IX.
El pergamino de Ise


¡Escuchad, sabios!

Cultivad la sabiduría.

¡Y vosotros, los justos!

Haced que cese la injusticia.

Y vosotros, los íntegros,

sostened sin desfallecer al indigente.

Sed indulgentes con él.

No despreciéis nunca las palabras de los justos

y los actos verdaderos

a fin de difundir la prudencia y la búsqueda del misterio,

de escrutar la verdad y desafiar todos los oráculos.

Manuscritos de Qumrán,

El Sabio a los hijos del alba

Al día siguiente por la mañana, recibí la visita de Toshio, al que no veía desde mi regreso del Tíbet. Parecía muy agitado y me dirigía miradas huidizas, como si no se atreviera a revelarme el motivo de su visita.

Por fin, cuando lo apremié a hablar, respondió que el emperador quería agradecerme que le hubiera salvado la vida durante la fiesta de Gion.

—Ahora —añadió Toshio—, el emperador desea concederle algún favor, como muestra de su gratitud. Quiere saber qué desearía recibir de él.

—Dígale, señor Toshio, que me gustaría visitar el templo de Ise…

—¿El templo de Ise? —exclamó Toshio, sorprendido—. ¡Pero si todo el mundo puede visitarlo!

—No me refiero a eso —respondí—. Yo deseo entrar en el santuario.

Toshio me miró con una especie de espanto, como si yo acabara de proferir un sacrilegio abominable.

—Eso es imposible, imposible —balbuceó—. Es tabú… Sólo el emperador puede entrar en el santuario, una vez al año. Pero usted, señor Ary, no tiene derecho a hacerlo.

—Dígale que ésa es mi petición, por favor, señor Toshio.

Unas horas más tarde, estaba en camino hacia el santuario de Ise. Había dejado a Jane en el Beth Shalom, con la instrucción de que no saliera bajo ningún pretexto.

El tren ascendió y descendió a través de un bosque de árboles gigantescos, antes de llegar a una amplia llanura, al pie de la montaña Kamiki y el monte Shimaki, en la prefectura de Mie. Yo tenía la impresión de entrar en un mundo nuevo, de colinas verdes y onduladas, muy parecido al mundo de los sueños o al de la infancia.

El tren se detuvo en la ciudad de Ise al cabo de dos horas de viaje. Para llegar al templo había que recorrer una serie de calles estrechas en las que se alineaban los tenderetes ambulantes, al estilo japonés antiguo.

Subí los escalones con relieves esculpidos hasta la puerta Torri, cuyas dos jambas son de madera de pino, pintadas de rojo anaranjado. Entré por la puerta siempre abierta que daba al templo. Con su atrio y su pequeño palacio, me hizo pensar en un templo de Salomón en miniatura, tal como lo describen los textos.

El templo estaba rodeado de un jardín de arena en el que únicamente había unos pocos árboles y matas de hierba y flores. El lugar rezumaba un aire de solemnidad; por él circulaba un río con sus meandros, en medio de los cuales había pequeños islotes de arena, accesibles a través de pasarelas.

Los juncos jugueteaban con el agua. Los pinos, las rocas, los árboles seculares y las pequeñas plantas parecían esperar a los visitantes desde siempre. La avenida que conducía al templo estaba flanqueada por farolas, quinientas farolas sobre pedestales de piedra. Me acerqué a una de ellas: tenía grabada una estrella de David.

¿Qué hacían esas estrellas de David en un templo consagrado a la diosa del sol, Amaterasu, adorada por su condición de antepasada de la familia imperial?

Desde la antigüedad, el templo de Amaterasu siempre estuvo situado en Ise, donde era reconstruido cada veinte años, respetando con exactitud estricta el estilo antiguo. Gracias a esa costumbre había subsistido ese estilo de arquitectura hasta nuestros días: réplica exacta de un templo construido hace dos mil años.

Delante del Templo israelita había dos columnas que servían de puerta. Las llamaban «taraa». Algunas estaban pintadas de rojo, para recordar la sangre del cordero en la noche que precedió al Éxodo de Egipto.

El sanctasanctórum israelita estaba situado en el ala oeste del Templo. En el Templo de Salomón se encontraba en un nivel superior al de las demás estancias. Existía también una costumbre en Israel: en el Templo de Dios en Israel, y en la plaza de Salomón, había dos estatuas de leones.

En Ise había dos santuarios, el Naikû y el Geku, situados a seis kilómetros de distancia. Yo quería visitar el segundo, consagrado a la diosa Amaterasu; el primero estaba dedicado a la diosa de los cereales.

Entré en el jardín de cipreses gigantes y alcanforeros. La grava crujía bajo mis pasos. El santuario estaba protegido por una empalizada de bambú. Ningún visitante podía cruzar esa barrera.

Me volví: allí estaba el maestro Shôjû Rôjin.

Se inclinó, juntando las manos delante del rostro.

Eso se hacía en el antiguo Israel para decir: yo guardo la promesa. En las Escrituras, puede encontrarse la palabra que se ha traducido como «promesa». El sentido original de la palabra, en hebreo, es «dar palmadas». Los antiguos israelitas daban palmadas cuando decían alguna cosa importante.

Jacob se inclinó cuando se aproximó a Esaú.

—Por fin has llegado a nuestra casa —dijo el maestro Shôjû Rôjin.

—¿Vuestra casa?

—Somos los guardianes del templo. Yo soy el sumo sacerdote que oficia aquí, bajo la autoridad del emperador, que te ha permitido entrar en el santuario de Ise.

Calló. Luego me hizo entrar, despacio, en la gran pagoda de madera antes de retirarse, en el mismo silencio con que me había recibido.

El interior del santuario estaba iluminado apenas por unas velas, y el incienso esparcía un vapor espeso que difuminaba el contorno de los objetos. Pero reconocí sin dificultad los mikosi, los santuarios portátiles que había visto en la fiesta de Gion.

En ambos lados del muro estaba grabada la estrella de David. La estructura del edificio era la misma que la del tabernáculo del antiguo Israel, dividido en dos sectores: el primero era el sancta, y el segundo el sanctasanctórum. También el santuario japonés estaba dividido en dos partes.

