V.
El pergamino de la montaña


Se tenderá sobre un lecho de tristeza, en un lugar de suspiros residirá. Se mantendrá solitario, apartado de todo riesgo. Lejos de la pureza, a doce codos, ellos le hablarán; a esa distancia, al noroeste de toda vivienda, allí residirá.

Manuscritos de Qumrán,

Leyes de pureza ritual

Tomé el avión que me llevó a Katmandú. Desde allí, un autobús me condujo a Bayi, en la carretera Tíbet-Sichuan, donde tomé otro que llevaba cerca del monasterio al que debía trasladarme. La estrecha carretera cruzaba las ocres colinas. El vehículo superó una primera cadena montañosa, cubierta de flores y vegetación exuberante, antes de llegar a una inmensa meseta que apareció de repente, como si surgiera por encima de las nubes.

Luego el camino ascendió. Tuve miedo cuando vi que el autobús enfilaba a toda velocidad un puente colgante verde y amarillo que atravesaba un río. Después de una curva muy cerrada, apareció la primera cumbre blanca en forma de campana: el país de las nieves eternas.

El camino continuó por el flanco de una montaña. Muros y techumbres, mástiles de los que colgaban banderas, anunciaron las primeras aldeas tibetanas. Por el camino transitaban los yaks y en los valles pacían los corderos. El camino alcanzó un nivel superior y apareció un paisaje aún más amplio, más bello, más sereno. Luego cruzamos un puerto de montaña donde se acumulaban piedras sueltas, y finalmente un largo altiplano gris y árido.

Dos camiones militares nos cerraron el paso. El autobús se detuvo en el puesto de control. Un policía chino subió y pidió el pasaporte a todos los viajeros. La atmósfera era tensa porque iban muchos tibetanos. Las distintas verificaciones hicieron que pasara media hora larga hasta que el policía se fue, no sin dedicar una última ojeada al vehículo.

Llegamos a un pueblo del que cruzamos la parte china, en la que vivían los campesinos en casas de adobe, con puertas decoradas con piedrecitas de colores. Las mujeres llevaban vestidos de raso tupido, verde oscuro o negro, y pañuelos de cabeza anudados al cuello. Los hombres llevaban solideos blancos en la cabeza, y los ancianos tenían largas barbas blancas. Delante de mí pasó una pareja de ancianos: la mujer, descarnada, tenía los ojos hundidos y el rostro arrugado y agrietado como un pergamino antiguo.

Al borde del camino estaban sentados los molineros, con grandes sacos de harina. Había también hombres subidos en burros que transportaban objetos o alimentos. Se habría dicho que se trataba de personajes intemporales, surgidos de un pasado muy lejano, de una época antigua, tal vez mítica.

Finalmente, después de cruzar un pequeño puente, lo vi: el monasterio estaba colgado de la montaña. El camino que conducía a él era empinado. Por el fondo del valle, rodeado de montañas cubiertas de nieve, corría un arroyo. En la ladera se veían cuevas naturales en la roca. Estábamos a más de tres mil metros de altitud.

Alrededor, valles y pastos se extendían en forma de landas salvajes en las que pacían corderos guardados por pastores.

Cruzamos la muralla roja que rodeaba el monasterio.

En el patio deambulaban los monjes de cráneo afeitado, vestidos todos de la misma manera, con una especie de hábito de un hermoso tono anaranjado.

Entré en el gran edificio de madera roja y me presenté en la recepción del monasterio. Había allí dos monjes, encargados de acoger a los recién llegados. Uno se presentó como el maestro de canto del monasterio. Más tarde supe que habían cumplido más de quince años de trabajos forzados, y que hasta hacía poco no estaban autorizados a llevar el hábito monástico.

Me esperaban: Toshio, como de costumbre. Había organizado mi visita a la perfección. Oficialmente, me encontraba allí para un retiro de varios días recomendado por el maestro Fujima. Me asignaron una tienda de pieles de yak, sujeta por unas estaquillas exteriores. En el centro tenía una abertura por la que salía el humo de un fuego de bosta seca que ardía día y noche.

Mi tienda estaba situada delante del edificio principal, en un campo, en medio de otras tiendas parecidas. Alrededor se alzaban casas de pequeñas dimensiones, construidas con una mezcla de madera y tierra, también habitadas por monjes. En el centro de aquel conjunto estaban el monasterio y el centro de retiro.

Dejé mi equipaje en la tienda y me dirigí al monasterio. Los caballos de los monjes pacían en libertad, a la espera de ser montados: era, al parecer, el único medio de locomoción local. Delante de la entrada había jóvenes tibetanos, bien abrigados con pieles de carnero.

