VI.
El pergamino del retiro


Te doy gracias, Señor, porque me has colocado junto a una fuente viva en tierra firme, junto a un chorro de agua en una tierra árida, que riega un jardín que Tú has plantado, cipreses, pinos, árboles de vida ocultos en un manantial secreto en el seno de la vegetación acuática. Producirán una rama que dará una planta eterna que será injertada antes de florecer y cuyas raíces correrán hacia el río. Emergerá como agua viva. Un tronco será el origen de todo. Las ramas ofrecerán pasto a los animales del bosque, el tronco acogerá a los viajeros, y la copa a todos los pájaros. Todos los árboles del agua crecerán a su alrededor, darán fruto, con sus raíces y sus renuevos hacia el arroyo, y la rama santa se convertirá en planta de verdad, por más que finja el anonimato y oculte en las profundidades su secreto.

Manuscritos de Qumrán,

Pergaminos de los himnos

De vuelta al monasterio, pedí audiencia al lama, esperando conseguir una indicación suya, un indicio relativo al hombre de los hielos y al motivo de su presencia en esa región remota, si realmente venía de Qumrán, y si era un Cohen. Sin embargo, el lama me miró con aire grave y no pareció dispuesto a responderme.

—¿Es porque ignora usted la respuesta? —pregunté.

—La respuesta a tu pregunta llegará a su tiempo —respondió.

—¿Cuándo será ese tiempo?

—Ese tiempo será el tuyo —respondió.

Comprendí que el lama sabía más cosas, pero que debía ganarme su confianza para que aceptara revelármelas. Volví al tema del hombre que buscaba.

—¿Dónde se encuentra ahora Ono Kashiguri?

—Se encuentra aquí.

—¿Aquí? ¿En este monasterio?

El lama sacudió la cabeza.

—¿Dónde?

De nuevo hizo un gesto con la cabeza, sin responder.

Yo estaba más triste que furioso. Me parecía que debería recorrer un largo camino antes de obtener una indicación de su parte, una respuesta a mis preguntas: ¿Dónde se encontraba Ono Kashiguri? ¿Qué hacía en el monasterio? ¿Dónde se ocultaba? Cuando hice estas preguntas a los monjes, me respondieron que no sabían nada. Entonces les pregunté si habían visto a una mujer, y me dijeron que las mujeres no tenían derecho a entrar en el recinto del monasterio. Comprendí que debería quedarme allí, fundirme en su vida.

Dicho de otra manera: tenía que infiltrarme en el monasterio. Por extraño y peligroso que pareciera, debía convertirme en monje budista si quería averiguar algo más.

En el transcurso de las diferentes visitas que hice al lama, aprendí a conocerle mejor. Seguía impresionándome la fuerza de su expresión y su mirada cuando respondía a las preguntas de sus adeptos. Era un guía: no hacía el viaje en el lugar de sus discípulos, pero les señalaba la dirección y les mostraba los obstáculos que encontrarían en el camino. Era él quien les guiaba en un viaje por un territorio desconocido. Les daba escolta en las regiones peligrosas, les ayudaba a cruzar los grandes ríos. Pensaba, hablaba y actuaba en todo momento de acuerdo con sus enseñanzas. Indicaba lo que era necesario hacer para avanzar en la Vía, y sabía qué obstáculos debían ser evitados. A través de él, yo tenía la impresión de haber adquirido una mirada nueva y una intuición justa, en los largos momentos de silencio interior y plenitud que pasaba, solo o en grupo, absorto en la meditación. Era él quien con sus chispazos generaba esos instantes: su presencia, sus palabras, creaban en mí una apertura, una especie de unificación contra la dispersión, hacia la iluminación.

Yo trabajaba, estudiaba y meditaba con los demás monjes del monasterio durante el día, y por la noche exploraba todas las tiendas, todos los rincones del monasterio en los que Ono Kashiguri podía ocultarse. Acurrucado en un rincón, espiaba. Me deslizaba en la noche como una pantera, pero no había nadie escondido.

Dos veces al día, después de la clase con mi instructor, me presentaba al maestro. Cuando sonaba la campana, iba con los monjes a la sala donde se encontraba el lama, y me sentaba en el suelo a esperar mi turno.

A una señal, el primero de la fila se inclinaba antes de emprender la última parte del trayecto, delante de la puerta de la habitación del lama, y luego se prosternaba por segunda vez. Finalmente, hacía una tercera inclinación cuando llegaba delante del maestro. Y cuando alzaba la mirada hacia él, aparecía una especie de luz intensa. Y todos se dirigían a él como maestro, pero él contestaba que su papel consistía en hacerles descubrir en ellos mismos el Absoluto que ellos buscaban en él.

Yo ocupaba mi sitio entre los monjes, me sentaba correctamente, regulaba mi respiración con un ritmo profundo y pausado. Y mi mente semejaba una ventana abierta a través de la cual sopla el viento. Los pensamientos se elevaban; entonces cesaba el viento y la estancia recobraba la calma.

Situaba mi espíritu en la línea del horizonte, manteniendo la postura exacta para conservar intactas la concentración y la vigilancia. Después alcanzaba la segunda forma de concentración, que consistía en dejar pasar los pensamientos, en apartarme de ellos desde su aparición, en soltarlos apenas advirtiese haberme detenido en ellos.

