II.
El pergamino del maestro
Entonces los sacerdotes Cohen tocarán las trompetas de la memoria para declarar la guerra a los Kittim. Las vanguardias se dispondrán en punta entre los dos frentes y, cuando se aproximen, los Cohen tocarán por segunda vez. Luego, cuando lleguen al alcance de las lanzas, cada hombre empuñará su arma y los seis Cohen tocarán las trompetas de los muertos, darán la señal mediante un sonido estridente y otro ahogado. Los levitas y todos los hombres de los cuernos de carnero emitirán un estruendo terrible, y ése será el inicio de la matanza de los kittim.
Manuscritos de Qumrán,
Pergamino de la guerra
Así pues, Jane —Jane Rogers, agente de la CIA— había decidido partir. Pero ¿por qué desapareció así, sin una palabra? ¿Por qué me dejó aquí, sin decirme nada? Tuve miedo por ella, además de sentirme mal. Tuvo que hacerlo, pensé para tranquilizarme, era una orden de misión y no podía decírmelo, y no quería decirme que no podía.
Pero todo eso, ¿no eran elucubraciones mías, sueños, deseos? De hecho, ignoraba por qué se había marchado tan aprisa y tan lejos, después de lo que ella me había murmurado, de lo que yo había dicho, de lo que habíamos vivido juntos. Se fue sin un gesto, sin una palabra, dejándome solo, en la sombra, en la desesperación intensa de su marcha.
¿Tal vez había huido de mí? ¿Tal vez partía para alejarse de mí, tal vez no me amaba ya, o no me había amado nunca? Pero si ése era el caso, ¿tenía derecho yo a perseguirla hasta el fin del mundo? ¿Cómo saber? ¿Cómo interpretar su silencio? ¿Cómo comprender?
Me preguntaba ya si esa orden no era otra manipulación de Shimon Delam, que había comprendido que yo no querría nunca investigar para él, pero menos aún querría vivir sin ella.
Y era cierto: ahora me parecía que, desde que la había encontrado, no había vivido sino para ella, sin saberlo; era a ella a quien amaba, sin confesármelo. Todo lo que yo siempre había buscado estaba ante mis ojos y no lo veía. Tenía que seguirla, como había hecho siempre, por una necesidad interior que reina sobre el alma y el cuerpo, y que se llama amor.
Yo sabía que los esenios pensaban que me estaba dejando arrastrar por la mujer tentadora que aparta al hombre de su camino. Pensaba que sin duda sabían que yo la amaba, y que no tenía intención de volverme atrás. Qué decepcionados debían de sentirse, ellos que habían depositado tantas esperanzas en mí, y qué amarga debía de ser su pena. Casi habían llegado a la meta en que habían creído tanto y desde hacía tanto tiempo, y en el momento crucial, en lugar de pronunciar la palabra que había de propiciar el advenimiento del Eterno, había pronunciado el suyo, el nombre que estaba continuamente en mis labios.
Era tan bella, tan intrépida y voluntariosa… Era como una estrella fugaz; suscitaba deseos de dicha y felicidad, y yo habría querido llevármela lejos de todas las vicisitudes de la vida, lejos de su profesión. ¿Por qué no me había dejado esa opción?
Al preparar mi equipaje para ese viaje precipitado, había dejado mis túnicas blancas de esenio, mis vestidos de escriba, de sacerdote, de Mesías, pero había llevado el peto del Sumo Sacerdote. Pensaba que las piedras preciosas me ayudarían ahora que ya no tenía ánimo para orar.
Mi padre me enseñó que las doce piedras tenían virtudes curativas, y así se lo había transmitido su padre, y el padre de su padre. La piedra de la tribu de Rubén, el rubí, tiene propiedades tranquilizantes; el topacio de la tribu de Simón limpia la sangre y enseña los beneficios de la duda; el berilo de Leví acrecienta la sabiduría y ayuda al aprendizaje; la turquesa de Judá calma el ánimo y desvanece las preocupaciones; el zafiro de Isacar fortalece la vista y extiende la paz; el jacinto de Dan insufla vigor al corazón y trae la alegría y el éxito a quien lo lleva; el ágata de Neftalí promete la paz y la felicidad y elimina el mal de ojo; el jaspe de Gad da fuerza contra la inquietud y el temor; la esmeralda de Aser potencia el valor y el éxito en los negocios; el ónice de José aumenta la memoria y permite hablar con discernimiento; el jade de Benjamín previene las hemorragias, agudiza la vista y ayuda en los partos. Sólo faltaba una piedra: el diamante de Zabulón, la piedra que asegura la longevidad…
Por la mañana no me puse mis filacterias. Por la noche no pronuncié la oración. Mi oración de la noche era Jane, y la de la mañana también. Sólo quería estar junto a ella.
Ya no quería ser un religioso, porque profesaba la religión del amor, y no quería ser un esenio porque quería vivir con Jane antes del fin del mundo, y tampoco quería ser el Mesías porque quería que el mundo siguiera existiendo, para poder seguir amando a Jane.
En conclusión, era de nuevo tal como había sido en mi infancia, y había dejado en la ignorancia y el olvido todos los años de aprendizaje. Ya no me acordaba de nada: había nacido al amor, había nacido por el amor.
Tomé el avión que había de llevarme, después de una escala en Europa, al país del Sol Naciente.
Confortablemente instalado en mi asiento, extraje las fotografías de mi bolsa de viaje. Me quité las gafas redondas con montura de acero y las coloqué encima, como una lupa, para examinar la imagen con mayor comodidad. De pronto, mi corazón empezó a latir más deprisa, más fuerte, al contemplar la fotografía del manuscrito que, según Shimon, había sido encontrado junto al cadáver. Al mirarla de cerca, reconocí la textura del pergamino y la escritura fina y apretada propia de los manuscritos hebreos.
Ese manuscrito parecía un original, pero ¿quién lo había llevado a un lugar como aquél, y por qué motivo? ¿Era reciente? ¿Era antiguo? ¿De cuándo databa?
Para responder a esas preguntas, habría sido preciso examinarlo en detalle, y más de cerca. Por esa razón Shimon me enviaba a Japón, y también por eso yo habría necesitado a mi padre, que era un experto en ese delicado terreno.
En París, durante la escala, pensé en todos los momentos que había pasado en esa ciudad con ocasión de la investigación sobre los manuscritos del mar Muerto; y cada vez Jane había estado allí. Fue en París donde la conocí, en un apartamento en que había entrado forzando la puerta sin saber que ella había hecho lo mismo unos minutos antes. Creo que de inmediato supe que la amaba, por más que sepulté ese sentimiento en el fondo de mi ser durante años y en medio de mil tormentos. Era como si el corazón, mucho antes que la razón, presintiera la verdad profunda de las cosas, olvidada y disfrazada por los prejuicios de la vida. Después, no habíamos dejado de vernos, de entrevernos, de perdernos y encontrarnos, de buscarnos, el uno sin el otro, el uno por el otro, sin reencontrarnos, hasta amarnos; ¿y perdernos de nuevo? ¿Hasta cuándo, Dios mío?
Por fin, subí al inmenso avión de la Japan Air Lines, en el que Shimon había tenido la previsión de encargar una comida kosher, cosa que nunca había hecho por mí, ni siquiera cuando yo era ultraortodoxo. ¿Era una forma de llamarme al orden, él también? ¿A mi misión, no mi misión mesiánica, sino a la que me veía obligado a cumplir para él?
