39
Una repentina voz dentro de su cabeza —parecida a la del viejo Pedroche— impulsó a Jack a cambiar de carretera. ¿Era una especie de aviso del indio, de su espíritu protector, enviado desde alguna dimensión desconocida? ¿O sólo, una vez más, fruto de su mente trastornada?
Fuera como fuese, Jack obedeció el mandato sin pensarlo demasiado. Cambió a una ruta que seguía un trazado algo más hacia el norte. Luego tendría que volver a descender, pero el rodeo no era muy importante. Aunque había otra cuestión que sí lo era. Si la voz de Pedroche era real y le había alertado para que cambiara de dirección, quizá era porque la policía ya estaba al tanto, a esas alturas, del coche en que se desplazaba. Demasiado pronto, pensó. Eso convertía en acuciante cambiar también de nuevo de vehículo.
—Pedroche… —musitó, sin obtener respuesta.
Una sensación de vacío le inundó de pronto. No ya por su familia asesinada, sino por todo lo que estaba sucediendo. La idea de entregarse le asaltó como la única opción cabal. ¿Cómo pensaba llegar hasta Dallas, entrar en el restaurante donde en teoría comía Atterton a diario, y matarlo a sangre fría, delante de todo el mundo…?
Pero no, no sería a sangre fría. La sangre de Amy y Dennis aún estaba muy caliente, abrasadoramente caliente, en su memoria.
—¡No! —gritó para convencerse.
Como se había repetido en todo momento desde que encontró el papel doblado en el cofre, aquello era lo único que le quedaba, su única razón para seguir adelante. Atterton tenía que haber sido el asesino. Ya le intentó matar en Níger, después de que lo capturaran por su culpa. Haberse librado de la cárcel o de la ejecución, gracias al dinero de su padre, no le bastaba. Tuvo que vengarse de ese modo tan terrible y despiadado.
—Ojalá me hubiera matado a mí… —volvió a hablar Jack en voz alta, sin nadie que pudiera escucharle. Salvo, acaso, el viejo indio desde el más allá.
Si Kyle Atterton le hubiera matado a él, su sufrimiento habría acabado. Amy y Dennis seguirían vivos. Lo habrían pasado mal al principio, pero el tiempo lo cura todo. Amy era fuerte y, con seguridad, habría logrado sacar adelante a su hijo sola. Quizá incluso hubiera sido bueno para ellos, ya que únicamente les había causado dolor.
El alba no tardaría en despuntar. A lo lejos, en el horizonte, empezaban a verse algunos tímidos reflejos. Norman Martínez hizo un cálculo mental: Jack podía haber recorrido, en el mejor de los casos para él, unos cuatrocientos kilómetros de los mil que lo separaban de Dallas. No podría correr demasiado porque se arriesgaba a ser detenido por algún agente de carreteras. Él, sin embargo, con la sirena de la policía en el salpicadero del coche, tenía vía libre para pisar a fondo el acelerador.
—Aún estoy a tiempo —se dijo.
Si lograba llegar a Dallas antes que Jack, tendría la oportunidad de hablar con el jefe de policía de la ciudad y convencerle para que estableciera un anillo en torno al perímetro. Mientras la policía de Nuevo México esperaba a que apareciera en dirección a la frontera del país vecino, él aún podía evitar lo que se proponía hacer. Si es que realmente quería evitarlo.
—Soy un agente de la ley.
Por encima de sus sentimientos personales, estaba el cumplimiento de su deber. Kyle Atterton podía ser la criatura más despreciable del mundo y tal vez mereciera morir. Pero eso no le correspondía decidirlo a él. Ni a Jack.
El teléfono móvil, que también le había entregado el agente que le llevó el vehículo, sonó con su insulso timbre de fábrica. Tenía que ser su jefe. Era el único que conocía ese número. Martínez dudó, pero al fin aceptó la llamada.
—¿Qué coño cree que hace? —le espetó el comisario nada más contestar.
—No sé a qué se refiere…
—El GPS de su coche dice que se está moviendo hacia el este. Yo le ordené ir al sur, ¿o es que no me entendió bien? ¿No fui lo suficientemente claro?
Durante unos segundos, Martínez titubeó. Pero enseguida se rehizo.
—Mire, señor, el destino de Jack Winger es Texas. Suspéndame cuando regrese si me equivoco. Pero ahora déjeme actuar.
—Muy bien —aceptó el comisario tras una pausa—. Usted mismo se ha cortado la cabeza. Haga lo que quiera el tiempo que le dure.
Sin decir nada más a su jefe, Martínez colgó. Aquel hombre era lo que su abuelo, mexicano, hubiera llamado un auténtico zoquete. Pero, al menos, le daba carta blanca para perseguir a Jack hasta Texas. Quizá debería haberle explicado al comisario por qué sabía eso, aunque significara que cazaran a Jack sin contemplaciones. Su obligación de detenerlo era doble. Quería protegerle, pero también tenía que evitar, como fuera, que asesinara a Kyle Atterton.
Kyle Atterton había volado en su jet privado desde el aeropuerto de Sunport, en Albuquerque, al Fort Worth de Dallas. Él mismo pilotó el Falcon de su padre, después de asearse debidamente, darse una ducha caliente, dormir unas horas y cambiarse de ropa. Como si no hubiera sucedido nada digno de mención.
