III.
El pergamino de los abismos
Yo era como un marino en un navio, el mar estaba agitado, sus olas y rompientes se abatían sobre mí empujados por vientos de tempestad. No había pausa para recuperar el aliento, ni lugar hacia donde enderezar el timón. El abismo rugía ahogando mis gemidos, llegué a las puertas de la muerte y, como aquel que, en el interior de la ciudad asediada, confía en su imponente muralla, yo esperé la salvación.
Manuscritos de Qumrán,
Pergamino de los himnos
A la mañana siguiente había niebla en Kioto. La ciudad de los mil seiscientos santuarios, de los rascacielos y las luces rojas de neón, parecía perdida entre sus tres montañas en un halo de bruma. Aunque he practicado bastante la orientación nocturna, confieso que me habría costado mucho no perderme.
Por suerte, Toshio había venido a buscarme al hotel, cerca del mediodía. Paseamos ante los templos, de madera oscura o pintada. Los altares dorados brillaban en la niebla, y Toshio me explicaba los nombres de los templos que surgían aquí y allá, como si los hiciera aparecer al nombrarlos con palabras de una sonoridad extraña y familiar a la vez: el templo Sanjusangengo, con las mil estatuas doradas de Buda, cada una de más de dos metros de altura; el templo Toji, la mayor pagoda de Japón; el santuario Heian, con sus magníficos jardines en los que no había ninguna flor. Para mi asombro, Toshio me explicó que, en la concepción japonesa, un jardín debe ser permanentemente bello, y por esa razón no hay flores, ya que se marchitan. Los japoneses prefieren el musgo, el agua, las piedras y la hierba, con todo lo cual crean paisajes simbólicos y duraderos.
Finalmente, llegamos al centro de la ciudad, invadido por los automóviles y por numerosos peatones, la mayoría de ellos turistas o japoneses venidos en peregrinación a visitar los templos.
—Dicen nuestras tradiciones que fue Jimmu Tenno, antepasado del actual emperador, quien creó el imperio japonés…
—¿Cuándo fue?
—En el año 600 antes de Cristo… Hace mucho tiempo…
—En esa época, la tierra de Israel estaba dividida en dos: el reino del Sur, con las tribus de Judá y Benjamín, y el reino del Norte, llamado Samaria, habitado por las diez tribus restantes. Samaria cayó el 722 antes de Cristo en manos de los asirios, después de un asedio de tres años. Siguiendo su estrategia bélica, Asiría deportó a todos los habitantes y los exilió en medio de otros pueblos conquistados y procedentes de tierras lejanas…
—El emperador Kammu fundó la capital de Japón en Kioto, en 794. Esta ciudad fue la residencia del emperador hasta finales del siglo XIX. Los shogunes desplegaron en este lugar una corte grandiosa antes de establecerse en Edo, la actual Tokio… Pero Kioto es también la ciudad de las geishas. Los barrios de Gion y Pontocho son conocidos en el mundo entero por el refinamiento de sus zashiki.
—¿Zashiki?
—Los lugares donde se encuentran las geishas; allí las maiko, las jóvenes geishas, reciben la enseñanza auténtica. Y allí nos dirigimos ahora.
—¿Allí? —dije—. Pero ¿no teníamos que ir a ver al maestro?
—El maestro ha dicho que para nuestra investigación es necesario que hablemos con la geisha del monje Nakagashi, la señorita Yoko Shi Guya.
Habíamos tomado la avenida principal, Shijo Dori, donde numerosos vehículos se amontonaban delante de los teatros y arcadas.
Por fin, llegamos a Gion, el barrio de las geishas, y el paisaje cambió de una manera radical: allí se alzaban las antiguas casas de madera, con las fachadas de las zashiki o las machirya, según me explicó Toshio: un grupo de casas agrupadas en torno a una avenida central. Numerosas tiendas, pastelerías, salones de té, restaurantes y casitas bajas con ventanas enrejadas contribuían a un ambiente de animación alegre. A veces se oía música tradicional procedente de las casas de té.
—Posiblemente le guste quedarse aquí, señor Ary —dijo Toshio.
—¿Quedarme aquí?
—Sí, algunas noches.
—Pero no quiero…
—Oh, tendrá que hacerlo. Hay que quedarse aquí varias noches.
—No puedo… Es completamente imposible. No puedo quedarme en un barrio de prostitutas.
—Por favor —dijo Toshio—, por favor, señor Ary, no se equivoque. Las geishas no son prostitutas. Son artistas. Gei en japonés significa «arte», y sha, «persona». Viven de su protector, el danna-san, no del dinero de los clientes, que apenas les llega para cubrir sus gastos de toilette.
—En todo caso —dije—, no tengo la menor intención de pasar el rato con una geisha. Le recuerdo, señor Toshio, que estamos aquí para investigar. Hemos de entrevistarnos con la amante de Nakagashi con la esperanza de conseguir a través de ella información sobre él. Eso es lo que ha dicho el maestro, ¿no es así?
—El maestro, en efecto, ha hablado de Yoko Shi Guya, la geisha de Nakagashi.
Me ponía un poco nervioso la idea de entrar en una casa de geishas. Nunca había ido a un prostíbulo ni había visto de cerca a prostitutas, y me daba apuro hacerme pasar por un cliente. ¿Qué habría dicho mi rabino, en Mea Shearim, el barrio ultraortodoxo de Jerusalén? Y los esenios, ¿qué habrían pensado, sino que estaba cayendo en lo más bajo del mundo, el Sheol, donde se hunden todos los malvados, impíos, insolentes y trapaceros? ¿Estaba siendo arrastrado por los torrentes de Belial como por un fuego devorador? ¿Había caído al fondo del foso, en medio de todas las calamidades? Pero ¿cómo evitarlo si deseaba saber la verdad, si quería volver a ver a Jane?
La noche anterior, después de varias horas de insomnio, había acabado por volver a telefonear a Shimon, pero no había obtenido de él ninguna información suplementaria, salvo que Jane había aceptado una misión de alto riesgo y, además, ultrasecreta.
¿Y yo, cuál era mi papel si ella actuaba sola y en la sombra? Shimon no había contestado a la pregunta. Se había contentado con exhalar un largo suspiro y colgar, según su costumbre en las situaciones embarazosas.
«Pero yo, ser de arcilla, ¿quién soy? Moldeado con barro, ¿quién cuenta conmigo y cuál es mi fuerza? Porque me he presentado en el reino de la impiedad y comparto la suerte de los miserables».
Se trataba de una casa particular de tres pisos, con un primer techo como remate de un balcón y un segundo más alto y vertical, que dibujaba un triángulo perfecto; una casa de madera, de líneas realzadas con pintura blanca, salvo la del balcón, que era roja; sobre el segundo techo aparecía un tigre dorado; no, no era una casa, sino el diseño de una morada cuya puerta conducía a pasadizos secretos y jardines imaginarios, con arena, una isla encantada, pinos, piedras y miles de arbustos.
No había ninguna ventana aparente en aquella vivienda de doble cubierta que, por ello, parecía doblemente tapada para no dejar ver su fachada. Y el sol acariciaba los techos que la cubrían púdicamente, de modo que toda ella quedaba en la sombra. Era una casa resguardada de las miradas de los paseantes.
Empujamos la pesada puerta de madera y seguimos un pasillo que nos llevó a una gran sala, con suelo de parqué cubierto de tatamis, decorada con sencillez, en un color ladrillo. No había más que una mesa. Al levantar la mirada, vi grandes paneles pintados con escenas eróticas. Varias lámparas daban una luz suave y difusa, y la atmósfera era cálida, casi serena.
—Voy a hacerle pasar por un cliente, señor Ary —dijo Toshio—, y usted pedirá ver a Yoko Shi Guya.
—¿Y usted?
—Yo me iré.
—Pero ¿cómo le hablaré?
—Trataré de ayudarle, señor Ary. La mayoría de estas casas no aceptan al cliente la primera vez. Necesita ser presentado.
Toshio charló largo rato con la joven japonesa que estaba en la recepción. Se diría que estaba parlamentando. Por fin, me hizo seña de que podía entrar «en el santuario de los placeres delicados».
—No ha sido fácil negociar un precio para usted, señor Ary.
—¿Por qué? —pregunté, ligeramente ofendido.
—Porque es un occidental, señor Ary, y los occidentales pagan precios muy elevados.
Me condujeron a un pasillo al que daban numerosas habitaciones. Fui llevado a una de ellas: una pequeña habitación de madera clara, con persianas rojas, en la que únicamente había un tatami. La joven que nos había recibido me sirvió un té humeante y me tendió una especie de libro de gran tamaño.
