VII.
El pergamino de los demonios
A vosotros que entráis en los cuerpos os lo suplico, en nombre de Dios que nos libra del mal y el pecado, al demonio de la fiebre, al demonio de la enfermedad, al demonio de la tos, os suplico que no contaminéis los días y las noches con pesadillas surgidas del sueño. A vosotros íncubos, a vosotros súcubos, a vosotros demonios que atravesáis las paredes, os lo suplico, así en la tierra como en el cielo.
Manuscritos de Qumrán,
Exorcismo
En medio de una masa de glaciares azules me dirigía a Lhasa, en persecución de Ono Kashiguri.
Me hacía mil preguntas para las que no encontraba respuesta.
¿Por qué Ono Kashiguri se había interesado en el hombre de los hielos? ¿Fue él quien dio muerte al monje Nakagashi? Pero ¿por qué? ¿Cuál era el mal karma del lama? ¿Tenía alguna relación con Ono Kashiguri? Si era así, ¿cuál? ¿Venía de Qumrán el hombre de las nieves? ¿Qué hacía en esa región remota? ¿Y por qué?
Había tomado el autobús a Katmandú bajo un cielo velado por aguaceros repentinos. Desde allí viajaría en minibús hasta Lhasa. El pequeño vehículo nos llevó traqueteando por carreteras sinuosas que remontaban el curso del Ragmati, el río de Katmandú, hasta las riberas donde se incinera a los muertos. Día y noche, los cuerpos se consumían en grandes hogueras.
Luego la ruta dejó las terrazas cultivadas para adentrarse en valles montañosos de paredes abruptas. Al cabo de unas horas franqueamos una tierra de nadie vigilada por milicianos chinos.
Lhasa está situada a 3,650 metros de altitud. Vista de lejos, se diría que es una ciudad irreal, un espejismo vetusto y sombrío. De cerca es diferente.
Al entrar por la colina pasamos delante del Potala, residencia de los dalai lama y sede del gobierno tibetano, que domina desde su altura toda la ciudad. Se trata de un edificio de trece plantas que contiene miles de estancias, santuarios y estatuas, entre ellos el Palacio Blanco, con los apartamentos del dalai lama, y el Palacio Rojo, en el que se celebraban las actividades religiosas; pero todo eso sucedía antes de la invasión china que, mediante la destrucción de la arquitectura, había superpuesto una nueva marca a la huella ancestral.
De súbito aparecieron los grandes edificios y las galerías comerciales, como surgidos de la nada. Era el gran bulevar de Lhasa, bautizado como el Camino de Pekín, que conducía a una amplia plaza, el único espacio abierto en medio de aquella acumulación de cemento. La ciudad moderna de Lhasa es completamente china, con establecimientos y rótulos chinos imponiéndose a los tibetanos; es Lhasa y no lo es, al mismo tiempo.
El minibús dejó en una parada a algunos pasajeros y después continuó hacia el este de la ciudad, donde se encuentra el barrio tibetano. Hubo un cambio brutal al pasar de la ciudad moderna, flamante, a la ciudad antigua de piedra, con sus tradiciones: en el mercado tibetano, la carne de yak estaba expuesta al aire libre. Cruzamos el Barkor, un circuito de peregrinación que se recorre en el sentido de las agujas del reloj. Numerosos peregrinos tibetanos habían acudido a rezar a aquel lugar santo. En esa zona había además un mercado profusamente abastecido y una especie de Bolsa a la tibetana. También se encontraban allí banderas con oraciones, bloques de madera con textos sagrados impresos, pendientes, botas de cuero de yak…
Finalmente nos detuvimos en el corazón del barrio, delante del templo Johkang, uno de los santuarios más venerados del Tíbet.
Construido en el siglo VII, contiene cuatro capillas. Me dirigí a la cuarta, la que me había indicado el lama. Vi entonces con estupefacción el nombre de la capilla: Jhampa. La estatura de Jhampa Truze era impresionante. Según la leyenda, era el Buda del futuro.
Lo contemplé largo rato, sin poder apartar la mirada. ¿Por qué el lama me había dado el nombre de Jhampa? Tampoco me había cuestionado el motivo, y ni siquiera le había preguntado el sentido de aquel nombre; pero ahora estaba seguro de que no se trataba de una casualidad, sino de un signo, de un mensaje que quería transmitirme.
Llevaba una carta del lama gracias a la cual me asignaron una habitación adornada con colgaduras de seda delante de una pila para lavarse, y con pieles de carnero en el suelo, fotos de Budas por todas partes, recipientes diversos y cuencos para el té y las tisanas. Se quemaba incienso, y había tantas comodidades que no conseguí creérmelas, hasta tal punto había perdido la costumbre.
