaza o un atentado, ¿para qué se están preparando? ¿Qué buscan? A juzgar por lo que se observa actualmente en el mundo y por la evolución reciente de los actos terroristas, es posible que utilicen agentes químicos o biológicos. Forman parte de grupos terroristas que podrían sentirse muy inclinados a recurrir a esos medios.

—Pero dices que Ono se ha convertido al budismo… El budismo ofrece un código moral fundado en la compasión y la no violencia, y no exige en el discípulo la fe, como ocurre en el cristianismo.

—Para Ono, la práctica de la meditación budista se asemeja a la actitud de los cazadores acechando a sus presas, a la de quienes meditan físicamente inmóviles y mentalmente concentrados.

—¿Piensas que Ono quiere servirse del budismo para crear escuelas y formar adeptos que extiendan su religión?

—Exactamente.

—No puedes quedarte sola aquí, Jane. No puedo permitirlo. He venido a buscarte para llevarte conmigo, para estar juntos los dos. Quiero llevarte lejos de aquí, quiero que nos vayamos ahora, enseguida, cuando todavía estamos a tiempo.

—Es imposible, Ary. Tengo que continuar mi misión.

—¿Por qué en Jerusalén no me dijiste que te ibas? ¿Por qué no me diste noticias tuyas? ¿Por qué me dejaste sin una palabra? ¿Has pensado en lo que yo podía sentir?

—No tenía derecho a hacerlo, Ary. Es una misión ultrasensible. No pensé que vendrías hasta aquí.

—Tu misión. ¿No hay nada más que cuente para ti? ¿Y yo? ¿Es que no soy más importante que tu misión? ¿Ya no te acuerdas?

—Claro que sí, Ary. Pero también hay…

—¿Qué?

—El mundo que nos rodea, que va tan mal. Estos peligros terribles. Fuiste tú precisamente quien me habló de nuestra responsabilidad en relación con el mal, ¿no es así?

—Shimon me ha enviado…

—Lo sé. Y además, tú no me habrías dejado ir, ¿no es así?

—Pero Jane, ¿cómo habría podido? Te amo. Quiero que vuelvas conmigo. No quiero investigar más. Quiero vivir contigo.

—De momento es imposible.

—No puedo dejarte aquí, sola, en peligro —continué, sin escucharla—, y además en una casa de geishas…

—Es mi trabajo.

—¿Tu trabajo? Pero ¿en qué consiste tu trabajo?

—Ary —murmuró—, baja la voz…

Me di cuenta de que gotitas de sudor perlaban sus sienes. Sus manos temblaban ligeramente, como también sus párpados.

—Jane, ¿estás segura de que te encuentras bien? —dije tomándole las manos, húmedas.

—Sí, sí, muy bien. No duermo bien, últimamente. Tal vez me siento un poco fatigada.

La miré, horrorizado.

—¿Fatigada? ¿Por qué?

Su mirada se endureció de pronto.

—Escucha, Ary, no te lo he contado todo sobre mí. Soy…

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¡Eres una prostituta! Jane…

La miré sin comprender, sin querer comprender lo que, por su parte, habían comprendido ya las palabras que habían salido de mi boca.

Lívido, salí de la habitación, mientras Jane intentaba retenerme. De nuevo nos cruzamos en el pasillo con el hombre tuerto que vacilaba, y enseguida, como si le temiera, Jane volvió a entrar en la habitación.

Dejé la casa dormida en la noche, corrí por las calles a la débil luz del amanecer, a la deriva por las calles de Kioto, fuera del barrio de Gion, fuera de aquella ciudad maldita, de aquella mujer; corrí hasta que mis piernas se negaron a sostenerme.

Me había quedado mudo ante aquel desastre, aquel descubrimiento aterrador, ante la extensión del mundo tenebroso en que la propia Jane había quedado sumergida, hundida, perdida, tragada. Yo había caminado, corrido tras ella hasta muy lejos, había deseado amarla siempre, lo había abandonado todo, lo había dado todo por ella, hasta mi Dios, todo lo había sacrificado en el altar del Amor, y ella era la traidora que reinaba sobre el imperio del mal, ella era la reina de las sombras.

