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La calle estaba realmente oscura. Su única iluminación llegaba de una lejana farola de luz mortecina. Era época de lluvias. Había estado cayendo agua durante toda la tarde hasta bien entrada la noche. Los charcos cubrían el centro del callejón y reflejaban la escasa luz como si estuvieran plastificados. A ambos lados había contenedores de basura rebosantes, con las tapas medio abiertas. El olor de la humedad se mezclaba con el de la porquería, creando un ambiente denso y opresivo.
La joven se maldecía por haber dado largas a aquel tipo blanco con quien había cenado y tomado unas copas. Estaba claro que lo que quería era llevársela a la cama. Ella se había negado, pero no debió hacerlo. Ahora estaba sola y tenía que ir caminando a lo largo de varias manzanas por aquel barrio, peligroso y desierto, hasta el mísero bloque de apartamentos en que vivía. Trabajaba como camarera y bailarina exótica en un garito de mala muerte de Niamey, la capital de su Níger natal, y no estaba como para gastarse en taxis el poco dinero que ganaba.
Debía haberse ido al hotel de aquel americano, sí. O dejarle que la llevara a su casa y haberse liado con él. A pesar de su juventud, ya no veía gran diferencia entre acostarse con cualquiera por amor o hacerlo por un poco de dinero. Todos los hombres eran iguales: le prometían el mundo a cambio de una noche de sexo y luego se olvidaban de ella. Pero, al menos, con los que pagaban, a la mañana siguiente el dinero seguía estando dentro de su bolso.
Notaba la cabeza embotada por el alcohol. Miró hacia el final del callejón, donde la solitaria farola no hacía sino remarcar la oscuridad. Era un lugar lleno de sueños rotos. Como los de ella, aunque se empeñara en pensar que los suyos no estaban rotos aún, que sólo tardarían un poco más en hacerse realidad. Su historia era calcada a la de tantas chicas del interior. Hacía ya un año que escapó de su pequeño poblado para instalarse en la capital, con la intención de convertirse en cantante étnica. Eso estaba muy de moda en los países occidentales ricos. Es lo que se decía. Pero lo único que había conseguido hasta el momento era un trabajo miserable y que todos los extranjeros babosos intentaran aprovecharse de ella.
El éxito tiene que llegar algún día a los que no se dejan vencer, pensó con ánimo. Y se dedicó una sonrisa a sí misma en la soledad de la calle. Se convirtió en una mueca justo antes de desaparecer de sus labios. La arrancó de ellos un ruido a su espalda que la hizo detenerse: el arrastrar de unos pies, un leve chapoteo, una respiración agitada. Fue sólo un segundo, pero bastó para que un fuerte brazo emergiera de las sombras y la empujara hacia un recodo del callejón. Quiso gritar, pero no pudo. Primero se lo impidió el terror y luego la mano del desconocido. Éste la empujó contra la pared. Su rostro estaba entre las sombras, aunque algo brilló por un instante en su otra mano. Un cuchillo de caza, de hoja ancha y filo en forma de sierra.
Los ojos de la chica estaban muy abiertos, como si fueran a estallarle. Temblaba y el corazón le latía desbocado por el pánico. El pánico incontrolado y amargo que llenó su boca. No le dio tiempo a resistirse. Ni siquiera tuvo la oportunidad. El desconocido le rebanó el cuello, desgarrándolo, antes de tumbarla en el suelo, desnudarla y empezar a aserrarle el pecho.
Mientras la vida se le escapaba, la joven tuvo un último pensamiento para su madre. La vio llorando en su tosca silla de madera de raíz cuando le dijo que se iba de casa para encontrar algo mejor. Antes de que su cuerpo se sumiera en la frialdad gélida de la muerte, se dio cuenta de que su madre lloraba por eso. Porque ella ya nunca cumpliría sus sueños.
La humedad, la luz de la farola, a lo lejos; el aire denso, viciado; la sangre, la calidez del cuerpo de la joven. La sangre, la sangre…
¡La sangre!
Jack se incorporó de un salto en la cama y se quedó de lado, a punto de vomitar sobre el suelo, con el pelo revuelto y empapado en sudor. El calor de la habitación era pegajoso y agobiante. Jadeaba como si hubiera estado corriendo una maratón. Tenía los ojos desorbitados y miraba sin ver en la absoluta oscuridad a su alrededor.
Había albergado la absurda esperanza de que sus pesadillas no se repitieran al llegar a la clínica. Sin embargo, allí estaban la primera noche. Aquélla había sido más vivida y terrible que nunca. Y también más completa. Era igual todas las noches desde que se había despertado en el hospital, después de su misterioso accidente. El asesinato brutal que veía a través de los ojos de esa joven nigeriana. Siempre soñaba lo mismo. O, para ser exactos, un fragmento del mismo sueño. Pedazos inconexos de un puzzle onírico que le perturbaba cada vez más y que, por alguna razón, esta noche se había mostrado con mayor claridad.
Jack encendió la luz y cogió un cuaderno de la mesilla que había a un lado de su cama. El doctor Engels le había dicho que anotara sus sueños nada más despertarse. Así no se diluirían en su memoria. Con mano temblorosa, Jack apuntó todo lo que recordaba. Las imágenes y las sensaciones. Luego lo releyó. Le resultaba incomprensible soñar que era una joven de color a la que alguien asesinaba en un callejón mugriento. ¿Por qué esa mujer? ¿Quién podía ser ella?
—No es nadie —se dijo en voz alta—. Es sólo alguien en un sueño.
No logró convencerse a sí mismo. En su primera sesión de terapia, el doctor Engels tampoco quiso darle una explicación concreta. Le dijo que debía esperar a completar el sueño para poder encontrarla. Evitó hacer conjeturas y se limitó a intentar calmarle, sin conseguirlo.
—Su mente ha perdido la conexión entre sus recuerdos y su conciencia. Pero todo está ahí dentro, dentro de usted, tratando de encontrar una salida. Ese sueño forma parte de un grito de auxilio de su propia mente, que busca el modo de, si me permite la expresión, «ver la luz».
—¿No podría darme alguna medicina para dormir mejor?
—Podría, pero no es aconsejable. Como le digo, sus pesadillas forman parte de una estrategia inconsciente de su psique para recobrar la memoria. Administrarle medicamentos supondría un grave error. Sería como soterrarlas por medio de la química.
—Pero…
—Hágame caso, Jack. Es por su bien. Sólo por su bien.