20
Jack llamó por segunda vez a la puerta. Había dejado pasar un minuto entero desde la primera, pero Julia no contestó ni fue a abrirle. Quizá no se encontraba en su habitación. Si es que ésa era su habitación. Maxwell podía haberse burlado de él dándole un número al azar. Podía ser cualquier otro paciente el que no se hallaba en su cuarto. Estaba decidiendo si marcharse o llamar una tercera vez cuando la puerta se abrió por fin. Julia apareció en el umbral.
Tenía el pelo mojado y revuelto, y sólo una toalla blanca alrededor del cuerpo desnudo. Jack entendía ahora por qué había tardado en contestar. También él querría darse otra ducha. Ese día llevaba ya tres. La granizada había parado tan súbitamente como empezó y, después, el calor parecía haberse redoblado.
—Perdona —dijo Julia—. Estaba duchándome.
—No importa. Perdona tú, por sacarte de la ducha.
—Vale —concedió ella.
Estaba claro que no perdía el tiempo con tontos formalismos. Jack se apiadó del hipotético novio adolescente que Julia pudiera haber tenido a los quince años, por ejemplo. Los imaginó a los dos en una de esas interminables, absurdas y entrañables charlas por teléfono que mantienen a todas horas los jóvenes enamorados. Cuando llegara el siempre temido momento de la despedida, seguro que ella colgaba sin más que un simple «hasta mañana».
—¿De qué te ríes? —preguntó Julia.
Se había puesto a secarse el pelo delante de él, con la misma familiaridad con que había bebido agua de su botella en el comedor. Pero ahora se detuvo para observarle.
—Te estaba imaginando a los quince años, hablando por teléfono con tu novio adolescente.
No se le ocurrió ninguna razón para no contarle la verdad. Julia volvió a restregarse el pelo con la toalla. Su respuesta le llegó amortiguada. Y algo temblorosa, por las sacudidas quizá.
—Nunca tuve novios a esa edad. Odiaba a los hombres.
El supo que no debía hacer sobre eso ningún comentario ni preguntas inoportunas. Ya había metido la pata una vez. Notó al instante que era una revelación de algo trascendental para Julia. De lo que no se dio cuenta era de su significado. Lo que le había dicho no era una simple aclaración. Era un recuerdo. Un recuerdo recuperado de una amnésica como él.
—Necesito que me ayudes —dijo Jack.
Julia le había hecho pasar a la habitación sin preguntarle qué quería, como habría sido normal. Ella tampoco lo era, se dijo Jack. Y eso, definitivamente, le atraía.
—Me visto en cinco minutos.
—¿No quieres saber para qué necesito tu ayuda?
Julia respondió encogiendo los hombros. Jack ya lo echaba de menos.
—Vamos a cazar fantasmas —dijo.
Se sentía animado. Todo lo contrario de la sensación apática y vacía que le acompañaba el día en que llegó a la clínica. Tener misterios que resolver, absurdos o no, parecía el mejor tratamiento. Al menos para su espíritu, porque no podía decirse lo mismo de su amnesia. Su vida anterior continuaba siendo el mayor misterio de todos. Y estaba también su pesadilla, claro…
Esa noche no había habido ningún avance en ella. No se le añadieron nuevos o más vividos detalles, como había ocurrido desde que despertó en el hospital. Aquella especie de estancamiento podía ser una buena noticia. La promesa de que la pesadilla ya no variaría para, en algún momento, acabar desapareciendo por sí misma. Eso no iba a devolverle la memoria, pero al menos sus noches dejarían de ser una agonía insomne. Jack tenía la sensación de que se avecinaba un cambio, pero no para bien. El relativo respiro de su pesadilla era sólo, intuía, la calma que precede a la tempestad.
—¿Qué piensas? —dijo Julia.
Había vuelto del cuarto de baño, ya vestida. Resultaba curioso que ella, que raramente hacía las preguntas habituales en cada situación, le hubiera preguntado ya en dos ocasiones por lo que estaba pensando. Una el día anterior y otra ahora.
—En nada.
Esta vez Jack sí mintió. No quería darle más vueltas al asunto, ni decir en voz alta que tenía un mal presentimiento.
Julia abrió la puerta que daba al corredor.
—Tú primero. Yo no sé adónde vamos.
Jack tampoco estaba muy seguro. A cualquier sitio menos a la «puerta secreta». Si tenía razón y de verdad existía, ése era el peor momento para acercarse a ella. Podrían toparse con Engels y Kerber, que supuestamente estaban al otro lado. Lo mejor era esperar. Jack pretendía aprovechar la hora de la cena. Lo normal habría sido acudir de madrugada. Pero entonces existiría el riesgo de encontrarse con alguno de los insomnes pacientes de la clínica y levantar sospechas.
—¿Qué fantasmas vamos a cazar? —preguntó Julia—. ¿A ésos que están tirados en el suelo o a los que no dejan de mirar a la pared?
