31

Lo que Jack hizo después de encontrar a su familia muerta no fue lo que habría hecho una persona equilibrada. Pero él —resultaba obvio— no era una persona equilibrada. Estaba ya anocheciendo cuando fue capaz de reaccionar y levantarse del suelo, donde había estado durante horas junto al cadáver de su hijo. Esta vez la realidad no cambió. Todo seguía igual: Amy y Dennis estaban muertos. Asesinados.

La impresión fue tan grande que la mente de Jack estuvo todo ese tiempo perdida en un pozo sin fondo, incapaz de regir o extraer un simple pensamiento lógico. Sin embargo, al final salió de esa negrura y empezó a hilar ideas. No podía imaginar quién había cometido un crimen tan horrendo, pero dos pensamientos emergieron, salieron a flote como maderos que, por muy profundamente que se sumerjan, siempre encuentran el camino hacia la superficie: ¿Habría cometido él mismo, enajenado, semejante atrocidad? ¿No pensaría eso la policía?

Por ese último motivo no avisó a nadie. Ni siquiera a su amigo Norman Martínez. Lo único que podía ocurrir es que se viera obligado a detenerlo. Aunque no fuera culpable, esa opción resultaba la más lógica. Y era algo que no podía permitir que sucediera. No hasta acabar lo que había empezado.

Necesitaba saber la verdad. Ahora más que nunca. Si se descubría que era el asesino, no haría falta que nadie le juzgara: él mismo se quitaría la vida por pura tristeza y desesperación. Pero, si no lo era, aún le quedaba una cosa por hacer: que el culpable o los culpables pagaran por lo que habían hecho. Como fuera, aunque le costara su propia vida.

De pronto, otra idea surgió en su conciencia: ver a Pedroche. Verlo en persona, en la realidad, en su refugio de Laguna Pueblo.

Jack salió de su casa con la sensación de que aquella construcción ya no era su hogar. Le parecía irreconocible, como si lo alejara de ella una enorme distancia en el espacio o el tiempo. Ya no había nada que lo atara a aquel lugar. Ni siquiera quiso dejar el todoterreno de alquiler y conducir su querido Mustang. Volvió al Jeep y lo llevó hasta Laguna Pueblo respetando todas las normas de circulación. La desesperación se había convertido en una extraña tranquilidad. Una tranquilidad tan negra como el pozo en el que estuvo sumido desde que encontró los cuerpos sin vida de Amy y de Dennis.

Pero aún había un rescoldo encendido en su alma. Por eso decidió ir hasta Laguna Pueblo. Aunque apenas era consciente de ello, todavía le restaba un minúsculo brillo de esperanza: que todo aquello no fuera más que el fruto de su mente trastornada. Un clavo ardiendo al que se agarró con todas sus fuerzas.

A esa hora, el viejo indio no se encontraba en su puesto de abalorios. El atardecer estaba a punto de dar paso a la noche. Jack se fijó en la alargada sombra que proyectaba su cuerpo mientras caminaba hacia las casas del pueblo, de arquitectura tradicional indígena. No sabía en cuál de ellas vivía Pedroche, pero no iba a abandonar por eso. Llamó a la puerta de la primera de todas. Al rato, abrió una mujer casi tan ancha como alta. No esperaba a un blanco a esas horas y le dedicó una mirada recelosa. Su gente había aprendido que nada bueno venía de esa raza de conquistadores y ladrones, que les habían llevado enfermedades, whisky y confinamiento en reservas.

—¿Qué quiere? —preguntó a Jack con los ojillos temerosos.

—Discúlpeme por molestarla. Busco al viejo Pedroche. ¿Sabe usted dónde vive?

—¿Al viejo Pedroche?

La mujer parecía dudar sobre la pregunta de Jack y si debía o no darle esa información.

—¿Para qué lo busca? —inquirió al cabo de unos segundos.

—Es amigo mío. Tengo que… preguntarle si podría hacerme un collar especial. Tiene que ser esta misma noche. Olvidé mi aniversario y no querría que mi mujer…

Jack pensó rápido y evitó que se le saltaran las lágrimas al evocar a Amy. Su mentira consiguió disipar las dudas de la gruesa india, que al fin decidió responder a su pregunta.

—Ah, si es por eso, le diré dónde vive Pedroche. Es al final de esta calle, en la última casa. Pero no le diga que se lo he dicho yo. Ni le llame viejo. A veces tiene muy malas pulgas, y nunca se sabe por dónde va a salir.

—Descuide.