Por la mañana, me reuní con los monjes en cuanto sonó el primer gong, esperando ver a Ono Kashiguri, y tal vez a Jane. Los monjes tenían la cabeza rapada y vestían hábitos grises; uno de ellos derramaba agua sobre las piedras, frente al templo. Yo quemé incienso y me fijé en que un monje me observaba: sabía que yo era un extranjero, a pesar de la tonsura.
Me acerqué a él, le dije que venía de parte del lama, y le pregunté si Ono Kashiguri estaba allí. En un inglés vacilante, me respondió que Ono acababa de partir para una gran fiesta en la India y que todos se disponían a seguirle.
Unos días más tarde me encontré con los cinco monjes del monasterio, en el tren abarrotado que cruzaba el país en dirección a la India. Mis compañeros de viaje recitaban mantras, a cambio de los cuales recibían comida en ocasiones.
Las condiciones del viaje eran difíciles. La gente, instalada para un viaje que había de durar varios días, cocinaba en los compartimientos. El tren no pasaba de los cuarenta kilómetros por hora y hacía numerosas paradas en estaciones superpobladas en las que, de algún modo, se operaba el milagro de llenarlo más todavía.
Nos dirigíamos a Bodh Gaya, el lugar santo más importante del norte de la India; allí se alza el templo de Mahabhodi, una pirámide de más de cincuenta metros de altura, rodeada en su base por cuatro torrecillas. Ese templo guarda en su interior una colosal estatua del Buda rozando el suelo con su mano.
Durante el largo trayecto vi un gran número de estatuas del Buda al borde de los caminos, en los pueblos y delante de los templos. Acabé por preguntar a uno de los monjes quién era exactamente el Buda, porque sólo sabía lo que me había contado el lama.
—¿Eres un discípulo del lama e ignoras la historia del Buda?
—Sí —admití—, soy un novicio. Y tú, ¿eres un discípulo del Buda?
—Soy discípulo de Ono Kashiguri —respondió el joven monje—. Viajo para reunirme con él.
—Pero también eres un discípulo del Buda, ¿no es así?
—Sí, claro. Voy a contarte su historia —dijo, al parecer compadeciéndose de verme tan ignorante—. La historia del príncipe Siddharta…
Mecido por el traqueteo del tren, oí aquella historia para distraerme, sin sospechar hasta qué punto se iba a mezclar con mi propia vida.
—Estamos hacia el año quinientos antes de nuestra era —empezó el joven novicio—. Una bella joven va a alumbrar un niño. En el mismo instante, en el cielo un bienaventurado medita sobre su última aparición en la Tierra, porque quiere preparar su próxima reencarnación. Ha tenido ya muchas existencias anteriores, pero busca la reencarnación suprema que le permita alcanzar la liberación última del nirvana. Al observar tanta belleza y sabiduría en el palacio de Kapilavastu, elige la familia de Qakya para reaparecer, por última vez, entre los hombres.
»En el instante en que toma su decisión, aparecen en las terrazas del palacio centenares de pájaros, árboles cubiertos de flores y estanques con lotos azules. La joven encinta, al ver aquello, se retira al gineceo y se sume en profundas meditaciones.
»Cuando llega el momento del parto, la reina se traslada a los jardines majestuosos que se extienden a las puertas de la ciudad. Da a luz al niño puesta en pie, sujetando con la mano derecha la rama de un árbol, y el niño sale de su costado derecho. Entonces el cielo se desgarra, aparecen dos reyes naga, del reino de las serpientes, y brota un manantial de agua fría para lavar al recién nacido y darle el baño ritual. Le llaman Siddharta.
»Un anciano llamado Asita, un asceta venido del Himalaya, le predice un gran destino. Es él quien primero distingue los signos de los Budas: la urna, o mechón de cabello lanoso blanco entre los ojos, y el sello de la Ley en la planta de los pies. El niño es conducido al templo donde se encuentran las estatuas de las divinidades védicas.
»Cuando el niño crece, impresiona a sus maestros con su sabiduría, porque se muestra más sabio que los ancianos. Un día se encuentra en un campo y ve una mata de hierba arrancada en la que hay huevos e insectos a los que acaban de matar. Profundamente afligido, pensando que ha asistido a una terrible injusticia, se sienta a la sombra de un manzano. Por primera vez, medita sobre el dolor universal. Cae la noche, pero él no se acuesta.
»Después, una vez Siddharta alcanza la edad adecuada, hay que encontrarle una esposa. Reúnen a todas las jóvenes del país, y una es elegida: la joven Gopa. Pero su padre pide, antes de entregar a su hija, que Siddharta demuestre su valor y su fuerza, para ver si la merece. Propone un concurso, y Siddharta es el único que consigue tensar el arco del héroe, su abuelo.
»Desposa a Gopa y descubre las delicias del gineceo. Sin embargo, no puede dejar de pensar en la miseria, y está triste. Su padre, al ver su dolor, ordena que ningún espectáculo del sufrimiento humano pueda ser visto por los ojos demasiado sensibles de Siddharta. A pesar de todas las precauciones, Siddharta tiene cuatro encuentros que cambiarán el curso de su vida: con un anciano, un enfermo, un muerto y finalmente un monje. Cuando ve al monje y percibe su serenidad, decide abrazar la vida religiosa.