En cualquier caso, advertí la extrema amabilidad de las azafatas, que me dedicaron atenciones que no tenían con los demás pasajeros. Fueron más que amables: me trataron con una especie de deferencia o respeto. Venían con frecuencia a interesarse por mi comodidad, y me traían un vasito de sake, un zumo de naranja, o bien bombones. Para mi asombro, una de ellas me dijo:
—Es usted sacerdote, ¿no es así?
—Sí —respondí—. En fin… lo era. Pero ¿cómo lo sabe?
—En Japón son los sacerdotes quienes siguen regímenes especiales.
Mi espíritu se extravió en un sueño que me condujo hasta orillas del mar Muerto, en los tiempos en que era sacerdote, yo el Cohen, hijo de Cohen, de la estirpe de Moisés y Aarón, el Sumo Sacerdote. Y viví en aquel país árido, a ejemplo de los hebreos, que habían recorrido el desierto. En ese desierto había empezado todo. La palabra de Dios a nuestro antepasado Abraham: «Deja tu país, tu familia y tu casa». «¿Para ir adonde?». «Al país que yo te indicaré». Dios prometió a Abraham una tierra, una posteridad tan numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar. A Moisés le confió las tablas de la Ley. Luego el pueblo fue expulsado de su tierra, el Templo fue destruido, y la gran mayoría de los hebreos se dispersó por los cuatro puntos cardinales. De las doce tribus que formaban el pueblo de Moisés, únicamente subsistieron dos: la de Judá y la de Benjamín, y de ellas descienden todos los judíos actuales.
Curiosamente, me di cuenta de que esa historia, que siempre me hacía vibrar, ahora me resultaba lejana. No era indiferencia, sino una especie de desapego. Pensaba en ese pueblo como si me fuera extraño. Yo había decidido consagrar mi vida a la suya, pero ahora estaba habitado por otra cosa, y su destino ya no me conmovía. Había nacido entre ellos, pero ¿debía sacrificar mi vida a esa leyenda, a su historia? Yo que nunca había entendido cómo mi madre, que era rusa, sentía indiferencia por las tradiciones de su pueblo; yo que la criticaba por vivir en lo que me parecía la negación de sí misma, por primera vez concebía la posibilidad de desear no ser judío, de no querer ser diferente. Veía en Israel a un pueblo como otro, un país como otro. Sí, como otro. Así, yo no tenía una misión particular: bastaba que yo lo decidiera. Todo es cuestión de elegir, y no hay destino, ley ni deber distintos de los que nosotros mismos nos imponemos. ¿No es cierto?
En el aeropuerto, cuando tuve que hacer cola para facturar mi equipaje, ese baño de multitudes me desagradó. Y por primera vez me di cuenta de que estaba en medio de judíos. Nunca había pensado en esos términos, porque estaba mezclado con ellos o, mejor aún, yo era ellos. Allí, de pronto fue distinto. Aquellas familias, parejas, niños, aquellos jóvenes de aire atormentado, y los otros que hablaban en voz muy alta y reían, eran judíos… Pero ¿qué les diferencia? De los japoneses, por ejemplo. ¿Qué les hace distintos? Me había encontrado en medio de una multitud americana o francesa, y no me hice esa reflexión. Sin embargo, eran muchos los que se hacían, o se habían hecho, la misma observación: «Estoy en medio de judíos». Les había mirado uno a uno, sus ojos claros o bien oscuros, la piel blanca o cetrina, pelirrojos, morenos o rubios, grandes o pequeños, ¿qué les unía? Y de pronto vi con claridad lo que les unía, lo que les hacía diferentes: era precisamente que eran diferentes; no diferentes de los demás, sino diferentes entre ellos. Y lo que les unía, fueran rubios o morenos, blancos o negros, pequeños o grandes, débiles o fuertes, felices o desgraciados, gentiles o malvados, lo que les unificaba no era otra cosa que el Libro, su libro, el libro que había definido su identidad y les había dicho: yo soy vuestro Dios, y no tendréis otro Dios sino yo. Ashkenazi o sefardita, judío o israelí, religioso o ateo, ese pueblo tenía el mismo Dios, y no había otro Dios para él.
Entonces empecé a plantearme que una persona puede no amar su país, su tierra, como tampoco a su familia o su infancia, sencillamente porque ha crecido, porque ha madurado y puede decidir sustraerse a su destino, que no es su destino. Eso me asombró, y en un sentido me reconfortó: yo era libre.
Me sentí feliz por partir tan lejos de todo, de todos, de aquella tierra habitada por los míos y de aquel Dios que ya no era el mío.
Por fin, el avión aterrizó en Narita. En la entrada del aeropuerto me sorprendió ver un panel de bienvenida dirigido a todos los viajeros. Yo había viajado mucho a lo largo de los años precedentes, por exigirlo las investigaciones que me habían sido confiadas, y creía que Israel era el único país con un cartel parecido. En Israel, la fórmula consagrada era: «Benditos sean los que vienen». En Japón era un poco distinta: «Bienvenidos los que vienen, siempre que respeten nuestras leyes». Curiosa advertencia, me dije, como si de algún modo se dirigiera personalmente a mí.
Tal como Shimon me había anunciado, me esperaba un hombre, mi «contacto». En cuanto me vio, se dirigió a mí. Tenía en la mano una fotografía mía; probablemente Shimon se la había enviado. Era bastante joven: no tendría más de treinta años. Su rostro era redondo, y una sonrisa amistosa distendía sus facciones y le daba, con su nariz respingona que sostenía unas gafas cuadradas, un aspecto bastante jovial.
—Toshio Matsuri —se presentó—. Bienvenido, señor Ary. Soy feliz de recibirle aquí. Los extranjeros que se aventuran a visitarnos son aún raros…
Esbozó una ligera reverencia, pero pareció pensarlo mejor y me tendió la mano.
Me llevó en su coche, un Toyota recién estrenado con asientos de espuma, en un trayecto que duró varias horas y que me pareció eterno por la impaciencia que sentía por ver de nuevo a Jane y saber de ella. Mi vida, en los últimos tiempos, había adquirido tal sesgo, y una aceleración tan fuerte, que me sentía como fuera de mí, en un estado de excitación extrema y de felicidad, que sólo puede dar el amor consumado y seguro de sí.
Toshio, durante el tiempo que duró el viaje, me prodigó informaciones sobre el país, que yo escuché un tanto distraído porque el sueño me hacía cabecear en el asiento confortable, forrado con una funda blanca. Me dijo que en la ciudad de Narita se encontraba uno de los templos Shingon-Shie, en la tradición del budismo japonés. El coche rodaba por la autopista 3, pero el paisaje no ofrecía ningún elemento característico. Lo único que permitía sentirse en Japón era la forma de conducir: sin adelantar, sin molestar y sin tocar jamás la bocina. Reinaba el orden y la calma, Pero en esa serenidad intuí, no sé por qué, la posibilidad del desorden.
—Empezaremos por ver a Shôjû Rôjin, el maestro del templo en que se encontró el cuerpo. Shôjû Rôjin procede de una antigua familia de samurais y tiene antepasados ilustres. ¿Sabe que ha desaparecido un monje?
—Sí —dije—. Estoy al corriente.
—Se llama Senzo Nakagashi. Ha estudiado diez años junto al maestro.
—¿Y dónde está Shôjû Rôjin?
