18

Era casi mediodía, pero Jack seguía tumbado sobre la cama. No estaba durmiendo, sino todo lo contrario. Tenía los ojos muy abiertos y fijos en el techo. Pensaba en todo lo que había ocurrido desde su llegada a la clínica. Sólo habían pasado tres días, pero le daba la impresión de que había transcurrido una eternidad. Ya no le parecía tan raro que Julia no supiera decir cuánto tiempo llevaba internada. Era difícil seguir el rastro del tiempo en aquel lugar.

Estaba despierto desde la madrugada. Había estado soñando —viviendo— una vez más su pesadilla cuando le despertó una lluvia torrencial. No había remitido desde entonces y estaba convirtiendo el jardín en un auténtico lodazal. Pensó que, al menos, la lluvia traería un poco de fresco, pero no fue así. Despedía un hedor nauseabundo, que le recordó a la putrefacción del bosque en que se había adentrado por la noche tras Kerber.

Se levantó a cerrar la ventana. La pestilente e incesante lluvia estaba revolviéndole el estómago. Se quedó parado frente al cristal, desnudo por completo y, aun así, empapado en sudor. Todavía tendría que sufrir ese calor pegajoso durante el resto del fin de semana. Se preguntó estúpidamente por qué el aire acondicionado se estropeaba siempre en verano…

Esa tarde tenía programada una sesión con el doctor Engels para después del almuerzo. Estaba impaciente por acudir a ella. Había nuevas preguntas que formularle. Entre ellas, una que acababa de ocurrírsele frente a la ventana, al ver que el aparcamiento de la parte trasera de la clínica estaba vacío. Igual que el día anterior. Pero hoy era sábado, un día festivo. ¿Dónde se habían metido los familiares y amigos de los pacientes que deberían estar allí de visita? El día apestaba. Literalmente. Pero no era posible que todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para no acudir sólo porque estuviera lloviendo a cántaros.

Dos horas después, Jack estaba frente al despacho de Engels. Se había afeitado y tomado una larga ducha que no consiguió refrescarlo. Apenas comió. La lluvia continuaba y su olor se había colado en todas partes, incluidos la comida y el comedor. No encontró a Julia en él, a pesar de que ella era la razón principal de que se hubiera molestado siquiera en bajar. Decidió que, si no la localizaba, iría a verla más tarde a su habitación, después de su sesión con Engels. La noche anterior le había preguntado a Maxwell el número de su cuarto. Se daba cuenta de que no debió hacerlo. Pero, lo hecho, hecho estaba.

Llamó con los nudillos a la puerta del despacho. Desde el interior se escuchó la voz mesurada del doctor.

—Adelante, Jack.

Engels estaba terminando de escribir algo. Le hizo un gesto con la mano para que se sentara.

—Déme sólo un instante, por favor.

Jack eligió la silla de la izquierda entre las dos que había frente a la mesa. Se preguntó si eso tendría alguna relevancia. Al fin y al cabo, Engels era doctor en psiquiatría. Que hubiera dos sillas distintas quizá fuera una especie de prueba psicológica.

Jack se dio cuenta de que divagaba. Alejó esas ideas absurdas y se dedicó a observar el despacho. No había nada estridente en él. Era, como el propio doctor, austero y equilibrado: una mesa y estanterías de madera oscura, con libros que ocupaban la mayor parte de ellas; un suelo de tablas muy gastadas en algunas zonas, unas cortinas simples y un butacón a un lado, frente a una chimenea que a Jack le dio calor sólo de mirarla. Ningún cuadro. Ninguna foto sobre la mesa. Ni tan siquiera un ordenador. Sólo una pila discreta de papeles y, a su lado, el bastón de Engels, con su empuñadura de cabezas de animales.

—Discúlpeme —dijo el doctor.

—¿Por qué lo usa si no lo necesita?

Engels supo que Jack se refería a su bastón.

—Es un recuerdo.

—¿De algo bueno o algo malo?