»A pesar de todos los intentos de su padre por disuadirlo, Siddharta no cambia de opinión. Ni las músicas ni los jardines repletos de mujeres consiguen apartarle de su camino. Considera el gineceo como un cementerio donde duermen las mujeres.
»Una noche, sale, llama a su caballerizo y le pide que prepare su montura. El hombre le dice: "¿Adonde iréis, lejos de los hombres, vos el de las largas pestañas, el de los ojos bellos como pétalos de loto, adonde iréis?" Y Siddharta le responde: "Iré a donde debo ir." Y se marcha en medio de la noche, lejos del reino y del jardín de las delicias. Tiene veintinueve años y es el día de su aniversario.
»Se adentra en los bosques, corta su larga cabellera y la lanza al cielo, donde los dioses la recogen. Cambia sus vestidos espléndidos de príncipe por los harapos de un cazador furtivo. Vive en el bosque y ya no se llamaba Siddharta, sino Gautama, el asceta de los Çakya. Busca a los maestros brahmanes, peregrina y conoce las ciudades. Recorre el país, difundiendo la buena nueva y recibiendo la hospitalidad de quienes le acogen. El rey de Magadha le ofrece la mitad de su reino. Pero Siddharta tampoco sucumbe a esa tentación.
»Para vivir, pide limosna. Para adquirir la sabiduría y desprenderse del apego a los bienes terrenales, medita en la posición del loto. Practica el ayuno y la austeridad. Durante seis años lleva esa vida ascética. Todos los días realiza ejercicios respiratorios muy difíciles, con la oclusión completa de la vía bucal apretando los dientes y presionando la lengua contra el paladar, con tanta fuerza que el sudor brota de sus axilas. Luego bloquea su respiración, reteniendo el aliento con tanta presión que sus tímpanos corren peligro de estallar. Ayuna hasta un debilitamiento extremo, para ser dueño de su cuerpo y su pensamiento. Cinco discípulos estudian y meditan junto a él.
»Un día se pone en pie, muy debilitado, y como sus vestidos están hecho jirones, toma la mortaja de un cadaver, la lava en un estanque y le da forma de hábito de monje. Entonces decide abandonar la ascesis y parte en busca de alimento. Sus cinco discípulos consideran un fallo imperdonable el abandono del ayuno y se marchan a Benarés.
»Entonces Siddharta acepta el arroz y la leche que le ofrece una joven de la aldea; después se baña en el río y se encamina a Bodh Gaya, donde se encuentra el Árbol de la Ciencia y la Sabiduría, la higuera sagrada, el Bodh, al pie del cual se sienta a meditar. De nuevo cavila en el mal y el dolor. Y es entonces cuando se produce la iluminación. Descubre el yo, sobre el cual se fundan los falsos pensamientos y el mundo material, y se dice que si se suprime la voluntad de existir, se abolirá el dolor. Así, a través de la Revelación de la Sabiduría Perfecta, Siddharta accede a la sabiduría del Buda.
»A esa crisis espiritual le siguen siete semanas de reposo, durante las cuales saborea las dulzuras de la liberación. Finalmente se levanta, parte hacia Benarés y "pone en movimiento la Rueda de la Ley". Al llegar a la ciudad se encamina al parque de las Gacelas, donde encuentra a los cinco discípulos que le habían abandonado. Los convierte con los Sermones de Benarés. "Oh monjes —les dice—, hay dos extremos de los que es preciso mantenerse alejado: una vida de placeres, porque es algo bajo, innoble, contrario al espíritu, indigno y vano, y una vida de sacrificio continuo, porque es también triste, indigna y vana. De esos dos extremos, oh monjes, se ha mantenido alejado el Perfecto, y ha descubierto el camino que pasa por en medio, que lleva al reposo, a la ciencia, a la iluminación y al nirvana."
»El Buda reanuda después su vida errante. Va de pueblo en pueblo, predica y hace milagros. De vuelta en Qravasti, en el reino de Kosala, el Buda realiza el Gran Milagro. El rey de aquel país ha organizado un torneo de prodigios entre ascetas, y ese día se le ve elevarse en el aire mientras su cuerpo irradia luces multicolores. Poco después, se le ve sentado sobre un loto creado por los reyes naga. Brahma está a su derecha, Indra a su izquierda, y el cielo se llena de lotos, cada uno de los cuales contiene un Buda mágico.
»Sigue haciendo el bien y difundiendo sus dulces enseñanzas durante más de cuarenta años. Más tarde, admite algunas mujeres en su orden, pero a disgusto. No ha vuelto a ver a su esposa después de tanto tiempo. A los setenta y nueve años, el Buda enseña a todos y sigue mendigando para obtener su sustento.