La india cerró la puerta con una expresión aún seria, a la que Jack trató de contestar con un leve gesto de agradecimiento. Luego giró hacia la izquierda y avanzó por la calle sin pavimentar. No era muy larga, quizá formada por diez viviendas como la de la india que acababa de darle las indicaciones.

Dentro de la casa de Pedroche había luz. Una luz ambarina y tenue. Jack golpeó la puerta con los nudillos y esperó a que el viejo la abriera. Éste no tardó mucho en aparecer. Jack deseaba pensar, sin un motivo real para ello, que le recibiría como si lo estuviera esperando. Con todas las respuestas en la boca. O, por lo menos, algunas de ellas.

—¿Jack? —dijo el viejo al abrir la puerta. Su gesto no mostró la menor extrañeza, se mantuvo impertérrito.

—Pedroche, tiene que ayudarme.

Ahora las lágrimas sí afloraron al fin a los ojos de Jack. El anciano se echó a un lado.

—Mi casa es tu casa.

Ya dentro, Pedroche guió a Jack hasta un pequeño salón. Estaba cubierto por una alfombra en el suelo y tapices en las paredes. Éstos mostraban escenas pictóricas del quehacer tradicional de los indios, con un diseño algo infantil pero cargado de expresividad y fuerza plástica.

—Siéntate donde quieras —dijo Pedroche, abarcando con los brazos abiertos toda la amplitud de la sala.

Jack se acomodó en una especie de puf ancho y chato, circundado de borlas. Su expresión era doliente. Frente a él, el viejo indio ocupó, con las piernas cruzadas, otro asiento similar. Cogió el cigarro, que había dejado en un cenicero, y lo chupó con fruición. Su cara se contrajo al aspirar el humo como un odre vacío, esperando en silencio a que Jack hablara.

—Yo… —dijo, secándose las lágrimas—. La otra noche… tuve un sueño.

—Un sueño premonitorio —dijo Pedroche sin que sonara a pregunta.

—¡¿Lo sabe?!

El anciano levantó una de sus manos sarmentosas.

—Si no fuera así, no lo habrías mencionado ni estarías aquí. ¿Qué te reveló el sueño?

—Era un perro que… Era usted, había un perro que se convertía en usted. A ese perro lo había visto otras veces. Pero…

—Apacigua tu espíritu, joven amigo. Ese perro era tu espíritu guía. El espíritu de un antepasado. Una vez me dijiste que tienes sangre india. Ésa es la explicación.

Jack lo miraba sin comprender.

—Pero ¿por qué aparecía usted en el sueño? ¿Y qué me quiso decir, la última vez que le vi, con que todas las llaves abren una cerradura?

—Ahora ya sabes qué cerraduras abren las llaves, y que incluso algunas cerraduras no precisan de ninguna —dijo Pedroche, adquiriendo de nuevo su tono enigmático. Algo que se intensificó aún más al añadir—: El perro tomó mi forma en tu sueño porque yo soy tu antepasado. Tu ancestro venido del mundo de los espíritus para guiarte y ayudarte.

Aquello era absurdo. Jack estaba boquiabierto.

—¿Usted? Pero… mis antepasados indios vivieron hace más de un siglo…

Pedroche remarcó las palabras al contestar:

—Así es.

—No… ¡No! Estoy muy enfermo… Esto no puede ser… ¡No puede estar pasando!

—Sabes que lo que te digo es verdad. Lo sabes en el fondo de tu corazón.

Jack había empezado a sacudir la cabeza y se balanceaba de atrás adelante como en un espasmo demente, asaltado otra vez por el recuerdo de su familia muerta.

—No es posible… No es posible… Nada de esto tiene sentido…

—Lo tiene. Yo te he guiado y tú mismo te has ido dejando las pistas. Debías crear esa intriga para creerlo. Para comprenderlo. Yo no podía revelarte la verdad sin más.

—¿La verdad? ¿Qué verdad? ¿Qué es lo que tengo que comprender?

—Aún no ha llegado el momento. Pero llegará. Ya falta poco. Recuerda esto: sólo el alma importa.

—¿Qué hay en el cofre? —dijo Jack de pronto, al acordarse de él y relacionarlo con las revelaciones del indio.

—Tendrás que abrirlo y mirar dentro para averiguarlo.

—¿Y el demonio grabado en la piedra de la cueva? ¿Y ese número que estaba escrito en la fotografía y en el papel que encontré en mi escritorio?