¡Oh, Jane! Ahora lo comprendía todo, sí, ahora sabía por qué se había marchado sin decir nada, porque cómo decir lo indecible; sabía por qué se había ido sin una palabra, sin un gesto, sin una señal: porque ella sabía la vergüenza que le esperaba.

Me sentí sumido en un abismo de desesperación, de duda, y la había seguido hasta su madriguera. Ella lo había destrozado todo, saqueado todo, ¿cómo vivir, ahora? Mientras nos amábamos, le pregunté si ella me amaba, y después del amor le hablé del amor, le dije que la amaba.

Nada de todo ello contaba; ahora sólo quería quedarme solo y marcharme, y recordar el momento fulgurante en que la había amado, tanto que habría podido morir de amor.

Nada de todo ello existía ya, nada tenía importancia, y me sentía incapaz de levantarme de nuevo, porque aquello era el fin del amor. Era el fin y yo iba a desaparecer.

Recordé aquella noche y la mañana que la siguió, mis ojos sonrieron después de la noche, pequeño eclipse de sueño, mis ojos se asombraron al verla despertar, felices, prendados, y el Amor sonrió, feliz en su reposo, orgulloso y sereno, sonrisa de lado, sonrisa de frente, sonrisa por nada, placer de la felicidad y placer de la vida, era el Amor el que sonreía, mis ojos en los suyos, mi cuerpo contra el suyo, en medio el Amor que sonreía. Lo recuerdo, oh sí, lo recuerdo muy bien.

Fui hasta ella, le dije: «No hay nada más que tú en el mundo, ninguna otra cosa, ninguna otra persona más que tú, y todo el resto no es sino dolor, materia, vacío, lentitud, torpeza, separación de ti y de mí, no hay nada más que tú, tú eres el objeto de mi pensamiento único, tú me apasionas, me preocupas, me inquietas, yo te quiero, te espero, no hay nada más que tú en esta espiral, estás tú, y es todo».

Y ahora no había sino noche, oscura, abundante, cortante, había la noche temible, y yo tenía miedo, miedo de la negrura, miedo de mí, había la noche y yo estaba solo. Mi corazón desterrado recordaba su historia. Recordaba, oh tristeza.

Ayer pensaba: «nos hemos reunido, no nos separaremos más», y hoy era un extraño en la noche, un desconocido frente a una desconocida, y aquel amor era un feto, un aborto, un juego tal vez.

Estaba solo en el abismo de la noche.

Así partí a la carrera lejos de Jane, hija de Satán, prostituta que entregaba su cuerpo por la CIA, es decir por su trabajo, o por no sé qué. Jane, a la que amaba por encima de todo, a la que amaba más que nunca y a la que odiaba como nunca había odiado a nadie.

Al amanecer me encontré vagabundeando, huraño, por un Kioto envuelto en niebla. Sin haberlo decidido, mis pasos me condujeron hasta el templo del maestro. Entré en el santuario sin saber muy bien por qué, sin siquiera pensar que buscaba un refugio. Reinaba el silencio en la gran estancia oscura, iluminada por algunas velas, el incienso humeando. La atmósfera digna y calmada de aquel lugar, llena de serenidad, no me apaciguó.

El maestro estaba sumido en la meditación, solo. Pasó largo rato antes de que alzara sus ojos para mirarme.

—Eres un caballo insaciable, Ary Cohen. Día y noche, olvidas cuidar de tu espíritu. Por esa razón te he hecho esperar las veces anteriores, antes de recibirte. Para que estuvieras tranquilo, para que no olvidaras tu espíritu, cuando te comportabas igual que un caballo irascible.

—Ay —dije—, ¿qué puedo hacer? ¿Qué voy a hacer ahora?

—¿No te había dicho que deberías practicar el Arte del Combate?

—No, no quiero combatir, quiero caminar sin rumbo, o tal vez regresar a mi casa y abandonarlo todo.

—¿A tu casa? ¿Sabes siquiera dónde está?

Sonreí; en efecto, no había ninguna «mi casa». No tenía ningún lugar, ni a nadie, que poder llamar mío.

—Debes ser fuerte para recuperarte. Crees haber llegado al límite de tus fuerzas, pero no es así, Ary Cohen, no es así en absoluto. El verdadero blanco al que debes apuntar es tu propio corazón.

—Mi corazón está herido. Desgarrado.

—¿Deseas curarlo?

