VIII.
El pergamino de las fiestas


Los ríos de Belial sumergirán todos los afluentes superiores, como un fuego devorador que consume todo árbol seco o húmedo. Las chispas inflamarán toda la vegetación a su alrededor. La gleba arcillosa será devorada, la llanura y sus fundamentos serán presa de las llamas, los filones de granito se convertirán en torrentes de pez y serán devorados hasta el fondo del abismo. Los torrentes de Belial harán explosión en el Abbadón. Entonces los conspiradores de la nada se estremecerán en el tumulto de los generadores de fango. La Tierra rugirá ante las desgracias que afligen al universo y todos los conspiradores gemirán.

Manuscritos de Qumrán,

Pergaminos de los himnos

Cuando por la mañana Jane abrió los ojos, sentí nacer en mí una emoción excepcional, indescriptible, inconmensurable. No era pasión, sino algo más fuerte, más verdadero aún, más profundo.

Todos los recuerdos, todas las imágenes de la víspera me asaltaron. Me parecía lejana y al tiempo más próxima que nunca, y jamás la había amado tanto. Fue algo que me inundó sin que supiera por qué, me tomó por sorpresa a la primera mirada, se instaló en cada rincón de mi corazón. Era como el reconocimiento de un tiempo antiguo, remoto, un descubrimiento que se desea expresar en palabras, sin conseguirlo. La pasión que había sentido por ella no estaba muerta: se había transformado, había evolucionado y crecido, para convertirse en compasión.

La contemplé despertar: estábamos viviendo una experiencia sublime, milagrosa, la gran fuga, la cabalgada; ella, a quien yo cuidaba y cuyos desfallecimientos intentaba suplir, y yo que por fin había comprendido, que no estaba ya cegado por el orgullo, de modo que sólo subsistía el amor.

Abrió los ojos y se le llenaron de lágrimas. Jane había estado tan lejos, había tenido tanto miedo, había sido tan desdichada… Me abrazó con sus brazos débiles, encogida, y yo me sentí dichoso por aquel reencuentro. Mi amor, tan grave, tan fuerte, se me hacía insoportable, me sentía mal de tanto amor, y también yo estaba débil.

Me miró con gesto de asombro.

—Pero Ary —murmuró—, ¿por qué llevas la cabeza rapada?

Me pasé la mano por la coronilla. En efecto, mis cabellos empezaban apenas a crecer después de la tonsura de mi iniciación como monje.

De pronto me miró con gran aprensión.

—¡Oh, no! ¡No…! —gritó, presa del pánico—. No quiero. ¡Déjame!

La tomé entre mis brazos. Reía en medio de su llanto, lloraba entre risas, sacudida por temblores. Se habría dicho que no veía, que tenía algo delante de los ojos. Yo no alcanzaba a comprender cómo ella, tan inteligente, había podido caer en las garras de aquella secta. Me miró desconcertada. Parecía privada de sí misma, de sus propios deseos y también de su pensamiento y sus emociones. Pero esa desposesión iba acompañada de una posesión, un sometimiento, como si la habitara un demonio.

—Estás aquí, conmigo… todo va bien ahora.

—Tengo miedo —dijo mirando a todos lados—. Tengo miedo de que nos sigan.

—No, no; no nos siguen.

—¿Y quién te asegura que no están aquí?

—Lo sé. He tenido cuidado. No pueden saber que estamos aquí.

—A menos que… —Me miró, todavía más asustada—. A menos que tú se lo hayas dicho.

—¿Yo? ¿Por qué iba a decírselo? ¡He venido a salvarte!

Sacudió la cabeza.

—No, no… no es posible…

De nuevo era necesario combatir, liberarla, liberarme yo también, partir sin mirar atrás, tramar y destramar, invocar, arriesgar. Era necesario vencer, y sobre todo vencerme para encontrarme, perderme para verla, para encontrarla de nuevo, y también era necesario que ella se perdiera para encontrarme a mí.

Y de súbito, el gran estremecimiento, el vértigo frente al vacío; yo también tenía miedo, siempre miedo, del abismo, de la inmensa rotura de las montañas lejanas, de la decadencia, de estar solo en el mundo.

Demasiado inmenso es el abismo del vacío; partamos, pues.