Era un catálogo escrito en japonés, aparentemente destinado a presentar la casa, y contenía las fotografías de todas las cortesanas, más un texto corto dedicado a cada una de ellas. Lo hojeé. Todas estaban escasamente vestidas, y llevaban el moño con la misma gracia que ponían en sus poses eróticas.
La joven que me había servido volvió al poco rato, y me indicó que le enseñase a quién había elegido.
—Yoko —dije.
Sonrió y bajó la mirada, pero siguió delante de mí, como si yo no hubiera dicho nada.
—Yoko —repetí.
De nuevo bajó los ojos y asintió con la cabeza, mas siguió inmóvil.
—¿Yoko no? —dije.
—Sí —dijo ella con una inclinación de la cabeza, y sin dejar de sonreír. Luego hizo gestos con las manos para explicarme algo que no comprendí.
Se fue y volvió con otra joven. Esta era menuda y delicada, estaba maquillada de blanco y vestida con un quimono azul, de modo que parecía una muñeca de porcelana.
—No puede usted ver a Yoko —murmuró la joven—, pero puede ver a su hermana.
—¿Su hermana?
—Cada geisha tiene una hermana en la casa donde vive. Cada una de nosotras debe elegir una hermana mayor, entre los miembros de su escuela, y Yoko y Miyoko han sellado el pacto bebiendo tres veces tres copas de sake. Tienen el en, una relación especial entre ellas. Por eso, su nombre es Miyoko. Cada geisha toma un nuevo nombre que procede del nombre de su hermana.
Ante mi aire de asombro, añadió:
—Ellas bailan juntas la danza del río, en el teatro Pontochokaburenjo, en la primavera y el otoño.
Asentí; al parecer, no tenía otra opción.
Fui conducido al primer piso del establecimiento, a una habitación más lujosa, con colgaduras de seda y una mesita baja. Una joven geisha llevó té y una bandeja con lo necesario para fumar. Poco después, trajo dos grandes bandejas ovales con jarras de sake.
Tras un rato de espera, apareció por fin la cortesana. Tenía un rostro largo y delgado, cejas muy altas, y una actitud dulce y sumisa. Los labios eran pequeños, llenos y rojos como cerezas, y su tez tenía la transparencia del marfil. Su cuello grácil parecía inclinarse y alargarse bajo un pesado moño de cabellos negros y brillantes.
Se sentó en el otro extremo de la mesa, pero de lado, mirando hacia la puerta. Siguiendo las indicaciones precisas que me había dado Toshio, coloqué una copa en la bandeja antes de ofrecérsela. Ella la tomó con una mueca de enfado y simuló beberla.
Luego, sin una palabra, se levantó y salió de la habitación. Tomé la comida que me habían servido, sushis y sashimis, mientras músicas, cantantes y bailarinas iban turnándose para alegrar mi cena. Comprendí por qué las llaman «geishas», es decir, artistas. Unas violinistas tocaron melodías antiguas, de acentos tristes y graves, que me recordaron algunas canciones hebreas oídas en la yeshiva. Luego, me abandoné a una especie de ensueño mientras veía moverse con gracia los brazos y las piernas de las jóvenes bailarinas, que me encantaron. Intenté resistirme a sus cantos, a la fuerza envolvente de la danza que me empujaba hacia el paraíso de las mujeres, pero casi a mi pesar me vi arrastrado hasta su mundo, hechizado por el alcohol, la música y el balanceo de sus cuerpos.
Cuando la cena hubo terminado, abrieron la puerta y vi una silueta que reconocí. ¿Era un delirio, era real? ¿Era la materialización de mi deseo? Mi corazón dio un vuelco y aceleró sus latidos en mi pecho, con tal fuerza que me resultó imposible controlarme. Brinqué del tatami y me precipité por el pasillo, pero la mujer ya había desaparecido.
Era tarde cuando me dormí en mi minúscula habitación. Varias horas después me despertaron dos ojos negros sombreados por largas pestañas que me contemplaban. En conjunto, su rostro parecía una máscara por su blancura. Era la cortesana, vestida con el traje tradicional, con un quimono rojo y largos palillos que sujetaban su cabello azabache en un gran moño. Sus rasgos eran delicados; era hermosa. Me miraba con cierta curiosidad, como si quisiera memorizar mis facciones.
Sabía que estaba prohibido tocarla, que hacerlo supondría una falta de tacto y respeto. La contemplé sin hacer un gesto, sin decir palabra, y ella se fue, serena.
Pasé una noche agitada, poblada de sueños y pesadillas. Veía a Jane aparecer y desaparecer. Corría tras ella, pero ella iba demasiado aprisa y me atraía a un laberinto infernal que desembocaba en el vacío.
Me desperté de forma abrupta, sin saber dónde me encontraba. De súbito, con una especie de terror, comprendí que no estaba en Jerusalén, en mi habitación del hotel, ni en Qumrán, en mi cueva, y tampoco en Israel, sino en Japón, en una casa de geishas, y me pregunté la razón. Tenía que haber un sentido para todo aquello, pero ¿cuál? Era como un sueño, en el que existe la conciencia confusa de que todo tiene sentido, pero éste se nos escapa; y mis sueños, aquella noche, eran más reales que la realidad.
El segundo encuentro tuvo lugar al atardecer del día siguiente. La cortesana volvió, siguiendo la costumbre, después de haber sido anunciada una hora antes, y en esa ocasión se dignó probar, o más bien rozar con los labios, un manjar dispuesto en la mesa. Sin embargo, tampoco pronunció una sola palabra.
Finalizada la cena, se levantó, salió y regresó poco después con un libro.
—Shunga —dijo.
Miré una recopilación de cuadros eróticos, en blanco y negro y en color. Entre aquellos dibujos ingenuos, algunos muy bellos mostraban los rostros de los amantes inflamados por el acto carnal, sencillamente el uno encima del otro o en posiciones muy especiales, y siempre con los sexos de ambos al descubierto, totalmente desnudos, dibujados con precisión anatómica. En ocasiones el hombre dominaba a la mujer, y en otras sucedía a la inversa; a veces estaban como anudados, ligados entre ellos de manera indisociable. Vi también instrumentos: látigos, bastones. En uno de los dibujos, la mujer, amordazada, estaba atada a un grueso tronco con las piernas separadas mientras el hombre, colocado encima de ella, la penetraba con decisión. O bien una mujer bebía té delante de un hombre desnudo. O también, el hombre, de pie, tomaba a la mujer por detrás, con las piernas separadas.
De nuevo me vino a la mente la imagen de Jane, y la noche en que nos amamos, y sentí cómo me ardían las mejillas y la llama del deseo invadía todo mi cuerpo, hasta provocarme dolor. La cortesana, curiosa, se había colocado frente a mí. Pensé que estaba esperando a que yo le mostrase, en aquellos dibujos, lo que deseaba.
Se me acercó, hasta rozarme casi.
—¿Hablas inglés? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—¿Conoces a Yoko?
La pregunta le provocó una mirada asustada. Se habría dicho que tenía miedo.
Me tendió una hoja de papel de arroz en la que habían caligrafiado con esmero lo que me pareció un haiku. Luego me tendió otra hoja, ésta de papel corriente, con la traducción:
Entre el Japón
y el paraíso no hay
más que una corta distancia.
Luego empezó a hablarme en japonés, deprisa, con muchos gestos. Le hice señas de que hablara más despacio, y deletreó las palabras.
Entonces ocurrió algo asombroso, increíble e imprevisible: para mi enorme sorpresa, entendía las palabras que me decía, cuando las deletreaba, no por los gestos con que las acompañaba, sino porque tenían un extraño parecido con la lengua hebrea.
—Yoko hazukashim…
En hebreo, hadak hashem significa «caer en desgracia».
—Anta —dijo, señalándome, y era como el Ata hebreo, que significa «tú»—, damaru.
Entendí que damaru era «guardar silencio» por el parecido con la palabra hebrea damam.
Asentí. Entonces se acercó un poco más y dijo:
—Yoko horobu.
—Horobu —repetí, buscando un sentido a la palabra. Y entonces recordé horbe, «perecer» en hebreo.
—Samurou —dijo.
¿Era como shamar, «guardar»? El guardián se convierte en hebreo en samurai, porque el sufijo ai añadido a un verbo forma un nombre.
Me pareció comprender que Yoko había muerto, que Miyoko estaba en peligro, que intentaban matarla porque había caído en desgracia, y que se había visto obligada a refugiarse en un lugar donde alguien podía guardarla, en secreto.
