X.
El pergamino del templo
En mi gloria, ¿quién se me asemeja?
¿Quién conocerá sufrimientos como los míos?
¿Quién superará males semejantes a los míos?
No he recibido enseñanza,
pero ninguna ciencia es comparable a la mía.
¿Quién me contradecirá cuando abra la boca
y quién combatirá la expresión de mis labios?
¿Quién se apoderará de mí, quién me detendrá,
quién se enfrentará a mí delante del tribunal?
Porque me cuento entre los dioses
y en mi honor toman asiento los hijos del Rey.
Manuscritos de Qumrán,
Pergamino de la guerra
A la mañana siguiente, crucé el jardín musgoso que llevaba a la pagoda de Beth Shalom. Estaba citado allí con los yamabushis, que iban a darme la llave del templo de Ise.
Pasé delante del león situado en medio de las piedras dispuestas en círculo. Con las dos patas delanteras alzadas, estaba dispuesto al ataque. No rugía, no flaqueaba. A su lado se encontraban las dos rocas enfrentadas, separadas por un espacio estrecho. Me detuve un instante frente al estanque alrededor del cual se alzaban los árboles secos, inmóviles, impávidos.
Parecía un mar en miniatura, con algunos islotes de piedra, un paisaje imaginario de una belleza insondable; la del hombre que doma la naturaleza, la de la naturaleza que deja su lugar al hombre.
Al fondo del jardín vi la pagoda de dos pisos.
Atravesé despacio el jardín eterno. Sentía latir mi corazón y los párpados me temblaban ligeramente. Me encontraba en un estado de tensión extrema, como el que precede al anuncio de una gran novedad.
Antes de entrar, me quité los zapatos y los coloqué junto a la hilera de calzados que se encontraban ya allí.
Por fin, penetré en la sala silenciosa. Estaba medio en penumbras, tan sólo iluminada por algunas lámparas que despedían su luz de abajo arriba. La colección de candelabros de siete brazos relucía a la luz de las velas. La copia de la Declaración de Independencia de Israel tenía reflejos cobrizos.
El maestro Fujima se adelantó a recibirme como la primera vez, con palabras de bienvenida pronunciadas delante de los asistentes. Pero esta vez los rostros no me eran desconocidos.
Todos iban vestidos de la misma manera, con túnicas de lino fino, turbantes de lino sujetos por un cordón púrpura, y cinturones púrpura, violeta, escarlata y carmesí. Todos los rostros se volvían hacia mí, impenetrables en el silencio profundo del lugar. Mis pasos resonaban en el suelo.
Estaban el maestro Fujima, el maestro Shôjû Rôjin y sus tres hijos, así como los tres yamabushis, con sus cajitas negras sobre la cabeza. Estaba también Toshio, que bajó la mirada al verme como si tuviera miedo, pero lo más sorprendente era la presencia de mi padre en la mesa, y aunque estaba lejos de desentonar en aquella asamblea de sabios, yo no comprendía la razón. ¿Había sido invitado por el maestro Fujima? En ese caso, ¿por qué no me lo había dicho? ¿Cuál era el sentido de aquella misteriosa ceremonia?
A su lado se encontraba un hombre desconocido para mí, de unos treinta años. Esbozó una sonrisa en su rostro amable, provisto de unas gafas redondas.
—El príncipe Mikasa, hermano menor del emperador, ha querido estar presente —explicó Fujima—. Ya ve, habla un hebreo perfecto.
—Bienvenido, Ary Cohen —murmuró el aludido—, en nombre del emperador de Japón, que le da de nuevo las gracias por haberle salvado la vida… Desea decirle que los hebreos llegados a Japón en el año 500 antes de nuestra era pertenecían a la familia real del pueblo hebreo. La sabiduría que ellos trajeron se la transmiten los emperadores de manera secreta y ritual a través de la circuncisión, de generación en generación, desde siempre.
»Ahora bien, usted sabe lo que ocurrió a nuestro pueblo cuando la biblioteca imperial ardió. Perdimos todo nuestro pasado a causa del terrible conflicto que enfrento a sintoístas y budistas, al clan Mononobe con el clan Soga. En el curso de esa lucha perdimos nuestra memoria en el incendio en que ardieron todas nuestras tiendas y nuestro torak maki. ¡Pero el emperador ha dicho que usted, Ary Cohen, podía devolvernos nuestro pasado!