La llevé, cargué con ella en mis brazos hasta la estación del ferrocarril, para alejarnos del peligro. Ella seguía débil, pero a cada hora recuperaba fuerzas.

En el tren que nos llevaba a Nueva Delhi, abrazados, aliviados, arrastrados por el traqueteo incierto del vagón, estábamos solos en medio de la gente.

Ella se aferraba al sueño para expulsar la droga que la había invadido y debilitado. Adormecidos, apretados el uno contra el otro, de camino hacia el fin del mundo, así estábamos. Ella despertaba y me decía: «Cuánta belleza». Contemplaba el extraordinario paisaje de las montañas y decía: «Durmamos un poco más». Y yo la miraba, me impacientaba al verla dormir tanto y amaba sus gestos al despertar. Sus rasgos estaban tensos, los ojos fatigados, la tez pálida, enfermiza, la boca reseca… Estaba hermosa.

En la cumbre de la montaña…

Después de la velocidad, el campo, nuestra meta, nuestro itinerario, en la cumbre de las colinas, después del frío, después del miedo y del combate, el horizonte, el dulce horizonte contemplaba nuestras noches estrelladas, nuestras noches recogidas, amantes de las horas que vuelan, que se olvidan, amantes de los días que pasan, detengamos el tiempo, dejemos ahí el instante, alarguemos el momento hasta que dure un día, un día sólo para ti, sólo para mí, cara a cara en un tren que nos lleva a lo desconocido.

Yo había decidido llevarla conmigo hasta el mayor océano: la libertad. Me había apropiado de todos los medios del mundo para llevármela más y más allá, pasando delante de un lago, los árboles buscados, expulsados, suave aroma el de los árboles fragantes de aromas aterciopelados, los árboles recomenzados sin cesar, árboles entre la maleza, en los bosques, en el corazón de un claro, en la ribera del río, yo iré, sí, iré a ver hundirse en el agua las raíces inmensas del árbol junto al cual reposa ella preparando el momento más dulce, «mira —diré yo—, ¡mira el árbol perfecto!».

Cuando llegamos a la estación de Nueva Delhi, propuse ir al hospital para que la examinaran y atendieran.

—No —respondió con una decisión que no le veía desde hacía mucho tiempo—. Tenemos que ir a Kioto.

—¿Por qué a Kioto?

—Allí es donde se dirige Ono Kashiguri. Ahora que ha visto a los chiang min, debe de saber…

—¿Sabes por qué ha ido a ver a los chiang min?

—Los chiang min son los descendientes de los antiguos israelitas que vinieron a China…

—¿Vinieron a China? Pero ¿de dónde? ¿Y cuándo?

—¿Cuándo? —repitió Jane—. Mucho antes de Cristo. Por eso llevan la estrella de David… Vinieron de la tierra de tus antepasados, Ary.

—Cuando estuve en su aldea, observé que algunas costumbres suyas recordaban la tradición israelita antigua. El arado que utilizan es parecido al de los antiguos israelitas, y lo tiran dos bueyes, nunca un buey y un asno… Eso es acorde con la Biblia: «No colocarás juntos un buey y un asno». Y su concepción del sacrificio es también parecida a la de los israelitas.

—Además, los chiang min creen en un solo Dios. En las épocas de calamidades lanzan un grito: yaweh. —Pareció reflexionar un momento, y luego sus ojos se abrieron espantados—. ¡Sí!, ahora lo recuerdo todo… Lo que sé, lo que averigüé, sí, lo recuerdo… Preparan un atentado para la fiesta de Gion.

—¿La fiesta de Gion?

—Es una gran fiesta sintoísta que se celebra en Kioto.

—¿Hemos de avisar a la policía?

—¿La policía? No, no… Es imposible.

—¿Porqué?

—Escucha, Ary, hace diez meses un abogado, su esposa y su hijo de catorce meses desaparecieron. Él representaba a un grupo de familias que habían interpuesto una demanda contra la secta. La policía abandonó la investigación al cabo de pocos meses. El pasado mes de junio, en Matsumoto, donde la secta es propietaria de una extensa finca, las emanaciones de gas mataron a siete personas e intoxicaron a más de doscientas. Los residentes tenían un litigio con la secta. Hubo también la muerte de un farmacéutico en la casa de las geishas. Y luego, el caso de un notario, hermano de un adepto. Se negó a entregar su parte de la herencia y fue raptado por cuatro jóvenes. El mes pasado fueron encontradas cincuenta personas amontonadas en una capilla, medio muertas de hambre y de deshidratación. Pues bien, todas estas investigaciones han sido abandonadas, todos esos casos se han archivado…

—¿Crees que la policía es corrupta?