La tercera y la más difícil, según mi instructor Yukio, era la realización de la verdadera naturaleza propia: ésta, decía él, carece de sustancia. Yo no sabía aún lo que significaba eso, pero sabía que de la comprensión íntima de esa noción debía brotar la iluminación. A ese estado supremo se le llama nirvana, la extinción total de toda forma discriminada en el Uno absoluto.

Para alcanzar el nirvana es necesario librarse de los malos karmas, de las acciones nefastas engendradas por la palabra, el cuerpo o la conciencia. Porque toda acción es la realización del karma pasado y engendra el karma futuro: incluso el karma de nuestros antepasados influye en nosotros.

Yukio me explicó que yo no me conocía porque estaba preso en la trama de velos que enmascaran la realidad. Necesitaba un guía que me indicase cómo salir de las ilusiones y realizar el espíritu puro.

Para liberarse del samsara, el círculo vicioso de los renacimientos, y alcanzar la iluminación, es necesario contar con un maestro capaz de mostrar lo que conviene hacer para progresar en la Vía y evitar los obstáculos que se presentan. Comprendí que el lama me conduciría a la iluminación, es decir a la realidad última. Iba a curarme de mi enfermedad: las ilusiones, los prejuicios y las concepciones erróneas debidas al orgullo. Él me ayudaba a ver hasta qué punto son negativos el apego a las cosas materiales y el odio.

Él era el espejo que reflejaba la imagen de mí, tal como era. Me ayudaba a no dejarme atrapar en el fuego de la autoilusión, y su presencia silenciosa me aplacaba, me daba mayor profundidad. Cada día me parecía ser diferente. Cada día renunciaba un poco más a mi anterior estilo de vida.

Yo llevaba el hábito de color azafrán, como los maestros budistas de los orígenes, y de ese modo los tenía presentes. Mi instructor me tonsuró y luego me dio un librito que contenía la lista de todos los maestros, desde Buda hasta el maestro actual. Ese documento, escrito con tinta de cinabrio, se llama shisho. Y el joven monje en que me había convertido, en parte a mi pesar y en parte por voluntad propia, fue llamado a constituir un eslabón suplementario en la cadena de transmisión.

Me sentía libre, espontáneo y realizado cuando participaba en los ejercicios de la comunidad. Al margen de la meditación, también realizábamos numerosas actividades prácticas. Volví a la caligrafía. Me convertí en el consejero artístico de los monjes, que me enseñaban sus obras para que les diera opinión sobre los mandalas. Aprendí la cocina de los monjes: todos, por turno, teníamos que encargarnos de ella. Preparaba los momos de legumbres: fundía mantequilla en un wok o una sartén a fuego medio, y luego añadía jengibre, ajo y cebolla. Sazonaba con pimiento, pimienta negra, sal y salsa de soja, que dejaba freír. Añadía entonces las legumbres y el tofu, y después lo retiraba del fuego, lo colocaba en un cuenco y lo dejaba enfriar. Incluía una cucharada sopera de salsa, y envolvía una porción de legumbres en pasta. Unía los bordes de la pasta para cerrarla, y finalmente colocaba los momos en una cazuela de vapor, bien separados para evitar que se pegaran.

El kopan masala era una salsa deliciosa a base de coriandro, comino, cardamomo negro bien picado y nuez moscada; se mezclaban y se majaban en un mortero con cuatro tazas de harina y una cucharada de levadura de pan, dos tazas de agua y sal.

Durante las comidas utilizaba únicamente la mano derecha. Nadie hablaba en la mesa. La televisión, la radio y las revistas estaban prohibidas. Todas las mañanas mojaba pan en el té caliente y graso. Luego dedicaba una hora al reposo antes de reunirme con el profesor, que explicaba el sentido de un texto. A mediodía tomaba el almuerzo según el ritual: en primer lugar los monjes de mayor edad, luego los monjes confirmados, y por fin los novicios, que no podían decir nada, sino sólo agachar la cabeza. En cierto sentido era como en Qumrán.

Comía brotes de bambú y arroz. Tomaba la escudilla con la mano izquierda y luego, con la derecha, tomaba un puñado de comida y me lo llevaba a la boca. Muy pronto abandoné la cuchara, me prosternaba para purificar los actos negativos del cuerpo, para liberarme, para penetrar el sentido de los textos, para realizar el vínculo esencial entre cuerpo y espíritu. Leía a fin de acceder a la iluminación del espíritu, que permite asumir la renunciación y el rechazo del samsara.

No extendía mi mirada a más de metro y medio de mi cuerpo, bajaba la cabeza todo lo posible cuando me desplazaba. Hiciera lo que hiciese, me mostraba atento y vigilante, y mi espíritu ya no estaba agitado ni trastornado. Observaba a los monjes con calma, sin dejar de buscar a Ono Kashiguri.

Después de comer me dedicaba a la lectura y estudiaba filosofía; después de la cena, participaba en los debates y las competiciones de dialéctica en el patio grande. Para memorizar los textos que leía, cada noche, antes de dormirme, repasaba el del día anterior y después me aprendía el de la mañana. Las dos primeras noches me dormí mientras leía. Luego mi mente se acostumbró y mi memoria se desarrolló gracias a ese ejercicio cotidiano.

Y todos los días iba a ver al lama y le hacía las mismas preguntas: ¿Sabe dónde está Ono Kashiguri? ¿Sabe por qué ha venido aquí? Y él, invariablemente, me respondía:

—Si alguien viene, lo acoges. Si se va, le dices adiós. Si se enfrenta a ti, te muestras conciliador.