En el interior del edificio principal se elevaba un humo que olía a enebro. Me acerqué al lugar del que parecía proceder. Allí había unos monjes que golpeaban rítmicamente unos tambores de cuero. También ellos iban vestidos con gruesas pellizas de carnero. Me explicaron brevemente que aquellas danzas tenían por objeto celebrar el advenimiento del gran maestro Padamnasanbhava, quien había propagado el budismo por el Tíbet en el siglo VIII.

Un joven monje de túnica naranja bailaba alrededor de un murete de piedras planas cubierto con telas. Le miré dar vueltas durante largo rato, absorto en sus evoluciones.

De pronto hubo un alboroto, y enseguida se indicó a todos los presentes que nos dirigiéramos al centro de retiro, porque iba a llegar el lama.

En la gran sala central se habían reunido todos los monjes, bajo arcadas sostenidas por columnas. Las cuatro paredes estaban cubiertas por frescos que ilustraban la historia del budismo en el Tíbet. Así, supe que los tibetanos procedían de las tribus chiang, un pueblo de pastores nómadas establecidos en las estepas del noroeste de China. No fue hasta el siglo V cuando un rey llamado Namri Songtsen empezó a controlar el Tíbet y situarlo bajo la influencia budista. Se le conocía por «Comandante de los cien mil guerreros». Le sucedieron numerosos reyes que o bien favorecieron la penetración del budismo en el Tíbet aportando textos e invitando a sabios, o por el contrario pretendieron erradicarlo mediante represiones sangrientas. Uno de esos reyes, Langdaram, violentamente hostil al budismo, desmanteló las instituciones religiosas instauradas por sus predecesores. Sin embargo, tres monjes consiguieron huir llevándose los textos fundamentales del budismo hacia el oeste y el norte. Ellos lograron ordenar a Gogpo Rabsal, un monje célebre que fue, con Atisha, el impulsor de la segunda difusión del budismo en el Tíbet, hacia el año 900.

En 978, diez monjes que habían estudiado con los maestros budistas regresaron a Lhasa. Su jefe reconstruyó los monasterios de la región de Lhasa, entre ellos el mayor templo tibetano, el Jokhang. A partir de entonces el budismo conoció un gran auge en el Tíbet, tan impresionante que los mogoles decidieron oficializarlo y nombrar virreyes a los lamas. Esta situación duró hasta la ascensión del jefe mogol Gushri Kan. En 1655, a su muerte, los dalai lamas se convirtieron de hecho en los jefes espirituales y temporales del país. El último fresco del muro representaba al actual Dalai Lama huyendo de su mansión, en la ciudad de Lhasa.

El lama estaba instalado en una estancia contigua, donde recibía a quienes se habían reunido ya ante su puerta. Les prodigaba consejos, instrucciones espirituales, enseñanzas o bendiciones. Acudían allí toda clase de personas: campesinos, peregrinos tibetanos o extranjeros, y monjes que traían mensajes enviados por otros lamas.

Supe, por un joven monje que estaba a mi lado, que el lama gozaba de una fama extraordinaria en todo el país. Incluso después de jornadas agotadoras, respondía a las peticiones individuales y recibía a las personas hasta muy avanzada la noche. Cuando las ceremonias duraban el día entero, tomaba rápidamente su comida en el momento de la pausa de mediodía y utilizaba los minutos restantes para la meditación.

Me acerqué a la puerta. Un grupo de personas me tapaba su visión, pero podía oírle: hablaba sin esfuerzo a un ritmo regular, en un tono neutro, sin énfasis, con un flujo continuo de palabras, sin pausas ni vacilaciones, como si leyera un libro invisible abierto en su memoria.

Volví a la sala en que los monjes esperaban la venida de su maestro. Estaban en silencio, sentados en el suelo. No se oía un ruido, ni una respiración, y sin embargo había más de cien personas en la gran sala iluminada con velas. Los recién llegados se prosternaban al entrar. Los demás parecían sumidos en profundas meditaciones.

Al cabo de una hora aproximadamente, el lama hizo su entrada. No era muy alto y estaba entrado en carnes, pero tenía una presencia física impresionante, a la medida de lo que su voz daba a entender, que inspiraba temor y respeto. Su porte le hacía parecer mayor de lo que era, inmenso, y su rostro, impasible y benévolo como el de un buda, parecía una estatua tallada en piedra. Pero su mirada inquieta era profunda como un abismo. Llevaba, como los demás monjes, una túnica anaranjada y una tiara dorada sobre su cabello largo y lacio.

Comprendí que ese carisma, resultado de una larga búsqueda interior y una fuerza psicológica extrema, era también la razón por la que sus adeptos y discípulos le seguían sin desfallecer.

Tomó asiento en silencio. De inmediato, los monjes se agitaron a su alrededor con cuencos de té humeante y harina de avena cocida. Cada uno recibía en un cuenco una cucharada de harina que mezclaba con el té y luego comía chupándose los dedos.