—La policía se resiste a llevar adelante las investigaciones. Sí, pienso que hay miembros de la secta infiltrados en ella.

—Eso explicaría por qué se negaron a enseñarme el manuscrito del hombre de los hielos.

—Van a llevar a cabo un atentado, Ary… Tenemos que impedirlo…

—¿Cuándo se celebra la fiesta de Gion?

—El diecisiete de julio, con ocasión de la mayor fiesta sintoísta, el Gion Matsuri. Ono ha preparado algo… ¡Hemos de detenerle!

Fuimos al aeropuerto y tomamos el primer vuelo a Tokio. Una vez allí, cogimos el primer tren para Kioto.

Cuando llegamos, dejé a Jane en el hotel y fui a toda prisa a ver al maestro Shôjû Rôjin para prevenirle sobre el atentado y preguntarle qué debíamos hacer.

En el santuario, le encontré orando delante de un ídolo, balanceándose adelante y atrás, con la cabeza inclinada como un hasid.

—Lamento importunarle, maestro.

Alzó la cabeza y me miró a los ojos.

—Esa puerta que ves a la entrada del templo es una puerta Torri: es el símbolo de una puerta sin puerta, porque está abierta tanto en invierno como en verano, noche y día. Nunca me importunas, Ary Cohen. Eres bienvenido entre nosotros. Pienso que vienes de lejos y me hace feliz verte; ya estaba inquieto por ti.

—Maestro —dije—, acabo de regresar del Tíbet y la India. He averiguado que su monje Nakagashi encontró al hombre de los hielos y el manuscrito entre los chiang min, aldeanos de la frontera entre el Tíbet y China, que tienen costumbres similares a las de los hebreos…

—Bien —dijo el maestro. Y tras una breve reflexión, añadió—: Pero entonces, ¿cómo fueron encontrados aquí, en Kioto?

—Al parecer, el maestro Fujima los hizo traer, para examinarlos. El monje Nakagashi formaba parte de la congregación de Beth Shalom, en la que se había infiltrado por instigación de Ono Kashiguri. Creo que el maestro Fujima y la congregación de Beth Shalom deseaban recuperar al hombre de los hielos porque, según el manuscrito que encontré en el lugar en que fue descubierto el cuerpo, ese hombre no era sintoísta, sino ¡judío! Es más, creo que el hombre de los hielos provenía del mismo lugar que yo… de Qumrán. Y he venido a prevenirle de que está usted en peligro…

—¿Qué peligro? —preguntó sin perder la calma.

Respondí con otra pregunta:

—Maestro, dígame, ¿cuál es el significado de la fiesta de Gion?

—En esa fiesta recordamos la mitología japonesa, según la cual la familia imperial y la nación de Yamato descienden de Ninigi, que bajó de los Cielos. Ninigi es el antepasado de la tribu de Yamato, o nación japonesa. Pero, según la mitología japonesa, no fue Ninigi quien bajó de los Cielos, sino otro. Mientras el otro se preparaba, nació Ninigi y ocupó su lugar.

—Según nuestra tradición, Esaú, el hermano de Jacob, estaba destinado a ser el Dios de la nación; sin embargo, la bendición de Dios fue otorgada a Jacob, que se convirtió en el antepasado de los israelitas.

—Después de que Ninigi descendiera de los Cielos —continuó Shôjû Rôjin—, se enamoró de una mujer llamada Konohana-sakuya-hime y quiso casarse con ella. Pero su padre le pidió que se casara con su hermana mayor. Sin embargo, ésta era fea, y por esa razón Ninigi la devolvió a su padre.

—También ese episodio me recuerda la Biblia: la historia de Jacob, que se enamoró de Raquel, pero el padre de ella, Labán, dijo a Jacob que no podía darle a la hermana más joven antes que a la mayor. Fue así como Jacob se casó con Lea, que no era agraciada y a la que no amaba.