Era una pregunta tonta. Y preguntar tonterías sí debía de ser relevante, no como el hecho de qué silla se suponía que era mejor elegir para sentarse.

—Perdone —añadió Jack—. No es asunto mío.

La expresión del doctor no le contradijo, pero Engels respondió de todos modos.

—Es el recuerdo de una victoria.

—No me diga que ganó el bastón en una apuesta.

—No en una apuesta, sino en una competición… En una lucha.

La mirada del médico se perdió en sus recuerdos. Era un gesto que no encajaba con él. De hecho, enseguida se esfumó.

—Vaya… Me cuesta imaginarle peleando.

Eso no era del todo cierto. No después de haberle escuchado hablar con los hombres vestidos de negro.

—Todos tenemos un pasado, Jack. Y debemos hacernos responsables de él.

Jack captó el peso de las palabras de Engels. Se grabaron en el aire como estaba grabada en la piedra de la fuente aquella cita funesta.

—¿Esas tres cabezas de animales significan algo? —insistió Jack—. Son iguales que las que tiene de adorno la barandilla del jardín.

—Es usted un hombre observador.

—Supongo que para eso me pagan. O me pagaban, cuando era periodista. Para observar y hacer preguntas.

—No dudo que fue usted un gran periodista, Jack.

—Sigo siéndolo —dijo éste con rotundidad, aunque no podía estar seguro de ello—. Y creo que no me ha contestado. ¿Significan algo esas cabezas? ¿Por qué están también en la barandilla? Dudo que sea una casualidad.

—No lo es. Esta clínica y sus alrededores los gané también en la lucha de que le he hablado. Eran dominios del dueño del bastón. Lo siguen siendo, hasta cierto punto. Nunca desiste de intentar recuperarlos.

¿Dominios? Ésa era una forma insólita de llamar a una propiedad, incluso para alguien tan serio y tradicional como el doctor Engels.

—Así que ganó esta clínica en una lucha… ¿Y dice que el anterior propietario aún intenta recuperarla? No sé qué decirle, la verdad.

—No tiene que decirme nada. Usted no está aquí para que hablemos de mí, sino para encontrar por sí mismo las respuestas que ni yo ni nadie puede ofrecerle. Así es como debe ser, créame. Es necesario. Esencial para que pueda seguir el camino que le corresponde.

—¿Y qué camino es ése, doctor?

La pregunta era genérica. Pero Jack se acordó de lo que Maxwell le había contado sobre Kerber y cómo se llevaba al bosque, de noche, a pacientes que no regresaban nunca de él.

—¿El camino del bosque? —añadió Jack—. ¿Es ése el que me corresponde?

De todas las respuestas posibles, Engels le dio la única que no esperaba.

—Puede que sí, Jack.

—¿Qué diablos quiere decir eso?… Ya, ya veo. No puede decírmelo, ¿verdad? Tengo que descubrirlo por mí mismo.

—Así es… ¿Le parece bien ahora que empecemos con su sesión?

—Respóndame sólo a una cosa más.

—Usted dirá.

—Dos cosas. Tres, en realidad.

El doctor asintió con la misma paciencia que un padre severo.

—¿Por qué no ha venido hoy ni un visitante? ¿Por qué no me ha dicho que todos aquí tienen una pesadilla recurrente, igual que yo? Y, para acabar, ¿quiénes son esos hombres de negro con los que se encontró ayer en el jardín?

Jack tuvo que hablar cada vez más alto para hacerse oír sobre la lluvia, que se intensificaba por momentos. Debía de estar cayendo un nuevo diluvio para provocar ese estruendo, incluso a través de las ventanas cerradas. Algo sólido golpeó con violencia en una de ellas e hizo temblar el cristal. Jack se protegió, seguro de que iba romperse en mil pedazos. Pensó que habría sido un pájaro desorientado por el torrente hediondo de agua. Pero, al retirar los brazos de su cara, vio que era otra cosa.

—¿Granizo?

En pleno verano, sí. Y con piedras de hielo del tamaño de un puño.