También decía:

—Uno y nueve suman diez. Dos y ocho suman diez. Cinco y cinco suman diez. Son distintas maneras de mostrarse conciliador. No hay nada inconciliable en este mundo; es preciso distinguir muy bien lo real de lo irreal.

O bien:

—Hay que distinguir todo lo que oculta la sombra. Si es grandeza, trasciende el universo. Si se trata de pequeñez, entra en el polvo más minúsculo. Cambia según el momento. Si te encuentras con el éxito, considéralo un sueño o una ilusión. Si te enfrentas con problemas, no te desanimes. Reaviva tu compasión para que cese el mal. Has de saber que, por poderosos que sean los pensamientos, no son sino pensamientos y acabarán por desvanecerse. Cuando conozcas la compasión, esas ideas que aparecen y desaparecen no podrán ya embaucarte.

»Para lograrlo, tienes que hacer el vacío en tu espíritu, de modo que incluso las preocupaciones se desvanezcan. Entonces el deseo y el odio ya no podrán alcanzarte. Las emociones vivas, como la cólera, que proviene del error en la apreciación, dejarán de perturbarte.

O también:

—Que tu espíritu mantenga la calma frente a los problemas.

—Desde que llegué a este lugar, no he recibido respuesta a la pregunta que vine a plantearle —dije al lama.

—Desde que llegaste a este lugar, no he dejado de mostrarte de qué forma puedes encontrar una respuesta.

—¿De qué manera, maestro?

—Cuando me traes una taza de té, la acepto. Cuando me sirves alimento, lo como. Cuando te inclinas delante de mí, te devuelvo el saludo.

—Es cierto —dije—. Pero ¿en qué me ha ayudado eso?

—Cuando alcances el estado del Buda, la duración de tu vida dejará de estar limitada. Estarás atravesado permanentemente por la vida inextinguible. De la misma manera que el cristal toma el color del soporte sobre el que se coloca, sea éste blanco, amarillo, rojo o negro, así la dirección que toma la vida sufre la influencia de lo que se ha encontrado. Pero si quieres proseguir tu camino, es necesario que te liberes del samsara y alcances la iluminación.

—Pero yo practico desde muy temprano, antes del amanecer, hasta mediodía. Luego, desde la primera hora de la tarde hasta la noche cerrada. A mediodía leo los libros en voz alta para aprenderlos de memoria.

—¿Crees que eso es suficiente? Yo pasé siete años en una cueva y cuatro en una cabaña, rodeado de espesos bosques y montañas cubiertas de nieve, y sin embargo no era bastante.

—Yo también he vivido en mi cueva —murmuré—. Y no experimentaba el menor deseo de salir de ella. ¿Cree que tengo un mal karma?

—No, porque has tenido numerosas visiones y has descubierto tesoros, ¿no es así, Ary Cohen? Has podido descubrir muchos tesoros para ser útil a los demás. El texto de la Esencia de la vida se ha revelado a tu espíritu y tú lo has puesto por escrito, como un mandala, con el fin de transformar y purificar nuestra percepción ordinaria del mundo.

—Pero tengo que saber dónde está Ono Kashiguri. Es posible que ciertas personas estén en peligro, y se trata de una cuestión urgente.

—Hay que conservar la serenidad en cualquier circunstancia. Pero veo que tu espíritu sigue aún extraviado por el deseo, la cólera y sobre todo la ignorancia. Tu espíritu juzga mal. Si se produce un encuentro imprevisto con tu enemigo, surgirán de manera fortuita pensamientos de deseo o de rencor, y esos pensamientos arraigarán y proliferarán, reforzando el poder de tu deseo o tu rencor habituales y dejando en cada ocasión huellas que te llevarán a hacer el mal y te perseguirán en el futuro, de generación en generación.

»Estás todavía demasiado apegado a lo que crees la realidad de las cosas, y así te dejas atormentar por el deseo o el rencor, el placer o el dolor, los beneficios o las pérdidas, la gloria o la infamia, la alabanza o la crítica, y tu espíritu se bloquea. Ahora bien, has de saber que todo lo que te sucede no tiene realidad tangible. La verdadera naturaleza de lo real es el vacío, por mucho que no lo parezca. Por eso has de liberarte del ascendiente de la ilusión.

—¿Qué más puedo hacer?

—Si sabes dejar que tus pensamientos se disuelvan por sí mismos a medida que surgen, atravesarán tu espíritu como un pájaro el cielo: sin dejar huellas.

Luego, un día, cuando volví a plantearle una vez más la misma pregunta de siempre, el lama me dio esta respuesta sibilina:

—Ya te he dicho que está aquí.

—¿Dónde?

—¿Cómo puedo responder a una pregunta tan mal planteada?

—¿Cómo debo plantearla?

—Me preguntas sin cesar dónde está Ono Kashiguri. Invariablemente te respondo: está aquí. Pero ¿por qué no me preguntas si sé quién es Ono Kashiguri?

Medité largo rato esas palabras del lama. Estaba convencido de que encontraría la respuesta en la pregunta, porque mi instructor me había enseñado que una pregunta bien planteada contiene en sí misma una parte de la respuesta. En cambio, una pregunta mal hecha es como un velo colocado sobre su respuesta.