Acababa de tomar tierra y estaba siguiendo las indicaciones de pista para llevar al aparato hasta su lugar de aparcamiento. Evocó para sí su último crimen. Era la primera vez que mataba a alguien cuyo nombre conocía y por otro motivo que no fuera saciar su enfermiza sed de sangre. Y también era la primera vez que mataba en su propio país.
Se consideraba a sí mismo una especie de vampiro: una criatura poderosa, casi invulnerable, que tenía el derecho, a través de la fuerza y el poder otorgados por el dinero de su familia, de hacer todo lo que deseara. Su trabajo para la compañía le dejaba mucho tiempo libre y le llevaba a viajar a numerosos lugares del mundo. En casa se recreaba montando fiestas multitudinarias, repletas de mujeres jóvenes y dispuestas a tener sexo con un hombre rico como él; en el extranjero, asesinaba. Siempre también a mujeres, a las que violaba cuando estaban en trance de morir o recién muertas. Eso le llenaba de excitación y desataba sus instintos más íntimos y primarios.
Aparcado el jet, accionó los controles para apagar todos los sistemas. Se desabrochó el cinturón y salió de la cabina. A pie de escalerilla le esperaba su chófer, con el lujoso Maybach bicolor que acababa de regalarle su padre después de cerrar un suculento negocio en una nación asiática a la que, teóricamente, las empresas norteamericanas tenían prohibido suministrar armas. Pero no a empresas de terceros países, que luego las revendían al comprador definitivo. Un simple truco para apaciguar las conciencias débiles de los votantes y los accionistas.
—Bienvenido, señor —le saludó el chófer, con la mano enguantada sujetando el tirador de la puerta trasera del enorme automóvil.
—Qué estupendo amanecer —contestó Atterton mirando al cielo, sonriente.
—Así es, señor.
El conductor cerró la puerta en cuanto Atterton se acomodó en la parte de atrás y acto seguido ocupó su asiento al volante.
—¿Adónde, señor? —preguntó.
—Directamente a casa. Estoy algo fatigado y hoy quiero comer en el Abacus.
El asfalto seguía corriendo bajo las ruedas del Hyundai robado por Jack. Pero, a medida que avanzaba, su intranquilidad también iba en aumento. Estaba seguro de que desviarse de la ruta principal no era suficiente para eludir a la policía y el cerco que, a esas alturas, debían de estar estrechando sobre él.
Necesitaba otro coche. ¿O había alguna otra posibilidad?
La había. Jack se dio cuenta de pronto, la idea le asaltó como un flash de cámara fotográfica o una señal, al pasar junto a un restaurante de carretera en el que había aparcados varios camiones. Uno de ellos, un gigantesco tráiler de poderosa cabeza Peterbilt, exhibía en sus costados, con letras casi tan altas como la caja, la marca DALLASTECH; y, por debajo, en tipografía algo menor, TEXAS.
Jack frenó casi en seco, dio media vuelta y regresó sobre sus pasos. Sin vacilar, aparcó el coche en la parte trasera del restaurante, fuera de la vista de quienes circularan por la carretera, y entró en él. Era el típico local que simulaba un clásico vagón de tren, con taburetes altos en torno a una barra plateada y una hilera de mesas junto a las ventanas. Una suave música llenaba el espacio, casi en silencio por lo demás.
No tenía dinero ni tiempo para tomar un bocado. En otras circunstancias sentiría hambre, pero no ahora. Su estómago estaba encogido por el nerviosismo. Se quedó plantado junto a la puerta e hizo lo único que podía hacer: dirigirse en voz alta a los camioneros que ocupaban el restaurante.
—Perdonen, por favor —empezó diciendo para reclamar la atención—. ¿Hay alguien que se dirija a Dallas?
Todos le miraron, girándose en sus taburetes o levantando la vista de sus platos de comida. Allí había una buena muestra de los tipos de rudo camionero americano: con gorras, barbas y barrigas cerveceras, o bien afeitados, fornidos y cara de pocos amigos.
Ninguno contestó en un primer momento. Pero, poco después, uno de ellos, sentado a una mesa, le hizo una seña para que se aproximara. Pertenecía al segundo tipo, con una expresión en el rostro que le hubiera hecho pasar por un mafioso de película de Hollywood.
—¿Ha dicho Dallas? —le preguntó el camionero, nada más tenerlo delante.
—Sí —contestó Jack.
—¿Por qué?
—Necesito ir allí y se me ha estropeado el coche. Es muy urgente.
El hombre se rascó el hirsuto pelo oscuro y asintió.
—Está bien. Yo puedo llevarle. No me vendrá mal alguien con quien charlar.
Tratando de no parecer impaciente, Jack le sonrió y le dio las gracias antes de decir:
—¿Tardará mucho en salir?
—El tiempo que me duren estos huevos revueltos. Coma algo, si quiere, mientras espera.
—No. Muchas gracias. No tengo hambre.
Jack se sentó frente al camionero y aguardó en silencio hasta que éste acabó su comida. No era precisamente un ejemplo de modales. Se relamió los dedos, se limpió la boca y las manos con una especie de bola de servilletas de papel y dejó unos grasientos dólares sobre la mesa. Ni siquiera fue al aseo para lavarse.
Pero al fin dijo lo que Jack quería oír:
—Nos vamos.