En el fondo del santuario había una bella mesa de madera dispuesta con distintas vituallas. El maestro Shôjû Rôjin me había explicado que los peregrinos que iban al templo traían mochi, sake, cereales, legumbres y frutas, así como agua y sal, como una ofrenda a la diosa, que depositaban delante del santuario.

Sus ofrendas eran consumidas después de la peregrinación: una comida en compañía de Dios.

Eso me recordó la mesa de madera del tabernáculo de los hebreos, en la que se disponían el pan, los cereales, el vino y el incienso, antes de que los alimentos fueran consumidos por el sacerdote.

Dos estatuas de leones guardaban el recinto del sanctasanctórum. El maestro Shôjû Rôjin me había explicado también que en el Japón antiguo no había leones.

Sabía que ningún visitante podía entrar en el sanctasanctórum. Sólo los sacerdotes sintoístas tenían derecho a penetrar en el sancta en ciertos momentos, durante la celebración de las fiestas. El emperador era el único que podía entrar en el sanctasanctórum.

Este estaba situado al oeste o al norte del santuario, en un nivel superior al del sancta. Para acceder a él había que subir unos escalones.

A un lado había una pequeña fuente de agua clara.

Me lavé las manos y me enjuagué la boca.

Me acerqué a la pesada puerta de madera, entre los leones.

—Bienvenido, Ary.

De nuevo el maestro Shôjû Rôjin inclinó la cabeza. Le devolví el saludo en silencio, hasta tal punto me asombró verle en ese lugar.

—Te debo una explicación, ¿no, Ary Cohen?

—Si así lo desea…

—No podía decirte quién era yo, Ary Cohen, del mismo modo que el emperador debe permanecer oculto y secreto para no verse en peligro de muerte, como sabes. Por eso te enseñé el Arte del Combate, a fin de darte armas que te permitieran detener a nuestros enemigos de la secta de Ono. Y debo decirte que estamos muy satisfechos de tu trabajo. Por esa razón hemos aceptado recibirte aquí.

—Desearía entrar en el recinto secreto del templo.

El maestro hizo su peculiar gesto de negación, sonriente. A esas alturas, yo estaba ya acostumbrado a su mímica.

—¿Por qué no? —Mi voz despertó un eco en la estancia.

—Es necesario el permiso de los monjes yamabushis —dijo—. Son ellos quienes guardan el recinto sagrado.

—Pero cuento con el visto bueno del emperador, ¿no es así?

—Para el santuario, desde luego… pero no para el recinto sagrado.

—¿Dónde están los yamabushis?

—En este momento se encuentran en Nagano, en una fiesta en el gran santuario sintoísta Suwa-Taisha.

Observé la puerta que tenía delante. Estaba muy cerca, y sin embargo, de nuevo era necesario esperar. Casi me sentí tentado a no hacer caso y entrar. ¿Por qué no? Al mismo tiempo que me asaltaba esa idea, pensé que entablar un combate con el maestro sería pura locura por mi parte.

—Son los yamabushis quienes guardan la llave de la puerta —dijo el maestro como si hubiera escuchado mis pensamientos—. Sólo ellos pueden dártela. Nadie más la posee.

—El sanctasanctórum japonés está situado por lo general al oeste o al norte del santuario, igual que el nuestro. Está elevado, como en el Templo de Salomón. Y esas estatuas de leones, también como en el Templo de Salomón… ¿qué significado puede tener todo eso? Incluso vuestra puerta Torri se parece a la del templo israelita, en el que había dos pilares delante de la entrada. Más aún, las puertas Torri son rojas, lo que recuerda la sangre con que se marcaba el dintel de las casas la noche anterior a la huida de Egipto.

Shôjû Rôjin se inclinó.

—La respuesta está en el interior.

—Y también vuestra costumbre de inclinaros recuerda a los hebreos: está dicho que Jacob se inclinó al ver a su hermano Esaú. Hoy los judíos se inclinan al recitar sus plegarias. ¡Y vuestras tablillas de bambú, que recuerdan las tablas de la Ley de Moisés! ¡Vosotros y nosotros… somos los mismos!

El maestro se inclinó de nuevo; en esta ocasión, con una especie de respeto.

En cuanto a mí, necesitaba entrar en el sanctasanctórum. Sí, tenía que comprender.

Cuando regresé al Beth Shalom, ya entrada la noche, me esperaba una sorpresa. Nunca había pensado en verlo allí, en el otro extremo del mundo, en aquel lugar insólito: mi padre había venido a encontrarse conmigo, por supuesto instigado por Shimon Delam.

Cuando lo vi, la emoción me puso el corazón en un puño. Seguía igual, con su cabello espeso, abundante, con reflejos plateados, y su mirada oscura e intensa. No había cambiado, y en cambio a mí me parecía haber envejecido.

—Al parecer, necesitas de mi experiencia en materia de paleografía. Shimon me dijo que estabas en este… ¿Beth Shalom?

—Sí, en efecto. Te explicaré. Ahora podemos consultar el manuscrito, y tal como le dije a Shimon, creo que te necesitaré… Pero no pensaba verte aquí.

—Ya lo conoces: en realidad no me dejó opción.

Sonreí. Habían pasado tantas cosas desde la última vez que le vi… Tantas cosas, sí. Y este misterio, del que me disponía a retirar todos los velos que lo cubrían, uno a uno.

Me sentía cansado y hambriento. Subí a ver a Jane, a la que informé de que mi padre estaba allí. Cenamos juntos en un pequeño restaurante cerca del Beth Shalom, un bol de arroz, sopa de miso, fruta, espinacas y té verde.

—Hay otra cosa —dije a mi padre, y le pasé las notas que había tomado de la conversación con el maestro Fujima sobre la lengua hebrea—. Querría una opinión científica sobre una cuestión que tal vez te parecerá absurda.

—Te escucho.

—Pues bien… ¿Es posible que los japoneses sean judíos?