—Ninigi y Konohana-sakuya-hime —prosiguió el maestro— tuvieron un hijo al que llamaron Yamasachi-hiko. Pero Yamasachi-hiko fue expulsado por su hermano y hubo de marcharse del país. Lejos de él, Yamasachi-hiko llegó a detentar un gran poder. Pero cuando su hermano fue a verle debido a la hambruna que azotaba el país, le ayudó y le perdonó su pecado.

—Cuando José, hijo de Jacob y Raquel, fue expulsado por sus hermanos, hubo de huir a Egipto. Allí, llegó a ser tan importante para el faraón que fue nombrado primer ministro, y cuando sus hermanos llegaron a Egipto debido a la hambruna, José les ayudó y les perdonó su pecado.

—Yamasachi-hiko se casó con una hija del dios del mar y tuvo un hijo llamado Ugaya-fukiaezu. Éste tuvo cuatro hijos. Pero sus hijos segundo y tercero se fueron de casa. Uno de los hijos restantes fue el emperador Jinmu, que conquistó la tierra de Yamato y fundó la casa imperial de Japón.

—Por su parte, José se casó con la hija del sumo sacerdote de Egipto y tuvo dos hijos: Manases y Efraím. Éste tuvo cuatro hijos, pero dos de ellos murieron. El descendiente del cuarto fue Josué, que conquistó la tierra de Ca-aán. En la estirpe de Efraím está la casa real de las diez tribus de Israel… Jacob vio en sueños a los ángeles de Dios subir y bajar por una larga escala entre el Cielo y la Tierra. Ese sueño simbolizaba la promesa de que sus descendientes heredarían la tierra de Canaán… Maestro, ¿es cierto que algunas mujeres se mantienen apartadas de la ceremonia de Gion?

—En Japón, desde tiempos muy antiguos, las mujeres no pueden acudir a las celebraciones sagradas en los templos durante la menstruación. No deben tener relaciones sexuales con su marido y han de permanecer en un refugio, gekkei-goya en japonés, mientras dura la menstruación y hasta siete días después. Luego, la mujer ha de lavarse con agua natural en el río o el mar. Si no hay agua natural, puede lavarse en la bañera.

—¡Lo mismo hacemos nosotros! Antiguamente, las mujeres no podían acudir al Templo durante sus menstruaciones, tenían que estar separadas de sus maridos y encerrarse en un refugio. Luego la mujer acudía a la Mikvah, que era un baño ritual. El agua de la Mikvah tenía que ser de lluvia, o agua natural.

—Entre nosotros —prosiguió el maestro—, a una madre que espera un hijo se la considera impura durante cierto período. Según el antiguo libro sintoísta Engishiki, después de tener un hijo la mujer no podía participar en las actividades del templo durante siete días.

—Eso recuerda una costumbre del pueblo judío —dije—: la Biblia dice que cuando una mujer ha concebido y llevado un hijo varón, será impura durante siete días. En el caso de que haya tenido una niña, será impura durante dos semanas.

—En Japón, en la era Meiji, la mujer que tenía un hijo debía encerrarse en un refugio durante treinta días después del parto.

—Después del período de purificación, la madre no podía volver al Templo con su hijo en el primer mes.

—Después del período de purificación, la madre no podía acudir al santuario llevando a su hijo —dijo—. Era el padre de la madre quien debía llevarlo… ¿Recuerdas que te pedí que me explicaras la Bar Mitzvah?

—Sí, le dije que la Bar Mitzvah celebra el acceso al mundo adulto.

—Pues bien —dijo el maestro—, en Japón, cuando un niño cumple trece años, acude al santuario con sus padres, hermanos y hermanas, y asiste a la celebración llamada Genpuku-shiki, en la cual el chico lleva por primera vez ropas de adulto, y en ocasiones se le cambia el nombre.

—Pero ¿qué sentido tiene todo eso? ¿Por qué los sintoístas se parecen tanto a los hebreos? ¿Es una simple coincidencia?

—También yo me he hecho esa pregunta. Por eso quise averiguar más cosas sobre vosotros. Así llegué a saber que hay una diferencia importante entre vosotros y nosotros.

—¿Cuál? —pregunté.

—No hay altar en los santuarios sintoístas.

—Es posible que la respuesta se encuentre en el Libro de los Números, capítulo doce. Moisés ordenó al pueblo que no ofreciera sacrificios de animales en lugares distintos de su tierra.

