28

Ni Jack ni Julia pudieron dormir en todo el resto de la noche. Tenían los dos mucho que asimilar. Él ni siquiera recordaba haber escrito aquellos números en su propio espejo. Menos aún era capaz de decir qué podían significar. Imaginaba que los habría puesto allí en sueños, sonámbulo, en algún momento de su pesadilla.

Al verlos, Julia estuvo de nuevo a punto de contarle la verdad sobre lo que hizo la tarde anterior, cuando desapareció de su lado. No dudaba de que hubiera una relación entre su número y el de Jack, y que descubrir el sentido de uno llevaría inevitablemente a descubrir el del otro. Pero una vez más acabó impidiéndose a sí misma confiar en él. Además de por su innato recelo, porque no terminaba de creerse todo aquello: entradas secretas, puertas ocultas bajo tierra, números misteriosos que los perseguían.

—¿Has terminado? —interrumpió él sus pensamientos.

Era muy pronto, pero estaban ya en el comedor, desayunando juntos. Ninguno de los dos tenía hambre. Jack sólo había conseguido tomarse unas tiras de beicon, y Julia apenas dio un par de bocados a sus tostadas.

—Sí, ya he terminado… Y voy a ir contigo.

—¿Estás segura? ¿De verdad quieres venir conmigo?

—Sí.

Jack se alegró de oír eso. Había decidido llevar a cabo una especie de experimento. Parecía claro que virtualmente nadie de fuera visitaba la clínica. Lo que pretendía averiguar es qué pasaría si alguien —él, y ahora también Julia— intentara salir de sus dominios. No debía suponer un gran reto. Lo lógico es que les bastara recorrer la media docena de kilómetros que les separaba de la verja de entrada, y cruzarla. Igual que la atravesaron en sentido contrario el día en que llegaron a la clínica. Y, a partir de ahí, ¿quién sabe?

Jack no le había dado muchas vueltas, pero parecía una buena idea seguir sin más el camino de grava y, después de eso, la carretera hasta llegar a algún pueblo o, al menos, a una gasolinera. Sería refrescante ver rostros nuevos —unos que no mostraran la impavidez de los pacientes— y encontrarse en un escenario distinto de las paredes blancas de la clínica y sus insulsos jardines.

Estaba seguro de no ser el primero al que se le ocurría algo tan obvio como intentar salir de la clínica por su puerta principal. Maxwell también debía haberlo hecho, igual que trató de adentrarse en el bosque donde Jack se perdió y del que tuvo que salir huyendo. Aun así, por más que su mente le dijera que aquello era lo más normal del mundo, no conseguía apartar la sensación de que iba a suceder algo inesperado.

—¿Tú nunca has intentado salir de aquí? —le preguntó a Julia.

—¿Para ir adónde?

Esta vez fue Jack quien se encogió de hombros.

—A cualquier sitio.

—No. Nunca.

Jack y sus preguntas estaban «despertándola». Ya no lograba recuperar la indiferencia en que la habían sumido los últimos tres años allí. Llegó a la clínica cuando tenía diecinueve, sin recordar nada de su vida anterior y sabiendo muy poco de la vida en general. Julia se hizo adulta en ese lugar. Eso había contribuido en gran medida a que admitiera como rutinarios la multitud de hechos extraños que la rodeaban. Pero ahora, vistos a través de los ojos de Jack, empezaban a parecerle cualquier cosa menos normales.

A las ocho menos cuarto de la mañana el calor ya lo inflamaba todo. Jack tenía la impresión de que, con cada nuevo día, se adelantaba el amanecer. El sol debía tener prisa por echar del cielo a la luna y castigarles con sus rayos abrasadores.

Atravesaron el hall de la clínica, todavía con los signos de la batalla campal provocada por Maxwell. Seguía sin saberse a dónde se lo había llevado Kerber. Era el tema de conversación principal de los pocos pacientes que aún se molestaban en charlar unos con otros. El interés de Jack no se limitaba a la mera curiosidad. Preferiría no volver a acercarse nunca a él, pero, en apariencia, conocía mejor que nadie los misterios de la clínica. O, al menos, era más consciente de su existencia que los demás. Jack ni siquiera imaginaba aliarse con Maxwell en ningún sentido, aunque quizá pudiera sacarle alguna información de utilidad. Pero, para hablar con él, antes tendría que encontrarle.