—No creo que eso sea posible.

—Vamos, vamos, hablas así porque lo ignoras todo acerca de nuestra vía hacia la curación. Es la vía del corazón…

—Pero no había mencionado de qué combate se trataba. El más terrible, el más duro, el más inesperado.

—El combate supremo: el combate contra ti mismo.

Se acercó a mí. Sus ojos negros me examinaron. Su quimono blanco bañaba de una luz casi transparente su fina piel. Colocó la mano en mi hombro y una especie de corriente eléctrica recorrió mi espina dorsal.

—Has de aprender a conocerte —dijo—. Y para eso has de aprender a dominar tu cuerpo. Si te colocas en armonía con el pequeño universo que es tu cuerpo, éste estará en armonía con el cosmos. Para ello, el comienzo está en la verdadera concentración. La Vía del Combate es convertir el corazón del universo en tu propio corazón, lo que significa estar unido al centro del universo.

—Si conozco mi cuerpo, ¿me conoceré a mí mismo?

—A ti mismo… ¿Por qué hablas de «ti mismo»? No te encontrarás de verdad si antes no te pierdes. Cuando hay un ego, hay un enemigo. Cuando no hay ego, no hay enemigo.

—¿Cómo abandonar el ego?

—¿Qué es el ego? ¿La nariz, el corazón, los oídos, el cerebro? No es posible detener el corazón, y si se quiere dejar de pensar, los pensamientos igual surgen. Se vive por interdependencia. Cuando uno está sujeto a sí mismo, no puede ser feliz.

Me tomó del brazo y me condujo hasta el espejo suspendido sobre el tatami, junto a la entrada. Vi su reflejo y el mío. Él estaba en calma, sus rasgos finos no transparentaban otra cosa que una especie de bondad plácida, y en los míos no se veía otra cosa que el tormento, un alma sufriente.

—En el reflejo del espejo aparece la forma de tu rostro. Te reflejas a ti mismo, puedes ver y comprender tu espíritu, conocer tu verdadero yo.

Sonreí al oír sus consejos, tan sencillos en apariencia y tan difíciles de aplicar.

—¿Hay alguien que realmente conozca el espíritu, en este mundo?

—Quien alcanza el desasimiento llega a desembarazarse de todas las aflicciones, que no son sino las del espíritu.

—Me gustaría llegar a desasirme. Por desgracia, es imposible. No me siento capaz.

—Quererlo es el medio más seguro de no conseguirlo. No, primero hace falta que tomes conciencia de ti mismo, que aprendas a descubrirte. Sea cual sea la extensión de tus conocimientos, si no te conoces a ti mismo, no sabrás nada del mundo ni de los demás, y entonces será cuando verdaderamente perderás tu tiempo.

—Yo creía conocerme. Creía ser un guerrero, y era un monje. Creía ser un monje, y era el Mesías. Creía ser el Mesías, y soy un hombre… ¡Creía amar a una mujer, y la detesto!

—Quienes no se conocen en profundidad critican a los demás desde el punto de vista de su yo inculto. Admiran a quienes les adulan y detestan a quienes les critican. A causa de sus prejuicios, acaban por volverse irascibles, como tú, roídos por la cólera y prisioneros de los sufrimientos que se infligen a sí mismos. Si los demás te parecen malvados, ¿por qué deseas serles agradable? Sólo quienes han conseguido superar los prejuicios no rechazan a los demás, de modo que éstos, a su vez, pueden acogerlos.

Me volví hacia él.

—Así pues —dije—, ¿estudiar su ciencia es estudiarse asimismo?

—Y estudiarse a sí mismo es olvidar el yo. Olvidar el yo es despertar a todas las cosas.

—Entonces, dígame, maestro, ¿cómo puede uno conocerse a sí mismo?

Se acercó a mí, y mirándome al fondo de los ojos murmuró:

—Nuestras ideas y nuestros sentidos son semejantes a bandidos que han robado nuestro espíritu original y son frutos de nuestro propio pensamiento. Debes dejar de ser común, Ary Cohen. Debes dejar de tomar la ilusión por la realidad, y de adoptar la actitud de quien se fija en las apariencias, y de ese modo engendra la cólera, la incomprensión y las necesidades enfermizas. Estás demasiado ocupado en generar toda clase de aflicciones psicológicas; y es porque has perdido el espíritu original. Por esa razón eres incapaz de la menor concentración, y por eso eres un juguete de tu propio pensamiento. Como careces de todo apoyo psicológico, te has convertido en una persona triste y melancólica; como estás sujeto a las apariencias, vagas por el mundo sin destino y, sobre todo, sin comprender.