»Un día dice a su discípulo favorito, Ananda, que le gustaría prolongar su estancia en este mundo, pero éste deja pasar tres ocasiones de pedirle que sobreviva. El Buda opta entonces por la vía de la Extinción Total. Ananda reúne a todos los monjes para escuchar una nueva exhortación, que le hará permanecer un poco más de tiempo en la Tierra. Por fin, cuando es ya muy viejo y siente que se acerca su fin, se encamina al norte del país para contemplar los monasterios que ha fundado. "Soy viejo —dice a su discípulo Ananda, el único al que ha autorizado a seguirle—. Soy un anciano que ha llegado al final de su camino. Así pues, tú habrás de ser tu propia lámpara, oh Ananda. Habrás de ser tu propio refugio. No te separes de la lámpara de la verdad." Se hace preparar su lecho de muerte junto al río, entre dos árboles gemelos que al instante se cubren de flores. Y dice: "En verdad os digo, oh mis discípulos, que todo lo creado está destinado a perecer. Luchad sin descanso."
»Tiene los funerales del hijo de un rey, durante siete días hay bailes y música antes de incinerar su cuerpo. Ha muerto sin sucesor. Por primera vez un hombre, un "león de los hombres", ha sido proclamado soberano de los dioses…
Por fin, tras tres días de viaje agotador, llegamos a Bodh Gaya, una ciudad del color del polvo, como la tierra en la que se asienta, una ciudad del fin del mundo, en un estado de ruina como nunca había visto antes. Delante de los muros decrépitos, los mendigos, los cojos, los mutilados, se arrastraban en el polvo, con la mirada extraviada. Habría querido detenerme delante de cada uno de ellos, pero ¡ay!, eran una multitud incontable. «Sí, estás desprovisto de todo. Pero no digas: como soy pobre, no puedo buscar la verdadera sabiduría». Mas, ¿cómo era posible buscar la sabiduría cuando el vientre sufría de hambre?
Marchamos hasta el río sagrado, que se llama Naranyadza. Luego llegamos al pie de la higuera, el árbol de la Iluminación donde el Buda, después de siete semanas, había alcanzado el despertar.
En aquella gran peregrinación todos sentían una alegría inmensa. Algunos incluso lloraban.
Los monjes se reunieron alrededor de la pirámide central, cuyos doce pisos esculpidos parecían elevarse hasta el cielo. Una muchedumbre compacta rodeaba la estatua de Ganesh, con cuerpo de hombre y cabeza de elefante, la cual se cree que lleva la prosperidad a los hogares.
Nos dirigimos al monasterio tibetano, donde había un gran edificio rodeado por numerosas tiendas de campaña. En aquel lugar la muchedumbre era muy densa. Los peregrinos venían de muy lejos para participar. Había monjes tibetanos, occidentales y asiáticos; algunos iban con vestimentas normales y parecían ricos, otros eran muy pobres. Había también hombres que miraban en todas direcciones, como si tuvieran la misión de controlar la reunión. Se diría que formaban una especie de milicia.
La cabeza de Ono Kashiguri estaba alineada con la del Buda. No podía oírle bien, de modo que me acerqué un poco más, abriéndome paso entre la multitud aglomerada. Llegué finalmente junto a él. Desde un estrado dominaba al público. No llevaba parche en el ojo, no estaba borracho como cuando me había cruzado con él por dos veces en la casa de las geishas, era tal como lo había conocido en el monasterio bajo los rasgos benévolos, casi alegres, de mi instructor.
—Sí, amigos míos —decía en inglés—, el siglo XXI será japonés si sabemos derrotar a nuestros enemigos, que quieren dominar el mundo entero, a quienes colonizan Europa y América, y también Oriente Medio. ¿Es que los judíos van a controlar Japón como controlan Europa y América? En la provincia de Yamato, cerca de Kioto, hay dos antiguas aldeas con nombre hebreo: Goshen y Menashe… En la ciudad de Usumasa, en un lugar que perteneció a las familias chada hace mil quinientos años, en una piedra está grabado el nombre "Israel"… Sí, están ahí, en secreto, entre nosotros, poderosos y desde hace mucho tiempo. ¡Sí, sin que vosotros lo sepáis, los judíos han conquistado Japón, y nosotros hemos de expulsarlos! ¡Sí, amigos míos, han asaltado incluso el palacio imperial!
Fue entonces cuando, al volver la cabeza, la vi.
Jane. Iba vestida con un quimono y se mantenía un poco apartada. Llevaba un maquillaje blanco, como en la casa de las geishas. Sin embargo, no era la piel pálida lo que la diferenciaba, sino sus ojos, que parecían perdidos, indiferentes, como si mirasen sin ver.