No lejos del lama, un monje daba los últimos toques a un dibujo hecho con arena de diferentes colores. Cuando hubo terminado, lo enseñó a todos para que lo viesen, y enseguida destruyó su bella obra, sin dudarlo. La arena fue colocada en una urna y llevada en procesión fuera de la sala. Mi vecino, al que pregunté qué sentido tenía aquel ritual, me explicó que se trataba de un mandala; un apoyo figurado a un ritual de liberación que consiste en una representación del universo. Éste, al ser un mandala de arena, era desbaratado para mostrar la naturaleza efímera de todas las cosas.

Entonces los monjes formaron un círculo y empezaron a bailar, saltando con una ligereza increíble, para manifestar su alegría ante la presencia del lama. La danza, puntuada por sonoros golpes de gong, duró mucho tiempo; era como un cuadro vivo de colores alegres. Algunos monjes llevaban máscaras de animales y otros, con el rostro descubierto, parecían concentrarse en los movimientos de la danza. A veces un monje con una máscara de payaso estorbaba a los bailarines con movimientos desordenados y provocaba las risas de toda la asamblea.

Después se hizo el silencio, el lama empezó a hablar con su voz cálida y tono invariable. Sin comprender lo que decía, compartí el respeto de sus discípulos.

Escuché la música de su voz, singular, profunda, liberada de las penas de esta vida pero también de los sufrimientos sin fin del círculo vicioso de la existencia. En el timbre de su voz había un fondo de tristeza y desilusión, al mismo tiempo que una gran sinceridad. Y en su mirada podían leerse una compasión, una comprensión y una solicitud que yo nunca había encontrado en nadie.

Se volvía hacia los monjes dispuestos a su alrededor como si se dirigiera a cada uno de ellos en particular. Se habría dicho que era consciente de cada gesto, de cada expresión, y que se tomaba su tiempo para responder, un poco como si residiera en todos los seres y fuera capaz de percibir su perfección y su pureza originales. Y en cada rostro vuelto hacia él, concentrado, atento, parecía leerse el deseo de compartir un poco de su esencia a través de sus palabras, como si todos quisieran colmar su vacío, su ignorancia, su desconocimiento. De algún modo parecían mendigos en el acto de recibir miles de monedas de oro y plata, tan maravillados que no daban crédito a sus propios ojos. O ciegos que veían el sol, que nunca había dejado de brillar salvo para ellos; o niños en el acto de venir al mundo.

Después del discurso del lama, los monjes hicieron una ofrenda. Había caído la noche. Cada participante tenía una lámpara encendida y se encontraba unido a sus vecinos por medio de unos echarpes blancos que, anudados los unos a los otros, daban la vuelta a toda la asistencia, imagen terrena del vínculo espiritual. Luego los monjes entonaron un cántico que consistía en una única nota, lenta y melodiosa, que me sumergió en un dulce ensueño.

Al día siguiente solicité una entrevista con el lama, que me fue concedida de inmediato. Fui a la salita contigua a la gran sala del monasterio, donde esperaban ya una decena de hombres y mujeres. Me senté junto a los demás y aguardé mi turno.

Al cabo de un rato, un monje me indicó que entrase. Cuando vi al lama, me sentí tan impresionado por la profundidad de su mirada como el día anterior con su timbre de voz.

—Buenos días, Ary Cohen —dijo en inglés—. El maestro Fujima me ha enviado un mensaje relacionado con usted. Me ha dicho que el propósito de su venida aquí no es un simple retiro.

—De hecho estoy buscando a un hombre que fue monje en este lugar y que ha vuelto a visitarlo no hace mucho tiempo.

—¿Cómo se llama?

—Ono Kashiguri.

—Sí, estaba aquí hace apenas unos días.

—¿Dónde está ahora?

—No lo sé. No preguntamos nada a nadie. La gente llega y se marcha, y nosotros no sabemos de dónde viene ni adonde va.

—Pensamos que ese hombre es malvado. Tenemos que encontrarlo.

—¿Malvado? —repitió el lama—. ¿Por qué dice eso? ¿No sabe que el mundo tiene la naturaleza del Buda, aunque el karma lo modifique? Ese hombre ha hecho zazen aquí, y su karma ha desaparecido.

—No entiendo.

—Es sencillo: el karma es el mal que arrastramos del pasado. Si quiere comprender de verdad, tiene que captar lo que es el ego. Tiene que saber que en último término el ego no existe, porque cambia de instante en instante. ¿Dónde existe el ego, entonces? Es uno con el cosmos. No es sólo el cuerpo y el alma, es también Dios, el Buda, la fuerza cósmica. Si usted hace zazen, su ego se fortalece y puede encontrar su propio yo. Si abandona totalmente el ego, se convierte usted en Dios o en el Buda.