—Maestro —dije, y me sorprendí de estar llamándole así, por el nombre que daba a mi rabí de la época en que era un hasid—, ¿qué debo hacer? ¿Qué debo hacer para practicar?

—No necesitas sabiduría ni talento, y todo lo que sabes te resultará un estorbo.

—¿Debo convertirme en un guerrero?

—Un guerrero, sí, pero el guerrero último. El guerrero que mata a la propia muerte. Entonces conocerás la perfección. Detendrás los sufrimientos de los demás, proseguirás tu misión, y finalmente encontrarás la paz.

—Maestro, ahora estoy tranquilo, déme una lección y la recibiré.

Me observó largamente, como juzgando si era apto pare recibir una lección suya. Y yo le miré, intentando captar su mirada y resistir el deseo de bajar la mía delante de su fulgor, su perseverancia y clarividencia.

Sólo entonces, vi.

Llevaba una túnica de lino blanco y, sobre ésta, un chal con franjas de ocho hilos y cuatro nudos. Sobre su cabeza había una cajita negra. A su lado se encontraba el cuerno de un animal.

—Maestro, ¿qué ritos está usted realizando? ¿Practica esos ritos por mí?

—Son nuestros ritos.

—¿Cómo? Pero ¿esas filacterias, esas franjas, ese chofar? ¿Ese chal de oración y ese vestido de lino blanco, el de nuestros sumos sacerdotes?

—Son nuestros ritos, Ary Cohen.

—¿Vuestros ritos?

Lo miré perplejo; ¿acaso estaba gastándome una broma? Pero no, parecía serio, tranquilo y sosegado.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Cuál es vuestra doctrina? ¿Cuáles son vuestros ritos?

—Carecemos de objetos sagrados. Los del budismo y el cristianismo impresionan más, así como su arquitectura. Nosotros los sintoístas no tenemos nada de todo eso. Nuestras casas de oración son muy sencillas si se las compara con el Vaticano de Roma, o con las catedrales… Nuestro vino sagrado es el sake. El alimento y la bebida son componentes necesarios de nuestro ritual, con la música y la danza, que celebran la vida. Eso es todo.

—¿Tenéis una Torah? ¿Un texto, un escrito?

—No.

—Los musulmanes tienen el Corán, los budistas tienen los sutras, los cristianos su Biblia y los judíos sus Escritos. ¿Y vosotros?

—El sintoísmo no tiene nada. Todos nuestros escritos, Ary, se han convertido en cenizas… Nuestra memoria quedó asolada en una guerra que nos enfrentó a los budistas, en el siglo VIII. Ellos incendiaron nuestra biblioteca y quemaron todo nuestro patrimonio: nuestros escritos, nuestros textos sagrados. Todo se convirtió en humo, y ahora no nos queda nada. Nada más que nuestros ritos, nuestros templos y nosotros mismos, los descendientes de los sintoístas originales… El día de Año Nuevo, más de ochenta millones de japoneses visitan los santuarios, en Ise, Izumo Taisha, Meiji Jingu o Inari, Hachiman o Kami… Los japoneses suben a las montañas en Kukai o Nichiren. Porque eso es todo lo que nos queda.

—¿Y no tenéis nada escrito? ¿Ningún pergamino, ningún manuscrito?

—Hay algunos escritos, de la antigua mitología, pero no son más que fragmentos. Nos quedan nuestras divinidades, los kamis.

—Entonces, ¿sois politeístas?

—Pero decimos que hay un solo kami, y todos los kamis comparten la misma cualidad, pero un solo kami puede ser dividido en varias partes que pueden funcionar en lugares distintos: en Takaamahara, el cosmos; Takamanohara, el sistema solar; y Onokoro-jima, la Tierra. Cada parte tiene su propia función, que actúa como los miembros del cuerpo humano, con una unidad orgánica. Lo uno es múltiple, pero lo múltiple es uno.