—En Kioto, señor Ary. Shôjû Rôjin, ya lo verá, es una personalidad impresionante. Son raros los monjes que se atreven a enfrentarse a él. Se ha convertido en uno de los grandes maestros de la lucha en Japón. Y sin embargo aún es joven, no tiene cuarenta años…
»De su padre, que fue también un luchador ilustre, se cuenta la siguiente historia: Un día, uno de sus alumnos jóvenes le dijo que era demasiado viejo ya para combatir. El discípulo le ofreció un sable de madera, pero el maestro le respondió: "Un monje no debe blandir un arma, ni siquiera un arma de madera." El temerario joven dirigió el arma contra su maestro para obligarle a luchar. Entonces él recogió el reto… con su abanico, practicando simplemente el arte de la defensa. El joven discípulo, agotado, acabó por abandonar el combate. "¿Cuál es tu secreto, maestro?", le preguntó. "Mi secreto es el siguiente…", respondió el viejo maestro: "Para vencer, basta con ver claro."
—¿Y Jane Rogers? —pregunté, mientras escuchaba distraído las palabras de mi conductor.
—Jane Rogers…
—¿Cuándo nos reuniremos con ella?
—¿El señor Shimon no se lo ha dicho…?
—No; ¿qué ocurre? —pregunté, inquieto de pronto.
—Hemos perdido el contacto con Jane Rogers.
—¿Perdido el contacto? —exclamé—. ¿Qué quiere decir con eso?
—Bueno, es sencillo: fui yo quien la recogió en el aeropuerto. La dejé en su hotel y tenía que verla al día siguiente, pero me dejó un mensaje diciendo que anulaba la cita.
—Lo cual significa…
—Que ignoramos su paradero.
—¿Dónde está su hotel?
—En el lugar adonde nos dirigimos, señor Ary. Es decir, en Kioto. Es el mismo hotel que el suyo, me parece —añadió, con aire de complicidad.
Finalmente llegamos a la ciudad de Kioto, en la que teníamos la cita con el famoso maestro. Yo quería pasar antes por el hotel, pero mi contacto me explicó con vehemencia que no era posible llegar con retraso, que no era deseable, que era casi imposible, por no decir absurdo.
Nos dirigimos directamente al templo. Estaba en el fondo de un valle, en las proximidades de Kioto. Para llegar a él había que atravesar un jardín de una belleza serena, por el que serpenteaba un riachuelo al que daban sombra árboles en flor, cerezos y arces, hasta las orillas de un río que se cruzaba por un puente estrecho. Debajo, en un estado de somnolencia eterna, flotaban los lotos blancos, y un poco más lejos una cascada vertía sus aguas sobre unas piedras planas flanqueadas por rocas redondeadas: imágenes de los inicios de la Creación, del tercer día del Génesis, cuando todo se prepara para existir.
Penetramos en el amplio recinto del templo por una larga avenida de viejos cipreses. Los bordes de la avenida estaban cubiertos de arena, entre la cual aparecían manchas de hierbas y flores cuidadosamente dispuestas.
Una cerca formada por cerezos, claveles silvestres y malvarrosas rodeaba armoniosamente el edificio: una casa de madera de ciprés y pino, de dos pisos, con tejados puntiagudos como caperuzas.
Se entraba por un majestuoso portal que se abría a otro jardín de pequeñas dimensiones, situado entre el portal y el vestíbulo de entrada.
Delante de la puerta de corredera de la antecámara nos quitamos los zapatos; era una estancia de dimensiones medianas, iluminada por la luz diurna. Sobre una mesita había dispuestos dos sables: uno pequeño y uno grande. La estancia se abría a una gran sala de madera, de suelo encerado por el que los pies parecían deslizarse. Era un lugar de una simplicidad perfecta, con una mesa baja rodeada de asientos a ras de suelo y un armario de madera blanca. En el centro había un brasero delante de un biombo antiguo de seda. En una alcoba podían verse una estatua y algunas estampas japonesas. El conjunto, bañado por la luz del día, tamizada por celosías, inspiraba un sentimiento de paz y armonía: un retiro alejado de la algarabía de la ciudad.
—Es la sala de la ceremonia del té —murmuró Toshio.
Tomamos asiento junto a la mesa y esperamos.
Al cabo de unos minutos apareció un joven que se presentó como el hijo del maestro Shôjû Rôjin, y nos anunció que éste nos recibiría muy pronto.
Toshio, tieso como un palo, guardó silencio, como si temiera que el menor sonido perturbara la paz que reinaba en el lugar. En cuanto a mí, mi cabeza se inclinaba sin que consiguiera sostenerla, y muy pronto me adormecí.
Una hora más tarde, apareció por fin el maestro. Iba vestido con el mismo hábito del monje, un quimono negro y blanco, de tejido de seda. No pude aplicar el método cabalístico de la lectura de las arrugas porque el maestro Shôjû Rôjin, como muchos asiáticos, tenía una piel absolutamente lisa.
Necesitaba utilizar otro método. Decidí servirme del horóscopo de Qumrán, que permite analizar a las personas por su cabello y por la forma de sus miembros y su rostro.
El maestro tenía cabello largo y suelto sobre los hombros, cutis cetrino, mejillas redondeadas y pómulos salientes, pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos: su mirada era de una inmovilidad y una fuerza tales que era difícil, mejor dicho casi imposible, sostenérsela. Su quimono dejaba ver la parte superior de su torso. Era completamente imberbe, lo que, según el horóscopo, indicaba una persona inclinada a la rectitud y la justa medida. Pero también en ese punto el método era discutible, porque los asiáticos son imberbes.
Sus ojos no eran ni oscuros ni claros, los dientes eran bellos y regulares. No era ni alto ni bajo: poseía ocho partes en la Casa de la Luz y una parte en la Casa de las Tinieblas.
—Venimos a investigar la muerte del hombre de una antigüedad de dos mil años encontrado en su templo —le dije, después de que el monje nos presentara—. También estamos interesados en la desaparición del monje Nakagashi, si tiene alguna relación con ese hombre.
El maestro me observó en silencio durante largo rato.
Se diría que también me estaba examinando y evaluando según algún método particular suyo.
—Viene usted de lejos para combatir a sus enemigos… —dijo despacio.
—De Israel —dije—, porque al parecer, el hombre congelado encontrado en su templo tenía un manuscrito hebreo.
—Será preciso que se familiarice con el Arte del Combate… porque nuestros enemigos lo practican.
—¿Lo practican?
—Así es. Nuestros enemigos practican el Arte del Combate.
—Maestro, perdone que lo pregunte, pero ¿qué le hace pensar que nuestros enemigos conocen y practican el Arte del Combate?
De nuevo me miró, y sus ojos parecieron atravesarme.
—El monje Nakagashi ha muerto —dijo tras un instante—. Lo hemos encontrado esta noche aquí, en el santuario. Será enterrado mañana, siguiendo la tradición.
—También nosotros —murmuré— enterramos a nuestros muertos al día siguiente… ¿Se sabe de qué ha muerto?
Hubo un frío silencio que casi me hizo estremecer.
—¿Quiere ver la habitación del santuario?
El maestro me indicó que lo siguiera. Me condujo hasta el extremo de un largo pasillo que daba a una puerta de corredera. Ésta se abría a una gran estancia oscura y vacía como la primera. Reconocí la habitación de la fotografía que me había enseñado Shimon. El suelo estaba cubierto por un tatami. Todo era del mismo color, un beis algo anaranjado.
Las paredes estaban tapizadas por una especie de papel de arroz beis. En un pequeño estrado había un armario de madera pintada.
—¿Es aquí donde rezan? —pregunté.
—Es aquí.
—Pero no hay nada.
—No, no hay nada.