Miyoko me indicó que la siguiera y me arrastró con suavidad hasta el pasillo.
En ese momento nos cruzamos con un hombre, un asiático de gran estatura y de unos cuarenta años. Parecía borracho: cojeaba y vacilaba al caminar. La cortesana le saludó con respeto. Cuando pasó a mi lado, vi su rostro: una venda cubría uno de sus ojos.
—¿Quién es ese hombre? —pregunté a la geisha cuando nos hubimos alejado unos pasos.
—Damaru —susurró, y abrió la puerta de otra habitación, más espaciosa que las anteriores y tapizada con sedas de tonos ocres y dorados. Anta damaru.
Me indicó que me tendiera sobre el tatami y se sentó a mi lado. Posó una mano sobre mi pecho y empezó a desabrocharme la camisa. Me dejé hacer: los dibujos habían inflamado mi cuerpo y no podía aplacar la oleada dedeseo que me invadía. Acaricié sus hombros y sus senos.
—¿Dónde está Yoko? —pregunté.
Hizo un gesto evasivo. Cuando repetí la pregunta, dejó escapar una risita nerviosa.
—Damaru.
—Si quieres ayudarla, has de decírmelo todo.
No me entendía.
Se acercó e intentó besarme. Por un instante percibí el penetrante perfume de su cabello, dulzón y anaranjado, cuando rozó mi mejilla con sus labios, al tiempo que dejaba deslizar su quimono. Estaba allí, desnuda, delante de mí, y yo no era capaz de ver nada más. De pronto sentí un gran calor.
—Anta daber li —dije, utilizando la lengua hebrea de una manera absurda.
Estupefacto, vi que me había comprendido.
Volvió a vestirse rápidamente. Yo hice lo mismo y me puse en pie.
—Yoko, Kioto. Senseí Fujima. Isurai.
Por su mirada, vi que me estaba diciendo algo importante.
—Miyoko hazukashim.
La miré un instante, sin saber qué hacer. Hazukashim. Hadak hashem… Comprendí que si me marchaba, ella podía caer en desgracia por no haber dado satisfacción a un cliente. No tenía intención de quedarme, pero ella parecía aterrorizada. No se atrevía a hacer el menor gesto.
Me tendí sobre el tatami. Ella vino a mi lado, se acurrucó a mis pies y se durmió enseguida, como un gatito.
Por la mañana, Toshio, mi contacto y chófer en aquel país extraño y extrañamente familiar, vino a buscarme.
Cuando le conté mis noches en la casa de las geishas y el resultado de mis pesquisas, pareció confuso.
—¡Pero usted pagó a la geisha! —dijo.
Me miraba con asombro. Aparté la mirada. ¿Cómo había podido resistir cuando me encontraba bajo el imperio del deseo, que había dictado su ley? Si él supiese lo cerca que había estado de ceder… Me salvó la lengua en aquel diálogo extraño.
—¿Hay novedades en el tema del manuscrito? —pregunté—. ¿Cuándo podremos examinarlo?
—El jefe de la policía de Kioto se está dedicando en persona al asunto. Piensa que el asesinato de Nakagashi está relacionado con el hombre de los hielos…
—Sí, de eso no hay duda, pero…
—En cuanto al manuscrito, de momento se niega a enseñar lo que considera una prueba de la mayor importancia.
—Pero ¿cómo puede saberlo? Ni siquiera lo ha descifrado. ¿A quién piensa recurrir para hacerlo?
Toshio pareció apurado, como si me estuviera ocultando alguna cosa.
—Lo ignoro, señor Ary. Intentaré informarme al respecto.
Para ir a Isurai pasamos por delante del Ginkaku-ji, el pabellón de plata, cuyos jardines representaban el inicio del «camino de la filosofía», llamado así por los monjes de los templos circundantes que durante siglos fueron a meditar allí. En aquel lugar eran de admirar diversos templos y jardines suntuosos, desde el pabellón de plata hasta el Zenri-ji, donde se encontraba una estatua de Buda que miraba por encima del hombro.
Finalmente llegamos a Koryujin, un templo de madera del siglo XVIII, en el que también había una imagen de Buda, conocida como Miroku Bosatsu, designado oficialmente como tesoro nacional. Al contemplar la estatua más de cerca, la encontré diferente de las demás que había visto. No tenía los ojos rasgados y su actitud no parecía tanto la de la meditación, propia de los Budas, sino más bien la de la oración como la concebimos nosotros.
—Pero ¿cuál es su religión, en Japón? —pregunté—. ¿No es el budismo?
—Aquí, señor Ary, tenemos dos religiones. Tenemos el budismo, que no llegó a Japón hasta el siglo VI. Y tenemos el sintoísmo, mucho más antiguo, la verdadera religión de los japoneses… Aquí decimos que los japoneses nacen sintoístas y mueren budistas, señor Ary.
—¿Qué es el sintoísmo?
—El culto de los kamis.
—¿Y qué son los kamis, señor Toshio?
—Son divinidades que nos rodean, a miles. Determinados héroes de nuestra historia se convirtieron también en kamis después de su muerte. Las campanas que ve a la entrada de los santuarios han sido colocadas allí para atraer la atención de los kamis cuando se acude a rezar. Si no hay campana, es necesario dar palmadas… Hay hombres kamis y mujeres kamis. Estas son aterradoras, demonios que vienen a perseguir a los hombres en mitad de la noche.
—También nosotros tenemos demonios parecidos…
—Y luego están los tengus. Gastan bromas pesadas a la gente. Tienen una nariz muy larga. A menudo llevan con ellos pequeños santuarios portátiles.
—Como arcas de la Alianza…
—Viven en los bosques y las montañas, y a quienes entran en su territorio les ocurren cosas extrañas.
Frente al templo había un pozo, sobre el que figuraba la inscripción: «Isara Well». La primera palabra estaba escrita en caracteres fonéticos, lo que indicaba su origen extranjero. De creer en el código especial, contrario al buen sentido pero eficaz, que había elaborado con Miyoko para aprender la lengua japonesa, el nombre habría podido traducirse como: «el pozo de Israel».
Finalmente llegamos al lugar que me había indicado Miyoko. Estaba al fondo, en un jardín de piedra, y era un simple pozo que parecía antiguo, un pozo que recordaba los de la Biblia tal como los imaginamos, de piedra blanca envejecida.
—Es el pozo de Isurai —dijo Toshio—. Algunos lo llaman el pozo de Israel, ignoro por qué.
Por allí había un joven que parecía el encargado. Vestía una túnica blanca, la de los monjes. Su cabeza reposaba en el brazo de una estatua de piedra, en actitud meditativa. Encima de ella llevaba una especie de pequeña caja negra de forma cuadrada.
—Es un yamabushi —murmuró Toshio—, un aprendiz de la religión. Sólo existen en Japón. Llevan hábitos blancos.
—¿Qué es eso que lleva sobre la frente?
—Un tokin; está atado a la cabeza por una cuerda negra.
—¿Qué hay dentro del tokin?
—Creo, señor Ary… creo que no hay nada, nada en absoluto… —Y en voz más baja añadió—: ¿Sabe, señor Ary?, en nuestras leyendas se dice que los tengus tomaron la forma de yamabushis.
Toshio y el yamabushi charlaron unos minutos, y luego Toshio volvió a mi lado.
—El maestro Fujima se ha marchado —me informó.
—¿Sabes dónde está?
—En su residencia de Tokio.
El yamabushi nos dio la dirección sin poner ningún inconveniente. Al parecer, la casa del maestro Fujima era un lugar conocido en Japón.
Varias horas más tarde estábamos en la autopista que conduce a Tokio.
—A propósito del manuscrito —dijo Toshio mientras conducía—, he recibido una llamada del señor Shimon, que está intentando a través de la CIA presionar al jefe de policía de Kioto, pero el asunto se está complicando… El embajador japonés en Israel se ha quejado a Shimon de la injerencia extranjera en Japón…
—¿Cree que no voy a poder examinar ese manuscrito?
—¿Sabe, señor Ary…? tengo que decirle una cosa. En Japón tenemos un gran respeto por la jerarquía. No es posible conculcar ese orden.
Después de un viaje a través de bosques, entre lagos y cerezos engalanados de flores blancas, llegamos a una sucesión de aglomeraciones urbanas grisáceas que formaban los suburbios de Tokio y se extendían a lo largo de centenares de kilómetros.