—Ahora, Ary San, te toca a ti —dijo el maestro Fujima, tendiéndome el pan y el vino. Me señalaba la mesa y el asiento vacío que había en un extremo, donde debía sentarme para presidir.
—Pero ¿por qué yo? —dije.
—¿No has venido aquí para liberar a las tribus perdidas de Israel?
—¡No! —negué, y di un paso atrás, asustado.
Los rostros me contemplaban, impasibles como la muerte.
—¡Se equivoca! No he venido aquí para salvar a las tribus perdidas de Israel… No es ésa la razón por la que estoy aquí.
—La razón es ésa, pero tú no lo sabías —dijo Fujima—. ¿No deseas que todos los japoneses vuelvan al Dios de la Biblia, que es también el Dios de nuestra nación? La profecía de Isaías dice: «Mira: éstos vienen de lejos, esos otros del norte y del oeste, y aquéllos de la tierra de Sinim». ¡Pues nosotros somos los de Sinim!
—¡Queremos que nos hagas regresar a nuestra tierra! —dijo Roboam, el viejo yamabushi.
—¿Por qué he de ser yo? —repliqué—. No he venido aquí por vosotros…
—Has sido tú quien se ha lanzado en persecución del sacerdote malvado Ono Kashiguri —me recordó el maestro Shôjû Rôjin.
—Tú has salvado la vida del emperador —añadió el príncipe Misaka.
—Tú has sabido encontrar y descifrar el manuscrito del hombre de los hielos —apuntó Fujima.
—Y ha sido capaz de resistir las tentaciones de la casa de las geishas —murmuró Toshio.
—Tú trazaste las letras del Nombre Divino con el pincel —me recordó el maestro Fujima—. Esos rasgos no eran simples líneas… eran la encarnación misma del soplo divino.
—¿Y tú qué dices? —pregunté, volviéndome hacia mi padre—. ¿Por qué estás aquí? No es por Shimon, ¿verdad?
—Fuiste tú quien insistió en continuar la misión en países lejanos, como está escrito en todos los textos —respondió mi padre—. «Todas las naciones reconocerán su sabiduría, y él será también el guía que les instruirá».
—¡Tú nos pediste la llave de la cámara sagrada! —exclamó el más joven de los yamabushis.
—Quién sabe lo que podrías descubrir en ella —dijo Shôjû Rôjin—. Quién puede saberlo…
—A saber lo que descubrirás… —añadió el maestro Fujima.
Fue entonces cuando me fijé en el hombre que estaba en el otro extremo de la mesa. No lo había visto debido a que su rostro y su silueta se encontraban en la sombra de la sala.
—¡El duodécimo hombre! —murmuré—. ¡El lama!
—Por primera vez —murmuró el lama poniéndose en pie—, un hombre, un «león de los hombres», es proclamado soberano de los dioses… Tú sabes, Jhampa, por qué estoy aquí. Para reparar el acto terrible que cometí contra el pueblo de Israel en una vida anterior. Estoy aquí por los chiang min, los antepasados de los tibetanos, que son los descendientes de los hebreos llegados a China… Estoy aquí por la memoria de todos los japoneses que, por culpa mía, siguieron una vía distinta de la de sus antepasados y fueron desposeídos de la herencia que les correspondía. Estoy aquí por toda la memoria que se ha perdido. Sabemos que eres tú, porque llegaste hasta mi monasterio para hacerme la pregunta que atormentaba mi vida, y por eso te llamé «Jhampa», el Buda del futuro. Y por eso también, en nombre de los chiang min, te traigo esto.
Me ofreció una túnica tejida de oro, púrpura y violeta, con hilos escarlatas: la túnica del efod… Había también dos charreteras y una banda de oro adornada con piedras de cornalina en las que estaban grabados los nombres de las diez tribus; cadenillas de oro puro en forma de entorchado, dos rosetas de oro puro y dos anillos de oro para los bordes del pectoral; y un manto abierto con una orla de granada, púrpura, violeta y escarlata, de carmesí y lino fino. ¡La auténtica túnica del Sumo Sacerdote, según la Biblia!
—Te la pondrás cuando vayas al templo de Ise…
Hubo un silencio y todos me miraron. Yo estaba sentado en el extremo de la mesa. El pan y el vino estaban dispuestos delante de mí, y yo no hacía ningún gesto, no sabía qué hacer.