—Ah, ¿sí? —El maestro me miraba con atención, y parecía reflexionar intensamente—. También hay un montón de otros detalles, Ary Cohen…

—Pero ¿por qué tantas semejanzas? ¿Qué significa eso? ¿Tiene alguna relación con el atentado?

—¿Qué atentado?

—Creo que Ono Kashiguri prepara una acción resonante en Kioto, tal vez aprovechando la fiesta de Gion…

—En ese caso, tenemos que ir allí y avisar a la policía.

—¿Está seguro, maestro?

—No es posible hacer otra cosa. Vamos, antes de que sea demasiado tarde.

La fiesta de Gion se celebraba en varios lugares de Kioto. El más importante era el Yasaka-jinja, un santuario sintoísta. Me fijé en que la fiesta se celebraba del 17 al 25 de julio. Ahora bien, en la Biblia se dice que el 17 del séptimo mes el arca de Noé encalló en el monte Ararat: «En el mes séptimo, el día diecisiete, varó el arca sobre los montes de Ararat». Es probable que los hebreos instituyeran una fiesta de acción de gracias ese día. ¿Era una coincidencia? ¿Una influencia? Pero ¿por qué azar habían conocido los japoneses las fiestas judías? Seguía sin comprenderlo.

Además, el maestro Shôjû Rôjin me había dicho que la fiesta de Gion en Kioto empezaba con un voto para que el pueblo no sufriera la peste, un ruego extrañamente similar al texto de la Biblia relativo al rey Salomón.

—¿No encuentra que «Gion» recuerda a «Sión»? —le pregunté mientras nos dirigíamos al santuario Yasaka-jinja.

—Sí. Es más, Kioto se llamaba Heian-kyo, que significa «ciudad de la paz». Jerusalén en hebreo también quiere decir «ciudad de la paz», ¿no es así?

—Heian-kyo sería entonces Jerusalén en japonés. Eso explicaría por qué es la ciudad de los templos.

Las calles parecían diferentes: estaban decoradas con farolillos de papel y en el barrio residencial de la ciudad, delante de las casas tradicionales japonesas, se exhibían los tesoros familiares: cajas y objetos antiguos, estatuillas y joyas.

Decenas de miles de personas, la mayoría vestidas con quimonos veraniegos, paseaban y admiraban los distintos objetos, las cerámicas y los grabados. Era la ocasión elegida para actuar por la secta de Ono, según Jane, pero no sabíamos cuándo ni cómo.

Entramos en los diversos templos en que se desarrollaban los festejos, para inspeccionarlos. Vimos el Toji, un templo al este de Kioto, en realidad una pagoda de cinco pisos. Se entraba por una puerta del siglo XII, detrás de la cual se abría un espacio lleno de construcciones magníficas, a la vez impresionantes y sencillas con sus muros blancos, sus pilares rojos y sus techos de tejas.

Y los hebreos cantaban y bailaban en torno al Arca de la Alianza. El Arca de la Alianza tenía dos estatuas de querubines, de oro. Los querubines eran ángeles que tenían alas como los pájaros.

Cantaban y bailaban como el rey David y el pueblo de Israel, a los sones de los instrumentos, delante del Arca, y tocaban música, una música particular.

Una música de una sonoridad extraña, como salida de otro tiempo, con instrumentos antiguos, una música obstinada que no se detenía: venía del interior del santuario. Entonces los hombres llevaron sobre sus hombros las arcas de la Alianza, los omikoshi, hacia el río.

En la montaña, los peregrinos, vestidos de blanco, dejaban correr el agua sobre su cuerpo en señal de devoción ritual.

Y los sacerdotes y los levitas llegaban al Jordán y lo cruzaban para conmemorar el Éxodo de Egipto. Luego se repartía a cada uno, hombre o mujer, un pan redondo, un trozo de carne y un pastel de uvas.

Y el gran sacerdote, vestido de lino blanco, llevaba el efod de David.

Los sacerdotes israelitas enarbolaban una rama con la que santificaban a las personas. Y el sacerdote decía: «Rocíame con el hisopo, y seré puro».

Siguiendo a la multitud, nuestros pasos nos condujeron a una larga procesión de personas vestidas para representar distintos períodos de la historia de Kioto.