Mi padre frunció el entrecejo y me interrogó con la mirada, como para averiguar si estaba burlándome de él.

—Te lo he dicho, intenta enfocar la cuestión desde un punto de vista racional, científico e histórico.

—¿Judíos? —dijo—. ¿O… hebreos?

—Sí. ¿Sería posible que fueran hebreos? ¿Cuándo habrían venido a Japón? Hace más de dos mil años…

—Ah —dijo mi padre, y una sonrisa iluminó su rostro—. Sabes que, a la muerte de Salomón, Israel quedó dividido en dos reinos; uno era el del Sur, el reino de Judá, que incluía a Jerusalén y estaba bajo la égida de las tribus de Judá y Benjamín. De ese reino procedemos nosotros, los judíos. El otro era el reino del Norte, el reino de Israel. El primer rey de éste fue Jeroboam, de la tribu de Efraím, y gobernó sobre las diez tribus restantes de Israel.

»Sin embargo, estalló una guerra terrible entre los dos reinos, una guerra por las fronteras y por el poder. Terminó cuando el reino del Norte se vio a su vez sacudido por una guerra civil interna, que finalizó cuando el rey Omri fue reconocido como rey único del reino de Israel; eso sucedió el 881 antes de nuestra era. Omri se esforzó por devolver la paz al reino. Fundó una nueva capital, Samaria, y puso fin a la guerra contra el reino de Judá. Pero, mientras tanto, la amenaza asiria empezó a gravitar sobre el país.

»A la muerte de Omri, su hijo Ajab buscó una alianza con el reino de Judá para prevenir la guerra con Asiria. Hubo un precario acercamiento entre los dos reinos hasta el golpe militar del general Jehú, que se hizo con el poder en el reino de Israel.

»Fue entonces cuando Salmanasar III, rey de Asiria, atacó el reino de Israel, el año 841. Israel se vio reducido en poco tiempo a la condición de vasallo de Damasco. El último rey de Israel se llamó Oseas. Después de sufrir un asedio de dos años fue deportado, junto a treinta mil israelitas. Lo que quedaba del reino de Israel se convirtió en una provincia asiria.

»Ese fue el resultado de uno de los períodos más tormentosos de la historia de Israel, en el que hubo por lo menos ocho golpes de Estado durante los cuales los profetas Elias, Amos u Oseas no dejaron de predecir el fin del reino de Israel. Desde entonces, y ya para siempre, el pueblo de Israel se encontró escindido en dos: los que se habían quedado en el país y los que partieron al exilio, a una tierra extranjera. Tanto los unos como los otros, al carecer de un Estado propio, corrían el riesgo de desaparecer de la Historia.

—¿Qué fue de las tribus del reino de Israel que optaron por el exilio?

—Nadie lo sabe. No nos han llegado testimonios, ni documentos ni vestigios. Es posible que después del exilio marcharan a algún país lejano antes que volver a Israel, cuyo reino habían perdido. Lo cierto es que la Historia perdió su rastro, y se les llama «las tribus perdidas». Pero…

La mirada de mi padre se iluminó con un fulgor misterioso.

—¿Por qué no Japón? Existen pruebas de que los judíos viajaron a lo largo de la ruta de la seda. Sí… ¿por qué no podían haber llegado a Japón?

Mi padre estaba atando los cabos de una historia fabulosa.

—El libro que cuenta esta historia es el cuarto Libro de Ezra, según el cual las diez tribus del norte de Israel se dirigieron hacia el este y marcharon durante año y medio por aquellas tierras. «El reunirá a los exiliados de Israel, y congregará a los dispersos de Judá de los cuatro extremos de la Tierra», dice la profecía.

»Se utiliza la palabra "dispersos" para el pueblo de Judá, y en cambio "exiliados" para designar el pueblo de Israel. Eso es sugerente porque, como te he dicho, nunca se ha sabido qué fue de las diez tribus perdidas de Israel… Se han encontrado restos de la presencia hebraica en Afganistán, en Cachemira, India y China. En algunos libros chinos se hace mención de la circuncisión, en el siglo II antes de Cristo. Las diez tribus de Israel pudieron viajar hacia el este y pasar por esos países. Las huellas de su presencia son escasas; sólo algunas aldeas, aquí y allá. ¿Dónde fueron las tribus de Israel? Partieron, los hombres cruzaron varios países en busca de una tierra prometida y caminaron hasta encontrar un país vacío, habitable, del que no iban a ser expulsados. Un país propio donde podrían restablecer la realeza… ¿Qué mejor que una isla? Una gran isla rodeada de agua, donde no habría ningún problema de fronteras.

—¿Estás diciendo…? —pregunté.

—Que es posible desde el punto de vista histórico que los japoneses sean hebreos.

—El nombre antiguo del emperador Jinmu, el primer emperador de Japón, era «Kamu-yamato-iware-biko-su-mera-kimoto».

Mi padre reflexionó un instante, me pidió que lo escribiera y estudió el papel. Luego dijo:

—En hebreo podría significar: «el rey de Samaria, el noble fundador de la religión de Yaveh». Lo cual no implica que Jinmu fuera el fundador de la nación judía, sino que la memoria hebraica perseveró a través del emperador Jinmu.

—Se dice también que el emperador está circuncidado… Sin embargo, hay una diferencia considerable entre la religión sintoísta japonesa y el judaismo.

—¿Cuál? —preguntó.

—Los japoneses son politeístas. Adoran unas divinidades llamadas kamis.

—Pero no hay que olvidar que los hebreos, en esa época, adoraban a otros ídolos. No creían únicamente enYaveh, sino en Baal, Astarté, Moloch y otros ídolos paganos.

Mi padre me miraba estupefacto, como si acabara de descubrir un nuevo manuscrito; y de hecho, éste sería el más asombroso que tuviéramos en las manos.

—Son sólo conjeturas. Haría falta una prueba… —dije.

—¿Cuál?

—El manuscrito del hombre de los hielos encontrado por los chiang min, que por su parte también tienen probablemente origen hebreo, a juzgar por sus ritos y costumbres.