—Desconfiad de los judíos —prosiguió Ono Kashi-guri—. Todo lo que os dirán es falso… Han construido un seminario en Kioto. Se llama Beth Shalom. Dicen que en hebreo Kioto significa «capital de la paz», y Tokio «capital del Este», pero es falso. Poseen una espada, una espada de siete ramas, con un poder maléfico, que llaman menorah. Y nosotros, ¡nosotros llegamos al milenio predicho en la Revelación! Llegamos a la era del Anticristo, y él será vencido en la batalla de Armagedón… ¡Sí, el Anticristo está aquí, entre nosotros!
Un monje le susurró algo al oído mientras me señalaba con el dedo. Aparecieron varios hombres, pero yo me escabullí entre la multitud y, como por mi hábito y mi tonsura me parecía a muchos de los asistentes, pasé inadvertido. Me eclipsé rápidamente, mientras reflexionaba sobre lo que acababa de oír.
Por la noche, me deslicé entre las tiendas y llegué con sigilo al lugar donde había hablado Ono Kashiguri. Justo al lado, vi una pequeña tienda de campaña.
Como no había nadie en las proximidades, eché una ojeada al interior. A través de los mosquiteros vi a Jane tendida en el lecho. ¿Dormía? No; no hacía ningún gesto, ni un movimiento, pero sus ojos estaban abiertos de par en par. Unas marcadas ojeras afeaban su bello rostro.
En la penumbra distinguí una forma inmóvil que emitía cierta luminosidad, una especie de sombra de ojos fosforescentes.
Pensé en las palabras del maestro: «No camines ni demasiado deprisa ni demasiado despacio, tu caminar debe ser a la vez imperturbable y desenvuelto. Ni muy cerca, ni muy lejos: escoge el justo medio. Ir demasiado aprisa revela desorden y agitación; ir demasiado despacio denota timidez, o incluso miedo».
Me acerqué con calma. Cuando él lanzó su cuchillo contra mi cara, no me sobresalté y me limité a agacharme: así mostraba que mi estado era normal. Mi espíritu se mantuvo inalterable. Capté el segundo gesto que hizo mi enemigo en mi dirección. Sus reacciones eran más lentas de lo que esperaba, y yo actué con toda presteza. Utilicé la técnica del no-sable, que permite evitar la muerte cuando estás desarmado. Me comporté como si no hubiera visto el arma y combatí aprovechando todas mis posibilidades. Hacía los movimientos aprendidos en el Krav Maga, pero utilizando la estrategia que me había enseñado el maestro Shôjû Rôjin.
Dejé que se agotara, esquivando sus ataques. Así, le permitía ejecutar movimientos inútiles, sin responder a todos los ataques. Actuando con método, me centré en anticipar, en cada momento, las menores intenciones de su espíritu, para frustrar desde el inicio todos sus intentos.
Intenté captar el ritmo de mi adversario a medida que él iba perdiendo su energía. Sabía que si dejaba pasar el momento justo, el contraataque sería inminente.
Al cabo de unos minutos empezó a perder fuerzas y jadeaba. Yo sabía que era esencial seguir con atención hasta el menor síntoma de su debilitamiento, para no dejar pasar la ocasión. Utilizando la técnica de agitar las sombras, simulé lanzar un ataque brutal a fin de descubrir lo que él tenía en mente. Detuve las sombras tan pronto percibí su intención de golpearme. Así, iba desbaratando sus impulsos en el momento mismo en que germinaban en su espíritu y a su vez le demostraba mi ventaja. Entonces, dominado por una gran excitación, trató de abalanzarse sobre mí. Yo adopté una actitud relajada, como si me fuera indiferente, y eso le afectó hasta el punto de que también él se relajó. Entonces pasé al ataque y lo cogí por sorpresa, derribándolo.
De pronto aparecieron un par de secuaces suyos. Llevaban puñales y se dispusieron a atacarme. Hice el vacío en mi interior para poder parar el golpe desde la percepción, sin reflexionar ni hacer conjeturas.
Primero tenía que desarmarlos y luego golpearles. Pero para lograrlo no debía fijar mi espíritu en el atacante, en el arma, en la distancia o el ritmo, porque entonces mi acción fracasaría y yo podría resultar apuñalado. La clave era que mi espíritu no debía ocuparse ni de mis enemigos ni de mí mismo. «Sean cuales sean tus actos, si los acompañas con el pensamiento y los ejecutas con una concentración violenta, perderán su eficacia».
Mi cuerpo, mis pies y mis manos actuaban sin la menor intervención del pensamiento, sin cometer errores, y así nueve asaltos de cada diez. Pero cada vez que tomaba conciencia de lo que había hecho, recibía un golpe y caía al suelo. De inmediato me ponía en pie con agilidad, porque caer no hacía mella en mí: sabía cómo caer. Sin embargo, cuando abandonaba la atención consciente, ganaba todos los asaltos. Los pensamientos que me surgían eran obstáculos, y yo me esforzaba en estar totalmente presente en la acción de combatir. Tenía a mi favor la fuerza y la maestría, sin tensiones ni relajamientos. Desarmé con un movimiento fulminante al primero y después al segundo asaltante, y me encontré frente a ellos esgrimiendo los dos cuchillos.