Engels ya se había levantado y estaba junto a la puerta. Su rostro no mostraba la menor sorpresa. Sólo la misma ira infinita que Jack notó en su voz al oírle hablar con los hombres vestidos de negro.

—Será mejor que demos la sesión por terminada. Mañana seguiremos. No abandone el edificio.

Era una orden. Y, por una vez, Jack estaba más que dispuesto a acatarla. Aunque se había quedado de nuevo sin sus respuestas. Empezaba a pensar que el universo conspiraba en su contra. Sólo eso podría explicar una granizada de piedras de hielo enormes, cuando estaban casi a cuarenta grados… No lo creería si no estuviera oyéndolas arremeter contra la clínica en ese mismo momento.

Salió del despacho detrás del doctor. Kerber le esperaba en el pasillo. O quizá hubiera estado allí todo el tiempo. Jack no lo sabía. Vio a ambos alejarse hacia las entrañas del edificio, como si, en algún lugar, hubiera una máquina capaz de controlar el clima y detener la inexplicable granizada. El doctor caminaba con su paso normal. Si acaso un poco más rápido. A Kerber, en cambio, se le notaba que debía contenerse para no salir corriendo hacia donde quiera que se dirigiesen.

Jack fue tras ellos. Ai principio, no porque estuviera siguiéndolos, sino porque casualmente iba en su misma dirección. Giraron a la izquierda en un pasillo. Él estaba un poco retrasado, aunque no mucho. Sin embargo, cuando llegó a ese punto, una encrucijada de corredores, ya no había rastro de Kerber ni del doctor. Miró a uno y otro lado, y también al frente. Todos los pasillos se prolongaban una veintena de metros antes de torcer de nuevo. Era imposible que hubieran recorrido esa distancia en el poco tiempo que Jack tardó en llegar a la esquina.

Había visto muchas cosas raras desde que estaba en la clínica. Las embestidas del granizo, que continuaban, eran una prueba de ello. Pero no pensó ni por un instante que Engels y Kerber pudieran haberse desvanecido en el aire. O que una elaborada alucinación le hubiera hecho imaginar toda la escena con el doctor y luego la presencia del enfermero jefe. Tenían que haber entrado en algún sitio. La única pega de esa conclusión lógica era que en la veintena de metros en todas direcciones no había ninguna puerta. Y sólo unos fantasmas habrían conseguido atravesar la pared.

O quizá no…

Una infinidad de pies habían recorrido los suelos de aquellos pasillos a lo largo del tiempo. Pero todos debieron hacerlo casi por el mismo sitio, dentro de una franja relativamente estrecha que ocupaba el centro. Así lo revelaba el parqué, cuya madera en esa zona estaba más gastada y oscura, en contraste con la de la zona más próxima a las paredes, que aún conservaba el tono claro de la madera original.

Jack comprobó que era así en los cuatro corredores. Excepto en una parte del que había a su izquierda, a sólo dos metros del cruce. Allí, la madera también estaba gastada al pie de una de las paredes. Creía haber encontrado el lugar por el que habían desaparecido sus huidizos fantasmas de carne y hueso. Se aproximó para analizar el lugar más de cerca, pero el resultado fue decepcionante. Estuviera o no desgastado el suelo, la pared en aquel punto era igual de anodina que las otras. Miró a su alrededor en busca de no sabía muy bien qué. Alguna clase de palanca o interruptor oculto que abriera una supuesta puerta secreta.

Pero no encontró nada. Nada.

Volvió a revisarla palmo a palmo, inútilmente. Se quedó pensativo justo delante, como un crío castigado de cara a la pared por haberse portado mal. Sabía que tenía que estar en lo cierto, por más que una puerta secreta fuera insólita en una clínica de reposo. Pero aún más insólita era la otra opción. Las personas sólo desparecen en los cuentos de brujas.

No se le ocurría nada más. Así que se decidió por algo que —tenía la impresión— el antiguo Jack no debía hacer habitualmente: pedir ayuda. Pedir ayuda a Julia.