—Y tal vez —terció Jane, que nos había escuchado atentamente a lo largo de toda la discusión—, la cámara secreta del santuario de Ise.

Al día siguiente por la mañana, mientras Jane se dirigía a la policía para recuperar el fragmento encontrado junto al hombre de los hielos, mi padre y yo tomamos un tren rápido para ir a la prefectura de Nagano, donde se encuentra el gran santuario sintoísta Suwa-Taisha. Tenía lugar la fiesta tradicional llamada Ontohsai, que los yamabushis celebran cada año el 15 de abril.

Al lado del santuario se encuentra el monte Moriya, Moriya-san en japonés. La gente de la región de Suwa llamaba a la deidad del monte Moriya, Moriya-no-kami, «el dios de Moriya».

Durante esta fiesta, un niño es atado con una cuerda a una columna de madera y colocado sobre un suelo de bambú. Un sacerdote sintoísta lo amenaza con un cuchillo, pero viene otro sacerdote y lo salva. La ceremonia recuerda la historia que relata el capítulo 22 del Génesis, según la cual Isaac fue llevado al monte Moria por su padre

Abraham para ser sacrificado, pero la aparición de un ángel evitó el sacrificio.

Nos explicaron que, en épocas antiguas, se sacrificaban setenta y cinco gamos, entre los cuales se elegía uno, al que le cortaban las orejas. Según la leyenda, el gamo había sido preparado por Dios, del mismo modo que fue aportado por Dios el carnero ofrecido en lugar de Isaac. Cuando preguntamos a los monjes por el origen del sacrificio, nos respondieron que no lo conocían, que era un caso único en Japón y que les parecía extraño, porque el sacrificio de animales no existía en la tradición sintoísta.

Después de la fiesta, permanecimos en el santuario a la espera de los yamabushis.

Tres de ellos, que sabían inglés, vinieron a vernos. Vestían hábitos de lino blanco. Sobre la frente llevaban la cajita negra en forma de flor llamada tokin, sujeta a la cabeza por una cuerda negra.

—Dicen que originalmente las filacterias colocadas sobre la frente tenían la forma de una flor —murmuró mi padre.

—Buenos días —dije a los monjes—. Hemos venido de Israel.

—Lo sé —dijo el que parecía de más edad—. Yo soy Roboam. Viene usted de parte del emperador. Le salvó la vida, y los yamabushis le estamos muy reconocidos —añadió, al tiempo que se inclinaba y juntaba las manos.

—Viven en una hermosa montaña…

—Los yamabushis consideran la montaña un lugar sagrado donde se pueden formar en la religión —respondió el monje.

—Nosotros tenemos también una montaña, en cuya cima recibimos los Diez Mandamientos.

Los monjes se dirigieron miradas de desconcierto.

—¿Qué sucede? —dije; tal vez había dicho una tontería o algo que les había ofendido.

—En Japón —dijo el de más edad— existe la leyenda del tengu que vivía en una montaña y era un yamabushi. Tenía una nariz pronunciada y poderes sobrenaturales. El ninja, que era el agente o espía de los tiempos antiguos, lo visitó en la montaña para adquirir también poderes sobrenaturales. El tengu le dio una tora-no-maki, un rollo de la tora. El «rollo de la tora» es el libro útil en los tiempos de crisis… Y ¡usted, Ary Cohen, se parece al tengu, y su padre también!

Mi padre y yo nos miramos, sin saber si debíamos tomarlo como un cumplido. En nuestra condición de Cohen, por nuestra estirpe, ¿nos parecíamos tal vez a los hebreos?

—Los yamabushis —explicó el más joven— rezamos para que todo el pueblo japonés vuelva al Dios de la Biblia. Porque él es también el padre de la nación japonesa.

—Nosotros —dijo Roboam, el de más edad— pensamos que nuestros antepasados son judíos que llegaron a nuestro reino el año 700 antes de Cristo, cuando las diez tribus judías desaparecieron.

—En la religión sintoísta —intervino el tercer monje—, la diosa del sol, Amaterasu, es venerada como deidad ancestral de la Casa Imperial de Japón, y como diosa suprema de la nación japonesa. El santuario de Ise fue construido para ella. ¿Vosotros también tenéis una diosa?

—No, nosotros tenemos un Dios.

—También está el pozo… el pozo de Isurai.

—El primer rey de Japón se llamaba Hosé. Gobernó hacia el 730 antes de nuestra era.

—El último rey de Israel fue Oseas, en el momento del exilio asirio de las diez tribus de Israel —dijo mi padre.

—En la secta de los samurais, una leyenda cuenta que sus antepasados llegaron a Japón desde el oeste de Asia, hacia el 660 antes de nuestra era…

—El nombre «samurai» recuerda a Samaria —intervino mi padre.

—Pero ¿cómo podemos creer lo que nos decís, cuando no existen pruebas? —me asombré—. ¿Hay textos sagrados?

—No —respondió Roboam—. El libro japonés más antiguo es el Kojiki, escrito el 712 de nuestra era… En 645 tuvo lugar un suceso muy lamentable: una guerra entre sintoístas y budistas, durante la cual el clan Soga, probudista, prendió fuego a la biblioteca. ¡Todo se convirtió en cenizas! Por esa razón los japoneses carecen de una verdadera historia anterior al siglo VIII. Se dice que entre los libros de la biblioteca había un tora-maki.

—Así pues, únicamente os quedan los ritos —dije—. Son ellos los que han conservado vuestra historia.

—Tenemos los omikoshi, nuestras arcas de la Alianza.

—Que transportáis a hombros, como los hebreos. Las de los hebreos estaban coronadas por querubines, y vuestros omikoshi tienen pájaros de oro. También tenéis el hábito de sacerdote, que se parece a la veste de lino de nuestros sacerdotes.

—Mi hijo y yo somos sumos sacerdotes Cohen —dijo mi padre—. Oficiamos como vuestro gran sacerdote en el día del Yom Kippur. Por esa razón hemos venido a pediros permiso para entrar en la cámara sagrada del templo.