Para meditar adopté la buena posición, con las palmas de las manos y las plantas de los pies vueltas hacia el cielo. La meditación purificaba los sentidos y el espíritu de todo objeto. Gracias a ella podía alcanzar la idea de la longevidad. Gracias a ella, sobre todo, había descubierto el tiempo. El tiempo que enseñan, el real, el que puede ser experimentado, no el tiempo que se padece. Antes, yo anhelaba tanto obtener satisfacción que trataba el tiempo como un objeto, como una mercancía. Tras superar la infancia, arrastrado por la agitación y la inquietud, únicamente veía el tiempo en términos de límites, de cantidades. Atrapado por el movimiento inexorable, la fuga, la pérdida, el no retorno, me había alejado del tiempo y lo vivía de una manera falsa, injusta, a la altura de mis deseos, y eso me condenaba a nunca disponer de tiempo suficiente, a consumirlo. Aprendí a olvidar el tiempo que no tenía, y descubrí el que sí tenía, y la particular sensación del tiempo que pasa, y del que se fija súbitamente en un instante de eternidad.

Me escapé, lejos del tiempo útil. Lejos del espejo con el que tenía una cita todos los días. Olvidé el tiempo de las mañanas, el de los relojes, el de las construcciones pesadas, las pirámides y las catedrales. Entré en el sentido íntimo del mundo, el de sus ritmos, lentos o rápidos, y de sus transformaciones inasibles. El tiempo, ese maestro, me enseñó que nada es contradictorio y que, al nacer a una verdad, muero a otra. Me reveló también la existencia del presente, en constante relación con la eternidad. Comprendí que no era posible medir el tiempo. Un instante, la duración de un relámpago, puede ser muy largo. Un largo rato puede ser muy corto.

Me encontraba en algún lugar del presente, entre el pasado y el futuro. Había regresado al origen.

¿Cómo decirlo? Comprendí, por la manera como el lama había reformulado la pregunta, «quién es Ono Kashiguri», que éste se encontraba entre nosotros y que yo lo conocía, pero aún no lo había reconocido.

El lama me había puesto en el camino, sin renunciar por ello a su voto de no revelar la identidad de sus discípulos si éstos no lo deseaban.

Al día siguiente, en el instante mismo que resonó el gran toque de gong de las cinco de la mañana anunciando las primeras meditaciones, me levanté ágilmente.

En ese momento comprendí que ya no sufría. No sufría de amor por Jane. El recuerdo de mi tormento no se alejaba, pero se difundía por mi cuerpo y se propagaba por el universo, expandiéndose.

Mi cabeza estaba rapada y llevaba hábitos de monje. Mi piel se había oscurecido y curtido por el frío y el sol. Mi voz se había hecho más suave, más uniforme. Entonces el lama me llamó a su lado.

Sentado en la posición del loto en un sillón, me indicó que me aproximara. Nos rodeaban varios monjes jóvenes. Según el ritual, me incliné tres veces.

Un monje colocó sobre mis hombros un manto amarillo. Entonces el lama humedeció la parte superior de mi cráneo con agua sagrada para eliminar las influencias nefastas. Luego me hizo seña de que me acercara. Con unas tijeras doradas, cortó mi último y solitario mechón de pelo, lo colocó sobre una bandeja que sostenía un monje situado a su lado, hizo voltear tres veces un incensario humeante en torno a mi cabeza, y vertió sobre ella el agua sagrada.

—En adelante, tu nombre será Jhampa.

Tomó un colador, lo sostuvo por un borde y yo por el opuesto.

—Ha sido dicho que te servirás de este colador para ir a buscar agua. De este modo evitarás matar a los animales pequeños, por minúsculos e invisibles que sean.

Dejó a un lado el colador y tomó un cuenco de granos de arroz.

—Así ha dicho el Buda: quienes siguen mis enseñanzas nunca morirán de hambre.

Me tendió una tela amarilla.

—Sea cual sea el lugar en que te sientes para meditar, habrá de ser sobre esta tela.

Agarró una punta de mi hábito.

—Gracias a su hábito, un monje conservará siempre el calor de su cuerpo.

»Para conseguir la voz de la omnisciencia, habrás de respetar tu corazón de novicio: no matar, no robar, no mentir, no calumniar, no tener relaciones sexuales. Así te alejarás de la fuente de los sufrimientos del samsara. Respondiendo a tu nombre, abandonarás a tu familia y al mundo exterior.

Luego se inclinó hacia mí y preguntó:

—¿Conoces los inconvenientes del samsara?

—Sí, los conozco.

—A partir de hoy, ¿respetarás tus votos?

—Sí, los respetaré.

Entonces me ofreció una mezcla de arroz y uvas fritas con mantequilla, y té con mantequilla.

Los ancianos eruditos entraron en la sala. Les observé con atención mientras los monjes jóvenes servían el té salado con mantequilla. Sin cesar, me preguntaba: «¿Quién es Ono Kashiguri?». La mayoría eran muy jóvenes, imposible que fuera uno de ellos. Otros en cambio eran demasiado viejos.

Una hora más tarde, estábamos sentados en la posición del loto. Mis piernas empezaban a dar signos de entumecimiento. Al cabo de dos horas, mi atención empezó a flotar.