—¿Y en el armario?
—En el armario hay rosarios. Y nuestros textos.
Se dirigió al armario y lo entreabrió. Luego volvió hacia mí y me tendió un pequeño collar de perlas blancas y violetas, y una varilla de bambú con inscripciones escritas en toda su longitud.
—Son nuestros textos —me dijo.
—Ah, bien —dije—. También nosotros decimos que los Diez Mandamientos fueron escritos a lo largo, no a lo ancho como en un pergamino…
—Es usted judío, ¿verdad? —dijo el maestro, y por primera vez su rostro se iluminó con una ligera sonrisa—. No todos los agentes israelíes son judíos.
—Sí, en efecto. Si me permite la pregunta, ¿cómo murió el monje Nakagashi?
—La policía no ha podido descubrir la causa de la muerte.
—¿No había huellas? ¿Ni armas?
—No, no había nada junto al cuerpo, ni en su interior, que indicara la causa de la muerte.
—¿Ni contusiones, heridas o llagas?
—Nada.
Le miré incrédulo, pero no parecía que aquello le extrañara.
—¿Cómo sabe que fue abatido según la tradición samurai?
—Yo no he dicho eso… —respondió el maestro con una sonrisa maliciosa.
—No, pero ha dicho que nuestros enemigos practican el Arte del Combate. Yo mismo, que conozco pocas cosas de su civilización, he reconocido aquí la mansión de un samurai… por los sables colocados en la galería. Por eso he llegado a la conclusión de que usted ha deducido que murió según la tradición de los samurais… ¿Me equivoco?
—No —murmuró el maestro, mirándome con atención.
—¿Cree que ese crimen puede tener relación con el hombre de los hielos?
El maestro pareció reflexionar unos instantes.
—Nakagashi era un vigilante.
—¿Qué significa eso?
—No tenía la mentalidad del hombre común, atenta a las apariencias y ligada a las cosas. Quería alcanzar un nivel espiritual elevado, y arraigar en la vida cotidiana.
—¿Fue usted quien le inició?
Hizo un gesto afirmativo.
—Era un buen discípulo, un alumno brillante. Consiguió con rapidez encontrar la experiencia del espíritu original. A partir de ese punto resulta posible superar el apego que engendra la ilusión. Él había alcanzado la libertad por medio de una visión clara y penetrante. Había alcanzado el estado de la «verdadera sustancia indestructible». El miedo y la inquietud le eran desconocidos. Imperturbable y siempre igual a sí mismo, había llegado a ser dueño de cada cosa. Por esa razón se le llamaba: «el hombre de gran vigor».
»Manifestaba valor y voluntad. No tenía un corazón tímido, sino firme, y un espíritu estable, susceptible de trascender las cosas. Por eso era llamado "el hombre de la Vía". Su pensamiento no se aferraba a las apariencias, como les sucede a los hombres comunes.
—Maestro —intervino Toshio—, ¿querría explicar a nuestro huésped Ary Cohen lo que es el Arte del Combate y en qué consiste? Él no ha sido iniciado en nuestros métodos y nuestros preceptos.
—Es un arte ancestral enseñado por nuestro maestro Sun Tzu.
—Y ¿en qué consiste? —pregunté.
Me dirigió una sonrisa y me preguntó con cierta malicia:
—¿Desea que se lo explique en el tiempo en que consiga mantenerse sobre un solo pie?
Tuve un sobresalto. Me sorprendió que el maestro hiciera alusión a los textos de nuestra tradición oral, la tradición de los rabinos del Talmud.
—No sé si lo haré tan bien como nuestro gran sabio Hillel, pero puedo probar…
De nuevo bajó los ojos y, después de una profunda inspiración, murmuró:
—Son otras reglas, leyes distintas de las suyas…
Cuando salimos de la casa era ya de noche. La ciudad estaba iluminada por luces multicolores proyectadas sobre los innumerables templos. Eso me hizo pensar en Jerusalén, cuando las sinagogas aparecen iluminadas por focos que proyectan sobre sus piedras blancas una luz dorada, como un aura. Una ciudad de templos, como Kioto…
Nos dirigimos al gran edificio moderno y gris que alberga las oficinas de la policía de Kioto, y allí nos confirmaron que el cuerpo de Nakagashi no tenía ninguna huella que permitiera definir la causa de su muerte. En cuanto al cuerpo del hombre de los hielos, se encontraba en un laboratorio de análisis médicos que podíamos visitar el día siguiente.
Toshio me llevó por fin al hotel en que tenía reservada habitación, en Kioto, y en el que también se había albergado Jane.
—Pero usted, Toshio —dije mientras él conducía—, ¿conocía el Arte del Combate?
—Por supuesto —respondió—. He sido iniciado por un maestro.
Pensé que también Jane había estudiado ese arte, que conocía las artes marciales, y que por tanto sabía defenderse, pero la idea no me tranquilizó gran cosa. Yo la creí periodista, y no lo era. La creí arqueóloga, y tampoco lo era. Ahora la creía agente secreta… ¿Qué me ocultaba aún?
«Veamos, Ary —me habría dicho Jane si le hubiese planteado la pregunta—. Soy arqueóloga. Y periodista también, si quieres. Tengo un doctorado en arqueología de Oriente Medio, por Harvard. Mis misiones en la CIA son muy específicas».
Yo me habría sentado a su lado, la habría rodeado con mis brazos y habría besado sus labios.
«Te amo, Jane —le habría dicho—. Pero no soportaré que me ocultes otro secreto más. Me has comprendido, ¿verdad?».
—Hum —oí de pronto—. Perdone que le moleste, señor Ary, pero ¿va a ejercitarse en el Arte del Combate?
—Prefiero el arte de amar —murmuré.
—Es una verdadera ciencia, señor Ary: es absolutamente necesario practicar para comprenderlo.
—Sí, sí, el arte de amar es exactamente eso.
En la recepción del hotel pedimos la llave de la habitación de Jane.
Era una habitación pequeña y funcional, pero cómoda. Al abrir la puerta, me pareció oler su perfume: un efluvio dulce y rosado, como cuando la había estrechado entre mis brazos, pocos días antes… Aquello evocó como por arte de magia un momento único, y sentí un vuelco en el corazón como si alguien me lo apretara en su puño; todos mis sentidos hibernados despertaron, y se reavivó la llama del deseo que me había abrasado.
Su maleta estaba allí, medio abierta, con sus cosas. Abrí la puerta del armario, donde había algunos vestidos colgados. Al parecer, no tenía intención de huir ni de marcharse para no volver.
Lo que sucedió luego fue una especie de prodigio, y no sé si conseguiré describirlo con exactitud. Pero puedo decir que si permanecí así, sin decir palabra, fue porque todo ocurrió muy deprisa, demasiado deprisa para que yo pudiera intervenir. Dos hombres salieron del cuarto de baño. Iban vestidos de negro y enmascarados.
Al verlos, Toshio se puso en guardia y se entabló un combate entre los tres, en el que Toshio giró sobre sí mismo, más rápido que un corzo joven, para esquivar los golpes que le lanzaban los dos hombres. Por su parte, él no lanzó ningún golpe; se limitó a responder a sus ataques agachándose, con las manos alzadas delante del rostro, hasta el momento en que los dos asaltantes cruzaron una mirada y huyeron por la puerta.
Toshio, sin apenas inmutarse, les vio partir sin perseguirlos.
—Toshio —le dije—, ¿qué ha sido esto?
