24
El hall entero de la clínica se había convertido en un campo de batalla. De las cocinas salía un humo denso y negro, que se arrastraba por la planta baja. El suelo estaba plagado fragmentos de cristal. Las cortinas pendían, desgarradas, frente a las ventanas rotas. Todos los muebles estaban volcados o hechos pedazos. Gritos y aullidos de dolor rasgaban el aire.
Jack contempló atónito a dos bandos enzarzados uno contra el otro. Medio centenar de hombres enloquecidos golpeándose sin piedad. Maxwell se encontraba en una esquina, cobardemente alejado del resto. No dejaba de berrear, como poseído. Su voz chillona y enloquecida se dejaba oír por encima de los demás gritos.
—¡MATADLOS! ¡MATADLOS A TODOS!
Él era el cabecilla de uno de los bandos. Jack se puso a toser con aspereza. Los ojos le lagrimeaban por el humo, que se propagaba por el hueco de la escalera como en una chimenea. Entre las lágrimas consiguió ver una mancha borrosa a través de una de las ventanas. Era un grupo de pacientes congregados en el jardín, frente a la entrada de la clínica. Allí no había lucha. Deseó que Julia estuviera entre ellos. Imaginaba que habría salido por la puerta de servicio para evitar la ciega marea humana. Eso debería haber hecho él también, pero sólo se le ocurrió cuando ya estaba atrapado en medio de la marabunta.
Oyó nuevos gritos y un tropel de pasos recorriendo los pasillos del primer piso. La clínica entera se había vuelto loca. Tenía que salir del edificio cuanto antes. Se movió con precisión y rapidez, alejándose lo más posible de lo peor de la refriega. De pronto, se escuchó el estrépito de algo que crujía y nuevos aullidos.
—¡SIII! —berreó Maxwell triunfalmente.
Dos de sus «soldados» habían agarrado una mesa por las patas y aplastado a un hombre escuálido contra una pared. Se retorcía entre el muro y la madera como un gusano moribundo.
—Dios… —susurró Jack.
Se habían vuelto todos locos, sí. La escena le hizo bajar la guardia y quedarse plantado en medio del hall. Al descubierto. Notó un movimiento a su derecha. Uno de aquellos dementes iba directo hacia él, gritando y con los brazos en alto. Jack lo esquivó como pudo y le golpeó con el codo en pleno rostro. La nariz del hombre se quebró con un chasquido. Empezó a salpicar sangre en todas direcciones; chorros que empaparon al instante sus ropas, como si le hubieran abierto en canal igual que a un puerco. Jack sintió sobre su propio rostro un baño rojo y caliente.
El grito de su atacante se transformó en un lamento de dolor mientras se agarraba la nariz destrozada. Pero Jack no iba a quedarse a consolar a aquel hijo de mala madre.
Al fin logró alcanzar la puerta del jardín. Ahora la lucha había llegado también allí. Grupos de contrincantes peleaban en el barrizal en que lo había convertido el granizo. Las enormes piedras de hielo salpicaban los parches de hierba embarrada. Se habían transformado en armas temibles con las que golpear al enemigo. Quienes no estaban luchando se mantenían apartados. Nadie hacía nada por detener aquella enajenación colectiva.
Justo entonces empezaron a llegar los enfermeros. Un ejército de ellos. Jack no tenía ni idea de que hubiera tantos en la clínica. Una parte se lanzó sobre los que peleaban en el jardín, mientras que el grueso entró en el edificio principal. Con sus atuendos blancos, eran como una riada de leucocitos tratando de contener una infección.
A la cabeza iba Kerber. Le dirigió a Jack una mirada furibunda al pasar a su lado, quizá pensando que era responsable de todo aquello. Allá él. Jack tenía sus propios problemas. Julia no estaba en el jardín.
El pasillo por el que Julia avanzaba era estrecho, aunque lo bastante alto como para no obligarla a ir encorvada. Estaba completamente a oscuras, salvo en las zonas que conseguía iluminar la linterna. Su haz se conservaba inesperadamente firme. Resplandecía delante de ella, fundiéndose en los bordes con la negrura. Como en una metáfora de la propia vida: un punto de luz brillante acechado por sombras. Sin embargo, había poco que ver. Sólo anodinas paredes lisas de hormigón. Sus únicos jeroglíficos eran rastros dibujados al azar por la humedad.