Y no me sorprendía estar allí, con el cráneo rapado, en medio de todos, vestidos de rojo y amarillo, en aquella sala iluminada con lámparas de sebo, perfumada por los densos vapores del incensario, entre los murmullos sordos de las plegarias.

Pensé en mi padre, perdido allá lejos, en las alturas de Jerusalén, y pensé en los esenios en la meseta de Qumrán, y pensé en Jane: y ese pensamiento oprimió mi corazón.

Me di cuenta de que mis pensamientos se detenían y de que todas mis meditaciones me llevaban a Jane. De nuevo estaba inquieto, como presintiendo un peligro inminente.

De súbito me encontré a orillas de un lago, al pie de los picos nevados, y lo vi con claridad en la superficie del agua. Ono Kashiguri… ¿no practicaba el Arte del Combate? ¿No tenía el don de hacerse pasar por otra persona? Por dos veces había visto a un hombre en la casa de las geishas, y por dos veces las mujeres que me acompañaban habían dado muestras de temor. Cojeaba, parecía ebrio, tenía un ojo tapado con un parche.

Salí de la sala y cogí un bambú cortado, y tinta procedente del hollín de las chimeneas finamente molido y mezclado con agua y cola natural. Pensé en lo que me había enseñado mi instructor: «Toda la felicidad del mundo procede de los pensamientos altruistas; y toda su desgracia, de la búsqueda del bien propio».

Y experimenté la sensación de un gran silencio. ¿Para qué tantas palabras? «El necio está atado a su propio interés, y el Buda se consagra al interés de los demás».

Dibujé al hombre que había visto en la casa de las geishas, intentando recordar sus rasgos. Examiné mi dibujo, acercándolo y alejándolo, haciendo que las sombras se movieran, despojándolo de sus artificios.

Entonces fui a ver al lama y le enseñé mi dibujo. Él lo miró y dijo:

—¿Has visto antes a este hombre?

—En Kioto.

El lama me observó con atención. Yo nunca había visto en su rostro sereno la menor expresión reveladora de una alteración. Pero por una vez, para mi asombro, alcancé a distinguir alegría en sus ojos oscuros.

—Así pues, Jhampa —dijo—, tu percepción se ha abierto por fin. Ahora sabes quién es Ono Kashiguri. Ahora sabes interpretar los signos, y puedes comprender y escuchar lo que voy a decirte.

—Sí, maestro.

—¿Conoces la historia del lago? Es nuestra propia historia, nuestro origen…

Bajó de su sitial y se sentó a mi lado, con las piernas cruzadas como yo. Sus ojos profundos como un mar silencioso no dejaban de mirarme, y yo no apartaba mi mirada de ellos.

—Se dice que en el principio había un lago de aguas perfectas, en el que vivían los naga, serpientes mágicas y guardianes de las aguas. En el centro del lago creció un tubérculo con brotes, un loto de mil pétalos, y todos los dioses y diosas descendieron para rendir homenaje al loto, y la tierra tembló. Vivía allí un héroe que se llamaba Dulce Gloria, en sánscrito Manjushri. Vio el lago y el loto, y se sumió en un éxtasis. El lago estaba en un paso de la montaña donde vivía la Tortuga, y Dulce Gloria abrió con su espada una abertura por la que escaparon las aguas. Es lo que hoy se llama Fuerza del Chobhar. Pero la Tortuga se sintió tan ofendida que su cólera no remitió hasta que Manjushri le ofreció un templo consagrado a la Gran Compasión. Manjushri quería desecar el lago, pero el demonio Chepu se oponía. Entonces Manjushri lo cortó: las rocas y las piedras del valle son la sangre de Chepu.

»Pero lo más difícil eran los verdaderos amos del lago: los príncipes naga, medio reptiles medio hombres, a los que Manjushri pidió que permanecieran en el valle para asegurar su fertilidad. Sin embargo, ya no había agua, y por consiguiente no había sitio donde pudieran vivir. Los príncipes naga querían irse a vivir al fondo del océano. Se establecieron junto a las fuentes del actual río Vishnumati. Los demás hermanos se quedaron en el valle para asegurar la fertilidad de la tierra, la prosperidad de los seres que la habitan y la regularidad de las lluvias que propician las cosechas. Manjushri les ofreció un estanque y un palacio submarino: la extensión de agua de Taudaha, al suroeste de la Fuerza de Chobhar.

»El valle era fértil. Un día la tierra se levantó alrededor del estanque y formó una colina que recibió el nombre de "colina ordenada por un vajra". El vajra, tallado en un hueso del sabio védico Dadhichi, era a la vez un arma, un cetro y el símbolo de la indestructibilidad. La colina se llama hoy Svayambhunath, que significa "protector espontáneo".

»Manjushri se sintió satisfecho del mundo que había creado y se retiró detrás de la colina para contemplar la Dimensión Espontánea de lo Real en el loto de ocho pétalos, y, mientras meditaba, su templo apareció espontáneamente a su alrededor.

—Comprendo —dije—, es lo que me ha pasado a mí mientras meditaba.

—Ahora, Jhampa, dime lo que deseas saber y te lo diré.

—Desearía saber por qué aceptó a Ono Kashiguri en su mansión.

—Todo empezó cuando el pastor chiang min encontró al hombre de los hielos. La comunidad campesina vino a comunicarnos el hallazgo, y también el de un manuscrito que no podían leer, encontrado junto al hombre de los hielos. El cuerpo y el manuscrito fueron llevados a Japón por el monje Nakagashi, que se encontraba aquí de retiro.