—¿Cree que Ono Kashiguri se ha convertido en el Buda?

—Creo que vino aquí y que lo ha abandonado todo, se ha despojado de todas las cosas, se ha liberado de su conciencia personal.

—Regresó de esta casa proclamando que se había convertido en Dios.

—Si dice que es Dios, es que no es Dios…

—¿Qué significa que su karma ha desaparecido?

—El karma quiere decir acción. Hay un karma del cuerpo, de la palabra y la conciencia. Si mata usted a un hombre, por más que escape a la justicia, un día, con toda seguridad, el karma de esa acción reaparecerá en su existencia y en la de su descendencia.

—Ésa es la razón por la que tenemos que encontrarlo.

El lama me observó unos momentos con aire triste, como si buscase palabras que yo fuera capaz de entender. Porque él y yo no hablábamos el mismo lenguaje. A mí me movía todavía el deseo pragmático de obtener la información que había ido a buscar, mientras él evolucionaba en un mundo muy distinto, que sin embargo no me resultaba del todo desconocido.

—Mire esto —dijo, colocando la mano izquierda sobre la derecha—. Es la mejor posición para concentrarse y evitar la dispersión de la energía. Si uno se deja ganar por la somnolencia, los pulgares caen; si se está nervioso, los pulgares se alzan. De ese modo, es posible controlarse y recuperar la posesión de uno mismo. Con una sencilla mirada a sus dedos puedo decir cuál es su estado de espíritu. Por sus dedos, yo comprendo su karma, su destino…

—¿Qué ve?

—Veo que ha matado a un hombre.

—Es verdad —dije estupefacto, porque nadie en ese lugar conocía aquel hecho.

—Mire —prosiguió el lama, mirándome con atención—. Si controla sus manos y la unión de los pulgares, puede relajar la tensión de los hombros y bajarlos; por esa razón los yoguis meditan con los dedos en círculo… Mire bien: es necesario que los pulgares se toquen. Pero no sirve apretar con mucha fuerza. Las manos tienen que estar perpendiculares al centro. Así expresan la condición de la conciencia.

—Es difícil —comenté, mientras intentaba seguir el hilo de su discurso.

—La mirada es muy importante. Hay que fijar la mirada a una distancia de un metro al frente, y no moverla. Algunos cierran los ojos, así se adormecen… Ahora, sople.

Aspiré y di un largo soplo, como si mi aliento subiera del estómago.

—Así: hay que espirar, no es necesario inspirar; sólo soplar. Cuando se ha exhalado todo el aire, es posible aún respirar un poco. Ahora, apóyese en el suelo con el dedo gordo del pie y coloque el pulgar en el puño izquierdo. ¿Siente la energía en la pelvis?

Cerré los ojos y me esforcé en no fijar mi mente en ningún pensamiento. Intenté olvidarlo todo: el alimento, el entorno, la humedad, el clima, el calor, la mañana, el mediodía y la tarde, todo lo que podía influirme. Permanecí inmóvil, como en las representaciones del Buda.

—Ahora —dijo el lama—, piense en todo lo que posee, en todas las cosas que utiliza, y también en su cuerpo, e intente pensar que va a darlo todo.

—No poseo nada, no tengo nada mío. Mis cosas, como mis mantas, mis libros, mi cama… No tengo nada de todo eso. Lo he dado todo, y ahora estoy solo.

—Veo otra cosa en usted.

—¿Qué ve? —dije, inquieto esta vez.

Inclinó ligeramente la cabeza, y con una sonrisa maliciosa, dijo:

—Veo que muy pronto va a hacerme otra pregunta.

—Querría saber quién encontró al hombre que estaba enterrado entre los hielos.

—A esa pregunta puedo responderle, Ary Cohen. Fueron los campesinos que viven junto al monasterio. Les llaman los chiang min.

—¿Son los mismos chiang de los orígenes del Tíbet, doscientos años antes de nuestra era?

—Se dice que son los mismos. Siempre han vivido un poco apartados, en las montañas. Encontraron al hombre de los hielos en las nieves eternas.

Después de la entrevista con el lama, me presentaron a mi instructor, que me esperaba en la sala de estudios. Era un hombre de edad mediana, alto y bastante grueso, que respondía al nombre de Yukio. A diferencia de los demás monjes, que estaban rapados, tenía el cabello largo. Me dijo que iba a enseñarme el Arte del Debate, que consiste en refutar las concepciones erróneas, distinguir lo verdadero de lo falso, disipar las incertidumbres respecto a la validez de un postulado.