Entonces, Roboam el yamabushi se puso en pie y me tendió la llave del santuario.
—De acuerdo —murmuré—. Iré al templo de Ise porque no tengo miedo. ¡Y así todos vosotros sabréis quién soy en realidad!
Descendí a través del bosque, abrigado por los árboles gigantes, antes de llegar a la amplia llanura, al pie de la montaña. Respiraba con fuerza y mi corazón palpitaba. Caminaba deprisa. No tenía miedo, ya no tenía miedo, tan sólo una excitación sorda que me invadía al mismo tiempo que una especie de calor, de fuego interior.
Subí los peldaños que conducían a la puerta Torri, a los dos pilares rojo anaranjado. Crucé el jardín de arena, con sus árboles, sus hierbas y sus escasas flores. Atardecía. Las sombras se movían, se oía fluir el agua en los meandros del río.
Los pinos, las rocas y las piedras formaban siluetas inquietantes, se habría dicho que desde siempre eran los centinelas de aquel lugar. Recorrí la avenida de las quinientas farolas, que iluminaban el crepúsculo como antorchas dispuestas para un ritual místico. En el cielo habían aparecido las primeras estrellas y la luna eclipsaba suavemente al sol.
La grava de la avenida crujía bajo mis pies.
No veía nada. Me sentía arrastrado por la cólera e intentaba dominarla caminando más despacio, intentando calmar el tumulto de mi corazón y expulsar todos los pensamientos que me invadían. En ese momento predominaba un pensamiento sobre todos los demás: el de Jane, que me esperaba, que también creía en mí y había comprendido que yo no la abandonaría esta vez por nada en el mundo. Era lo que le había dicho antes de dejarla para venir a Ise…
Creía tener una misión al llegar a Japón, y la había cumplido de una u otra forma. Había ido a buscar a Jane y la había rescatado; la había salvado del desastre. Mis pasos, mis dudas, mis malentendidos me habían extraviado, y mediante la meditación había adquirido la fuerza necesaria para rehacerme y hacer desaparecer el orgullo que me había perdido. En este instante ya no tenía ego, y por eso era capaz de acudir al templo de Ise y afrontar la verdad.
Entré en el templo.
No había nadie. El interior del santuario, iluminado por las velas, estaba anegado en los vapores del incienso, que ocultaban los mikoshi, los santuarios portátiles, y la gran mesa de madera. Sobre la mesa habían colocado un mantel de piel de carnero teñida de rojo, un mantel de cuero fino y una cortina de tul, panes de oblación, candelabros de oro puro, lámparas y un altar de oro, óleos para la unción e incienso aromático.
Para esa noche estaba dispuesta una cena en compañía de Dios… Y el invitado era yo.
Me dirigí a la segunda estancia, guardada por las dos estatuas de leones. Subí los peldaños y me lavé las manos en la fuente de agua clara.
Por fin, me dirigí a la pesada puerta de madera que había entre ambos leones.
No se oía el menor ruido, y sin embargo tuve la impresión de que una sombra me seguía. Caía la noche, oscurecía en el jardín con sus árboles y sus canales alrededor del templo, oscurecía en el santuario de Ise, y en la Tierra también se había hecho la oscuridad.
Me detuve ante la puerta sagrada. Tomé la llave y la introduje en la cerradura. Hice girar la llave y hubo un chasquido, como si la madera crujiera. La pesada puerta se abrió lentamente, chirriando.
La cámara estaba vacía.
No había más que un pequeño armario de madera con una puerta de doble hoja.
Me acerqué y abrí la puerta.
El objeto estaba allí, sobre un propiciatorio. Lo tomé con pulso firme, sin temblar. Era un panel de madera oscura y rectangular con las letras grabadas.
La Yod. La Hé. La Vav. La Hé.
El Nombre de Dios.
Di la vuelta al panel.
Entonces mi corazón sufrió una brutal sacudida. El vértigo se apoderó de todo mi ser. Y en un instante me abandonaron las fuerzas, mi corazón se detuvo, mis piernas se negaron a sostenerme, mi brazo se quedó rígido y no conseguía mover la mano. Mis rodillas se derritieron, fui incapaz de dar un paso más y no podía apartar mis ojos de lo que veía.
El otro lado del panel de madera en que estaba grabado el nombre de Dios era un espejo, un espejo centelleante de una claridad luminosa.
Y reflejaba mi rostro.