—¿Qué ponía el manuscrito?

—Tampoco nosotros conocíamos esa escritura. Por esa razón hicimos que el cuerpo del hombre y el manuscrito fueran remitidos al maestro Fujima, que es calígrafo y conoce todas las escrituras antiguas.

—¿Qué dijo el maestro Fujima?

—El hombre de los hielos era uno de los suyos, no de los nuestros.

—Pero ¿cómo lo supo él?

—Vestía como un monje sintoísta, y además tenía la marca del santuario de Ise, en Japón.

—¿Qué marca?

El lama extrajo de su gran túnica un pequeño medallón con una estrella de cobre que parecía muy antigua, similar a las que pueden verse en los museos de Israel.

—La estrella de seis puntas, los dos triángulos superpuestos. La marca del santuario de Ise.

—¿Por qué fue encontrado ese hombre aquí, si era un sacerdote sintoísta?

—Lo ignoramos. Tal vez estaba realizando una peregrinación por algún motivo ritual…

—Bien —dije, perplejo ante la estrella de David, que él llamaba «la marca del santuario de Ise»—. ¿Qué relación tiene eso con Ono Kashiguri?

—Antes que nada, debes saber que ha partido esta mañana hacia el monasterio Johpang, en Lhasa.

—¿Cómo? ¿No podía habérmelo dicho antes?

—No podía, Jhampa, porque eso es algo que no debe ser revelado a nadie, para no exponerte tú y exponernos a nosotros a un terrible castigo. Las deidades, para vengarse de tu indiscreción, pueden volver contra ti sus poderes maléficos, e incluso algunas, irritadas, podrían abandonarnos para siempre.

—¿Por qué volvió Ono Kashiguri a verle? ¿Por qué aceptó usted que fuera mi instructor?

—Vino a vernos para apoderarse de esto —dijo el lama señalando el pequeño medallón—. Pero no se lo he entregado. Fui yo quien decidió que fuera tu instructor…

—¿Por qué?

—Porque tú me lo pediste… ¿No decías que querías verle?

—Sí —dije, comprendiendo por fin el alcance del juicio erróneo que había tenido respecto de mi instructor, y también de mi maestro, cuya obstinación no había entendido.

—Jhampa —prosiguió él—, ahora que te he revelado lo que querías saber, debes decirme cuál es tu secreto.

—¿Qué secreto?

—Acércate.

Acerqué la cabeza a su oído. Me examinó con sus ojos benévolos, y vi en su frente los signos, algunas arrugas profundas venidas del mundo de las luces.

—Sabes, Jhampa, que los monjes como nosotros están siendo perseguidos y corren el peligro de desaparecer. Durante la invasión china del Tíbet, en 1966, un millón de hombres y mujeres, la sexta parte de la población, murió debido a la persecución del ejército chino y al hambre. Seis mil monasterios fueron destruidos, nuestros libros fueron quemados o arrojados a los ríos; y nuestras estatuas, fundidas para fabricar fusiles y cañones. Se prohibió la enseñanza del budismo. Se encerró y torturó a los monjes y las monjas. Nuestros templos fueron utilizados como silos de arroz, y perdimos nuestra tierra y nuestros maestros.

»Más de cien mil tibetanos, precedidos por nuestro jefe temporal y espiritual, el decimocuarto dalai lama, huyeron a la India y los vecinos Nepal y Bután. Tras la muerte de Mao Zedong las cosas parecieron mejorar. Nuestro pueblo recobró la esperanza. Algunos monasterios fueron reconstruidos y los monjes pudieron reemprender sus estudios. Pero muy pronto advertimos que no era más que un engaño: los chinos estaban recurriendo a otros métodos; en lugar de matar a los tibetanos y convertirlos en mártires, decidieron que era preferible diluirlos entre una multitud de chinos y convertirlos en una minoría en su propio país. En la actualidad, la inmigración de la población china de los han está a punto de conseguir lo que la persecución no logró. Hoy, en Lhasa hay más chinos que tibetanos.

—Comprendo —dije.

—Porque es lo que te ha ocurrido a ti, ¿verdad?

—¿A mí? —La pregunta me desconcertó.

—También eso lo he visto, Jhampa. Tú perteneces al pueblo judío. Por eso deseo conocer tu secreto.

—Pero ¿qué secreto, maestro?

—El secreto de la resistencia espiritual judía en el exilio.

Lo miré, perplejo por esa petición inesperada.

—¿Qué puedo decirle? —respondí—. Sólo que los judíos están sometidos a seiscientas trece leyes.

—Pero las religiones siguen siendo lo que son. En la base de todas las religiones está la meditación.

—No creo que la meditación sea suficiente para la supervivencia de un pueblo.

—Pero no es únicamente espiritual. Como vosotros, también nosotros pensamos que el espíritu y el cuerpo son la misma cosa, como las dos caras de una hoja de papel. Tenemos la meditación. ¿Piensas que eso no basta?

—No —dije—, no basta.

—Ah…

Exhaló un suspiro como si sopesara las palabras que se disponía a pronunciar, y pareció reflexionar un momento. Yo me adelanté:

—Se ha dicho, siguiendo la lectura cabalística de Berechit, que fueron creados cuatro mundos y no uno solo, en correspondencia con las cuatro letras del tetragrama divino: yod, hé, vav, hé: espíritu, razón, corazón, cuerpo, o bien emanación, creación, formación, función. O también: intuición, conocimiento, sentimiento, acción.