Los monjes se miraron como para ponerse de acuerdo en la respuesta a esa petición insensata, turbadora.

—¿Qué hay en la cámara sagrada? ¿Lo sabéis?

—Conocemos el tamaño del objeto que alberga, que es de cuarenta y nueve centímetros. No tenemos derecho a entrar, y tampoco a dejar entrar a nadie. Ni siquiera el emperador tiene derecho a verlo.

—Yo querría verlo —dije.

—Pero, Ary Cohen, no sabe usted lo que está pidiendo —protestó el de más edad, sacudiendo la cabeza—. No, no sabe lo que pide.

—Después de la derrota de Japón —explicó el segundo—, en la Segunda Guerra Mundial, un general entró en la cámara ¡y murió!

—Más tarde, en los años cincuenta —dijo el tercero—, judíos y japoneses de una asociación se reunieron bajo la presidencia del coronel Koreshige Inuzuka para hablar de sus relaciones y de la amistad entre ambos pueblos. El encuentro tuvo lugar en la casa de un judío, Michael Kogan, en Tokio, con su santidad Mikasa, miembro de la familia imperial. Se habló de las palabras hebreas y del templo de Ise, y Mikasa dijo que tenía intención de entrar en la cámara sagrada. Sin embargo, nunca llegó a hacerlo. Tenía demasiado miedo de las leyendas…

—¿Qué leyendas?

Roboam se acercó a mí y abrió los ojos de par en par para decirme:

—¡Ninguno de quienes lo han intentado regresó! A excepción de Yuutaru Yano, un oficial de élite y sintoísta apasionado. Decidió averiguar la verdad. Yano pidió a un monje yamabushi permiso para entrar en la cámara sagrada. Ante su negativa, insistió. Todos los días, iba a verle y repetía su petición. Finalmente el monje, conmovido por la pasión de Yano, le permitió mirar en secreto, y Yano salió de la cámara. Dijo que había visto letras antiguas y misteriosas. ¡Pero se volvió loco! Terminó sus días en un hospital psiquiátrico.

—¿Y el emperador? ¿Nunca ha entrado?

—El emperador japonés hace el Deju-sai al acceder al trono, cuando se pone sus vestidos blancos y viene a Dios con los pies descalzos. Luego recibe el oráculo de Dios y se convierte en emperador y jefe de la nación. Pero no entra en la cámara sagrada.

—¿Nadie sabe lo que hay en la cámara?

—Nadie.

—¿Es vuestro Dios?

—Se dice que Dios apareció al principio, que vivió en medio del universo. Pero no tenía forma y no se conocen sus rasgos.

—Se parece a nuestro Dios, que es Señor del Universo —dijo mi padre.

—Hemos de entrar en esa cámara —dije—. Tenemos derecho a hacerlo.

Extraje de mi bolsa el peto del efod. Había vuelto a colocar el diamante en su engaste. Las doce piedras brillaban con mil reflejos.

El rubí de la tribu de Rubén, el topacio de la tribu de Simón, el berilo de Leví, la turquesa de Judá, el zafiro de Isacar, el jacinto de Dan, la ágata de Neftalí, el jaspe de Gad, la esmeralda de Aser, el ónice de José, el jade de Benjamín y el diamante de Zabulón, encontrado en el cuerpo del hombre de los hielos y que da la longevidad…

Hubo un silencio. Los dos hombres se miraron de nuevo. Salieron de la habitación y regresaron al cabo de largo rato.

—Id el viernes próximo al Beth Shalom —murmuró Roboam—. Entonces os daremos la llave. Pero estáis advertidos: lo que hagáis, será por vuestra cuenta y riesgo.

Cuando volvimos a Kioto, dejé a mi padre en el Beth Shalom y acudí de inmediato al santuario para ver a Shôjû Rôjin.

Por una vez, me recibió sin hacerme esperar.

—Buenos días, maestro —dije.

—Buenos días, Ary Cohen —respondió, al tiempo que me observaba con atención—. Veo que hoy no eres un caballo irascible.

—He conocido la compasión —respondí—. He perdido mi ego.

—En ese caso, me alegro por ti, Ary Cohen. Eso quiere decir que eres feliz.

—Maestro, quiero preguntarle una cosa.

—Te escucho.

—¿Por qué me ocultó que era un yamabushi?

—¿Me lo preguntaste?

—No.

—En ese caso, no te lo oculté —respondió con una sonrisa.

—Por eso deseaba que yo le enseñara mi arte, ¿verdad?

—Claro que sí. Nosotros los yamabushis queremos saberlo todo sobre nuestros orígenes. Vuestra religión es la nuestra.

—No. Porque vuestro Dios no es el nuestro.

—¿Lo crees así, Ary Cohen? —Me miró desde el fondo de sus ojos—. ¿Lo crees de verdad? ¿Conoces siquiera a tu Dios?

—He repetido Su nombre en mi meditación, en cada aliento lo he dicho…

—¿Y cuál es el nombre de ese Dios?

—Mi Dios tiene varios nombres.

—Así pues, se trata de varios dioses —dijo.

—Mi Dios se llama Elohim.

—Elohim es una forma plural de vuestra lengua, ¿no es así, Ary?

—Sí —dije un poco confuso, temiendo lo que vendría después.

—¿Es también una forma femenina?

—En la Cábala, Elohim está asociado a la Sehinah o presencia divina que acompaña a Israel; esa presencia es femenina, pero se manifiesta en formas diferentes.

—Pensabas que eras monoteísta, que creías en un solo Dios, y ahora me dices que «tus». Elohim son seres divinos… ¿femeninos? Vamos, Ary Cohen, ¿crees de verdad que no rezamos a los mismos dioses?

—He intentado invocarlo pronunciando Su nombre —murmuré con los dientes apretados—. Sé que no hay más que uno.

—¿Lo has invocado pronunciando Su nombre?

—Sí —dije—, y casi lo hice venir… descender.

—Pero, Ary Cohen, ¡pronunciando su nombre nunca lo harás venir!

—¿Cómo? —exclamé airado—. ¿Qué dice? ¿Por qué ataca a mi Dios?