De repente llegó el shock de la megalópolis, el gris de la contaminación. Se diría que la ciudad había crecido demasiado rápidamente, una ciudad futurista, como en una película de ciencia ficción, con pantallas gigantes que difundían imágenes virtuales ante muchedumbres uniformes.
Nunca había visto tanta gente en las calles, en las aceras, o saliendo del metro. En el centro de la ciudad se encontraba el Palacio Imperial, en un parque inmenso. Lo contemplé, fascinado: visto desde fuera parecía un espacio verde en cuyo centro se divisaba un edificio muy sencillo, enteramente reconstruido después de la guerra.
—Ahí —explicó Toshio— no se puede entrar. Hay que contentarse con caminar entre los edificios, cuyas puertas están abiertas para que sea posible apreciar la decoración de las estancias. Algunas salas servían para recibir a los dignatarios, y también hay una sala de la coronación. En la ceremonia de Ooharai, el emperador viene a palacio ataviado con vestiduras de lino. Después del ritual, las vestiduras se colocan en un barquito que se deja flotar a la deriva en el río, junto a unas muñecas que representan los pecados. Los antiguos japoneses creían que no podían empezar el año sin pedir perdón por sus pecados.
—Es como el Yom Kippur entre nosotros… Entre los hebreos había la ceremonia del chivo expiatorio, que el Sumo Sacerdote celebraba en el Templo de Jerusalén. También él llevaba vestidos de lino para el Kippur. Imponía las manos sobre la cabeza del chivo, y el chivo cargaba con todos los pecados del pueblo de Israel; luego lo llevaban a un lugar solitario y lo miraban perderse a lo lejos.
Advertí que en lo alto del Palacio Imperial había una señal circular con la forma de una flor de dieciséis pétalos, exactamente la misma que en la puerta de Herodes en Jerusalén. Cuando pregunté por el origen de esa flor, Toshio me explicó que la familia imperial estaba rodeada de secreto y misterio. Solía decirse que el emperador poseía un saber oculto, transmitido de generación en generación desde los inicios de la historia del país.
—¿Y sobre qué versaría ese saber? —pregunté.
—Sobre la familia de Japón, señor Ary. Sobre Japón también, pero no se sabe nada más. Y sobre el propio emperador: en nuestro país se cree que es de origen divino.
Seguimos nuestro camino en aquella ciudad inmensa, de plazas y avenidas gigantescas, todas repletas de gente. De tanto en tanto, Toshio me señalaba un teatro kabuki, una casa de horticultura, en medio de hileras de bazares que ofrecían miles de objetos, de mercados gigantescos, o de grandes almacenes ante los cuales se apretujaba una auténtica marea humana, como un desbordamiento, una invasión, una manifestación.
Finalmente llegamos al barrio de Shibuya, donde se encuentran los teatros y los restaurantes, y como llevábamos adelanto para nuestra cita, Toshio propuso que almorzáramos. Entramos en un pequeño restaurante en el que había una cinta móvil por la que desfilaban platos con pescado crudo preparado de diversas formas. A la entrada había un gran cuenco con sal, sobre un pedestal.
—¿Esa sal es para la purificación?
—Pues sí —respondió Toshio—. ¿Cómo lo sabe? ¡Todos los occidentales se asombran al ver la sal en la entrada! Los sintoístas tienen la costumbre de utilizar la sal o el agua para la purificación. Por esa razón los santuarios japoneses están construidos junto a lagos, estanques o ríos.
—También entre los judíos es esencial la sal. Todos los sacrificios incluyen sal, que representa la conservación, a la inversa que la miel o la levadura, que simbolizan la fermentación y la descomposición.
Nos colocamos frente a la cinta, uno al lado del otro, y Toshio me indicó los nombres de los pescados cortados en cubos pequeños, en los sushis que desfilaban delante de nosotros.
Tomé un bol de arroz y le planté torpemente mis palillos.
—¡Oh, no! —dijo Toshio, y su carota redonda se demudó en una mueca extraña—. ¡Por favor, señor Ary, no haga eso!
—Perdón —dije, temiendo haberle ofendido, pero sin saber de qué manera—. Pero ¿por qué?
—¡El gesto que hace está reservado a la ofrenda a los muertos!
—Vaya —dije—. ¿Es supersticioso, señor Toshio?
El me miró desde detrás de sus gafas, muy serio.
—También hay que evitar pasar la comida de un palillo al otro, porque es un ritual relacionado con los muertos.
—Pues bien —respondí—, es extraño pero nosotros no podemos pasarnos el pan de mano en mano, porque ese gesto está reservado a los que llevan luto.
—Señor Ary —dijo Toshio con gravedad—, tengo que saber una cosa.
—Sí, señor Toshio.
—¿Es usted sintoísta?
—No, señor Toshio. Soy judío.
—¡Ah! —dijo, tranquilizado—. Nunca había conocido a un judío…
—Pero cuando Shimon Delan contactó con usted, ¿no le dijo que…?
—Sí, pero yo trabajo para mucha gente… no siempre sé quiénes son… No conozco nada de los judíos. Aquí no hay muchos. Hay ciento veinte millones de japoneses, y únicamente mil judíos.
—Y los japoneses y los judíos son tan diferentes como pueden serlo dos culturas y dos pueblos del mundo. ¿No es así, señor Toshio?
La observación pareció dejarlo confuso. Hizo muecas, bajó la cabeza, volvió a levantarla, y finalmente asintió con aire grave.
—En Japón decimos que el sintoísmo fue fundado por el antepasado del emperador, que viene de Dios.
—¿Usted cree en la divinidad del emperador, señor Toshio?
Miró a derecha e izquierda, como para asegurarse de que nadie nos oía.
—Para la mayoría de los japoneses, el emperador es un dios viviente —murmuró—. Desciende en línea directa de Amaterasu, la diosa del Sol. Su aniversario, el veintitrés de diciembre, es una fiesta nacional.
—¿Cómo se llama el emperador actual?
—No puedo decírselo, señor Ary —susurró.
—¿Por qué no? ¿Es que no lo sabe?
—No, pero no puedo nombrarlo en un lugar público. —Se inclinó hacia mí y dijo en voz muy baja—: El emperador actual se llama Akihito, pero sólo los extranjeros lo llaman así. Para los japoneses, su nombre es tabú. Pronunciarlo implica correr graves peligros. Es su nombre, porque los emperadores no tienen apellido, y los japoneses lo respetan demasiado para permitirse una familiaridad semejante.
—Entonces, ¿no lo llaman de ninguna manera? Pues es como nuestro Dios, del que no se pronuncia el nombre.
—El apelativo utilizado más comúnmente es tenno, que significa «venido del Cielo», o bien mikado, que quiere decir «el Superior». Es el hijo de Hirohito, cuyo reinado fue el más largo de la historia japonesa. ¿Sabe, señor Ary?, fue muy criticado por su intervención en la Segunda Guerra Mundial. Después de la derrota, pidió a los americanos que le quitaran la vida, pero ellos se negaron. En cambio, le exigieron que desmintiera públicamente su carácter divino. Lo hizo el primero de enero de 1946, y pidió a su pueblo que renunciara a «la falsa idea según la cual el emperador es divino, y el pueblo japonés superior a las demás razas y destinado a gobernar el mundo».
—¿Se deja ver con frecuencia, como la familia real de Inglaterra?
—¡Oh, no! Como le he dicho, es algo muy serio, señor Ary. Dos veces al año, el dos de enero y el veintitrés de diciembre, el emperador aparece en la ventana del palacio para saludar al pueblo. Son las únicas ocasiones en que recibe visitas en su mansión.
De nuevo miró a derecha e izquierda. Luego se inclinó hacia mí.
—Ahora, silencio…
Hundió la pequeña nariz respingona en su bol y empezó a devorar sus sushis, poniéndose la mano delante de la boca para ocultar la masticación.
—Damaru, señor Toshio.
—Oh, señor Ary —murmuró, mirándome con extrañeza—. No sabía que hablaba el japonés antiguo.
Después de comer nos dirigimos en coche al barrio de los templos, Ueno, cuya atmósfera era sensiblemente distinta a la de Shibuya. Allí no había más que casas bajas y pequeñas pagodas, delante de las cuales había numerosas macetas con plantas que cubrían la acera, como para formar minijardines japoneses.
Entramos en una mansión con grandes colgaduras de lino beis que vestían sus paredes. Una anciana vestida con un quimono de seda roja nos recibió y nos hizo entrar en un lugar diferente a todo lo que yo había visto con anterioridad.