—Aquí practicamos la intuición, el conocimiento y el sentimiento —dijo—. ¿Es que eso no es suficiente?

—El modo de ser de las criaturas consiste en adherirse a su Creador. Y eso únicamente es posible a través de la acción.

—Nosotros decimos que la palabra creadora, el aliento, fue puesta en la boca del hombre. ¿Acaso no basta con eso?

—La eficacia de la Palabra, que asegura la existencia de la criatura, depende del consentimiento del hombre a la Palabra de Dios —repliqué.

—Nosotros tenemos guías que muestran el camino —dijo—. ¿Tampoco basta con eso?

—La enseñanza es el mapa, y el guía es quien sabe leerlo y tiene ya experiencia del viaje; sin un guía, el ciego no podrá encontrar su camino. Pero tampoco eso basta.

—El Buda decidió abstraerse del mundo —repuso—, apartarse de él y encerrarse en una fortaleza hasta encontrar por fin la solución del enigma que le perseguía, la respuesta a su pregunta. Como tú, vivió en una cueva en el norte de la India: estaba situada en una montaña que dominaba el valle, y era una cavidad minúscula; un hombre tenía que entrar a rastras para instalarse en ella. Allí desarrolló su experiencia ascética hasta tal punto que podía sentir su columna vertebral pinchar la piel de su vientre.

»Cuando supo que su fin se acercaba, el Buda se arrastró fuera de la cueva y bajó al valle para morir a la luz del día. Se apoyó contra un árbol, entre las raíces. Un profesor de música y algunos alumnos se sentaron cerca del Buda. El profesor les dijo: "Mirad las cuerdas del laúd, si están sueltas no darán sonido. Si están demasiado tensas, el sonido será discordante; es preciso que el instrumento esté afinado con precisión para que sea posible la música y obtener los sonidos justos." Y entonces el Buda tuvo un inmenso saton, es decir, una inmensa toma de conciencia. Se dijo: "Lo mismo ocurre conmigo, he vivido en el placer y las comodidades, y era un ser inútil y vano; es necesario equilibrar la vida entre el demasiado y el demasiado poco, entre lo necesario y lo superfluo, a fin de crear la armonía." Así fue como encontró el espíritu de la sabiduría. Tomó el universo entero como una sola cosa, porque nada en la tierra ni en el cielo cambia sus vaivenes. Y alcanzó la inmortalidad.

El lama me sonrió con expresión triste.

—¿Sabes lo que le parece la vida a un anciano de setenta años?

—No —dije.

—Imagina un largo sueño, un sueño largo como la vida, lleno en ocasiones de experiencias placenteras, y a veces asolado por momentos de gran dolor. E imagina el instante de despertar… ¿Cómo mira su sueño la persona que acaba de despertar?

—Como un momento de gran verdad.

—Hacia la cuarentena empecé a detestar la sociedad. Mis comidas se reducían a papillas de trigo cocido con agua. Me exponía al viento y la lluvia. Caí enfermo y los médicos no sabían qué hacer por mí, salvo uno que me ordenó comer carne; lo hice, y sané. Pasé todas esas penalidades, Jhampa, porque mi karma era malo, muy malo… En una vida anterior, cometí un acto reprensible, terrible, que no ha dejado de perseguirme hasta hoy. Por eso he dedicado mi vida a la meditación y el arrepentimiento.

—¿Qué acto malo cometió? ¿Y cómo lo supo?

—Cuando mi madre estaba encinta de mí, la familia fue a visitar a un gran lama que vivía en una ermita, a una hora de marcha de nuestra casa. El lama preguntó si mi madre estaba encinta. Mis padres respondieron que sí, y el lama dijo: «Será un varón, y es importante que se me comunique el momento en que nazca». Dio a mi madre un cordón protector para el momento de mi nacimiento. Cuando llegó el día, antes aún de que yo bebiera la primera gota de leche materna, el lama escribió en mi lengua dh, la sílaba fuerte del mantra de Manjushri. Era para salvarme del mal karma, Jhampa. Pasaron unos días y mis padres me llevaron ante el lama, que declaró que yo era un niño especial y que tenía que liberarme de mi karma malo. Y dijo: «Este niño no se parece a ningún otro. Quiero ver las líneas de su mano». Contempló mis manos a la luz del día y murmuró: «Este niño deberá dedicar su vida a liberarse de su karma».

»Entonces me regaló una perla magnífica que llevaba colgada al cuello. Fabricó también un cordón de protección de seda y un largo chal blanco, porque sólo un chal inmaculado sería capaz de asegurar la purificación del karma. Dijo a mi padre que debía llevarme a un monasterio, porque yo necesitaba ir allí para cumplir mi misión.

De nuevo se inclinó hacia mí.

—¿Sabes?, mi padre no deseaba que yo me hiciera monje. Teníamos una gran propiedad y él quería que de mayor me ocupara de ella. Pero un día, jugando junto al fuego, me hice graves quemaduras. Estuve en cama, muy enfermo, durante meses. Mi padre, afligido, me preguntó: «¿Qué puedo hacer para que te cures?». Yo le contesté: «Dejar que me haga monje». Él hizo que me prepararan una túnica y me la puse. Al día siguiente recibí la tonsura. Tenía diez años. Fui a estudiar al monasterio. Allí conocí al lama que me había visto cuando nací; nunca abandonaba la ermita. Tras su muerte vine aquí, Jhampa, desde el valle. No me quedé en el monasterio. Tenía que ir más lejos, siempre más lejos; por eso viví en las cuevas durante siete años.