—Ah, veo que te has encolerizado otra vez… Necesitarás aún tiempo antes de alcanzar la sabiduría. Sólo a través de la práctica y la experiencia llegará a pertenecerte la sabiduría divina. Pero has de saber que no puede descender, Ary Cohen. No puede venir de arriba… sino de abajo. No, no puede descender, no, ¡sólo puede ascender!

Cuando volví al hotel aquella noche, me sentía enormemente confuso. Repetía sin cesar las palabras del maestro sin conseguir comprenderlas. «Es de abajo de donde ha de venir». Nuestro Dios era plural ¿y femenino? ¿Qué podía significar eso? ¿Cuál era el mensaje que Shôjû Rôjin intentaba transmitirme, y de dónde le habían llegado a él esos conocimientos?

Encontré a Jane en su habitación del Beth Shalom. Me dijo que había ido a buscar el fragmento de manuscrito a la policía. El responsable no había puesto ninguna objeción para entregárselo, porque había recibido una llamada de Shimon al respecto. Se lo había dado a mi padre, que ya había empezado a estudiarlo.

—Ary, ¿algo va mal? —preguntó luego.

—No…

—Pareces trastornado. ¿Me estás ocultando algo?

—No. Acabo de ver al maestro Shôjû Rôjin y…

—¿Y?

La miré, sin llegar a encontrar las palabras.

—¿Y qué? —insistió.

—Pues resulta que me ha dicho que mi Dios, nuestro Dios, no es el que yo creía.

—¿Y cuál es?

—Es varios. Y es femenino. Viene de abajo y no de arriba… Eso es lo que me ha dicho.

—¿Y cómo sabe él todo eso?

—Es un yamabushi, Jane. Posee un saber hebraico ancestral, un saber que tal vez nosotros hemos olvidado o perdido. No lo sé, no sé nada… No comprendo nada en absoluto.

La miré. Ella, la tentadora, ahora me sonreía y yo la sentía cercana, muy cercana de nuevo. Volvía a mí al volver a sí misma. En el otro lado del mundo, lejos de mis trincheras, había venido a buscarme, a tomarme, a robarme el corazón, en todos mis extravíos y vagabundeos, a mí que estaba perdido en la ciudad, hostil, molesto, desconcertado.

Me encontraba en el límite de la verdad, creía haberla alcanzado o tocado, pero era cautivo de mis elementos, de mis prejuicios, estaba atascado, fascinado por la espiral del maleficio, estaba por debajo de mi ideal y sin embargo tan cerca de tocarlo que había alcanzado la gran ilusión, me había arrastrado a pesar de mí mismo, y de súbito la amé.

—¿Me preguntas quién eres tú ahora? —dijo ella.

—Sí.

—Entonces te pasa como a mí… Necesitas un antídoto contra el maleficio. O, ¿cómo lo llama Shimon?, ¿un deprogramming? ¿Es eso? Pero yo sí sé quién eres.

—¿Quién soy?

Se acercó y murmuró a mi oído:

—Eres el león de la selva, el rey de los animales. Reinas sobre tus subditos, crees que huyes y que eres perseguido, pero en verdad estás instalado en tu territorio. Crees ser la víctima de tus historias, pero las contemplas desde lo alto, las diriges mientras todos se postran a tus pies. Es como si durmieras, pero no duermes. Es como si soñaras, pero escuchas. Con un simple gesto atacas, y siempre sales victorioso. Eres terrible para todos, reinas sin alardes… Eres el rey de mi corazón. También sobre mí reinas.

Poco después, estábamos tomando la cena que nos sirvieron en la habitación. En la mesa había una vela; su luz suave arrancaba reflejos dorados del cabello de Jane.

Sólo existíamos nosotros. Ella me miraba atenta, desde el fondo de sus brillantes ojos negros, y cada uno de sus gestos alcanzaba, con la precisión de una flecha dirigida a la diana, el secreto de mi corazón.

Contuve la respiración para contemplarla mejor. En ese instante me sentía en serena armonía con el universo, no hacía ya ninguna elección entre verdadero y falso, agradable y desagradable. Me había liberado del mundo de lo ilusorio. Había conseguido eliminar los obstáculos generados por mi espíritu, superar los sufrimientos, las actitudes orgullosas, para alcanzar el no-pensamiento. Me había deshecho de mi confusión ignorante a fin de derrotar la codicia, el odio y la ilusión, para no conocer más la cólera, el dolor, la angustia, para alcanzar la no-conciencia del yo.

—Tengo que decirte algo —murmuró Jane—. Me informé sobre el origen de las farolas del templo de Ise.

—Ah, ¿sí? ¿De dónde proceden?

—Antes de la guerra el general Makasa se las regaló al emperador. Makasa era masón.

—Masón… ¿Y el emperador?

—Como de costumbre, nadie lo sabe. Pero el hecho de que el emperador aceptara el regalo parece sugerir que tenía alguna relación con los masones.

—Las farolas del templo… Acuérdate, Jane, de los templarios. Los masones pretendían continuar el trabajo de los templarios, que a su vez perseguían el objetivo de Hiram, el arquitecto del Templo de Salomón: reconstruir el tercer templo… El Templo de Salomón, el alma de Dios hecha piedra. El templo guardaba el sanctasanctórum, donde Dios mismo residía. ¡Como en el templo de Ise!

»Eso explica por qué llevan grabada la estrella de David: dos pirámides superpuestas. La que señala hacia arriba simboliza el poder de un rey: su base descansa en la tierra y su cima llega al cielo. La otra representa el poder del sacerdote, establecido en el cielo y que alcanza la tierra. Es la señal del doble Mesías. El Mesías sacerdote y el Mesías rey.

—Se diría que…

—Que el tercer templo ya ha sido reconstruido…

—¡Y es el templo de Ise! ¿Es posible?

—Si ha sido construido por los masones, es posible. Eso explicaría su extraño parecido con el Templo de Salomón. La misma estructura y, sobre todo, la presencia de la cámara sagrada, el sanctasanctórum.