Las preguntas se agolpaban en la mente de Jack. No entendía nada, pero era cierto lo que le había dicho el viejo indio: sentía que todo aquello era verdad. Aunque también deseaba, con la misma intensidad, que no lo fuera.

—El demonio por el que me preguntas es eso, un demonio. El demonio que todos llevamos dentro. Eres tú, y yo, somos todos. La totalidad del mal que debemos vencer en nuestro camino a lo largo de la vida. Y el número… —Pedroche vaciló y suspiró largamente—. A su debido tiempo lo sabrás.

Dicho esto, antes de que Jack pudiera replicar, Pedroche se disolvió en el aire, en una tenue nube apenas perceptible, sin dejar rastro. Como el humo ya diluido de su cigarro, que ahora tampoco estaba en el cenicero.

—¡Qué…!

Jack se puso en pie y movió los brazos como un ciego que trata de tocar algo con el extremo de sus manos. Pasó por encima del asiento que había ocupado el anciano y sintió un escalofrío. Sólo eso.

—¿Quién anda ahí? —dijo en ese momento una voz que provenía del piso superior.

La siguió el sonido de unos pasos en los escalones que llevaban abajo. Ai poco, la figura robusta de un hombre de mediana edad, también indio, apareció en el umbral del salón, mirando a Jack con sorpresa y cara de pocos amigos.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?

—Yo… Estaba hablando con Pedroche.

El fornido indio soltó una carcajada nada humorística.

—¿Con Pedroche? ¡Pedroche soy yo!

—Usted no…

Ante el estupor de Jack, el indio cambió el gesto. Se acercó más a él y le escrutó con la mirada.

—Yo conozco su cara. ¿No viene usted por aquí algunos sábados con su hijo? Sí, ahora me acuerdo… La última vez llevaba un coche teledirigido. Y me compró un collar.

La hostilidad del hombre se aplacó un poco al reconocer a Jack. Se dio cuenta de que no estaba bien.

—¿Necesita que avise a alguien?

—No, yo…

Sin perder de vista su figura, tan distinta a la del viejo Pedroche que él conocía, Jack abandonó el salón y se dirigió a la salida de la vivienda.

—Perdone —dijo al abrir la puerta y salir sin mirar atrás.

Sólo le quedaba ya una última cosa por hacer antes de llamar al doctor Jurgenson y que éste avisara a la policía: abrir el cofre que había hallado en Monument Valley. El cofre hasta el que le había guiado el espíritu ancestral de Pedroche. Acabar de una vez con su locura, hacer eso último, y luego que pasara lo que tuviera que pasar. Quizá algún día lograra comprender lo que había ocurrido. La verdad de todo.

La verdad.

Eso era lo que había dicho Pedroche: descubrir la verdad. ¿Estaría realmente en el interior del pequeño cofre de metal?

El coche se hallaba en una zona oscura. Jack abrió la puerta, se sentó en el asiento del conductor y, antes de volver a cerrarla, dejó fija la luz interior, que se había encendido al abrir. Luego aspiró profundamente y se giró hacia el otro asiento para coger el cofre.

Pero no estaba allí. Nervioso, miró hacia el suelo. Debía de haberse caído con algún bache o un frenazo.

—¡Maldita sea!

No conseguía verlo. Se inclinó y exploró con la mano la zona bajo el asiento. Allí no había nada. Volvió a maldecir, se irguió y entonces lo vio al fin, sobre el asiento. Donde debía estar desde el principio. Se sobresaltó, pero sólo le duró un segundo. Antes de disponerse a abrir el cofre, una vez más cruzó un rayo de esperanza por su torturada mente. Quizá fuera cierto que la esperanza es lo último que se pierde. ¿Y si Amy y Dennis no estaban muertos? ¿Y si lo que había visto en su casa no era más que otra de sus alucinaciones?

Pero lo que encontró en el interior de la caja metálica le hizo volver a la realidad. La terrible realidad.

—Un… revólver… —musitó incrédulo.

Lo tomó en su mano y lo examinó con aprensión. Nunca le habían gustado las armas, y por eso nunca había tenido ninguna, ni siquiera de caza. Apenas sabía cómo usar el revólver, salvo apretar el gatillo. Sin embargo, como si tuviera voluntad propia, el tambor se deslizó hacia fuera y quedó al descubierto. Faltaba una bala de las seis que completaban su carga.

Una bala, como la que tenía en el centro de su frente Amy, tirada en la cama de su dormitorio.

—¡Dios mío! ¡Oh no, Díos mío! Los he matado yo…