Se refería a varios pacientes que estaban en la sala comunitaria, hasta cuya entrada había acabado llevándolos la indecisión de Jack. No era el calor asfixiante lo que mantenía a todos ellos en esa inactividad doliente, sino algo dentro de sus cabezas. Algo que no funcionaba bien.
—No sé qué decirte —reconoció Jack.
—Ya.
La sala no era muy distinta, ni más alegre, que la de cualquier residencia de ancianos. Había muchos sillones, butacas y sofás. Cada uno de un tipo y un patrón distintos, como si su disposición no se debiera a la voluntad de ningún ser humano. Esparcidas aquí y allá estaban también varias mesas de juego, cubiertas con deslucidos tapetes verdes. Daba igual, porque nadie las usaba. Del mismo modo que nadie se molestaba en encender el arcaico televisor al fondo de la sala, frente a una hilera de sillas vacías con las patas torcidas.
—No funciona —dijo Julia, al ver hacia dónde miraba Jack.
—¿Qué?
—La televisión. No funciona. Que yo sepa, nunca ha funcionado. Y tampoco las cabinas de teléfono.
—Teléfono —repitió él como si oyera la palabra por primera vez.
Quizá porque no tenía a nadie a quien llamar, Jack no había echado en falta los teléfonos hasta ahora. Pero debía ser cierto lo que Julia acababa de decirle sobre las cabinas. Desde que llegó no había oído una sola vez el característico sonido de ningún teléfono, fijo o móvil, ni había visto a nadie utilizar uno. Tampoco en el ala administrativa de la clínica, donde se hallaba el despacho del doctor Engels. Y dudaba mucho que hubiera en alguna parte un ordenador con el que conectarse a Internet. La clínica era como un pedazo de tierra aislado en el océano de los bosques que la rodeaban.
—¿Cómo habláis aquí con las personas de fuera? —preguntó Jack.
—No lo hacemos.
Era justo la respuesta que él imaginaba que iba a darle. No porque le pareciera normal, sino porque se ajustaba a la extraña lógica que parecía regular allí todas las cosas.
—¿Y visitas? Porque tienen que venir visitas…
—Los únicos que vienen de fuera son los nuevos pacientes. —Julia se quedó pensativa un instante—. Menos aquel tipo… Él era de fuera.
Jack no tenía ni idea de quién le hablaba, pero tenía una pregunta mucho más urgente que hacerle.
—¿Me estás diciendo que nadie de fuera viene nunca a la clínica?
—No sé, siempre ha sido así. Al menos desde que yo estoy aquí… Le he preguntado al doctor, ¿sabes? Como me preguntaste tú ayer…
Jack sacudió la cabeza. No entendía.
—Ayer te dije que no sabía desde cuándo estoy aquí. Y se lo he preguntado al doctor Engels.
—¿Y?
—Llegué hace tres años.
—¡¿Qué?!
Las preguntas se agolpaban en la mente de Jack. Entró en la sala comunitaria y se acomodó en el primer lugar que encontró libre. Julia le siguió y se sentó a su lado con toda tranquilidad. Los pacientes a su alrededor seguían ignorándolos por completo, sumidos en sus propios mundos.
—A ver… —dijo él.
No sabía ni por dónde empezar.
—Llevas aquí tres años. ¡Tres años! ¿Y dices que en todo ese tiempo nunca ha venido nadie del exterior que no fuera a ingresar como paciente? ¿Y que no han funcionado la televisión ni los teléfonos desde entonces?
—Ni tampoco el aire acondicionado.
Aquello era imposible. Tal vez todos los familiares de Jack estuvieran muertos y quizá no tuviera un solo amigo. Pero era imposible que le ocurriera lo mismo a todas aquellas personas.
—Pero… ¿No te parece extraño? Por favor, no te encojas de hombros esta vez.
—Al principio choca, claro. Pero luego te acostumbras. Supongo que uno acaba acostumbrándose a todo. Por lo menos aquí.
—Eso es como estar muerto… Muerto y olvidado —dijo Jack.
—Muerto y olvidado, sí.
Maxwell entró en ese momento en la sala comunitaria. Era lo que le faltaba a Jack para redondear aquella sarta de insensateces. O de locuras. Julia le atraía, eso lo tenía muy claro. Era preciosa, intrigante y especial. Aunque quizá demasiado especial. ¿Cómo podía saber él que no estaba tan loca como Maxwell? O incluso más. Todo lo que le había contado podría no ser otra cosa que simples desvarios suyos.
Sabes que dice la verdad. Otra vez aquella voz molesta dentro de él.
Tenía que hacer algo. Moverse para romper aquella especie de hechizo. ¡Aldiablo con esperar a la hora de la cena!
—Vámonos —dijo Jack.
—¿Adónde?
—Con un poco de suerte, a atravesar una pared.