—Y eso no es todo —repuso Jane—. He ido al laboratorio de análisis.

—¿Has conseguido los resultados del examen sanguíneo?

—En efecto. Ese hombre, según los análisis, podría ser tanto japonés como judío. Dicen que los grupos sanguíneos de los japoneses y los judíos son demasiado parecidos para permitir una respuesta más precisa.

Oímos pasos al otro lado de la puerta. Alguien llamó.

—Debe de ser mi padre. Ya habrá leído el manuscrito.

Fui a abrir la puerta y, en efecto, era mi padre. Pero detrás de él se perfilaba la sombra de Ono Kashiguri. Empuñaba un sable y lo blandía a espaldas de mi progenitor, muy cerca de su cabeza.

—Ahora dame el manuscrito. Rápido.

—De acuerdo —asintió mi padre.

—¿Cómo? —dije.

—Apártate, Ary. Este hombre es peligroso.

—¡Ary! —exclamó Ono Kashiguri con una sonrisa de satisfacción—. Ary Cohen… Por fin te encuentro. El Mesías de los judíos, de los templarios y los masones. El Anticristo… ¿Crees poder medirte conmigo? ¿Crees de verdad que vas a difundir tu propaganda judía y a erradicar el budismo de Japón?

—¿Por ese motivo mataste a Nakagashi?

—Ese discípulo era un traidor —murmuró mientras miraba a Jane—. Le ordené que se infiltrara en el Beth Shalom y, cuando fue hallado el hombre de los hielos, se convenció de que Fujima tenía razón, de que el pueblo japonés descendía de las tribus perdidas de Israel. Le pedí que destruyera el cuerpo, pero en lugar de eso lo entregó a Shôjû Rôjin. Claro que fui yo quien lo mató… Venga, dame el manuscrito.

Mi padre se lo tendió. Pero cuando él alargó la mano, le solté un rápido puntapié que hizo volar el sable por la habitación. Corrí a apoderarme del arma, pero él se abalanzó sobre mí. Peleamos cuerpo a cuerpo para hacernos con el sable, pero en el fragor de la lucha cayó por la ventana.

Él utilizaba la apariencia y la intención como trampas temibles, y también las treinta y seis estrategias. Creaba una apariencia engañosa para confundirme, me agotaba sin esforzarse al tiempo que preservaba sus energías, me hacía correr en todas direcciones para cansarme, aprovechaba mis debilidades, amagaba a la derecha y golpeaba a la izquierda, buscaba suscitar temor y nerviosismo valiéndose del desconcierto provocado por la sorpresa. Era muy fuerte; dominaba a la perfección el Arte del Combate y sus años de práctica le favorecían frente a mis escasos conocimientos. Jane, petrificada, parecía incapaz de moverse.

Evité utilizar el pensamiento e intenté captar por instinto lo que no veía, prestar atención a los menores detalles y, sobre todo, no hacer nada inútil. No pensaba en la victoria; intenté desprenderme de ese pensamiento. Evité también pensar en el miedo y la emoción que me embargaban. Practiqué la elusión, intentando desmontar sus maniobras y trampas. Luego decidí dirigir mi ataque al punto que él más quería defender: el pergamino. Pero para eso, para adquirir ventaja, era preciso que yo mismo me distanciara del pergamino, es decir que asumiera el riesgo de destruirlo.

Me lancé hacia un lado, le arrebaté a Jane el pergamino y logré untarlo de aceite con la aceitera que había en la mesa. A continuación cogí la vela y la acerqué al pergamino.

—¡No! —exclamó Ono, y se detuvo.

—Vete de aquí o lo quemo —amenacé jadeante.

—Vaya, vaya —dijo él sonriendo—. ¿Te crees el mejor en el arte del combate? —Me observaba como si intentara hipnotizarme. Volvió su mirada hacia Jane. Mi padre había desaparecido.

—¡Jane! —grité—. ¡Tápate los oídos!

—¿Qué?

—¡Haz lo que te digo!

Yo hice lo mismo, y no me equivoqué: Ono estaba concentrando su aliento en el hará, el centro vital situado en el bajo vientre. Contrajo todos los músculos, también los del rostro, y profirió un kiai de una vibración tan intensa que los vasos y los cristales de las ventanas se hicieron añicos. Jane cayó al suelo, inconsciente.

—Ahora dime quién es el más fuerte —se jactó Ono Kashiguri.

Lo miré; desde la no-conciencia, mi mirada no se desvió.

—Dame el manuscrito —ordenó.

—Montaña y mar: es malo repetir siempre la misma táctica —repliqué al tiempo que cogía el encendedor.

Y con un gesto brutal me apoderé de la aceitera y se la eché encima. Luego le prendí fuego con el encendedor… Todo su cuerpo se encendió y él no pudo hacer nada para impedirlo.

Entre las llamas que lo consumían, lanzó un aullido:

Yudaf

Me precipité hacia Jane, que seguía sin recobrar el conocimiento.

Poco después, Ono Kashiguri, con graves quemaduras, era transportado al hospital en una ambulancia.

Jane había vuelto en sí.

Parecía tan trastornada que le costó saber dónde se encontraba. Volver a ver a Ono Kashiguri parecía haberla confundido de nuevo, y estaba como sumida en una especie de sopor o estado hipnótico. Sin duda le costaría tiempo recuperarse del todo de su experiencia de pérdida del yo.

Tuvimos que prestar declaración ante la policía, lo que nos supuso dos largas horas, antes de poder reunirnos por fin con mi padre, que nos esperaba en el Beth Shalom.

—¿Y bien? —dije—. ¿Qué has descubierto del pergamino?

Mi padre me miró con ceño, como si no supiera por dónde empezar. Su mano, que sostenía el pergamino, temblaba ligeramente. Parecía trastornado.

—¿Y bien? —repetí.

—Es arameo —dijo—. Un texto escrito por el hombre de los hielos, probablemente poco antes de su muerte.

—¿Y si nos lo traduces?

Alzó el pergamino.