La secuencia cronológica de la procesión estaba invertida: empezaba por la época más reciente y se remontaba en el tiempo. El primer grupo representaba a los patriotas del siglo XIX que, en lucha contra la regla militarista del sogunado, habían restaurado el poder del emperador. Cada grupo llevaba los vestidos, las armas y la música apropiados. Al final de la larga procesión venía el grupo que representaba el siglo VIII, cuando fue fundada Kioto. Fue entonces, me explicó el maestro Shôjû Rôjin, durante le época Nara, cuando los monjes más influyentes empezaron a decir que las divinidades del sintoísmo eran manifestaciones del Buda. La religión budista llegó a Japón en 538, cuando el rey de Corea ofreció al emperador Kimmei textos sagrados budistas y estatuas. Fue así como apareció el budismo en Japón, después de pasar por el Tíbet, China y Corea, en detrimento del sintoísmo japonés.

Cuando terminó la procesión, seguimos a la muchedumbre que se apretujaba en torno a un santuario sintoísta; allí oímos las primeras entonaciones, repetidas sin cesar, del cántico: «saireiya, sairyo!», «la fiesta mejor».

Unos jóvenes que portaban antorchas cantaban con voz impostada. Detrás de ellos desfilaban oleadas de niños, cada uno con una antorcha proporcionada a su estatura. Finalmente venían los hombres, cargados con tocones de pino. Su expresión indicaba que habían ingerido sake en abundancia. Gritaban «saireiya sairyo», y el son de la música llegaba desde los escalones de piedra al interior del santuario. Un grupo de unos treinta hombres, casi desnudos, apareció en lo alto de la escalera, transportando el carro del dios del santuario de Yuki; corrían espoleados por los gritos del público y los sones del gagaku, una música de corte tradicional tocada por los pífanos y las flautas.

La procesión avanzaba delante de nosotros. La policía, dispuesta con discreción a uno y otro lado, la seguía. De tanto en tanto oíamos gritos. Con frecuencia era el mismo grito repetido: «en-yara-yahf». Cuando le pregunté a Shôjû Rôjin el significado de esas palabras, me contestó que en japonés no significaba nada.

Nos aproximábamos al lugar donde se celebraría la ceremonia, el santuario sintoísta cuyas puertas abiertas permitían ver su interior. Entonces vimos al sumo sacerdote, vestido de lino blanco, avanzar lentamente hacia el altar.

De pronto, de un coche surgió una especie de nube. El coche arrancó y se alejó a gran velocidad. Se oyeron gritos de todas partes, y la muchedumbre empezó a forcejear para alejarse de aquel lugar. Eran gases tóxicos.

Algunas personas se desvanecían, otras eran pisoteadas por la multitud presa de pánico. Los sacerdotes sintoístas que llevaban las arcas de la Alianza, como David había llevado el Arca de la Alianza en Jerusalén, corrían en todas direcciones, estorbados por sus largos vestidos de lino, sin abandonar su preciosa carga. Los que bailaban y cantaban al son de los instrumentos se detuvieron y se dispersaron entre la multitud, aterrorizados.

Aprovechando la confusión general, me deslicé en el interior del templo. Llevaba la cabeza rapada, de modo que fácilmente podían tomarme por un monje.

En el santuario se encontraban los sacerdotes sintoístas. Algunos de ellos vestían hábitos rayados, con una especie de cuerdas que caían a los lados de la túnica. Otros llevaban sobre la túnica un peto rectangular que les cubría desde los hombros hasta los muslos. Todos llevaban un solideo en la cabeza, y la túnica ceñida por un cinturón.

En el centro se encontraba el sumo sacerdote, aislado de todos. Un hábito blanco lo cubría hasta los pies, descalzos. Santificó el lugar agitando una rama. En la mano tenía un puñado de sal.

Resonaron los cantos entre el humo del incienso, puntuados por sonoros gongs.

Entonces lo vi: junto a una columna, en la sombra, con un sable en la mano, justo delante del sumo sacerdote.

En el momento que levantó su arma me abalancé sobre el sumo sacerdote y lo aparté a un lado, al tiempo que el sable rozaba nuestras cabezas. Me puse en pie de un brinco y, con un gesto rápido como el relámpago, le retorcí la muñeca y me apoderé del arma.