»Ya ves que el sintoísmo es sencillo… En el sintoísmo, nuestro objeto de referencia es un may gohei, un pedazo de papel recortado y sagrado que refleja la simplicidad de la creencia sintoísta.

—Y el fundador de vuestra religión, ¿quién es?

—No tenemos un fundador. O al menos no conservamos recuerdo de él.

—Pero todas las religiones tienen un fundador: el budismo, el islam, el judaismo, el cristianismo…

—Pues al nuestro no lo conocemos. Hemos perdido su pista. ¿Sabes lo que es, Ary Cohen, perder la pista? ¿No tener nada en lo que basarse? ¿Haber perdido todos los textos, toda la memoria, no saber ya de dónde venimos?

—Creo que ahora lo sé.

—Siéntate —dijo—. Voy a mostrarte una cosa.

Obedecí.

—¿Estás bien sentado?

—No lo sé. ¿Hay una manera buena de sentarse?

Indicó con la mano la manera como estaba sentado él, con la espalda recta y la cabeza como una prolongación de la columna vertebral.

—¿Cómo puedes luchar si no buscas el equilibrio?

Me dio un ligero empujón y caí hacia atrás.

—Ahora empújame tú.

Lo hice con todas mis fuerzas, pero no pude moverle.

Volví al Beth Shalom. En la sala principal encontré al maestro Fujima sentado, leyendo un libro. Levantó la mirada hacia mí.

—Ary San —dijo—, le esperaba.

—Maestro Fujima —dije—, también yo le buscaba. Tengo que hacerle unas preguntas.

—Le escucho.

—El monje Nakagashi ¿formaba parte de su congregación?

—Sí, vino aquí y lo aceptamos porque era amigo de mi hija Isaté.

—¿Qué ocurrió con Nakagashi?

—Quería integrarse en nuestro grupo. Parecía perdido, y le ayudamos. Conoció nuestro secreto…

—¿Vuestro secreto?

—Le hablamos del hombre de los hielos.

—¿Fueron ustedes quienes lo encontraron? ¿Dónde y cuándo? ¿Estaba con él el manuscrito?

—Me plantea demasiadas preguntas a la vez, Ary Cohen. No puedo responder a todas… Pero ese hombre venía del Tíbet. Fueron los campesinos de la aldea quienes lo encontraron en la nieve. Cerca de la frontera china hay un monasterio budista en lo alto de las montañas.

»Únicamente algunos iniciados tienen derecho a ir allí, si conocen al lama. Y nosotros lo conocíamos, porque vino a verme a mi casa de Tokio para que copiara algunos de sus manuscritos. Por esa razón me hizo llegar al que usted llama "el hombre de los hielos". Pensaba que ese hombre no era budista sino sintoísta, y que teníamos que verlo.

Me pregunté si era posible que ese monasterio fuera el mismo al que se había retirado Ono Kashiguri cuando encontró el satori.

—Sí —dijo el maestro Fujima, como si me leyera mi pensamiento—. Allí fue encontrado el hombre de los hielos. Ahora me parece que ha venido a perseguirnos, como un tengu…

Di cuenta a Shimon de las últimas novedades de la investigación. Después le dije que quería volver a Israel.

—¿Piensas que Fujima está implicado en el asesinato deNakagashi?

—No lo sé. Es posible. Después de todo, tenía que guardarle rencor por ser el amante de su hija. Sin embargo, no creo que practique el Arte del Combate, y es bastante anciano. De todas maneras —repetí—, en ningún caso voy a viajar al Tíbet. Quiero volver, Shimon, mañana mismo sacaré billete para Israel.

Hubo un silencio.

—¿Y Jane? Gracias a tus informaciones, hemos averiguado que el jefe de la secta, Ono Kashiguri, acaba de partir hacia el Tíbet, a un monasterio junto a la frontera china.

—¿Y ella lo acompaña?

—Al parecer, sí.

—Hay que abandonar esa pista de inmediato. Es un error. Jane sabía lo que hacía al cortar todos los contactos. Eso puede ser muy peligroso para ella. Y yo no quiero salir en su busca.