Y me enseñó los cinco colores principales: el rojo del fuego, el amarillo, el verde del agua, el blanco del cielo, el azul del metal. Conocí los secretos de los mandalas: el círculo, símbolo del cielo y el tiempo. El cuadrado, símbolo de la tierra, representaba la estabilidad. El triángulo reflejaba la noción de la armonía, y la estrella era la luz que siempre había guiado al hombre. El rojo era la alegría y la salud; el anaranjado despertaba los sentidos y provocaba bienestar y júbilo, salud y buen humor; el amarillo representaba la luz; el verde, el final y la regeneración del alma, y el azul apaciguaba, como el agua eterna. El negro era la fecundidad; era el centro de la Tierra, que precede a todo lo que existe. El blanco era la unidad y la pureza.

Miré a los adeptos trazar los mandalas en todos sus detalles. Mediante la meditación se identificaban primero con esa representación, antes de disolverla en el vacío.

Uno de ellos dibujó un mandala que representaba un palacio cuadrado con cuatro columnas marcadas, hacia el centro, con círculos de pétalos de loto. En el centro del mandala se hallaba la deidad principal, sentada en un trono de loto. Alrededor de ella se encontraban sus emanaciones, lo que se llama «cortejo». En los pasillos y los patios del palacio divino había toda clase de deidades secundarias, que formaban la corte. En las puertas del palacio estaban los guardianes, que protegían el palacio de las negatividades. Cada cuartel del palacio tenía un color distinto, que correspondía a un elemento y a su sentido simbólico. El cuartel original era blanco, como el agua; el sur era amarillo, como el Sol; la Tierra, al oeste, era roja, como el fuego; y el norte, que representaba el aire, era verde. El palacio estaba doblemente protegido: en el exterior, en torno a la muralla sagrada indestructible, por un círculo de llamas con los colores de las cinco sabidurías.

Era absolutamente magnífico: una de las obras más bellas que había visto jamás, graciosa y serena, con tanta fuerza interior que parecía destinada a permanecer para siempre. Ante aquel mandala, tuve el deseo de su posesión y la extraña sensación de que me pertenecía porque había sabido verlo. Pregunté si ése era el Templo ideal.

Pero el monje, tan pronto lo hubo acabado, lo rompió en pedazos; yo pasé abruptamente de la sonrisa al estremecimiento, y aprendí así la vanidad y el vacío. Medité entonces sobre el cambio y la corrupción, sobre el cuerpo que desaparece, sobre ese monasterio que, pasados diez mil años o aún menos, habría dejado de existir con todas las aldeas que lo rodeaban.

Medité largamente sobre todos esos temas, delante de una llama. El ejercicio era difícil, vi tantas cosas… Y muchas cosas más habían dejado de existir para mí.

Al día siguiente me dirigí a la aldea próxima al monasterio, donde habitaban los chiang min. Encontré allí a varios hombres jóvenes paseando por la calle e intenté hablarles, pero no parecieron comprenderme. Me llevaron a la casa de uno de ellos, que hablaba inglés. Era joven también; tenía la piel oscura y sus ojos no eran tan rasgados como los de los japoneses o los chinos. Le pregunté si sabía quién había encontrado al hombre de los hielos y en qué lugar, y también quién se lo había llevado de allí.

—Lo encontramos en la montaña —dijo—. El monje Nakagashi, que venía a estudiar al monasterio, se lo quedó y lo llevó a su propio monasterio, porque creía que era importante para él. Nosotros no sabemos quién era ese hombre, de modo que no tiene importancia para nosotros.

—¿Sois budistas?

—No, nosotros creemos en un Dios único; se llama Abachi, que significa Padre de los Cielos, o también Mabichu, el Espíritu de los Cielos, o bien Tian: Cielos. Ese Dios todopoderoso reina sobre el mundo, lo juzga con bondad y da a los justos lo que corresponde a sus méritos, y a los malvados su castigo.

Observé que llevaba una cuerda para ajustar su vestido, y en la mano izquierda un bastón con forma de serpiente.

—¿De dónde viene ese bastón? —le pregunté, porque me recordó al de Moisés.

—Es un bastón ritual. Me lo dio mi padre, y a él se lo dio el suyo.

—¿Cuántos sois en vuestra tribu?

—Unos doscientos cincuenta mil hombres y mujeres.

—¿Procedéis de China?

—Según nuestra tradición, descendemos de nuestro antepasado, el que tenía doce hijos.

—¿Tenéis libros y escritos que den testimonio de vuestra fe?

—Antes teníamos libros y pergaminos, ahora todo está perdido desde hace mucho tiempo, desde las guerras con los budistas. Sólo nos quedan nuestras tradiciones.

Al salir de su casa, vi que en el dintel de la puerta había una mancha roja.

—Los chiang untan sangre de un animal en el dintel, para guardar sus casas —explicó el joven chiang min.