—«He aquí lo que fue de las diez tribus que partieron al exilio en tiempos del rey Oseas, al exilio más allá del río. Partieron en busca de un país lejano, no habitado por los hombres, donde les fuera posible respetar su ley, y la promesa que no habían sabido guardar. Su viaje fue muy largo y penoso, duró varios años hasta el país de…». Aquí hay una palabra que no he podido descifrar: Arzareth… Creo que se trata de eretz aheret, el otro país, o bien el país lejano. —Luego prosiguió, con voz temblorosa—: «Y yo, el sumo sacerdote Cohen, he venido hasta aquí a decirles que deben dejar estas tierras y regresar a su país.

»He encontrado a la primera tribu, los chiang. Me dijeron que los otros fueron más lejos aún, en dirección al mar. Pero no podré seguir mi camino porque he sido herido por la flecha del sacerdote malvado.

»Ese hombre no quería que yo les llevara la nueva. Temía que nuestro pueblo se multiplicara y dominara estas tierras.

»Herido, me refugié en la montaña, y escribo estas palabras para decir esto: "Un día vendrá un Mesías a la tierra de Israel; apresuraos ahora, volved todos, todas las tribus, todo el pueblo, ¡regresad a vuestro país!", escrito por Moshé, sumo sacerdote Cohen, en el año 3740…». El año 3740 —dijo mi padre— corresponde al año cero de nuestra era.

Nos miramos largamente sin decir nada. Estábamos como pasmados ante aquella voz ancestral, surgida del pasado, del fondo de los tiempos, aquella voz a la vez lejana y familiar, la voz de nuestro antepasado que había viajado hasta allí para anunciar al pueblo judío que debía regresar a su tierra. Y que había fracasado.

Mi padre rompió el silencio:

—Eso es. Así se explica por qué encontraron el cuerpo de ese hombre en el Tíbet, con un manuscrito del mar Muerto. Ese hombre era el sumo sacerdote de los esenios, y había venido a anunciarles la venida del Mesías a fin de que, en cumplimiento de la profecía, todo el pueblo regresara a su tierra…

—Pero ¿quién fue el sacerdote malvado que lo mató? —preguntó Jane—. ¿Quién fue el asesino?

Me sentí desfallecer, las palabras se negaban a salir de mi boca.

—¿Ary? —preguntó Jane—. ¿Estás bien?

—Conozco su identidad —dije.

Ella y mi padre me miraron fijamente.

—Lo sé porque el lama del monasterio Kore me explicó que tenía un mal karma y que había matado a un hombre. Ahora comprendo por qué me necesitaba: para reparar lo que su antepasado había hecho a ese hombre, a mi antepasado… El sacerdote malvado es el antepasado budista del lama. ¡Fue él quien mató a ese hombre!

—Pero ¿porqué?

—El lama me contó que había matado a un hombre importante, lo bastante importante para que, aun tantas generaciones después, su vida se viese influida por ese hecho… Ese hombre iba a anunciar la nueva del retorno y hacer regresar a los hebreos a su tierra, o bien a difundir el judaismo por Asia… Había traído consigo textos de la Biblia con instrucciones precisas, a fin de que los ritos no se perdieran y el judaismo sobreviviera al exilio. ¡Yo encontré esos textos, en la nieve, en el Tíbet!

»Y en lugar de eso, al matarlo el sacerdote malvado del monasterio Kore impidió la expansión del judaísmo-sintoísmo en Asia, en beneficio del budismo, como la historia ha demostrado.

—Eso explica también por qué, al regreso de su viaje al Tíbet, Ono Kashiguri declaró que él era el verdadero Cristo —observó Jane—. Porque sabía quién era el hombre de los hielos. Temía, como su ancestro malvado, que la noticia de que los chiang y los japoneses son hebreos se esparciera por el Japón. ¡Eso habría significado la ruina del budismo y un punto de inflexión para la nación japonesa!

—Pues sí… Él afirmaba que Jesucristo había sido crucificado pero que él, el próximo Cristo, no sería crucificado, que iría más lejos y extendería la verdad al mundo entero. De hecho, lo que pretendía con su plan era ocultar la verdad. ¡Hoy, él es el sacerdote malvado, el Anticristo!

De vuelta a mi habitación, telefoneé a Shimon para informarle de los acontecimientos. Escuchó con interés todas mis explicaciones.

Me pidió detalles sobre las armas de la secta, que me vi incapaz de proporcionarle porque la CIA en esos momentos estaba desmantelando la red Ono.

Hubo un silencio en el teléfono, y luego oí el sonido característico del mondadientes.

—¿Y qué había en ese famoso manuscrito, Ary?

—La verdad sobre el hombre de los hielos.

—¿Qué verdad? —repuso Shimon con cierto apuro—. Sabes que no entiendo demasiado de arqueología… ni de religión.

—No lo necesitas para darte cuenta de su importancia. El manuscrito fue escrito por cierto Moshé Cohen, sumo sacerdote esenio, que no es otro que el hombre encontrado en los hielos. Había viajado a Asia para anunciar la venida del Mesías a las tribus perdidas, que se habían instalado en Japón después del exilio, hacia el año quinientos antes de nuestra era… Lo cual quiere decir que los japoneses fueron originalmente hebreos… ¿Shimon? ¿Sigues ahí?

No hubo respuesta.

—¿Shimon? —insistí—. ¿Me escuchas?

Hubo un murmullo ahogado y luego oí su voz ronca.

—Me lo he tragado… —susurró.

—¿Qué?

—El mondadientes…

Aquella noche, en el silencio, amé a Jane. El amor nos sorprendió junto al fuego de la chimenea, como un sueño despierto, y las brasas mal apagadas perduraron hasta el amanecer, la llama de nuestro abrazo ardió hasta el alba. El amor difundía su evidencia como nunca, como un gran reencuentro, un asomo de eternidad.

Por un instante me pareció haber salido de una vida trepidante y abrumadora para encontrarme en el fin del mundo, en una pérdida de mí mismo a través de la cual por fin me había reencontrado…

¡Oh felicidad!

Aquella noche me soñé siendo uno conmigo mismo.

¿O tal vez no fue un sueño?