Era una extensión de arena rastrillada en la que había —colocadas en cuatro lugares no simétricos— gruesas piedras oscuras. El conjunto, rodeado por una cerca en forma de techumbre, semejaba una escultura. Era como un gran océano, como la paz descendida sobre la tierra, como la eternidad del paraíso, un vacío sereno como una hoja de papel en blanco, un mundo de sobriedad y serenidad que invitaba a la contemplación y la meditación.
Era como una extensión de agua que en su curso superior saltaba con ligereza, sin preocupaciones, y en su curso medio superaba distintos obstáculos, hasta desembocar en un lago tranquilo.
En medio de aquella amplia extensión vi cinco grandes bloques de rocas de distinta forma, ante los cuales la arena parecía formar olas. Los contemplé largo rato sin conseguir apartar la mirada. Nada en ese momento parecía enturbiar la paz de mi espíritu, y nada podía hacerlo: no había ningún tallo de hierba, ninguna aspereza, nada que pudiera retenerlo. No había límites.
—Ah, veo que aprecia usted mi jardín.
Me volví. El hombre tenía unos sesenta años, una piel apergaminada de color cobrizo, ojos rasgados muy oscuros, boca delgada de dientes de perla y una sonrisa amable. Su cabeza y su frente eran amplias y abombadas: su piedra era el granito, dicen nuestros textos, una piedra benéfica.
—En Japón, de día, la blancura de la luz deslumbra. De noche, si la luna no brilla, no se distingue nada en la oscuridad. Por esa razón creamos jardines; así, podemos meditar. Eso nos devuelve a nuestros orígenes, a la creación del mundo, si lo prefiere, antes del nacimiento del hombre.
Nuestro anfitrión caminaba apoyado en un bastón magnífico, adornado con una empuñadura de oro que representaba un dragón. Pero lo más asombroso era su forma de vestir: se le habría tomado por un gentleman, un caballero del siglo XIX. Una corbata de lazo sobre una camisa de cuello duro, un chaleco y un traje oscuros de excelente corte, y zapatos ingleses: una elegancia rara, unida a una gran prestancia.
—Buenos días —le saludó Toshio—. Este es Ary Cohen.
—En efecto, Toshio San —dijo el hombre—. Me han anunciado vuestra visita, y sois bienvenidos a mi casa.
Nos indicó que le siguiéramos al interior de su vivienda. También allí había una atmósfera de calma y serenidad únicas. Los muros exteriores estaban revestidos de un estuco que imitaba la arcilla y daba al conjunto un aspecto rústico. La entrada consistía en dos paneles deslizantes. Un biombo móvil separaba la sala de estar de la estancia principal y permitía que la luz del día penetrara en el interior, aunque filtrada. Por la tarde, las lámparas colocadas en el suelo debían de prolongar aquella luz suave y amortiguada hasta la noche. Con aquella iluminación sutil resplandecía la madera natural de la construcción.
La estancia principal era un ámbito cerrado, limitado por las paredes y el techo. No había ninguna clase de decoración ni de ostentación, tan sólo un tatami rectangular. En las paredes forradas de papel se proyectaban las sombras, ligeras o espesas. En aquel despojamiento casi total se expresaba una serenidad auténtica, gracias a la sugestión infinita de un solo color.
—¡Qué hermoso es esto! —dije a nuestro anfitrión, mientras admiraba el vacío sutil de aquel lugar sin objetos, sin mesa ni sillas, el vacío monocromo y sereno.
—Usted busca la verdad y la belleza —respondió—. Cada día es preciso empezar de nuevo sobre una hoja de papel en blanco, volver de nuevo bajo tierra y sumergirse en uno mismo.
—He sabido que es usted calígrafo —dije—. Yo también; soy escriba. Así es como nos llamamos los calígrafos entre los judíos…
Entonces recordé las largas horas pasadas escribiendo, solo de día y solo en la noche, en veladas en las que proseguía mi trabajo en las cuevas, entre los esenios, y aquello me pareció singularmente lejano, casi de otra existencia, entre el bastón y la piedra, que poco a poco se hacía untuosa e irisada. Hojas arrugadas, fibrosas, devueltas de súbito a la vida, pieles apergaminadas, rozadas, antiguas, portadoras del mensaje; y los esenios esperaban otros relatos, otras copias, rasgos negros sobre rasgos blancos, trazos de fuego sobre trazos de agua.
—He sido un hombre sin palabras —dije—. Trazaba las palabras sobre el papel, pero no hablaba.
—¿Trazar una palabra no es hablar? Es como crear un lazo de unión con el universo.
Salió de la estancia y volvió con un papel cuya caligrafía se parecía a la que me había enseñado Miyoko. Era, más que escritura, un dibujo abstracto y concreto a la vez. Se miraba en la medida en que podía entendérselo y pronunciarlo. Y yo, que había vivido largo tiempo con las letras, no conseguí apartar la mirada de aquellas tan perfectas, tan bellas, redondeadas y firmes en el trazo. Entre las letras está el vacío supremo del que emana el soplo vital que anima el mundo. Y en efecto, aquella escritura reflejaba el mundo, encarnaba la primera palabra a partir de la cual el mundo fue creado.
De pronto todo aquello volvió a mí como por un milagro, porque lo había olvidado y ya no escribía. No escribía ya, y el vacío instalado en mi corazón era tan sólo vacío, y no accedía a la transformación y la vida.
Me acordé de la época en que era escriba, en que a través de la escritura penetraba en todo lo que existe. Podía escuchar por medio del oído de la pluma, y oía el murmullo del mundo. Lo veía a través de los ojos de la pluma, y lo transformaba, lo recreaba, lo poseía, vivo, completamente vivo. Entonces, en el fondo de mi corazón, veía el mundo de mi pluma, y eso me hacía feliz.
—Sí —murmuré—. Lo había olvidado.
—Entonces es como si hubiera olvidado la trascendencia, que no es el uno ni el dos, sino que representa la conjunción de los alientos vitales, el yin y el yang. Ese aliento, nacido del dos, es indispensable para alcanzar la armonía.
—La armonía, el equilibrio —dije—. Se diría que aquí es lo que todo el mundo busca…
—Para alcanzar el estado del vacío, del no-ser, que es necesario para lo lleno: sin él, el aliento no circularía ni se regeneraría. Tiene que volver a la escritura, si es usted escriba, Ary San. La escritura permite dar una forma concreta a las ideas abstractas…
Tenía razón; yo había perdido la escritura. Carecía de signos, no disponía de letras, ni de pluma, ni de pergamino que grabar, que perforar con palabras, que animar. Ya no sabía del gusto acre de la tinta, de su olor y su tacto. Ya no sentía el olor particular de la piel curtida del manuscrito.
Miré los signos trazados por el calígrafo, que parecían seres vivos, con sus actitudes, sus gestos, sus rupturas y su equilibrio, y me dije que la escritura no era otra cosa que ese juego que representa la vida.
¿Había una vida distinta de la que conocemos? ¿Existía otra cosa que el mundo que creamos mediante las palabras? Por esa razón tenía yo miedo de escribir, y de crear un mundo impropio con palabras impuras; tal vez por esa razón había perdido yo la escritura.
El maestro Fujima salió y regresó unos minutos más tarde, con una bandeja en la que había dispuesto todo el material necesario para la caligrafía. Colocó la bandeja sobre la mesita. Preparó la tinta por medio del bastón de tinta, que desprendía un fuerte olor a incienso quemado. Yo tomé la hoja de papel: olía a hierba silvestre. Blanca e inmaculada, esperaba ser fecundada.
El maestro Fujima alzó hacia mí su bello rostro apergaminado y lo distendió en una sonrisa a la vez de los labios y los ojos.
—Una verdadera creación no viene espontáneamente, sino de saber recibir con humildad lo que se presenta a nosotros —dijo, y me tendió el pincel.
Yo no podía rechazar un ofrecimiento hecho con tanta elegancia. Tomé el pincel, me senté a la mesa y, despacio, tracé una letra sobre el papel de arroz. La letra Yod.
—Ese rasgo —murmuró Fujima— no es una simple línea, sino la encarnación misma del aliento.
—Sí —dije—, todo empieza por esta letra. Es como un punto…
—Adelante, dibuje otra letra, por favor.
Ya me sentía exaltado, como si me encontrara en el origen del mundo, en el momento en que éste se crea por una contracción de sí mismo… Aspiré, y al tiempo que exhalaba el aire tracé el rasgo, que apareció rotundo sobre la hoja blanca.
De pronto fue como si me encontrara en mi tierra natal. Hablaba con mi mano y escuchaba con los ojos; el pincel acariciaba la hoja, y yo sentía su movimiento como si yo mismo fuera el pincel que trazaba la letra Hé.