Me miró con el pánico de quien va a morir, y enseguida dos hombres lo sujetaron con firmeza, impidiéndole el menor movimiento. El agresor, un hombre de gran estatura y mirada fija, con el rostro marcado por una cicatriz, no era otro que Jan Yurakachi, el jefe de policía.

El sumo sacerdote se había retirado, protegido por dos hombres. Un sacerdote se acercó y me indicó que nos apartáramos a un lado.

—¿Quién es usted? —murmuró.

—Me llamo Ary Cohen.

—Enhorabuena, Ary Cohen, acaba de salvarle la vida al emperador de Japón.

Unas horas más tarde, me reuní con Jane en el Beth Shalom. Ella estaba aún adormilada. Había dormido de un tirón, todo el día, y parecía asombrada de que el tiempo hubiera pasado tan deprisa. Cuando le conté las noticias sonrió con tristeza.

—Bravo, Ary, muy bien.

—Todo ha sido gracias a ti.

—Ahora me gustaría marcharme. Estoy muy cansada.

La miré. Sus rasgos estaban tensos, su piel más pálida que nunca, sus ojos casi descoloridos por la fatiga.

—No, Jane —dije—. Te quedarás aquí.

—No, no puedo. Tengo… tengo miedo, Ary.

—¿Miedo? Pero Jane… tú nunca has tenido miedo de nada. Además, conmigo estás segura.

—Tengo miedo… —repitió—. ¿No has visto lo que ha pasado en la fiesta de Gion?

—Los gases lanzados en la calle no eran más que una maniobra de dispersión para el atentado contra el emperador. El jefe de policía ha sido detenido.

—Probablemente es de la secta de Ono… Lo sabrán, y también se enterarán de lo ocurrido. Van a perseguirnos… Tenemos que marcharnos, Ary.

—Veamos —dije, sentándome a su lado—. Eso significa que estamos en el buen camino.

—¿El buen camino? Pero ¿tú sabes por qué quiere asesinar Ono Kashiguri al emperador de Japón? ¿Puedes imaginar siquiera la gravedad de algo así? ¿Y por qué mató al monje Nakagashi? ¿Por qué se interesa tanto en los chiang min del Tíbet?

—¿Y tú? ¿Lo sabes tú?

Me observó.

—Todo empezó cuando el monje Nakagashi, miembro de la secta de Ono, se infiltró en el Beth Shalom gracias a la geisha Yoko Shi Guya, llamada Isaté Fujima, hija del maestro Fujima, que dirige el Beth Shalom. Fue así como Nakagashi supo que los chiang min (antiguos israelitas de China) habían encontrado a un hombre sepultado en los hielos. Este fue transportado a Japón a petición del maestro Fujima. Ono Kashiguri y Nakagashi quisieron apoderarse del cuerpo, pero éste había sido trasladado al templo del maestro Shôjû Rôjin, para esconderlo allí.

—Pero ¿por qué estaba el hombre de los hielos en el templo del maestro Shôjû Rôjin?

—Pues para protegerlo…

—¿De qué?

—De Ono y su secta. Shôjû Rôjin te dijo en una ocasión que el monje Nakagashi era un vigilante. Al cabo de un tiempo, éste se dio cuenta de que estaba siendo manipulado por Ono Kashiguri, y quiso esconder el cuerpo. ¿Qué lugar mejor que el pequeño templo de su maestro?

—Y Ono Kashiguri, que supo que el monje le estaba traicionando, los hizo asesinar, a él y su amante.

—Si no hubiéramos estado nosotros allí, sin duda habría recuperado el cuerpo… Sí, eso es… Ahora tenemos que averiguar cuáles son los próximos objetivos de Ono Kashiguri. Eso es lo que tenemos que descubrir. Qué relación existe entre el hombre de los hielos y el emperador de Japón. Por qué les persigue a los dos la secta de Ono.

Poco después, cuando intenté reunirme con el maestro Fujima, me respondieron que se encontraba en el pozo de Isurai. Tomé un taxi que me llevó al santuario en que se encontraba el pozo, y hallé al calígrafo sentado al pie de un árbol, bajo la luna. Estaba garabateando una hoja de papel de arroz.

—Ah —dijo al verme—, aquí está Ary San. ¡Qué placer, verle…!