—¿Es normal lo que ha pasado con Maxwell? —dijo Jack—. ¿Que se lleven así a un paciente sin que nadie sepa adónde?

Miró a Julia con los ojos entrecerrados para protegerse del fulgor del sol. Caminaban sorteando montones resecos de barro, dejados por la tormenta y la pelea del día anterior.

—Maxwell es malo.

Esa afirmación, y el modo en que ella la expresó, la hicieron parecer incluso más joven de lo que era.

—Sí, ya me lo dijiste el otro día. —Que era un «mal bicho», habían sido sus palabras textuales—. Porque su pesadilla es una de las peores.

Fue el argumento que Julia le dio. También ella tenía los párpados entornados. Hoy sus ojos eran de color azul y se mostraban más pensativos que de costumbre.

—Su pesadilla es de las malas, sí…

—¿Y cómo se distingue una pesadilla mala de una que no lo es? ¿Por qué sigues creyendo, por ejemplo, que yo soy una buena persona si ayer mismo te conté que en mi pesadilla asesino y violo a una chica indefensa?

Habían terminado de atravesar el jardín y llegado al inicio del camino de grava. Lo flanqueaban unos árboles de aspecto centenario que les ofrecieron un poco de sombra. Julia no contestó hasta después de que hubieron recorrido un buen trecho bajo las protectoras ramas. Jack estaba sediento. Tenían que haber llevado unas botellas de agua.

—Yo creo que aquí no hay ninguna buena persona —habló por fin Julia—. Pero también que unas son mucho peores que otras. Y puede que Maxwell sea el peor de los peores.

—¿Así que yo sólo soy «menos malo»?

—Algo así.

—¿Y qué me dices de ti?

Julia pensó que se merecía la pregunta. Ella misma se había metido en la ratonera.

—No… estoy segura.

El primer instinto de Jack fue decirle «yo sí estoy seguro de que eres buena persona», o algo similar. Es lo que se supone que uno debe hacer en casos como éste. Pero lo cierto es que apenas la conocía, y estaba claro que en la clínica la mayoría de las cosas no eran como aparentaban ser. Siendo totalmente sincero consigo mismo, lo más que pudo hacer fue preguntarle:

—¿Qué te hace dudar?

—Mi pesadilla.

—¿Me la contarás algún día?

—¿No tienes sed?

El tiempo de las revelaciones se había acabado.

—Sí. Quizá deberíamos volver para coger agua.

Aún podía verse a sus espaldas el edificio de la clínica, no demasiado lejos.

—Hay un manantial por ahí —dijo Julia, señalando hacia delante—. No sé si el agua es potable, pero yo he bebido otras veces y no me he muerto.

La fuente natural no estaba tan cerca como se desprendía de sus palabras, sino cinco kilómetros más adelante, a sólo uno de la verja de salida. Además, había que desviarse del camino para llegar hasta ella. Julia condujo a Jack ladera arriba por una empinada loma, bajo el sol inmisericorde.

—¿Falta mucho?

Desde hacía rato, Jack notaba la lengua acartonada.

—Allí.

Julia señaló un frondoso parche verde oscuro. Contrastaba con la rala vegetación circundante, amarilleada por tantos días seguidos de calor. El agua es vida, pensó Jack. Él no tenía tendencia a lo melodramático —estaba bastante seguro de ello—, pero en ese momento aquel manantial le pareció poco menos que un regalo de los dioses. No obstante, se contuvo. Lo caballeroso era dejar que Julia bebiera primero.

—¿A qué esperas? —le dijo ésta.

Siempre conseguía que parecieran tontas las convenciones sociales. Aun así, Jack le preguntó:

—¿No quieres beber primero?

—¿Por qué? Tú tienes más sed que yo.

No iba a discutirle eso. Se lanzó al manantial y se puso de rodillas a un lado. El agua emergía por un caño metálico embutido en la roca. El hecho de estar herrumbroso y con verdín no hizo que bebiera con menos ansia toda el agua que consiguió contener entre las palmas de sus manos.

Dijera lo que dijese Julia, le pareció mal llenarlas de agua otra vez antes de que ella bebiera. Se volvió para pedirle que se acercara, pero ya no estaba a su lado. Se había puesto a escalar una nueva loma, igual de pelada y abrupta que la anterior.