—Me gusta la lentitud y la gracia de su gesto. Debe de poseer usted la rapidez para dominar hasta ese punto la lentitud.
La pluma susurraba a la hoja. Yo habría querido trazar la curva de los ojos, olía el perfume de Jane entre las nubes, los árboles, el agua en la arena.
Respiré hondo y dibujé una nueva letra: Vav.
—He aquí un rasgo sencillo en su verticalidad. ¿Va a trazar usted la siguiente letra?
Le miré. Él me observaba con sus ojos negros y rasgados, y me pareció que había comprendido. Yo había escrito las tres primeras letras del nombre de Dios.
—No.
—Ahora tiene usted miedo. A veces, los gestos van más allá que el pensamiento. Ya lo ve, para usted la escritura no es otra cosa que la vida.
Se sentó, tomó la pluma y trazó varios caracteres. Me pareció que su gesto nacía del fondo de su corazón y se transmitía a la punta de la pluma, pasando por el hombro, el brazo y la muñeca.
Todo su cuerpo estaba inmóvil, casi contraído, pero la mano se elevaba con un impulso grácil. En el silencio, yo oía el aliento de su gesto.
—¿Conoce usted a Yoko Shi Guya? —pregunté.
—Sí —respondió sin mirarme—. La conozco.
Alzó la cabeza y volvió a bajarla.
Dejó de escribir con brusquedad y nos hizo señas de que le siguiéramos. Nos condujo entonces a otra habitación.
Ésta era sensiblemente diferente de la anterior. Parecía una casa de estudios, una biblioteca, o, más aún, una sinagoga. Unas vitrinas grandes y altas, repletas de libros, cubrían las paredes. En el centro de la estancia, un armario entreabierto dejaba asomar hojas de pergamino. Las cortinas que lo cubrían eran del mismo púrpura que las que adornaban las paredes. Uno podía creerse en Jerusalén, en alguna pequeña yeshiva del barrio ultraortodoxo de Mea Shearim.
El maestro Fujima tomó un libro y me lo tendió.
Se trataba del Chulkhan Arukh, un libro judío de codificación de la Ley, aparecido en 1738.
—¿Todos sus libros son tan antiguos? —pregunté asombrado.
—Poseo, en efecto, una de las colecciones más importantes de libros hebreos del mundo.
—¿De verdad? ¿Por qué le interesan los libros hebreos?
El maestro tomó asiento en una banqueta y nos invitó a hacer lo mismo. Toshio, silencioso, se desplazaba con la ligereza y el sigilo de un gato.
—Desde siempre colecciono antigüedades judías… He viajado por todo el mundo gracias a la caligrafía, y también he estado en Israel. Poseo centenares de libros sobre Israel, sobre el pensamiento judío, y también libros escritos en hebreo. Obras raras como el Talmud de Babilonia, el Zohar, y los rollos de la Torah, salvados al final de la Segunda Guerra Mundial por un soldado estadounidense en Alemania. Colecciono libros judíos desde hace más de cuarenta años, y poseo además cuatro mil seiscientos libros hebreos que están guardados en el museo de Kioto. Siempre me he sentido unido al pueblo judío, a Israel y a Qumrán…
—¿Conoce Qumrán?
—Por supuesto. ¿Quién no conoce Qumrán? Estuve allí hace mucho tiempo, cuando se descubrieron los manuscritos en las cuevas. Era increíble, verdaderamente increíble… La mayor parte eran copias de la Biblia que databan desde el siglo III antes de nuestra era hasta el año setenta. ¡Cuando pienso que hasta treinta y cinco años después de su hallazgo los rollos no fueron traducidos ni publicados, sino perdidos, sustraídos, dispersados por los cuatro puntos cardinales!
—Sólo cincuenta años más tarde los rollos quedaron de nuevo reunidos, en Israel, y las fotografías de todos los manuscritos se hicieron públicas y se pusieron a disposición de todos los que deseaban estudiarlos.
—Para mí —dijo el maestro—, Qumrán fue como la aparición del monte Ararat después de los días del Diluvio, como las montañas por fin emergidas al nacer el día, la paloma y el ramo de olivo. Fue la revelación del secreto más increíble, el que afecta a Jesús. Porque éste no había sido un hombre venido de ninguna parte, ¡era un esenio! Jesús era el Mesías que habían esperado los esenios, era su Maestro de justicia, bautizado por uno de ellos, Juan, que vivía en el desierto entre ellos…
Fujima dio unos pasos y luego se sentó en el tatami y nos invitó a imitarle. Pareció sumirse en sus reflexiones, hasta que empezó a hablar:
—En casa de mis padres, cuando yo era niño, un día descubrimos unas filacterias. Mis padres pensaban que venían de nuestros antepasados.
Le miré, incrédulo. Sus ojos rasgados refulgían con una luz sombría.
—Sí, es extraño, ¿verdad?
Se detuvo, como si no quisiera decir más.
—¿Sabe que ha sido encontrado un hombre con un fragmento hebraico en las manos, en el templo del maestro Shôjû Rôjin? ¿Tiene eso relación con Yoko Shi Guya?
—Ella había empezado a frecuentar el Beth Shalom, en Kioto, un lugar donde se reúnen los amigos de Israel… —De nuevo bajó la cabeza—. Ha sido culpa mía, nunca debí contarle la historia de nuestros antepasados…
—¿Qué historia?
—Pero ¿cómo habría podido no contársela? —continuó—. Quería que parara, ¿comprende?, que saliera de esa casa…
Me observó unos instantes antes de añadir:
—Yoko Shi Guya no se llamaba así. Su verdadero nombre era Isaté Fujima. Ha sido asesinada, igual que el monje Nakagashi. Era mi hija.
Nos despedimos del maestro Fujima. Al regresar, tenía la impresión de que acababan de colocar un peso sobre mis hombros. Me había impresionado la sabiduría de aquel anciano, y aún más su sufrimiento contenido.
Más que nunca temía por Jane, y me preguntaba dónde estaría. Si algo había podido ocurrirle a la hija del maestro Fujima, ¿qué decir de Jane, mezclada en esa historia por su trabajo como agente secreto? ¿Qué ocurría exactamente en aquella casa de placer? ¿Era posible que sirviera de tapadera a algo distinto?
Sabía que la clave de aquel misterio se encontraba en el manuscrito, y que era necesario que yo llegara a leerlo. Dije a Toshio que iría a la policía para intentar saber algo más. Me respondió con silencio y con una mirada impregnada de fatalismo.
Al día siguiente por la mañana, ya de vuelta en Kioto, me dirigí a la comisaría. No había conseguido que Shimon me diera luz verde, pero decidí correr el albur.
Cuando hice mi petición, me contestaron que era imposible, que se trataba de una prueba y que de ninguna manera podían enseñármela. Cuando mencioné el nombre de Shimon Delam, me contestaron que esperara, y muy pronto vi aparecer al jefe de policía.
Era un hombre alto, de cutis muy liso y estriado por una larga cicatriz. Sus ojos tenían una fijeza asombrosa. Iba vestido con traje y corbata azul. Insinuó una sonrisa al tiempo que me tendía la mano.
—Buenos días —dijo—. Soy Jan Yurakuchi. Desde hace varios días estoy en contacto con Shimon Delam. Me ha explicado la situación. Sé que usted es su agente aquí…
—Sí —dije—. Es esencial que pueda consultar ese manuscrito, porque creo que estoy en condiciones de descifrarlo, y eso nos permitiría avanzar mucho en la investigación.
Sacudió la cabeza sin responder.
—Escuche, necesito tener acceso al dossier —insistí—. Querría poder examinar el fragmento encontrado junto al cuerpo del hombre de los hielos.
El policía me observó, muy tranquilo.
—Por lo que se refiere al cuerpo, puede examinarlo… Pero en cuanto al fragmento, me temo que es imposible.
—¿Imposible?
—Imposible.
—Pero comprenda que si estoy aquí es por esa razón. ¡Shimon Delam me envió porque soy un experto en arqueología y paleografía!
Me sonrió e inclinó la cabeza, de la misma manera que me había sonreído la muchacha en la casa de las geishas cuando le pedí ver a Yoko. Empezaba a comprender el sentido de aquella mímica. Quería decir: no vale la pena insistir, usted y yo estamos perdiendo el tiempo.
Guardó silencio, como para indicar que la entrevista había terminado, y siguió observándome fijamente sin decir una palabra.