—¿Hacéis sacrificios de animales?

—¿Por qué lo preguntas? —repuso con recelo.

—Para informarme, para saber más cosas de vosotros; también mi pueblo hacía sacrificios de animales. —Quizá temía que yo fuera budista y condenara esa práctica.

—En efecto, los realizamos en memoria de los tiempos antiguos. No comemos alimentos impuros. Nos reunimos para rociar la sangre, aportamos víctimas al sacrificio y procedemos a rociar la sangre.

»Después de la oración, varios órganos de los animales son quemados con la carne; el sacerdote recibe el brazuelo, el pecho, las patas y también la piel, y la comida se reparte entre los adoradores. Así lo hacemos desde hace miles de años.

Estaba a punto de marcharme cuando se me ocurrió una idea.

—¿Puedes enseñarme el lugar donde encontrasteis al hombre de los hielos? Te pagaré si me llevas allí.

El joven rehusó recibir ninguna remuneración, pero aceptó guiarme. Me dijo que se llamaba Elija. Quedamos citados para el día siguiente, al amanecer, para un viaje de duración indeterminada, en la frontera con China.

Elija había colocado en un cestillo unas pocas cosas: pan, té con mantequilla y una manta. Muy pronto, los techos de la pagoda desaparecieron en el horizonte y, no sé por qué, el paisaje me provocó una especie de nostalgia.

Los arrozales en terrazas subían y bajaban por las laderas. De una roca brotaba la curva de un torrente. Yo llevaba unas sandalias prestadas por un monje, y pronto me arrepentí, pues no estaba acostumbrado a caminar, por así decirlo, en contacto con el suelo. Mis pies, hinchados y magullados, empezaron a sangrar.

Estaba en medio de ninguna parte, y sin embargo bajo el mismo cielo, ese cielo infinito, como empujado por una necesidad absoluta. Detrás de mí, el vacío; ante mí, la verdad extrema. Estaba aislado en el espacio, en el flanco de una montaña soleada, y marchaba lejos, siempre más lejos, a pesar de que ignoraba adonde.

Impresiones fugitivas… Los tonos malvas en la frontera entre la tierra y el cielo, los altiplanos áridos e infinitos, los bosques, las orquídeas salvajes… Seguía mi camino por senderos vertiginosos, cruzando puentes estrechos sobre glaciares profundos. La montaña no se acababa, era interminable, y yo sentía la borrachera de la altura.

La primera noche acampamos delante de una pared de rocas rojas, a la entrada de una garganta por la que escapaba un torrente. Al día siguiente seguimos un sendero de cabras y me caí: resbalé por la pendiente, casi a pico, hacia el bosque, sin hacerme daño, porque había aprendido la manera de caer del maestro Shôjû Rôjin, sin saber que utilizaría su lección contra la montaña.

Durante el segundo día remontamos el valle antes de adentrarnos por una pista entre grandes árboles de aroma penetrante. Tenía sed, tenía hambre. Pasamos ante una aldea minúscula cuyos habitantes, gentes chiang min, asombrados y emocionados al vernos, nos dieron té con mantequilla.

La segunda noche me despertaron dos ojos amarillos como llamas: un leopardo. Enorme, magnífico, de piel lustrosa, el felino me observaba con calma, como preguntándose quién era yo. No sabía qué hacer y permanecí inmóvil, sin atreverme a decir una palabra para despertar a mi guía, porque el miedo me paralizaba. Me quedé así, con la respiración en suspenso, hasta que el leopardo siguió su camino tranquilamente.

¿Era mi imaginación, que tenía necesidad de poblar aquel país inmenso y vacío? ¿Era real? Me sentía seguido, espiado por un grupo misterioso, en las laderas herbosas y las montañas azules. Sentía a mis espaldas una presencia, algo que me acechaba.

Día y noche, afronté lo desconocido en aquel paisaje de grandes arabescos, de pistas minúsculas, de senderos de cabras, y a veces de grandes terrazas en las que pacían los yaks entre las montañas.

Subíamos sin parar. Tenía ampollas y rozaduras en los pies, y a mis pulmones llegaba apenas el aire justo, porque, cuanto más ascendía por la montaña, más sentía la falta del oxígeno. Estaba descubriendo la tierra en su dimensión vertical, entre el sol y el glaciar, en el silencio del universo. Seguía el sendero que se elevaba hasta la línea de las cumbres, la que marca el final del mundo.

Caminábamos desde hacía horas, el cielo se oscurecía. Teníamos que llegar hasta las casas que estaban ya a la vista, donde pernoctaríamos; pero estaban lejanas, como espejismos. Los árboles no paraban de desfilar ante nosotros, y yo escuchaba la noche, el alboroto de los pájaros.