—Todo está bien, descuide —respondió tras cerrar la puerta con llave—. Pero puedo decirle que esto no volverá a pasar, señor Ary.
—¿Porqué?
—Me ha favorecido el efecto sorpresa. La próxima vez serán más fuertes.
—¿Quiénes eran esos hombres? ¿Y qué hacían en la habitación de Jane?
—Son practicantes. —Se sentó a mi lado—. Creo que el maestro tiene razón, señor Ary.
—¿Razón?
—Debe iniciarse en el Arte del Combate.
—Pero ¿cómo? —dije—. ¿Y en cuánto tiempo puedo aprenderlo? —«¿Y dónde está Jane? ¿Dónde se encuentra?», pensé.
Registramos la habitación metódicamente. Pero no había nada: ninguna señal, ningún indicio. Había desaparecido, sencillamente.
Por la mañana visitamos el laboratorio de análisis médicos. Nos recibió una mujer joven que nos hizo entrar en la sala donde se encontraba el cuerpo del «hombre de los hielos», como lo llamamos en adelante.
Estaba conservado en una especie de urna de cristal en la que la temperatura se mantenía fría. Estaba desnudo, imberbe. Al lado, en una caja también de cristal, estaban sus vestidos, o más bien los harapos del vestido que llevaba. Lo examiné: los colores se habían desteñido casi por completo, pero el tono parecía púrpura o carmesí.
Me aproximé y lo observé con atención. Mi corazón empezó a latir un poco más aprisa.
Era increíble, era absolutamente irreal y era cierto. Ese hombre tenía dos mil años. Por un instante deseé que despertara y desvelara su secreto, como un viejo manuscrito, pero estaba inmóvil en su ámbito frío, en su eternidad muerta, petrificado, fijado para siempre en su impresión de evanescencia.
Los rasgos de su rostro desaparecían, su piel oscura de profundas arrugas se había cuarteado. No era distinto de un hombre de nuestros días, y sin embargo, algo en él parecía venir de otra parte, como un resto de expresión en su rostro.
—¿Dónde fue encontrado?
—Lo ignoramos… Tal vez aquí, en Japón, donde también hay montañas con nieves eternas. Tal vez en otro lugar… ¿Ve usted la señal que tiene debajo del brazo?
En efecto, tenía algo parecido a un pequeño agujero casi al nivel del hombro. La joven me mostró las radiografías que habían hecho.
—Aquí —dijo—, ¿ve este trazo?
—Sí.
—Es la huella de un arma: una flecha o una punta de lanza, no lo sabemos. Este hombre fue asesinado hace aproximadamente dos mil años. Pero no sabemos cómo fue encontrado, qué hacía aquí, en ese templo, quién lo transportó a ese lugar ni por qué razón.
—¿Y el fragmento?
—¿El fragmento?
—El manuscrito encontrado junto a él.
—La policía se lo quedó, como prueba, después del asesinato de Nakagashi.
Me acerqué al cuerpo y de nuevo contemplé el rostro de rasgos evanescentes, la boca, la piel oscura, los ojos apenas visibles.
—¿No es asiático?
—Es difícil decirlo.
La joven investigadora me explicó que un caso así, inédito en la investigación científica, era muy delicado. Descongelar el cuerpo comportaba riesgos importantes, en cada uno de los estadios del proceso podía sufrir daños irremediables. Un equipo de médicos forenses vigilaba de modo permanente la momia, conservada en una cámara fría especial, a la temperatura exacta de 6° C bajo cero. Analizaban muestras de tejidos y huesos, pero el cuerpo se había deshidratado debido a los vientos fríos y secos. Las membranas celulares estaban intactas y el corazón se había conservado notablemente bien.
En los intestinos, de los que también habían tomado muestras, habían encontrado restos de alimento: la última comida del hombre de los hielos.
También se había procedido a un examen de la boca, pero la mandíbula helada seguía obstinadamente cerrada. La cuestión era la causa de la muerte, porque la radiografía mostraba una gran mancha negra a la altura del pecho, más una forma extraña en la parte superior del hombro izquierdo, un objeto oscuro de pequeño tamaño, un cuerpo extraño. Con mil precauciones, habían pasado al hombre por el escáner, manteniéndolo en contacto con el hielo, y entonces habían visto una punta de sílex alojada en su espalda.
Tal vez partió hacia la montaña ignorante de que lo perseguían. Tal vez estaba huyendo. Cuando fue atacado, tenía el brazo derecho extendido. Intentaba alcanzar algo, pero ¿qué? No se sabía con exactitud cuánto había tardado en morir. Si la flecha había seccionado una arteria, habría muerto en apenas unos minutos; si atravesó una vena, pudo tardar horas. En cualquier caso, no cabía duda de que había sido asesinado.
Al salir del laboratorio, Toshio me propuso que volviéramos a ver al maestro Shôjû Rôjin.
—No —dije—; antes querría examinar el manuscrito. Me gustaría comprobar por mí mismo que se trata de unfragmento hebreo… He de identificarlo… Tenemos que ir a la policía.
—De acuerdo, señor Ary —dijo Toshio con una ligera reverencia—, intentaré concertar una cita. Pero ahora el maestro querrá verlo, porque ha aceptado enseñarle su arte.
—Ya. Pero ¿es posible aprenderlo tan aprisa, o hacen falta años de aprendizaje antes de poder practicarlo?
Entonces Toshio me dio una larga explicación de la que se desprendía que, con un maestro así, bastaban unas pocas sesiones, que por supuesto no podían suplir una práctica de años, pero podían dar una base importante, por no decir esencial, a un neófito como yo.
—Además ¿no es verdad que usted tiene ya práctica, señor Ary?
—¿Práctica?
No conseguía acostumbrarme a esa palabra cuando se aplicaba a algo distinto de la religión.
—Del Arte del Combate.
—Hice Krav Maga durante mis tres años en el ejército. Es el Arte del Combate israelí.
—Ah, bueno…
Sonreí para mis adentros al pensar que, de hecho, el Krav Maga era cualquier cosa menos un arte. Nos enseñaban a cegar al adversario con dos dedos, o a neutralizarlo. Sin embargo, los golpes, extraídos tanto del kárate como del boxeo y la lucha libre, podían resultar de una eficacia temible.
De nuevo, nos hicieron esperar varias horas en la sala de la ceremonia del té. Luego un servidor nos condujo hasta el primer piso de la casa, donde se encontraba el dojo, la sala de combate. Era una estancia sin ningún mueble, excepto un tatami, más grueso que los anteriores, y puertas correderas a ambos lados de las grandes paredes desnudas.
—Hay que quitarse los zapatos y hacer el sareí, es decir, el saludo —explicó Toshio antes de entrar—. Todos deben hacer el sareí, para entrar y salir del dojo. El Maestro del dojo sólo puede saludar de pie. Pero también hay que saludar cuando el profesor da un consejo o una corrección técnica; y asimismo cuando entra y sale del templo.
Me quité los zapatos y saludé con una ligera inclinación, tal como me mostraba Toshio, y tuve una ligera impresión de deferencia, como si me encontrara delante de un ídolo, que me hizo sentir incómodo.
El maestro Shôjû Rôjin nos esperaba de pie. Nos devolvió el saludo inclinando ligeramente la cabeza.
Toshio tomó la iniciativa y le preguntó si accedía a iniciarme en su arte. Entonces el maestro se volvió hacia mí:
—Así pues, ¿deseas aprender el Arte del Combate, Ary Cohen?
—Soy consciente de la audacia de mi petición, pero he comprendido la importancia que tiene para mí conocer al menos los rudimentos del Arte del Combate, porque sin ellos no estaré seguro en este país.