«Y toda persona de ojos alargados pero fijos, y de muslos largos y delgados, y con los dedos de los pies también largos y delgados, y nacida durante el segundo cuarto de la Luna, posee un espíritu compuesto por seis partes de luz y tres partes en la Casa de las Tinieblas».
Al salir de la comisaría encontré al fiel Toshio. Le dije que era absolutamente preciso que viera al maestro Shôjû Rôjin. Partimos de nuevo en coche hacia Kioto, adonde llegamos después de cinco horas de viaje. Yo quería recabar algunas informaciones: preguntarle de dónde venía el fragmento encontrado en su templo, cuál había sido el recorrido que lo había llevado hasta aquel lugar incongruente y, sobre todo, quién lo había sacado de Israel: en qué museo, en qué lugar, en qué desierto había sido robado.
Cuando llegué al templo, fui recibido con la misma lentitud que de costumbre, pero había aprendido a no piafar de impaciencia, a esperar en calma: a practicar la paciencia como un arte.
—Tengo necesidad de comprender —dije al maestro—, debo saber, yo que he seguido sus consejos. Explíqueme, dígame todo lo que sepa acerca del monje Nakagashi, del hombre de los hielos, y del fragmento encontrado en sus manos. Ahora tengo que saber, ¿comprende? Alguien está en peligro debido a todo esto, ¡alguien a quien amo y a quien debo salvar!
El maestro llevaba el hábito blanco de combate. Su atuendo inmaculado contrastaba con su piel oscura. Su cinturón negro había sido anudado tres veces, de una manera tan perfecta como el drapeado de su quimono, sin la menor arruga. A lo largo del cinturón había dibujados una serie de signos, letras japonesas como en los júneos que yo había visto en el santuario.
—¡Yo, otra vez yo, siempre yo! —dijo el maestro—. Ese pensamiento es precisamente la raíz profunda de tu miseria, Ary Cohen. Reconocerlo es dar el primer paso por el sendero de la razón, pero hacerlo exige verdadero valor.
—No puedo investigar así —respondí—. ¡Tengo la impresión de que todos me ocultan alguna cosa y de que nadie quiere hablar conmigo!
—Veamos, Ary Cohen, hoy te sientes deprimido. Debes saber que el buen humor constituye una vía hacia el despertar; en tanto que el mal humor conduce directamente a la prisión de los sentidos. Por eso, nosotros decimos que el adepto debe conservar un humor jovial día y noche. Sólo el espíritu de la alegría es capaz de sobreponerse a los problemas a que te enfrentas.
—Por supuesto —murmuré en tono sombrío—, por supuesto. ¿Y cómo puedo estar de buen humor, cuando estoy de mal humor?
—Es muy sencillo —respondió—. El buen humor dispone de medios muy numerosos: el valor, la perseverancia, el hecho de reconocer las cosas positivas que ofrece la vida, la confianza en uno mismo, el respeto, la práctica de la justicia, la atención prestada a los maestros, la bondad, la compasión… Si abres tu espíritu a esos valores, si te impregnas profundamente de ellos, entonces conseguirás apartarte de las malas influencias, y el buen humor brotará de tu espíritu como las flores de la nieve en primavera.
Hizo una pausa, y se acercó a mí.
—Pero las vías del mal humor son la negligencia, la superficialidad, la descortesía, la indiferencia hacia las consecuencias de los propios actos, la incapacidad de captar el sentido de las cosas, el deseo de gloria y fortuna, el gusto por el lujo, la duda y la desconfianza, la terquedad, la timidez, la avaricia, la codicia, la envidia, la ingratitud y el servilismo.
Me miraba con aire preocupado, como si esperara algo. Él, siempre dispuesto a dar lecciones, no parecía querer responder a mis preguntas. De súbito, comprendí el sentido de esa mirada: estaba claro, él no quería dinero, no buscaba esa clase de beneficios. No; era una cosa completamente distinta lo que esperaba de mí.
—Nuestros maestros enseñan —dije— que si alguien busca un objeto perdido por su maestro y un objeto perdido por su padre, se ocupa primero del de su maestro, porque si bien es cierto que su padre le ha traído a este mundo, su maestro, que le ha enseñado la sabiduría, le ha hecho digno del mundo futuro.
El rostro del maestro se iluminó, como si yo acabara de ofrecerle el más bello de los regalos.
—Pero ¿y si su padre es también un sabio?
—En ese caso su padre tendrá la preferencia. E igualmente —proseguí—, si su padre y su maestro están en prisión, pagará primero la fianza de su maestro y luego la de su padre. Pero si su padre es además un sabio, pagará primero la fianza de su padre y después la de su maestro.
—Sin embargo, si es él mismo quien ha perdido un objeto… ¿debe buscar primero el del maestro, o el suyo?
—Debe preocuparse por sus bienes antes que por los de cualquier otra persona. Si busca un objeto perdido por él y un objeto perdido por su padre, primero ha de ocuparse del suyo.
—¡Ah! —dijo el maestro con aire satisfecho—. Está bien… Quienes se muestran incapaces de reconocer la justicia tampoco podrán comprender el origen de la miseria ni de la felicidad.
Se acercó y me contempló con gratitud. Su quimono revelaba los músculos nudosos de su cuerpo delgado. En aquel instante me pareció verdaderamente invencible, no por su fuerza física, sino por la confianza moral que irradiaba.
Como si adivinara mis pensamientos, murmuró:
—Ahora, si lo deseas, puedo darte tu segunda lección.
—Bien, maestro —dije, y me incliné para saludarle.
—Para aprender el Bu Do, la Vía del Combate, se debe lograr el dominio de uno mismo… Para eso es importante alcanzar la presencia de sí en el menor gesto. También en la vida eso puede tener utilidad. En el combate, quiero decir en el auténtico combate, es una cuestión de vida o muerte. El menor fallo de concentración, el menor alejamiento entre el espíritu y el cuerpo, puede ser fatal. Por eso, el adversario más peligroso no es el que crees…
—¿Quiénes?
—Te lo diré a su debido tiempo. Según nuestra tradición, seguir la Vía es como ascender a una montaña muy alta. Cada gesto debe ser preciso; un momento de desatención, una duda, un paso en falso, supone la caída. Quien ha decidido realizar la ascensión elegirá la vertiente que quiere escalar, luego irá a buscar un guía que le indique el camino. Sin embargo, debe saber que, incluso con el mejor de los guías, nada se da por descontado. Los obstáculos son numerosos, y grande el esfuerzo. El hombre que afronta la montaña sabe que el combate tiene lugar en el interior de sí mismo, y que la montaña no es sino el medio para permitir al hombre encontrarse cara a cara consigo mismo.
—¿Qué hacer entonces, maestro?
—Has de reconocer los verdaderos obstáculos: los que están en tu interior. Y tú, Ary Cohen, eres como el hombre común, sometido a tus costumbres, a tu visión del mundo, a tus prejuicios. Esa realización de ti mismo no podrá ser alcanzada más que a través de un combate contra ti mismo, tus defectos, tus debilidades, tus ilusiones. Orgullo, cobardía, impaciencia, duda: ésas son las temibles trampas en que muchos han caído. Porque el camino no es recto: es largo, difícil y agotador.
—Estoy dispuesto.
—¿Estás seguro?
—¿Cuánto tiempo se necesita para aprender la Vía del Combate?
—El resto de tu vida.
—No puedo esperar tanto tiempo. Si me convierto en su alumno, ¿cuánto tiempo?
—Diez años.
—Si trabajo muy duro, ¿cuánto tiempo?
—Treinta años.
—Pero ¿cómo? —exclamé—. ¡Antes diez, ahora treinta!
—Un hombre con tanta prisa como tú no puede aprender rápidamente.
—Claro que tengo prisa —repliqué con voz temblorosa—. ¿No ve la prisa que tengo?
—Evita la cólera —dijo sin perder la calma—. Esa es quizá la más difícil de todas las artes espirituales. Exige mayor concentración aún que la meditación. Ante ti pueden surgir situaciones penosas, no importa en qué momento. Cosas difíciles de soportar, enemigos, provocadores, e incluso amigos, personas a las que quieres y que te traicionan…
»Si te planteas tu vida como una carrera de obstáculos, hecha de enemigos que quieren hacerte daño, entonces serás un hombre. Si aprendes a no dejar que la cólera, ni siquiera por un instante, te invada, te tome, se apodere de ti, y en un momento destruya todo lo que has construido durante años, y todo lo que aún has de realizar, entonces serás un guerrero.
—¿Un verdadero guerrero nunca se encoleriza?