Me atacaron sucesivamente. Detuve el primer golpe, sin dejar que mi espíritu se atascara en esa impresión, y afronté el siguiente ataque, que olvidé también de inmediato.
Lo controlaba todo: la respiración, la energía interna, la atención al espíritu. Intuía cada uno de sus gestos, y así anticipaba sus movimientos y me mantenía invulnerable. Podía advertir todo pensamiento agresivo emitido contra mí, siempre que no sucumbiera al temor. Había de vencer como el agua que no se opone a nadie, a la que nada puede oponerse, que cede al cuchillo sin que éste pueda desgarrarla, que es invulnerable sin ofrecer resistencia. Había de vencer como el viento, al que nadie puede detener, y como la tempestad, como el mar embravecido, como la montaña inaccesible, había de vencer como setecientos caballeros a las puertas de la batalla, en el día de su venganza, por la gloria y la justicia, había de vencer con un corazón decidido, había de vencer a aquellos cuyas rodillas tiemblan, había de vencer y ser invencible.
Les miraba a los ojos para sumirlos en la confusión. Había conseguido agotar sus fuerzas, sembrar la división en su seno. Al haber aparecido de una manera imprevista, me movía en el terreno de lo inesperado. Era sutil hasta hacerme invisible. Era misterioso hasta hacerme inaudible.
Para terminar, lancé un kiai: el grito de la energía interna. Al mismo tiempo, derribé a dos atacantes con sendos golpes, mientras el tercero se daba a la fuga.
Tomé a Jane entre mis brazos y, como un relámpago, la saqué del campamento. La llevé sobre el hombro, caminando aprisa, hasta el pequeño hotel que había visto al llegar, en las afueras de la ciudad. Unos mendigos dormían delante de la puerta. Me dije que serían los guardianes de nuestra noche.
Por fin, deposité a Jane sobre la cama de la habitación. Ella dormía con un sueño profundo, inalterable. La contemplé unos momentos. Tenía un aire angelical en su sueño, exhalaba con suavidad y su piel, más blanca que nunca, parecía inmaculada. Estaba tan bella como el primer día.
Marqué el número de Shimon para anunciarle que había encontrado a Jane.
—¿Cómo está? —preguntó.
—Duerme. Parece cansada.
—¿Está drogada?
—¿Drogada? No lo sé… Quizá…
—Bien. Ahora, Ary, tienes que desprogramarla.
—¿Qué?
—Ary, la manipulación mental y el acondicionamiento físico son la base del adoctrinamiento en las sectas. Y Jane estuvo en esa secta. No tenía otra opción, pero para lograrlo tuvo que exponerse a la influencia de un gurú. Pocas personas resisten esa clase de manipulación psicológica intensiva. Convierten a los individuos en robots humanos con la finalidad de crear un mecanismo de carne y hueso, programado con nuevas creencias y nuevos procesos de pensamiento.
—¿Crees que se convirtió en geisha no por su misión, sino por el poder que la secta ejercía sobre ella?
—El discípulo, o el persuadido, suele estar privado de libre albedrío. Sufre un bombardeo de lazos afectivos y amorosos que le unen a los demás miembros de la secta, de modo que éstos consiguen obligarle a cumplir sus designios. Incluidos actos demenciales como los suicidios colectivos. Ahora es posible que ella ni siquiera sepa dónde se encuentra, y que tampoco desee saberlo…
—Pero ¿por qué? ¿Por qué la CIA la envió sola a una misión tan peligrosa?
—La CIA se interesa mucho en las sectas asiáticas. Sun Yat Moon, el fundador de la secta Moon, recibió ayuda de la CIA para impulsar su secta e implantarla en Corea…
—¿Para qué?
—Para convertirla en un bastión contra el comunismo, organizando la venta y la producción de armas. Cuando enviaron a Jane a esta misión, supongo que todavía no tenían conciencia de la amplitud del peligro.
—¿Es posible sustraerla a esa influencia?
—Según el experto que he consultado, en la fase de deprograming se intenta obtener un vacío de pensamiento, lo cual puede generar una angustia aguda, relacionada con la pérdida de referencias.
—¿Y luego?
—Hay un período de dudas intensas, de pérdida de puntos de apoyo, posiblemente de depresión. Estrés, reducción de los afectos y de interés por el mundo exterior.
—¿Y después?
—Bueno… Pues no lo sé —admitió Shimon.
Tras colgar me sentí bastante inquieto. Miré a Jane, que dormía apaciblemente, o eso parecía.