—Estoy dispuesto a enseñarte el Arte del Combate —respondió el Maestro—. Pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que me enseñes tú también tu arte.
—¿Mi arte? —dije—. No tengo ningún arte.
—Conoces un arte, ¿no es así? —repuso el maestro con cierta malicia—. Tu arte es el judaismo. Quiero que me enseñes el judaismo.
—Mi arte no se enseña —respondí—. Se practica. Sólo después de una larga práctica es posible comprender las enseñanzas que se han recibido.
—Bien —respondió el maestro—. Acabas de enunciar la primera regla del Arte del Combate…
—Mi arte es un arte de vida —añadí—, no un arte marcial. Engendra la paz.
—Debes saber que el Arte del Combate no consiste en matar al adversario, sino en eliminar el mal. El Arte del Combate tiene como objetivo la vida de la mayoría, al expulsar el mal encarnado en ciertas personas.
Al decir esas palabras, con un gesto ágil se puso en guardia, con las piernas flexionadas, un brazo delante del rostro y el otro más estirado.
Yo lo imité.
—Ahora —dijo el maestro—, coloca el brazo a la altura de la oreja, avanza una cadera para ofrecer una presa menor al adversario, y ataca con el brazo sin mover las caderas.
Lancé mi brazo en un ataque ligero, pero el maestro me cogió la mano y la dobló con la misma agilidad, casi sin esfuerzo, haciendo que me tambaleara.
—Ya ves la importancia de la oscilación —dijo—. En la vida todo es oscilación, la vida misma oscila entre dos extremos, nacimiento y muerte, día y noche, luz y tinieblas. La vida es un paso, y nosotros estamos aquí de paso… En el tiempo de que disponemos, todo lo que podemos hacer es intentar alcanzar el equilibrio.
»El Arte del Combate no es otra cosa que la búsqueda del equilibrio propio y el desequilibrio del adversario. La base del éxito de sus técnicas es el desequilibrio, kuzushi. Es muy importante, y la manera de crearlo es distinta. El desequilibrio, ya ves, es el secreto de la victoria.
»Ahora, repite el gesto de ataque que has hecho.
Volví a ponerme en guardia y repetí el ataque, pero esta vez con más fuerza y velocidad, de modo que el maestro no tuvo tiempo de sujetar mi brazo. Sin embargo, lanzó su puño contra mi rostro y yo me aparté a toda prisa, al tiempo que él me daba un golpe ligero en el vientre.
—No todos los desplazamientos tienen el mismo efecto —dijo—. Para conseguir una eficacia mayor, se pueden utilizar fintas y transiciones, que a su vez generan reacciones. En este ejemplo, si querías evitar mi finta habrías tenido que desplazarte más lejos, y por consiguiente con mucha mayor rapidez. Ma-ai: así llamamos a la distancia de los cuerpos en la preparación… Puedes alejarte o aproximarte, pero hazlo deprisa.
Permanecí frente al maestro, en actitud vigilante.
Me miró directamente a los ojos. Intenté sostener su mirada. De pronto hubo una especie de rayo caído del cielo. Emitió un grito, un aullido de tal profundidad y fuerza que vacilé y estuve a punto de caer al suelo. Fue como un grito silencioso, procedente de las profundidades del ser, y proyectó una energía sutil, de modo que quedé literalmente paralizado por esa vibración increíble que me estremeció en lo más profundo y me hizo temblar de arriba abajo, en todas las fibras de mi cuerpo.
—Acabo de enseñarte un gran secreto previo a la ejecución de todo acto de combate.
—Escucho —dije, todavía aturdido.
Tras haber pronunciado esas palabras en un tono tranquilo, se acercó a mí con ligereza, con las piernas flexionadas, y extendió el brazo dándome un golpe en la cara. Instintivamente alcé una mano para protegerme.
—Ya ves —dijo el maestro—, si alguien intenta golpearte en la cabeza con un bastón, o si tiene intención de combatir, el instinto natural y primario será protegerte o esquivarlo. La emoción suministra reacciones a gran velocidad, mientras que el espíritu de reflexión exige tiempo. Nuestras emociones nos preservan de las agresiones. Sólo después viene la reflexión; porque el espíritu analítico es demasiado lento para el combate, y no puede garantizar la victoria. Así pues, aprenderemos a servirnos de nuestros instintos.
Al acabar su frase, me agarró con violencia del cuello. Me resistí con todas mis fuerzas, pero él parecía más fuerte que yo.
—Esta, ya lo ves, es una mala reacción instintiva. Si alguien te agarra brutalmente, te empuja o te tira, tú te opones, resistes, sean cuales sean tu capacidad física y la suya. Pero ¿qué ocurrirá si él es más fuerte?
Apretó más su presa, y yo me debatí para zafarme, sin conseguirlo.
—Ocurre lo mismo con el animal que coges del pescuezo, o el pescado en la red, que se debatirá hasta el agotamiento total, lo cual le llevará a la muerte.
—Creía que únicamente tenía que servirme de mis instintos —dije, agarrándome a él tan fuerte como pude y cogiéndolo del cuello como hacía él.
Me dejó hacer, y luego cedió a mi apretón, me cogió la mano y la dobló, al tiempo que se liberaba mediante un rápido movimiento.
—Así, cediendo con agilidad, es posible vencer al adversario, incluso cuando es más fuerte. Por tanto, has de comprender que la reacción instintiva no es siempre la buena. Por esa razón es necesario entrenar los sentidos para estar alerta, con el fin de ser capaz de adivinar las intenciones del adversario. Tus cinco sentidos son antenas de percepción que el Arte del Combate te enseña a afinar. Para ello, has de aprender a observar el entorno, al adversario, su rostro, sus manos… Todo lo que se presenta ante ti debe ser observado y aprovechado. Sólo entonces podrás percibir los puntos fuertes y los débiles del adversario…
—Dicho de otra manera, el Arte del Combate sirve para educar los instintos.
—En efecto, te permitirá dominar los malos instintos en el caso de un ataque, tales como la resistencia, el bloqueo y la rigidez. Se trata de educar tu percepción para que, por instinto, no te resistas cuando te agarren.
—Maestro —dije de pronto—, tengo que saber de dónde proviene el manuscrito que poseía el hombre de los hielos.
—¿De dónde crees que proviene?
Adelantó su brazo para atraparme, pero lo esquivé con un gesto ágil y veloz.
—¿Del monje Nakagashi, tal vez? ¿No fue él quien introdujo al hombre de los hielos en vuestro templo?
Repitió su gesto, pero en esta ocasión me escurrí con éxito. No me quitaba los ojos de encima. Me pregunté quién era. ¿Un amigo, un enemigo, un neutral? ¿Qué relación tenía con Nakagashi, con el hombre de los hielos y el manuscrito? ¿Qué interés tenía en ayudarme? Parecía querer hacerlo…, pero ¿y si era sólo una finta? Porque yo estaba en sus manos, en cualquier momento podía matarme.
—Ya ves, esta vez te has anticipado a mi ataque, y eso te ha permitido vencer. La próxima vez te anticiparás de inmediato, porque tu adversario no te dará una segunda oportunidad atacando dos veces de la misma manera… Ahora te toca a ti, agárrame.
—El tratado Baba Kamma del Talmud —dije mientras lo sujetaba como le había visto hacer a él— trata del problema del robo y el bandidismo. ¿Sabe cuál es la diferencia entre un ladrón y un bandido?