—¿Por qué, maestro, hacer todo eso? ¿Qué tenía que expiar usted?

Hubo un silencio, como si se tratara de una verdad demasiado difícil de contar y demasiado pesada de soportar.

—Dígame qué hizo durante sus siete años de retiro.

—Medité sobre el amor, la compasión y el deseo de guiar a todos los seres hacia la liberación. Practicaba desde antes del amanecer hasta mediodía. Leía mis libros en voz alta para aprenderlos de memoria. Mis padres venían a verme de vez en cuando. Tenía dieciséis años, y mi hermano dijo que iba a volverme loco. Los pájaros, los ratones y los cuervos eran mi única compañía. Durante tres años no pronuncié una sola palabra. Después del almuerzo, me relajaba un poco estudiando algunos libros. Mi cueva tenía una escalera, y unos oseznos venían a menudo a gruñir abajo, en la entrada. En el bosque había zorros y toda clase de pájaros. Y también leopardos. Un día, se comieron un perrito que me hacía compañía, y sentí una pena tan inmensa que durante tres años más no pronuncié una sola palabra. Día y noche, a pesar del frío glacial, me sentaba sobre una piel de oso, vestido únicamente con un chal blanco y un hábito de seda cruda. Fuera todo estaba helado, pero en la cueva hacía calor. No me acostaba para pasar la noche; dormía sentado dentro de mi cueva. Cenaba y luego me dedicaba a meditar. Todo ello por culpa de mi mal karma… ¡El karma que expío en este mundo!

Me miraba con gravedad. Por supuesto, estaba expiando alguna culpa; ¿no estamos todos siempre expiando algo?

—Yo no quería salir de la cueva, sólo de vez en cuando estiraba las piernas fuera de ella. Quería ser como Shabkar, el yogui del siglo XIX, que tenía la costumbre de sentarse para entonar sus cantos. No deseaba casarme ni tener hijos. Luego vinieron los chinos y me vi obligado a huir con los demás monjes, ocultándome durante el día y caminando por la noche. Los chinos disparaban si nos veían. De noche hacía mucho frío pero no podíamos encender fuego para preparar el té, porque nos habrían descubierto. Huimos a Nepal, donde nos acogieron en las montañas. Los campesinos nos daban arroz y legumbres secas en cestos de bambú. Luego, cuando las cosas se distendieron, tuve visiones e indicios y regresé aquí, a mi monasterio, porque sabía que era aquí, y en ningún otro lugar, donde podría reparar mi karma.

Le observé: su rostro parecía inquieto, los párpados temblaban ligeramente… Extendió una mano como para tocarme.

—Regresé, Jhampa, porque tenía que encontrarte… Ahora —añadió tras un silencio—, puedes partir si lo deseas, y borrarás de tu memoria tu nuevo nombre; pero para mí, serás siempre Jhampa.

—Maestro, dígame cuál es ese acto a cuya reparación ha consagrado su vida. Dígamelo, se lo suplico.

—Cuando hayas alcanzado la percepción pura, reconocerás tu naturaleza olvidada y la de todos los demás. Para ti, será como volver a ver el sol que nunca ha dejado de brillar, a medida que las nubes que lo ocultaban son desplazadas por el viento…

Y se marchó, dejándome así, en la misma posición, sumido en mis reflexiones.

De vuelta en mi tienda, el corazón me martilleaba el pecho, porque muy pronto iba a partir y sentía que iba a reunirme con Jane, si es que ella seguía acompañando a Ono Kashiguri. Me reproché no haber tenido más discernimiento cuando le veía todos los días, cuando estaba a mi lado. Me había dejado extraviar por la palabra, que es ilusión.

Me dijo que se llamaba «Yukio», y eso había bastado para engañarme. Yo tenía fe en los nombres; pero ¿por qué los nombres habían de ser signos de la verdad? Eso era lo que el lama no dejaba de explicarme y yo no había sabido comprender. Era preciso replanteármelo todo para distinguir con claridad las certezas y los prejuicios del sentido común. Ono Kashiguri había sido mi instructor. Era la persona más cercana a mí en aquel lugar, y tal vez precisamente por esa razón no había sido capaz de verlo. ¿Hubo además otros errores, otras ilusiones que tomé por realidades? Sin duda, y tal vez haría falta toda una vida en las cuevas para llegar a descorrer el velo.

Me dormí y tuve un sueño, más bien una pesadilla. Me encontraba en una casa y era de noche. Tenía que salir al bosque porque estaban ocurriendo cosas extrañas, y me acechaba un gran peligro. Alguien quería destruirme. Salir me daba miedo, pero lo hacía de todos modos, porque en la casa había un hombre de aspecto muy inquietante, un hombre sombrío de mirada enloquecida. Yo pensaba que quería matarme, que estaba preparando algo. Volvía a mi habitación y la encontraba reducida a cenizas: había ardido completamente. Había perdido todas mis pertenencias, mi cama, mi armario, mis libros, mis pergaminos. Ya no tenía nada. Entonces salía al bosque para afrontar solo el peligro.