El tercer día tuve fiebre debido a la larga marcha y la fatiga. Me sentía caliente por dentro, a pesar de que el frío me calaba los huesos. Varias veces hube de detenerme, no podía seguir caminando. Tenía la impresión de haberme congelado en un campo de hielo. Mi guía, por su parte, avanzaba en silencio, envuelto en su pelliza, con las mejillas enrojecidas por el frío. No hablábamos mucho, demasiado concentrados en el esfuerzo de caminar.

Habría querido encontrar un lugar donde la muerte no pudiera alcanzarme. Pero ese lugar no existía, no había ningún gran castillo de piedra, ningún barco en la mar, ninguna cabaña en el bosque. Alrededor de nosotros, el desierto, el vacío.

El lama decía que había una manera de detener la muerte. Pero ¿era medicina, o salmodias sagradas? No, ningún doctor había encontrado un medicamento que detuviera la muerte, y ningún sacerdote había descubierto las palabras que podían mantenerla alejada…

¿Cómo añadir horas a la vida?

Yo era un árbol bajo la luna.

Detrás de los glaciares, la luna rodeada de nubes adquirió una forma fantástica. Proyectó una claridad luminosa sobre las colinas; la tierra y los pastos verdeantes desaparecieron. Las hojas brillaban con intensidad a la luz. Fui consciente de que algo iba a producirse, algo que yo esperaba.

El cuarto día nos encontramos en medio de una luz inmensa, cegadora. Todo era blanco, inmaculado: el país de las nieves eternas. Era como un baño de amor. Y de pronto, dejó de existir el yo, lo exterior, no hubo ya bien ni mal, ni verdad ni mentira, ni sagrado ni profano, ni relativo ni absoluto, dejó de existir el yo, el ego; sólo había un cuerpo que marchaba por la montaña, que marchaba de tal manera que no sabía ya dónde estaba la montaña ni dónde estaba el cuerpo. Envuelto en una nube, sentí el calor de una llama, de un fuego y una inmensa alegría, un gozo inefable acompañado por una iluminación, y tuve la impresión de que en ese momento alcanzaba la vida eterna.

Respiré profundamente, hasta agotar mi aliento. Al exhalar, mi respiración se mezclaba con la de ese abismo extraño que es el universo. Yo no existía, yo era una plenitud que no existía, que no estaba en el exterior ni en el interior. Me sentía minúsculo, minúsculo. A mi alrededor todo se diluía y difuminaba.

Sólo subsistía ese vacío pleno. Mi cuerpo fluido, ligero, etéreo, no era sino humo, una sombra que se desplaza, una nube en el aire. Ya no caminaba, me elevaba sin esfuerzo, sin trabas.

Marchaba, mi cuerpo conmigo, los ojos abiertos de par en par. Mi mano no era ya de carne humana. Mi rostro era un espejo, un filtro por el que pasaban todos los rayos de luz: mis ojos los habían absorbido hasta tal punto que distinguían los menores matices y los descomponían en infinidad de colores. Cada color se puso a danzar, a vivir, a juntarse con los demás, a tomarlos y dejarlos. A la sombra de los árboles, o en los rincones más oscuros, la luz se deslizaba, conquistaba, estallaba. Bajo su presión, fragmentos de sombra se encendían poco a poco como gusanos de luz preparándose para nacer. Luego la sombra se llenó de un calor vivo, se convirtió en un ser que respiraba y atraía.

No había nada más que aquella luz radiante sin rayo, sin reflejo, sin línea donde la mirada pudiera por fin reposar. A mi alrededor todo era luz: delante, detrás, encima, debajo, todo luz.

Y reconocí el lenguaje de los colores. El amarillo, color del sol y el oro, que es la luz, el desierto, y la sequedad. El azul, color del cielo, que representa la elevación, el símbolo del infinito, el pariente de la inmortalidad. El rojo, color intenso y potente, que llama a la pasión, al ardor; el verde, los vegetales, la humedad y el frío, la primavera; el anaranjado, que es la unión; el violeta, color secreto de la espiritualidad. El blanco, síntesis de todos los colores, que es luz.

La visión sólo duró unos segundos, pero su recuerdo y el sentido de la realidad que expresaba me acompañaron varios días. A partir de ese momento ya no caminé; saltaba, me estremecía de gozo. Sabía que aquella visión era auténtica; había alcanzado un punto de observación desde cuya altura no podía sino ser así.

Era como un velo que se descorre. Me sentía cerca del hombre que había llegado hasta allí conmigo. Aunque no nos habláramos, me sentía próximo a él. Todo lo demás era y sin embargo no era, y el mundo estaba allí, alrededor de mí, tangible, real, y al mismo tiempo transparente. Me sentía colmado, cautivado. Era feliz, aunque vacío de sentimientos; era feliz como un día de sol.