—La ignoro —dijo, al tiempo que interceptó mi presa reculando para que mi propio impulso me desequilibrara. Luego, con un gesto preciso, me proyectó al suelo. Caí pesadamente—. Tienes miedo de caer, Ary Cohen. Hay que ser como la flor del cerezo, que no se marchita al caer. Si sabes cómo hacerlo, no tendrás miedo de la agresión, porque evitarás hacerte daño. Tu espíritu será libre si logras asimilar que el hecho de caer no entraña un peligro. Para eso habrás de evitar los puntos de choque: la cabeza, las muñecas, los codos, las rodillas. Además, tienes que controlar tu caída, caer en buena posición para poder levantarte con rapidez y sin vacilación, y recuperar el equilibrio.
—El ladrón roba furtivamente —dije, al tiempo que me levantaba con dificultad porque había caído de espaldas—, en tanto que el bandido lo hace abiertamente y por la fuerza. La ley de la Torah es más severa con el ladrón que con el bandido. Un ladrón está obligado a pagar el doble de lo que ha robado, mientras que el bandido debe únicamente restituir el objeto robado, o su valor. ¿Sabe porqué?
—No. Me parece muy extraño, porque el bandido ha utilizado la fuerza, en tanto que el ladrón ha sido más discreto.
Me cogió del brazo con una mano y del hombro con la otra, para hacerme caer. Yo apoyé la mano en el suelo para no caer, y se me dobló de tal forma que los huesos crujieron.
—Ésa es una mala posición del brazo: porque no has querido caer, y te has puesto en peligro de romperte la mano. Siempre tienes que responder por la agilidad, y no por la resistencia.
Lo miré fijamente y lancé mi brazo hacia él.
—La respuesta es —dije, mientras mi mano le golpeaba en el centro del pecho— que el bandido coloca el honor de la sociedad humana en el mismo nivel que el del dueño de ella, es decir, de Dios, mientras que el ladrón no coloca el honor de la sociedad humana en el mismo nivel que el de su Señor. Actúa como si el ojo de la Providencia no mirara. Actúa en las tinieblas diciendo: «¿Quién me ve? ¿Quién me conoce?». Piensa que Dios no nos ve, como ha escrito Ezequiel: «El Señor ha desertado de la Tierra, el Señor no los ve».
—Pero el bandido, al pecar de forma abierta, ¿no desafía a Dios?
Con un gesto rápido, me indicó que me pusiera en guardia, y con un puntapié circular intentó tocarme el pecho, pero yo me agaché; entonces intentó agarrarme.
—No —dije esquivándole—, porque el ladrón tiene miedo de los hombres, pero no de Dios. El bandido peca de forma abierta y no tiene miedo de los hombres, pero nada prueba que no tenga temor de Dios.
—Está bien —aprobó—. Es muy interesante… Pero presta atención a tu gesto: cuando el cuerpo adopta una posición tranquila, el espíritu no debe permanecer inactivo. Para eso tienes que aprender a conocerte; de esa forma actuarás libre de toda duda, vacilación o temor, y llegarás a la percepción. Cuando percibes algo a través del corazón y el espíritu, tus ojos son capaces de captar el mundo… Sigue enseñándome tu arte, y yo seguiré enseñándote el mío.
—Dos personas que viven en una ciudad dan banquetes. El primero invita a sus vecinos y no invita a la familia real, el segundo no invita a sus vecinos ni a la familia real. ¿Cuál merece el castigo más duro?
—Ciertamente, el que invita a los vecinos pero no a la familia real.
—Por la misma razón, si el bandido devuelve dañado el objeto robado, está obligado a dar compensaciones, pero si lo devuelve mejorado, debe ser indemnizado. Por ejemplo, si roba un pedazo de madera y hace con él una estatua, puede vender la estatua y dar al propietario el precio de la madera.
—Nosotros… —dijo el maestro, tomando un sable— nosotros decimos que es necesario ver las cosas de una sola ojeada y no fijar en ellas el espíritu. Cuando tu espíritu se entretiene en el mundo, los pensamientos llenan tu corazón y se desplazan al interior de tu espíritu, perturbándolo.
»Por ejemplo, si al ver el sable de tu adversario piensas en parar el golpe, o dicho de otra manera, si tu espíritu se detiene en el sable, recibirás un tajo. Es lo que llamamos «fijación» o «sujeción». Aunque percibas el movimiento del sable, no fijes tu espíritu en él. ¿Dónde debes situar tu espíritu?
—En los movimientos del adversario —dije, mientras observaba el sable que se movía de arriba abajo.
—No —dijo él, y de súbito apuntó directamente a mi corazón—. El espíritu se fijará a ellos.
—¿En el sable, entonces?
—Tampoco. Si miras el sable, correrás el riesgo de un golpe en la cara.
—En la voluntad de exterminar al adversario —dije, y le miré a los ojos.
—Tampoco.
—¿En la idea de escapar?
—No; si colocas el espíritu en alguna parte, quedará fijado en ese punto y tú perderás la ventaja.
—¿Dónde, pues?
—El espíritu se coloca en tu vientre, en el abdomen inferior: eso genera calma y concentración. Reflexionar es verse atrapado por la reflexión. De modo que debes dejar el espíritu encarnado en todo tu cuerpo, sin pensamiento ni juicio, sin detención ni sujeción.
»El espíritu no se sujeta a ninguna parte, sino que se difunde por todo el cuerpo, mientras que el espíritu de ilusión se focaliza en un punto único.
—Intento no pensar.
—Intenta no pensar, pero no pienses que no estás pensando, porque entonces piensas… Sea cual sea tu percepción, no dejes que tu espíritu se fije en un punto: ésta es la esencia de la enseñanza que puedo darte.
»Ahora veo que estás cansado. Respira, concéntrate. La Vía de nuestros antiguos maestros se funda enteramente en la concentración. ¿Qué haces en la vida?
—Escribo.
—Pues bien, si cuando escribes tienes conciencia de estar escribiendo, tu pluma temblará. ¿Qué necesitas para escribir?
—Necesito llegar a un estado de espíritu totalmente disponible, como si el corazón se vaciara.
—Uno de nuestros proverbios reza: «Es eso, pero si te fijas en eso, entonces ya no es eso». Como el espejo que refleja todas las imágenes, pero sin tener conciencia de que lo hace. El corazón de quienes transitan por la Vía es semejante al espejo, vacío y transparente, en el olvido del pensamiento, pero en la realización de todo. Quien consigue actuar así es llamado «adepto».
—Hay aún una cosa que quisiera saber, maestro.
—Habla y te responderé.
—¿Conoce a los hombres que se encontraban ayer en la habitación de mi compañera Jane Rogers?
El maestro me miró antes de contestar.
—No intentes encontrarlos.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque son samurais. Mientras no estés preparado para el combate, representarán un gran peligro para ti…
Me miró de una manera extraña y tuve la impresión de que una ligera emoción iluminaba aquel rostro impasible. Pero fue tan furtiva que me pregunté si no habría soñado o proyectado mi propia emoción.
Estaba claro, pensé, que sería un gran peligro para mí. Pero era el mismo peligro que estaba corriendo Jane, y todo lo que yo deseaba era volver a verla después de aquella noche de la que empezaba a preguntarme si la había soñado o si había sido real.
La imagen misma de Jane parecía borrarse en mi espíritu, hasta el punto de que llegaba a preguntarme si Jane existía en realidad; pero el sentimiento seguía allí. La impaciencia tamborileaba en mi pecho, agitaba mi corazón. Ahora sentía una gran inquietud ante la idea de verla, y también ante la idea de no volver a verla.