Estaba impecablemente vestido, como la última vez que le había visto, con el lazo de pajarita, cuello duro y un soberbio traje beis que realzaba su elegancia. La luna llena iluminaba su rostro, prestándole reflejos angulosos. Se habría dicho un personaje surgido de un cuento.

—Buenos días, maestro —dije—. He venido para informarle de los progresos de mi investigación… Creo que su hija y el monje Nakagashi fueron asesinados por los hombres de Ono Kashiguri, de la secta de Ono. Nakagashi no tuvo ninguna participación en la muerte de Isaté, como usted pensaba.

—¿Cómo ha llegado a esa conclusión?

—Fue su hija quien introdujo al monje Nakagashi en el santuario de Beth Shalom… Allí supo que había sido encontrado un hombre entre los hielos. Lo que yo desearía saber es si usted sabía que el hombre de los hielos era hebreo, y si sabía de dónde venía… ¿De Qumrán? Y si sabía usted que se trataba de un sumo sacerdote, un Cohen como yo.

Extraje de mi bolsa el peto con las once piedras preciosas. Le enseñé el diamante que él me había dado, y que encajaba a la perfección en el engaste vacío de la tribu de Zabulón. El diamante relució con una luz blanca, casi cegadora.

Entonces el maestro Fujima me enseñó la caligrafía que estaba terminando.

—Aquí está escrito: «dabem», que significa «conversar» en japonés.

—En hebreo, daber quiere decir «hablar».

—Aquí, he escrito: «gaijeen», que quiere decir «un no-japonés».

Goi en hebreo quiere decir «pueblo extranjero».

—Estoy convencido de que los japoneses antiguos hablaban hebreo —dijo el maestro Fujima—. No poseo pruebas, pero hay un gran número de coincidencias, demasiadas para que todo se deba a la casualidad, ¿comprende? Incluso las letras hebraicas y las japonesas se parecen.

—¿Qué puede significar eso?

El maestro me miró unos instantes antes de responder.

—Cuando leí la Torah, Ary San, me sorprendió mucho la descripción de las ceremonias religiosas del antiguo Israel. Las fiestas, el templo, el valor de la pureza, todo eso era idéntico para los sintoístas. Por eso me apasioné por el judaismo… Estoy convencido de que el Dios de la Biblia es también el Padre de la nación japonesa. Mire las fiestas de Japón; se parecen tanto a las fiestas del antiguo Israel…

—Pero si ha descubierto eso, ¿por qué no creer en el Dios de la Biblia?

—En determinado momento pensé en convertirme, pero no lo he hecho: en realidad, lo que quería era recuperar la verdadera religión sintoísta.

—Sintoísmo, como la letra Chin… Pero, una vez más, ¿qué sentido tiene todo eso? ¿Y cuál es la relación con Ono Kashiguri?

—Lo ignoro, Ary, pero me consta que Ono y su secta están dispuestos a hacer todo lo que puedan para evitar que se sepa.

—¿Por esa razón querían apoderarse del hombre de los hielos? ¿Sabía Ono de dónde venía?

—Pensaba que tal vez era un israelita.

—Todo esto es inquietante, en efecto. Pero sigue habiendo una diferencia esencial entre su pueblo y el mío, una diferencia capital.

—¿Cuál?

—¡Los japoneses no están circuncisos!

Fujima me observó con aire grave. Hubo un silencio antes de que dijera:

—Según cierto rumor, la circuncisión se practica en la familia imperial de Japón…

—¿Me está diciendo que la familia imperial de Japón sería de origen hebreo?

—Existe una leyenda según la cual el nombre del dios de Israel está grabado en un objeto de un templo sintoísta, el templo de Ise. Sólo el emperador tiene derecho a visitarlo. Se dice que es de origen divino y que, una vez al año, se reúne allí con Dios…

Aquella noche, cuando regresé, Jane estaba dormida.

La observé y tuve la impresión de que ya no me pertenecía. Y me dije: «¿Cuándo podré tenerla de nuevo entre mis brazos? ¿Cuándo volverá a mí?». Cuánto la echaba de menos…

Me dormí a su lado y soñé que tenía que acudir a una fiesta. Llegaba con retraso, justo antes del Sabbath. Entraba en la sinagoga, pero era demasiado tarde, el servicio había terminado.