—Ahí —dijo mi guía, señalando un bastón hundido en la nieve—. Ahí fue hallado el hombre de los hielos por un vecino de la aldea que regresaba con su perro del otro lado de la frontera. El perro se puso de pronto a escarbar la nieve, y fue así como encontró al hombre.

»No sabíamos quién era. Nuestro pueblo ofrece sacrificios de animales, y nos está prohibido adorar a estatuas y dioses extranjeros, y quien ofrece un sacrificio a otro dios es castigado con la pena capital. Pensamos que tal vez se trataba de un dios extranjero… conservado así en la nieve.

»El frío y la nieve preservaron los huesos, y también la ropa. Prendas de lino blanco, como las que nos ponemos para nuestros sacrificios. También había un solideo de lino blanco, parecido al que llevamos nosotros.

Elija sacó dos azadones y empezamos a excavar en la nieve, y luego en el suelo embarrado.

Al cabo de varias horas estábamos empapados en sudor. Habíamos cavado una amplia superficie alrededor del bastón, pero no había nada.

—Vamonos —dijo mi guía—. El descenso será más fácil que la ascensión, pero el camino es largo.

—De acuerdo —respondí, mirando el foso.

De pronto, en el borde derecho, me fijé en un objeto que asomaba del suelo. Me precipité hacia él y lo extraje. Era un fragmento de pergamino. Lo tomé delicadamente, por miedo a que se deshiciera, pero no, era duro y sólido, más que yo mismo. Sentí que mis piernas temblaban a medida que examinaba la escritura aramea, la textura del pergamino, la tinta utilizada, los rasgos de las letras… ¡Oh, si supierais, amigos míos, mi impresión en ese instante! Todo mi cuerpo vaciló, y la fatiga que me había embargado todas aquellas horas, todos aquellos días y noches, se abatió sobre mí de golpe y me hizo vacilar y finalmente caer al suelo, sin sentido.

Era un manuscrito de Qumrán.

Por la noche, con la ayuda de la linterna, descifré el texto del manuscrito. Las letras se juntaron delante de mí para resucitar una voz, una voz lejana y próxima, venida del fondo de los tiempos, que renacía en silencio a través de mi voz, como un fantasma. Estaba trastornado, sin saber qué pensar, sin comprender hasta qué punto era absurdo, sin sentido, irreal, porque me embargaba una emoción muy fuerte que me decía, en mi corazón, que era cierto, en tanto que mi mente decía: no lo es. Sí, sabía que había un sentido en todo aquello, sabía que tendría sentido, y por eso me sentía feliz, feliz y aliviado, al mismo tiempo que sobrecogido por el terror. He aquí lo que decía la voz:

Y los hebreos cantaban y bailaban en torno al Arca de la Alianza.

El Arca de la Alianza tenía dos estatuas de querubines, de oro. Los querubines eran ángeles que tenían alas como los pájaros.

Cantaban y bailaban como el rey David y el pueblo de Israel, a los sones de los instrumentos de música, delante del Arca, y tocaban música, una música particular.

Y los sacerdotes y los levitas llegaban al Jordán y lo cruzaban para conmemorar el Éxodo de Egipto. Luego se repartía a cada uno, hombre y mujer, un pan redondo, un trozo de carne y un pastel de uvas.

Y el gran sacerdote, vestido de lino blanco, llevaba el efod de David.

Los sacerdotes israelitas enarbolaban una rama con la que santificaban a las personas. Y el sacerdote decía: «Rocíame con el hisopo, y seré puro».

Delante del Templo israelita había dos columnas que servían de puerta.

Las llamaban «Taraa». Algunas estaban pintadas de rojo, para recordar la sangre del cordero, en la noche que precedió al Éxodo de Egipto.

El sanctasanctórum israelita estaba situado en el ala oeste del Templo. En el Templo de Salomón se encontraba en un nivel superior al de las demás estancias.

Existía también una costumbre en Israel: en el Templo de Dios en Israel, y en el lugar de Salomón, había dos estatuas de leones.

Los fieles se inclinaban ante ellas, y eso quería decir: yo guardo la promesa.

Aquellas palabras procedían de la Biblia. Pero ¿qué sentido tenían aquellas descripciones precisas? Se diría que se trataba de instrucciones, recordatorios, recomendaciones, pero ¿por qué? ¿Para quién? ¿Con qué intención? ¿Qué sentido tenía su presencia allí, en el Tíbet, a años luz de Qumrán? ¿Sabía Shimon, cuando me había enviado, que iba a descubrir unos manuscritos del mar Muerto, o se trataba de una coincidencia?

Me sumergí, agotado por la fatiga, la emoción, la sed y el hambre, en una noche tan profunda que incluso oscureció mis sueños.