—Estás distraído —dijo el maestro—. La sesión ha terminado.
Por la noche, solo en la habitación del hotel, telefoneé a Shimon Delam para informarle de lo que había visto y hecho.
—Con el maestro Shôjû Rôjin he aprendido el Arte del Combate —le dije.
—Vaya, ¿de verdad? ¿En tan poco tiempo?
—No, claro que no, sólo el comienzo de lo más esencial.
—¿Y en qué consiste?
—En primer lugar, en no pensar.
—¿No pensar?
—Eso es.
—Hum…
Oí los ruiditos de su mondadientes.
—¿Me dices que te han atacado dos hombres?
—En efecto.
—¿Y Toshio les ha hecho frente él solo?
—Puede hacerse, si se conoce bien el Arte del Combate —respondí.
—Sabes que en el ejército yo mismo he practicado técnicas de combate.
—Yo también, pero era el Krav Maga.
—¿Y pretendes que es posible enfrentarse a varios hombres simultáneamente, aunque sean expertos en artes marciales, sin pensar?
—Es posible, con la ayuda del «efecto sorpresa».
—Ya, el efecto sorpresa… Interesante.
—Shimon —le dije—, tenía que reunirme con Jane, o por lo menos ayudarla; ahora me entero de que voy a tener que combatir con expertos en artes marciales; y estoy solo…
—Escucha, Ary, si hay problemas te enviaré refuerzos. ¿De acuerdo?
—¿Quién? ¿Qué refuerzos? ¿Cuándo?
Hubo un silencio.
—Tu padre, por ejemplo —dijo Shimon a regañadientes.
—¿Mi padre? ¡No será él quien me defienda frente a cinturones negros japoneses!
—No lo creas. El Arte del Combate es también un arte de defensa psicológica, si se tiene en cuenta el efecto sorpresa…
De pronto me acordé de mi padre y de los esenios, y de mi vida junto a ellos, de todo lo que habían esperado de mí, de todo lo que les había prometido, y de mi marcha precipitada, convencido de que era lo que tenía que hacer, que no podía obrar de otra manera.
De Qumrán no quedaban más que ruinas. Como las que dominan el mar Muerto, las grandes piedras, las cisternas y los baños, el refectorio y el scriptorium: ruinas con fragmentos de vajilla de cerámica. Un molino de harina, un establo, todo lo necesario para vivir, y, no lejos de allí, el gran cementerio. ¿Qué quedaba de Qumrán? ¿Qué había hecho yo de mí mismo? Yo que era el Mesías, su Mesías, yo que debía pronunciar el nombre de Dios para el advenimiento del mundo nuevo. Yo que sabía todos los secretos del alfabeto, los pequeños y los grandes…
La comunidad vivía, a la espera de ese momento, refugiada en las cuevas, y yo recorría el mundo para combatir a los Hijos de las Tinieblas.
Y la humanidad estaba sumergida en las Tinieblas, y, con el fin de evitar ese destino, los miembros de la secta habían elegido un lugar agreste y resguardado donde llevar una vida piadosa de preparación. Se purificaban, a la espera del fin de los tiempos.
Querían reconstruir el Templo. Y yo ya no era el maestro justo, el guía que esperaban, el que iba a liberarles como estaba escrito; yo no quería, ni podía, serlo, porque quería vivir mi vida de hombre, lejos de las ruinas de Qumrán.
Y me había apartado de mis hermanos, de la meseta rocosa entre los acantilados, en la que mi vida había encontrado un refugio a la sombra de las vidas de ellos. Había compartido sus comidas, me había sumergido en el agua purificadora, en la balsa ritual tallada en la roca, cubierta por una bóveda de cañón, con dos o tres escalones por los que se baja progresivamente. La balsa actual contiene una cantidad de agua de lluvia suficiente para el baño, de modo que se mantiene pura al alimentarse únicamente del agua del cielo, con la ayuda de algunos depósitos cuando es necesario, o del agua del mar, a fin de consagrar la pureza de la carne.
Y marché al desierto, entre los troncos nudosos de los tamarindos, entre acacias y palmeras, árboles que crecen en el suelo arenoso, y luego el follaje leve de los arbustos, que en algunos lugares filtran la luz pálida del sol. Y seguí avanzando, como si aquél fuera mi último combate.
Para ellos, Jane era la tentadora, la seductora, la prostituta que lleva a los hombres al pecado; era la corrupción, el mal habitaba en sus manos y sus piernas, en sus vestidos y todos sus adornos. ¿Me conducirían sus pasos al Sheol?
Ella se ocultaba en lugares secretos. Muy cierto que se ocultaba, y nunca, no, nunca, dejaría de buscarla, y la salvaría, dondequiera que se encontrara; pasara lo que pasara, yo estaría allí. «Si pasas a través de las aguas, yo estaré contigo. Cruzarás los ríos y no te sumergirán. Si caminas en medio del fuego, no te quemarás, y la llama no calcinará tu carne».
Era viernes por la noche. La noche del Sabbath, y lo recordé. Recordé las palabras de mi rabino: el Sabbath es uno de los fundamentos del judaismo, uno de los pilares sobre los que reposa la existencia del mundo. Si Dios creó el mundo, es porque sabía que Israel aceptaría la Ley, y por consiguiente el Sabbath, que equivale a todas las leyes. Se ha dicho que si todo Israel observara dos Sabbaths consecutivos, vendría el Mesías. Y yo, que ya no guardaba el Sabbath, me acordaba de todas sus leyes, de todas las barreras que rodean las leyes y cuya estricta aplicación es el único medio de asegurar el reposo: están prohibidos veintinueve trabajos, tales como la preparación de los alimentos, el lavado de la ropa, el acto de escribir, el hacer fuego, viajar, transportar objetos y muchos otros.
«Recibamos el Sabbath —cantaba yo cuando era hasid, cuando era esenio, cuando estaba allá abajo—, oh mi bien amada, vamos delante de la novia, el Señor ha dicho que debemos guardar el recuerdo de la fidelidad, despierta te digo, llega el alba, hay que cantar, más fuerte, dominarás el oeste por medio del hijo de Peres, proclamarás al Altísimo, y entonces todos los corazones rebosarán de alegría y la felicidad reinará entre nosotros». Pero mi corazón estaba triste y no encontraba el reposo. Para mí ya no había Sabbath, ya no había alegría ni deleite sin Jane. Tomé la pluma, encendí el fuego, tomé el agua y los vestidos, y me sentí solo en mi cama japonesa, más solo que nunca, aislado sin el Sabbath, sin la comunidad, sin mi padre desde luego, pero sobre todo tan próximo a Jane y sin embargo tan lejos, tan lejos…
No había huella de Jane, me sentía perdido sin mi amiga, y mi corazón se desolaba en su ausencia, en la impaciencia, en la maledicencia, porque maldecía todas las horas que nos separaban, todos los caminos que nos extraviaban, todas las palabras que nos contradecían.
Esa noche tuve un sueño: tenía que coger el tren, iba con retraso, tenía que correr, pero era preciso tomar la buena dirección. Llegué a la estación y pregunté a todo el mundo dónde estaba el andén. Un hombre me informó, y yo me dirigí allí corriendo. Estaba en un lugar muy bajo y era necesario agacharse para entrar. Me sentí aliviado por no haber perdido el tren, y al mismo tiempo temía encontrarme solo en aquel lugar tan lejano, tan remoto.