Sólo entonces comprendí el sentido de las palabras del maestro Shôjû Rôjin: «El ego te impide ver las cosas como son, eres víctima de tus prejuicios, tu peor enemigo no es el que tú crees». Mi ego y mi orgullo herido me habían cegado, y había dejado a Jane sola, la había aborrecido mortalmente cuando ella necesitaba mi ayuda. Y para comprenderla, había tenido que recorrer un largo camino cuya meta no era otra que la pérdida de mi ego. Sólo así asumiría la verdad: Jane no era una prostituta, estaba bajo la influencia de la secta, se había infiltrado en ella, aun a riesgo de su vida, porque era valiente y admirable.
Se volvió en la cama, con el rostro perlado de sudor. De pronto despertó y miró en todas direcciones. No sabía dónde estaba.
—Jane —le dije—, estás conmigo. No temas.
Ella me miró con expresión de pánico.
—Jane, ¿cómo te sientes?
—¿Qué hacemos aquí? ¿Dónde estamos?
—En un hotel. Te he traído conmigo, lejos de la tienda en la que te tenían encerrada. He venido para llevarte lejos de ellos.
—¿Qué haces aquí? —Me miraba estupefacta.
—Te he seguido.
De pronto pareció muy cansada.
—Pero ¿por qué lo has hecho…? No valía la pena.
—¿Estás bien?
—Sí. Ahora tengo que volver allí.
—¿Volver allí? Ni se te ocurra. Eras su prisionera, Jane. ¡Esos hombres te vigilaban!
—No —dijo sacudiendo la cabeza—. No, no es verdad. Tengo que volver.
—Ni hablar. No te dejaré salir, ¿comprendes?
—No puedo quedarme aquí. Está ocurriendo algo muy grave allí y tengo que ir.
—¿Qué es eso tan grave?
—Algo… No me acuerdo…
—Inténtalo.
—No lo sé… Es como en los sueños, me acuerdo de la sensación pero no del contenido. Me acuerdo de que es grave… como una conspiración. ¡Tengo que saber más!
—No te irás de aquí.
—Ya lo veremos —dijo ella, al tiempo que se ponía en pie y recogía sus cosas.
Intentó ir hacia la puerta, pero le flaquearon las piernas y tuve que sostenerla para que no cayera al suelo.
—Estoy bien —dijo—. Estaré bien enseguida.
—Creo que has sido drogada o hipnotizada…
Me miró asombrada.
—¿Por qué dices eso?
—Porque no estás… normal.
—¿Y tú, crees que estás normal? ¿Qué puedes saber de los demás, ni de lo que ocurre allí? ¿Y de lo que es o no es normal?
Sus rasgos se endurecieron en una expresión de odio. No la reconocía.
—Pero Jane, cuando te vi en la casa de las geishas decías que era una secta, una secta peligrosa, con toda clase de medios a su disposición.
—Ahora es distinto.
—¿Ya no crees que sea cierto lo que me dijiste?
—¿Qué es lo que te dije?
—Que Ono Kashiguri era un gurú, que había hecho asesinar a varias personas, que disponía de medios para hacer mucho daño.
Me miró, con un aire dubitativo.
—Es falso —dijo, y añadió—: ¿Y tú, por qué te marchaste así, sin despedirte? Sabías que yo no podía acompañarte, que no tenía manera de salir de allí.
—Lo sé, Jane… Estabas sola y yo te dejé allí. Me culpo tanto por eso…
—No te preocupes, todo el mundo fue muy amable conmigo. Y descubrí muchas cosas…
—¿Qué descubriste? ¿Quieres contármelo?
Se tendió en la cama y cerró los ojos como esforzándose en recordar.
—Había largas sesiones de mantras, muy largas…
—¿Mantras?
—Había que repetir un sonido, una sílaba o una frase, a un ritmo variable. Esa repetición permitía obtener un estado próximo al sueño, pero que no era sueño… Era como un trance. Después me sentía bien, podía hacer cualquier cosa, decir cualquier cosa. Cuando te presentaste en la casa de las geishas, estábamos casi al principio y aún no lo sabía, pero después… Fue como si me vaciara de mí misma para llenarme de alguien distinto. Y luego —añadió, dirigiéndome una mirada— descubrí el amor, el verdadero… No el que abandona al otro, sino el que está abierto a todos. El amor transforma todo lo que toca. Si progresamos en su luz, aprendemos a amar y a ser amados por todos… Y él…
—¿Quién?
—Ono Kashiguri… Ha sido seguramente el encuentro más importante de mi vida. Ha transformado mi percepción del mundo en que vivo. Me ha permitido alimentar mi energía… He comprendido que puedo cambiar las cosas cambiándome a mí misma… Y además, ahora sé que todo individuo que habita este mundo posee un alma. Y he de esforzarme en recordar quién soy yo, porque lo he olvidado a fuerza de trabajo y de viajes… siempre corriendo a través del mundo. ¿Pero persiguiendo qué cosa? ¿Para qué?