—Según la Vía del Combate, la práctica que permite curar esa terrible enfermedad del espíritu que es la cólera comporta dos etapas: profundizar en la sujeción y eliminar la sujeción.
—Pero pensar en suprimir la enfermedad del pensamiento, ¿no significa pensar? Pensar en librarse de la enfermedad es también pensar.
—Creo que eres un alumno inteligente y brillante —dijo con una sonrisa—. En efecto, se utiliza el pensamiento para deshacerse del pensamiento, para llegar al no-pensamiento.
—No consigo practicar el desasimiento…
—¿Lo has intentado siquiera?
—Si por lo menos supiera quién es mi adversario, si al menos le hubiera identificado, podría combatirlo.
—El adversario puede parecer débil e inexperto, cuando en realidad es un combatiente temible. La célebre escuela de Chuan-Shu basa todo su método en esta idea. Sus discípulos se entrenan en imitar a borrachos, para conseguir que ceda la desconfianza inicial del adversario. Entonces aprovechan para dar un golpe inesperado.
»Has de saber lo siguiente: cada cosa obedece a un fenómeno de transmisión. El sueño se contagia, un bostezo también, y lo mismo ocurre con la ebriedad. Cuando veas a tu adversario dominado por la excitación y te parezcaque se precipita, adopta un aire despreocupado, como si te fuera indiferente. Entonces se contagiará y su atención se relajará. En ese momento pasa al ataque con toda rapidez y energía.
Hubo un silencio.
—Esa ha sido tu lección por hoy.
—¿No vamos a combatir?
—¡Ary Cohen! ¡Qué impaciente eres! Tu impaciencia te vuelve estúpido e inofensivo. Acabo de enseñarte las leyes más importantes del combate, ¿y me preguntas dónde está el combate? Ahora siéntate. Voy a presentarte a mis hijos…
Se levantó y colocó un jarrón en la esquina superior de una puerta de corredera, de manera que cayera sobre la cabeza de quien entrara en la habitación. Dio unas palmadas.
—Estoy llamando a mi primer hijo —dijo.
Un joven apareció ante la puerta. Después de entreabrirla, con toda naturalidad cogió el jarrón y entró. Luego cerró la puerta y volvió a colocar el jarrón antes de venir a saludarnos.
—Este es mi hijo mayor. Pronto será un maestro del Combate.
Dio más palmadas para llamar a su segundo hijo. Este abrió la puerta sin ver el jarrón que caía, pero lo atrapó al vuelo antes de que se rompiera, y volvió a colocarlo en el sitio que estaba.
—Este es mi segundo hijo. Todavía está formándose.
El benjamín, un adolescente, entró y el jarrón le golpeó en la nuca; pero antes de que tocara el suelo, con la rapidez del rayo, desenvainó su sable y con un mandoble preciso lo partió en dos.
—Este es mi hijo pequeño, la vergüenza de la familia.
Un servidor trajo el té. Sin una palabra, el hijo mayor tomó la bandeja con el mayor cuidado y luego lo sirvió. Cada uno de sus gestos era tan preciso que alcanzaba una especie de perfección y belleza que sólo podía derivarse de un gran dominio de sí mismo.
—Maestro, ¿puedo preguntarle cómo fue asesinado el monje Nakagashi mediante el Arte del Combate?
Inclinó la cabeza sin dejar de beber su té. Sus tres hijos y él mismo me observaban de refilón, con la cabeza ligeramente inclinada.
—El monje Nakagashi era invencible —dijo el maestro—. Tenía un sable que era su guardia de corps como guerrero. Nunca se separaba de él.
—¿Cómo sabe que sus enemigos utilizaron el Arte del Combate? —insistí.
—Porque yo estaba allí cuando resonó el kiai —respondió por fin—. Acudí de inmediato, pero era demasiado tarde. No pude hacer nada para salvarlo.
—¿Qué es el kiai, maestro?
—El monje Nakagashi —respondió tras una pausa— fue desarmado durante el combate; su última oportunidad de sobrevivir era su habilidad para servirse de sus armas naturales: las de su cuerpo. Recurrió al jiu-jitsu como método de combate sólo con las manos. Ese arte utiliza técnicas que permiten aprovechar los movimientos del adversario para dejarlo fuera de combate. Pero el monje Nakagashi fracasó por culpa del kiai. La potencia del kiai es muy grande: permite desarrollar energías importantes.
Enarqué las cejas, preguntándome si se estaba burlando de mí.
—¿Dudas? —dijo—. ¿No me crees?
Entonces hizo una señal con la cabeza al hijo mayor, que se levantó y cogió una colchoneta que había en el suelo. La dobló en cuatro y la colocó contra mi vientre.
—Contrae los abdominales —me dijo.
Dio un puntapié a la colchoneta al tiempo que profería un grito de una potencia tan inaudita que me ensordeció unos segundos. Solté la colchoneta, presa de convulsiones.
—La energía ha atravesado la colchoneta y el vientre contraído, hasta llegar a la columna vertebral —comentó el maestro.
—Ahora… —dije cogiendo aire— que sabemos lo que mató a Nakagashi… ¿podrá usted ponernos sobre la pista del asesino? Pero para eso… —respiré hondo— sería necesario averiguar la procedencia del manuscrito. ¿Lo ha visto usted?
Me miró con aire grave. Los tres hijos guardaron silencio.
Un instante de eternidad, dicen los japoneses.
—Bien, Ary Cohen, ahora que he puesto a prueba tu inteligencia y tu interés por el combate… —Me estudió con atención.
Por primera vez vi en sus ojos opacos, casi duros, una luz de benevolencia.
—¿Por qué ha aceptado enseñarme el Arte del Combate?
—Esa pregunta me permite, además —dijo inclinando ligeramente la cabeza—, comprobar tu perspicacia… Tu perspicacia y tu lealtad en el combate, y por tanto en la vida. He aceptado enseñarte el Arte del Combate —prosiguió— porque deseo que combatas a nuestros enemigos y salgas victorioso. Pero ahora querría devolverte la pregunta y decir que la verdadera cuestión no es por qué he aceptado enseñarte el Arte del Combate, sino por qué tú, Ary Cohen, has aceptado recibir de mí esa enseñanza. Y no me digas que es para tu investigación.
—Es para mi investigación… y por otra razón.
—¿De qué se trata, Ary Cohen?
—Deseaba que me enseñara su tradición —respondí tras un silencio, y la emoción ascendió por mi garganta al añadir—: Nadie me enseña ya nada. Hace mucho tiempo que no he aprendido nada de un maestro. Lo echo de menos. Ya no poseo una tradición. Querría que fuera usted mi maestro, y yo ser su discípulo. Querría saber… quién soy.
—Entonces, puedo decirte que el manuscrito no fue robado.
—¿No? ¿Y de dónde procede?
—Como sabes, fue encontrado junto al hombre de los hielos.
—¡Pero ese fragmento viene de Israel! ¿Cómo es posible que lo hayan encontrado junto a un hombre que vivió hace dos mil años, y además en Japón?
El maestro se puso en pie y colocó una mano en la espalda de su hijo mayor.
—Micha te llevará a un lugar donde tal vez encontrarás respuesta a tus preguntas…
El hijo, sin una palabra, inclinó la cabeza. Aparentaba unos veinte años. Sus pómulos sobresalían y las mandíbulas tenían la firmeza de una estatua. Se mantenía tan rígido y tan erguido que se habría dicho que todo su cuerpo estaba tallado en piedra. Miraba a su padre con esa ausencia de expresión que con frecuencia inquieta a los occidentales en presencia de asiáticos. Pero el rostro tan móvil y expresivo de Toshio me había enseñado que no se trataba de una regla general.
—¿En Kioto? —pregunté—. ¿Cuál es ese lugar?
—Digamos que es un lugar donde las personas se encuentran… Pero antes de eso —añadió— a mis hijos y a mí mismo nos gustaría que nos hablaras de lo que en tu país llamáis la Brith Milah, la circuncisión.
Aquella noche, de vuelta en mi hotel, soñé que me encontraba en una casa desconocida. Estaba con Jane, y ella hacía un gesto brusco y golpeaba una pintura, que se abría como una letra. Yo me enfadaba con ella, y entonces se iba. Yo estaba triste, tan triste que lloraba sin poder contenerme. Lloraba tan fuerte que desperté empapado en lágrimas auténticas. Sí, me sentía triste como un río que fluye, y no sabía la razón. «Porque mis ojos son como una mariposa en el fuego, y mi llanto se asemeja a torrentes de agua, mis ojos no encuentran reposo y mi vida está echada a perder».