Giró en un recodo, pero el escenario se mantuvo: el mismo corredor estrecho, las mismas paredes vacías y la misma oscuridad. El silencio era sepulcral. Hasta allí no lograba llegar ni tan siquiera la estridencia de la alarma de incendios. La respiración de Julia sonaba desvalida en aquella quietud.
Unos metros más adelante el pasadizo se convertía, sin apenas transición, en un hueco excavado en pura roca. Irregular y tortuoso, con sus paredes repletas de marcas: vetas semicirculares de la anchura de un pulgar que avanzaban longitudinalmente con la galería subterránea. Eran las marcas de los escoplos con los que Dios sabía quién se había abierto camino en la roca. Mazazo a mazazo, milímetro a milímetro, a base de sufrimiento, sudor y sangre.
Ese cambio marcaba los confines del edificio de la clínica. Era lo que Julia supuso, aunque le resultara imposible saberlo con certeza. La galería no daba la impresión de ser tan precaria como las de las minas de oro de los westerns que veía de niña con su padre. Aquí no eran precisas maderas para apuntalar las paredes y el techo y evitar que se derrumbaran. Pero la sensación de claustrofobia era incluso peor. Adentrarse allí era como descender por la garganta de alguna clase de monstruo ancestral.
La mayor parte de su pasado seguía oculta para Julia, igual que lo estaba para el resto de los pacientes de la clínica. Pero a lo largo de los años había ido acordándose de cosas sueltas. Por ejemplo, de aquellas sesiones vespertinas de películas del Viejo Oeste junto a su padre. Recordaba a la perfección apretujarse contra él cuando había alguna escena peligrosa o que le daba miedo. Aunque ella siempre se obligara a mantener los ojos en la pantalla. A ser fuerte.
El día más feliz de todos los que recordaba empezó también con uno de aquellos clásicos de John Wayne. Ella tenía entonces diez años. Era sábado y estaban solos en casa. Su madre tenía guardia en el hospital, donde trabajaba de comadrona. Quedaba todavía media película cuando su padre le preguntó de repente si quería ir a comprar unos helados al centro comercial. Julia adoraba los helados por encima de todas las cosas. Y aquel verano hacía un calor asfixiante.
Montaron en el coche familiar y se encaminaron al WalMart donde solían hacer las compras. Sin embargo, su padre se saltó el desvío. Le dijo que se había despistado y, allá fueron ellos, directos a Manhattan a través del túnel Lincoln. Ya en la isla, en vez de dar la vuelta, su padre siguió hacia Battery Park.
Y entonces Julia lo supo: ¡iban a ir en ferry a la Estatua de la Libertad! Llevaba meses pidiéndole a su padre que la llevara a verla, desde que pasaron un documental sobre ella en televisión. Su familia vivía en Jersey, muy cerca de la Gran Manzana, pero a esa edad y a los ojos de Julia, visitar Manhattan era como ir a la luna.
Aquél no sólo era el día más feliz que había conseguido recordar, se dijo Julia en la soledad del hueco bajo tierra. Ése debió de ser el día más feliz de toda su vida.
La visita a la Estatua de la Libertad fue tan emocionante como Julia había imaginado. Su padre le compró helado y pizza, y no dejó de contarle historias sobre aquella dama de piedra y la ciudad de Nueva York. Seguramente inventadas la mitad de ellas. Eso pensaba ahora la mujer en que se había convertido. Pero eso no las hacía sino más entrañables, y a su padre, el mejor padre del mundo.
Aunque ni siquiera él me creyó. Ese pensamiento le ensombreció el rostro. Cerró los ojos con fuerza para alejarlo y no manchar con él los recuerdos de aquel día.
Lo consiguió sólo a medias. La ponzoña persistente de las palabras (ni siquiera él me creyó) enturbió en parte sus recuerdos de la feliz excursión sorpresa. Incluyó también la isla de Ellis. Su padre le contó que era un sitio de paso obligado para los inmigrantes que llegaban al puerto de Nueva York desde Europa y otros lugares del mundo. «Todos venían cargados de sueños y esperanzas, pero los de algunos morían en la isla de Ellis, a un paso de la Tierra Prometida». Así lo describió su padre con voz solemne, para fascinación de ella. Julia se daba ahora cuenta de que eso era más triste que fascinante. Crecer no nos hace mejores ni más felices.