Hablaba con lentitud, en tono fatigado. Se abandonó a una especie de ensueño. Luego empezó a tararear una salmodia, en voz baja y meciéndose,
—Cuéntame más —dije—. Lo que te dijo, lo que ocurrió… ¿Ha habido algún hecho que haya cambiado las cosas?
—Una noche, después de los mantras, vi unas imágenes… Fue extraordinario. No puedes imaginar lo que es llegar a tocar el propio yo interior.
—¿Qué imágenes?
—Como reminiscencias de vidas anteriores, una detrás de la otra, al ralentí; y luego, una de ellas se destacó del conjunto y se situó en el centro… Contuve el aliento… La silueta era poderosa y benévola, me contemplaba con un amor total, con un rostro comprensivo. Me acogió y me dijo: «Soy tu verdadero yo». Me dijo todo lo que yo siempre había querido saber sobre mí misma. Sobre mi entorno, mi familia, mi vida profesional, y sobre ti, Ary… Las lágrimas resbalaron por mis mejillas y cuando por fin comprendí la realidad interior de las cosas, cambié.
—¿Y yo?
—Tú también, tu única esperanza de sobrevivir es la verdad.
—¿Qué verdad?
—La que es difícil mirar de frente. ¿Qué he hecho yo de mi vida? He pasado los días asumiendo riesgos, cada vez más riesgos. ¿Contra qué he luchado?
—Contra las sectas, Jane. Contra los propagadores de falsas ideas. Esa es tu vida, tu terreno, tus ideales.
—Estaba equivocada. La CIA me adoctrinó. Fui manipulada por personas que me hicieron creer que me necesitaban. Fui adoctrinada porque, en definitiva, ¿qué tenía yo en la vida? Nada que valiera la pena conservar…
—Tu padre era pastor. Te transmitió el cristianismo.
—¡Cristo! Ary, tú sabes muy bien cuántas mentiras se han dicho sobre Cristo y en nombre de Cristo. Cristo no existe… Existió Jesús, y no es seguro que quisiera ser Cristo…
—Y yo, ¿no soy yo importante en tu vida?
—Cuando te encontré —dijo con una sonrisa triste—, hiciste añicos todas mis certezas. Y fue entonces, creo, cuando realmente me perdí. Dediqué mi tiempo a buscarte, a desearte, a amarte, y tú estabas en otra parte, siempre en otra parte. Y yo me negaba a verlo… ¿Sabes por qué?
—No.
—Porque en el fondo me convenía. Sí, me convenía haber encontrado una historia imposible, que representara una auténtica diversión. Me convenía para llenar el vacío de mi vida.
—¿Tú y yo?
Me miró con gesto indiferente.
—Todos somos partículas de la energía divina universal que es el origen de la vida.
—Ven —dije—, ven a mi lado.
La miré a los ojos. Sus párpados temblaban, parecía ahora muy agitada. Le tomé el brazo y murmuré con fervor:
—«Os conjuro, a vosotros que penetráis en el cuerpo: al demonio que mina las fuerzas del hombre y al demonio que mina las fuerzas de la mujer… os conjuro en nombre del Señor, que borra la iniquidad y la transgresión. Demonio de la fiebre, demonio del escalofrío y demonio de las enfermedades del pecho, no tenéis derecho a sembrar la inquietud de noche por medio de pesadillas ni de día durante el sueño. Oh íncubos, oh súcubos, oh vosotros demonios que atravesáis las murallas pérfidas… ante Él… ante Él… y yo, oh espíritu, te conjuro, oh espíritu… sobre la tierra, entre las nubes…».
—Pero ¿qué dices, Ary? ¿Estás loco? ¡Déjame! —dijo, soltándose con una sacudida brutal.
—¡Sí! —exclamé—. Estoy loco al verte así, estoy loco de tristeza, loco de desesperación, loco de dolor, loco por haberte dejado allí… Pero yo no sabía… de verdad no lo sabía.
Lloré y lloré sin poder contener las lágrimas.
—Ven —dijo ella—, ven a mi lado.
La abracé y tomé su cabeza entre mis manos.
—Perdóname.
—¿Has venido a buscarme, entonces, Ary?
—Sí, he venido hasta aquí por ti.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Oh, Ary, tengo… tengo miedo.
—¿De qué?
—Aquí…
Sacudió la cabeza y colocó una mano sobre su corazón.
—Mi corazón está vacío.
Lloró largamente sobre mi hombro, y sus lágrimas eran como un torrente que corre montaña abajo. Expresaban una tristeza infinita, cuyo motivo yo tenía miedo de comprender. Jane lo había perdido todo, incluso a sí misma. Lo había perdido todo, y también su amor por mí.
Se durmió y yo pasé la noche mirándola, sin hacer un gesto, un movimiento. Sólo la contemplaba, y mis ojos se llenaron de su visión.