Nunca dejaba de sorprenderlo. Era una mujer más dura de lo que parecía, por su complexión delgada y su aspecto hasta cierto punto frágil. Jack se preguntó si sería igual de dura por dentro.

Seguía muerto de sed. Lo poco que acababa de beber agolpadamente no consiguió sino hacerle ansiar más agua. Pero si ella podía aguantarse, también él. Fue tras los pasos de Julia después de lanzar una mirada anhelante en dirección al manantial. Ella estaba ahora parada en lo alto del promontorio, mirando con insistencia algo más allá de él. Desde el camino había creído ver una construcción que no recordaba de la última vez que estuvo por allí.

Pasado un rato, Jack alcanzó también la cumbre de la loma. Desde aquel punto elevado conseguían vislumbrar el muro que rodeaba los terrenos de la clínica. Serpenteaba a ambos lados de la verja hasta perderse entre los bosques. A Jack le animó la visión de tierras, árboles y montañas al otro lado de aquel muro. Era algo absurdo. ¿Qué esperaba encontrar si no? ¿Un vacío absoluto? Pero le hizo sentir una especie de alivio que, no obstante, no logró alejar del todo el mal presentimiento que tenía desde el día anterior. Ahora volvía con toda su intensidad.

—¿Qué es eso?

La pregunta de Jack se refería a una estructura adosada al muro, a unos doscientos metros a la izquierda de la entrada. La pequeña caseta le recordó al guarda que abrió la verja cuando le llevaron a la clínica. Aquel chamizo adosado al muro debía de ser su casa. Tenía un aire siniestro, que fue acentuándose conforme se acercaban a él. No corría una brizna de aire. Por eso tardó en llegarles el olor nauseabundo que emergía del lugar. Jack se alegró de no haberse llenado el estómago de agua o el hedor le habría hecho vomitarla.

Avanzaron tapándose la nariz. En condiciones normales se hubieran marchado, sin más. Pero habían ido buscando respuestas y quizá encontraran alguna en el tétrico cobertizo. Era poco más que eso. Estaba hecho de ladrillos y sus muros tenían un aspecto precario, como si los hubiera levantado alguien sin las mínimas nociones sobre construcción.

Frente a la puerta, la fetidez era tal que hizo a Julia doblarse de pronto en una violenta arcada. Se la notaba enferma y asqueada cuando musitó entre los dedos con que se tapaba la boca:

—Yo no pienso entrar ahí.

Tendría que hacerlo Jack solo, luchando también por contener las náuseas. Fuera lo que fuese ese lugar, no podía tratarse de la casa del guarda. Ningún ser humano sería capaz de habitar allí dentro.

Antes de abrir la puerta, Jack se quitó la camisa y se la enrolló lo mejor que pudo alrededor de la nariz y la boca. Sintió al instante los rayos del sol clavándosele en la piel del torso.

—Espérame aquí —dijo a Julia innecesariamente. Ella no iba a acercarse un palmo más al hediondo chamizo.

Jack casi deseó que la puerta estuviera cerrada con llave, pero al empujarla comprobó que no era así. Atravesó el umbral y, en un primer momento, lo cegó el contraste entre el fulgor del exterior y la oscuridad interior. Cuando por fin sus ojos se adaptaron un poco a la penumbra, se dio cuenta de dos cosas. Una era que no iban a encontrar allí respuestas, sino todo lo contrario. La otra, que su suposición inicial era acertada: aquélla debía ser, en efecto, la vivienda del guarda.

En una esquina había un catre mugriento. Y a la derecha estaba lo que debía de ser la cocina. No es que hubiera fuegos ni un horno. Tan sólo una encimera improvisada con una tabla. Sobre ella descansaba un plato con un pedazo de carne cruda a medio comer. A su lado había un cuchillo enorme, manchado de sangre coagulada. Por encima colgaban varios animales. Todos despellejados con la clara intención de servir de alimento, aunque parecían medio putrefactos. Unos jugos infectos, de color verdoso, rezumaban de sus cuerpos para acabar goteando en el suelo y la encimera. Jack vio un par de conejos, algunas aves y también una pieza mayor. Bastante grande, de hecho. Le faltaba una parte que coincidía con el trozo sanguinolento del plato. La forma de ese otro animal no dejaba lugar a dudas sobre lo que era: un perro de gran tamaño.