Su padre le contó en detalle el largo y costoso proceso que debían seguir quienes llegaban al Nuevo Mundo. Pero Julia apenas se acordaba de un par de cosas. A cada inmigrante lo interrogaba un inspector en la amplia Sala de Registro. Eso terminaba de decidir su destino, materializado por la llamada Escalera de la Separación. Partía de la Sala de Registro y estaba compuesta por tres tramos paralelos, separados con barandillas. Eran casi idénticos, pero representaban destinos diferentes. El de la izquierda llevaba al ferry que unía la isla Ellis con Manhattan; el de la derecha, a la estación desde la que partían trenes también hacia Nueva York. El tramo central de la escalera conducía, sin embargo, a una sala de detención. Y, en muchos casos, al final del trayecto. Peor que eso. A regresar de nuevo al principio. A dejar atrás, quizá para siempre, la ansiada Tierra Prometida.
Julia siguió avanzando por la galería. Ensimismada en sus recuerdos, tardó en darse cuenta de que se distinguía un resplandor al fondo del túnel. Era intenso, aunque agradable al mismo tiempo.
La galería acababa unos metros más adelante, tan abruptamente como había empezado. Pero esta vez no desembocó en otro túnel, sino en una gruta abovedada. No era demasiado ancha, aunque debía tener unos veinte metros de altura. Desde arriba llegaba alguna clase de tenue luminiscencia, que despedían las piedras del techo. El fondo lo componía un muro semicircular compuesto de bloques toscamente labrados. Julia lo reconoció al instante como los cimientos de la torre que se levantaba junto al lago, en la parte trasera de la clínica y aislada de ésta. Muchas veces se había preguntado para qué serviría esa construcción y cómo se podría acceder a ella, porque en la superficie no tenía entrada alguna. Una de las dos preguntas ya tenía respuesta.
Julia intentó tragar saliva, pero no lo consiguió. La garganta se le había quedado seca de repente. En los cimientos de piedra, frente a ella, estaba la entrada a la torre. Tres entradas, en realidad, porque había tres puertas. Las tres casi idénticas, de madera maciza, sin pomos ni cerraduras. Una a la izquierda, otra a la derecha y una última en el centro. En ésta era donde Julia tenía la vista clavada. En una cifra, grabada a fuego sobre la madera: 707.910.130.
Intentó abrirla empujándola, pero no lo consiguió. Tampoco introduciendo los dedos entre la hoja y el marco. Probó con las otras dos, con idéntico resultado. Aquellas puertas de madera parecían tan sólidas como las de una caja fuerte.
Estaba pensando en qué hacer a continuación cuando, de pronto, notó algo que la hizo quedarse completamente quieta y aguzar el oído. Oyó el zumbido del silencio absoluto. Las palpitaciones de su corazón se aceleraron.
Había alguien entre las sombras, no le cabía duda. No podía verlo, pero lo percibía con tanta claridad como un perro huele el miedo. Apuntó con la linterna en todas direcciones sin descubrir a quien fuera que estuviese allí escondido, observándola. Al borde del pánico, se separó de las puertas y volvió atrás, hacia el túnel. No se dio la vuelta hasta que entró en él. Entonces corrió con todas sus fuerzas. Sin reparar en el suelo irregular o la estrechez de las paredes.
Antes de llegar al final, hubo un momento en que notó una mano rozándole la espalda. Sintió un escalofrío muy intenso. Como si un cuchillo estuviera a punto de clavársele en la carne. Pero nadie la perseguía. No tenía necesidad de hacerlo.
Abajo, en la gruta abovedada, al fin una figura emergió de la negrura. Miró hacia la boca del túnel y sonrió de un modo macabro. Sabía que ella no podía escapar.
—Yo veo en la oscuridad —susurró.
Se volvió hacia las puertas y se colocó frente a la central. Acarició el número grabado en ella. Eso le hizo torcer el gesto con auténtico asco.
—Aún no ha llegado tu momento. Pero llegará muy pronto. Y serás mía para siempre.