—Allí es donde tienes que ir si quieres averiguar más cosas sobre el hombre de los hielos —me interrumpió Shimon, imperturbable—. Pero cuidado: en el Tíbet y el Xinjiang China ha impuesto su ley. Es imposible cualquier contacto con extranjeros, bajo pena de prisión. En particular, los monjes tibetanos están mal vistos por los chinos, que les califican de separatistas. El castigo previsto es una reeducación mediante trabajo en unos campos… siniestros.

—No —dije, al tiempo que pensaba que ni siquiera habría sabido situar el país en un mapa—, no iré allí. ¿Por qué tendría que ir? No sé nada del Tíbet ni de sus problemas con China, y no me importa lo más mínimo.

—Bien —repuso Shimon—, voy a explicártelo todo. El país fue ocupado en 1950 por el ejército chino. En marzo de 1959 hubo una sublevación en Lhasa, la capital del Tíbet. Para proteger la vida del Dalai Lama, al que creían en peligro, los tibetanos se agruparon alrededor de su palacio. Por esa razón, el Dalai Lama decidió exiliarse en la India: pensaba que su marcha evitaría un baño de sangre, y le siguieron centenares de miles de refugiados. En marzo, los soldados chinos mataron a ochenta y siete mil personas en Lhasa. Utilizaron toda clase de medios para aniquilar la resistencia nacional tibetana. Se dice que un tibetano de cada diez ha pasado diez años de su vida en prisión o en un campo de trabajo. La ocupación china ha causado la muerte de al menos un millón doscientos mil tibetanos. A nadie le importa, pero es la verdad. De modo que prudencia, Ary, prudencia cuando vayas allí.

Mientras me hablaba, me puse a examinar la piedra que me había dado el maestro Fujima. La había colocado sobre mi mesilla de noche, en su saquito. Era pequeña pero despedía mil reflejos. De pronto se me ocurrió una idea.

—… y nadie podrá ir a rescatarte de una prisión china —seguía Shimon—. ¿Ary?

La voz inquieta de Shimon resonaba en el auricular.

Abrí mi saco de viaje y saqué con precaución el peto del efod, la vestidura del sacerdote, que había envuelto en una tela. Extraje el peto, que tenía engastadas las once piedras de las once tribus. Coloqué el diamante en el hueco vacío, el de la tribu de Zabulón.

Encajó a la perfección, como por arte de magia.

—¿Ary?

—Oh, Dios mío…

—¿Qué, Ary? ¿Qué ocurre?

—La piedra —dije, y todo mi cuerpo temblaba—. Es la piedra que faltaba en el efod. Oh, Dios mío. Ese hombre…

—¿Qué hombre?

—¡El hombre de los hielos! ¡Es un Cohen!

—¿Cómo? —exclamó Shimon—. ¿Qué dices? Ary, ¿estás seguro?

Examiné la piedra: no había duda, encajaba en el hueco al milímetro. No podía tratarse de una coincidencia. Y únicamente los sumos sacerdotes podían llevar consigo esa clase de piedras. Pero ¿por qué ésa? ¿Por qué no el efod entero? ¿Significaba eso que el hombre era de la tribu de Zabulón, puesto que había cogido el diamante? Tal vez quería poder demostrar quién era, y por esa razón se había llevado la piedra…

—Dicen que en Japón la gente puede volverse loca —dijo Shimon—. Se han dado casos.

—¡Luego, es un sumo sacerdote! Tal vez ese hombre es mi antepasado…

La noche antes de mi partida para el Tíbet estaba en la orilla de un río y perseguía a un hombre que tenía el cuerpo untado de aceite. Me pedía una cerilla. Yo le decía que era muy peligroso y él me contestaba que no.

Se la pasé y empezó a llamear; él intentaba apagar el fuego con su saliva, pero su lengua también ardía, de modo que tomé la cerilla en mi boca y la apagué con mi saliva. ¡Oh, Dios! Desperté tembloroso de esa pesadilla, y recordé los sucesos del sueño y los de la víspera, peores aún que los del sueño.

Lo lamenté todo: no haber pronunciado el nombre de Dios en la ceremonia de los esenios, y sí en cambio el de Jane; haberla seguido y escuchado, haber venido aquí por ella. Y sobre todo, sí, sobre todo, lamenté haberla conocido.

Habría podido librarme de ella y contemplar el espacio ilimitado. Pero en lugar de eso me encontraba en la esfera de la nada, solo e impotente. Todas las palabras del mundo se habían perdido.