9
La llamada del doctor Jurgenson no cogió a Amy por sorpresa. Al contrario, la alivió saber que había sido el mismo Jack quien se había puesto en contacto voluntariamente con el psiquiatra. Aunque eso no solucionaba el problema. Un problema que parecía estar empezando a repetirse, lo cual no era en absoluto una buena señal.
Todo había empezado en la época en que Jack trabajaba como reportero de guerra, durante su última misión en Níger. Allí le ocurrió algo que nunca quiso compartir con ella. Pero Amy fue atando cabos, uniendo informaciones y llegó a saber una parte de la historia. Al parecer, Jack fue testigo accidental del asesinato de una chica. Una joven que estaba en un lugar equivocado en el momento menos oportuno: un callejón de los arrabales de Niamey, la capital del país africano. También Jack estaba allí, recuperándose de una borrachera. Ese día, uno de sus compañeros había salido ileso del ataque de un grupo insurgente, y lo había estado celebrando con varios periodistas más de las agencias internacionales.
A pesar de que era la estación de las lluvias y el aguacero podía cogerle a uno de improviso, Jack había querido volver, de madrugada, caminando hasta su hotel para despejarse, en contra del consejo de sus compañeros. Se marchó sin decir nada y no pudieron impedírselo. La situación estaba más calmada que al inicio de la guerra, pero seguían siendo muchos los peligros que podían acecharle a uno detrás de cualquier esquina. Y más aún en mitad de la noche.
Jack se detuvo a vomitar sobre el suelo mojado y sucio de un callejón. Luego se sentó en un saliente casi seco, con la espalda contra la pared, y se quedó dormido. El ruido de unos pasos le alertó. Por suerte para él, no hizo ningún ruido al despertarse. El hombre que cruzaba el callejón no lo vio, arrebujado entre las sombras y en absoluto silencio. Jack tenía un terrible dolor de cabeza y la vista nublada. Pero la adrenalina lo cambió todo de un plumazo cuando se dio cuenta de que el hombre llevaba un cuchillo en la mano. Una mano blanca, como la suya.
Entonces Jack pudo distinguir también una sombra que se movía un poco más adelante. Parecía una mujer. Se giró un momento para mirar hacia atrás justo en el instante en que el hombre la alcanzaba. Jack trató de incorporarse. Apenas lo había hecho, apoyándose en el muro a su espalda, mareado, cuando vio el reflejo de la hoja del cuchillo a la luz de un farol lejano y algo oscuro que saltaba como un chorro desde la sombra de la mujer. Aquel tipo la había degollado sin mediar palabra. Jack ahogó un grito y volvió a caer al suelo. Empezó a arrastrarse sobre los charcos hacia el lado contrario del callejón, sin dejar de mirar la escena, con el corazón en la boca del estómago.
Desde su nueva posición, Jack podía distinguir levemente el rostro del asesino. Sus facciones apenas se recortaban a la luz del farol. Pero le resultaban familiares, conocidas…
—¿Quién anda ahí…? —dijo el asesino de pronto, entre dientes, aunque sin elevar demasiado la voz, tratando de escrutar el lugar desde donde Jack lo observaba.
Éste se quedó muy quieto, con la sangre golpeándole en las venas con furia. Creyó que el asesino iría hacia él. Pero únicamente trataba de confirmar que estaba solo. Excepto por una rata que cruzó el callejón a toda velocidad, lo que disipó sus dudas.
El asesino se quedó mirando hacia el lugar por el que había corrido la alimaña. Y eso hizo que Jack pudiera ver, al fin, de quién se trataba. Claro que lo conocía: era el enviado comercial de una gran corporación de armamento americana. Se llamaba Kyle Atterton y estaba en Níger como un ave carroñera, esperando a dilucidar si sus actuales clientes seguirían comprando sus armas o tendría que vendérselas a otros nuevos; de manera que él y su empresa continuaran ganando dinero fuera cual fuese el rumbo que tomara la guerra. Era algo que a Jack le repugnaba: que su país, abanderado de la democracia en el mundo, permitiera esa clase de prácticas.
La chica ya estaba muerta cuando Atterton volvió sobre ella. Jack creyó distinguir cómo violaba su cuerpo en el suelo. Tuvo que reprimir una arcada para no vomitar otra vez. Se arrastró de nuevo en dirección a la boca del callejón, y sólo allí se puso en pie como pudo antes de echar a correr con todas sus fuerzas para alejarse del lugar. Tenía que escapar y avisar a la policía. Si no, aquel malnacido quedaría impune. La única posibilidad de que pagara por su crimen era que lo cogieran antes de que tuviera tiempo de marcharse y desaparecer.
Jack estaba mojado y lleno de mugre. Se palpó los bolsillos en busca de su teléfono móvil. Allí estaba, en uno de los del chaleco. Sin dejar de caminar a paso acelerado, tambaleándose, comprobó que tenía batería y cobertura. Marcó el número de la policía y esperó hasta que contestaron al otro lado de la línea. Lo hizo una voz femenina. Él estaba muy alterado y apenas pudo hablar con claridad al principio. Luego trató de calmarse un poco y logró explicar lo que había sucedido. Ignoraba dónde se hallaba. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para ubicarse y dar la dirección.
A pesar del estado general de caos de la ciudad, las autoridades empezaban a reorganizarse. Los soldados patrullaban las calles, así como algunas unidades de las policías militar y civil. La señorita le dijo que iba a dar aviso y que aguardara a la llegada de un coche celular. Pero, a los pocos minutos, quizá por su propio nerviosismo, Jack decidió no esperar más. Vio al fondo de la calle los faros de un vehículo con los distintivos de la policía militar. Se lanzó hacia él sin pensar en que hacer eso era una imprudencia. Por suerte, los soldados no abrieron fuego, aunque le dieron el alto y le encañonaron con sus subfusiles.
Jack levantó las manos y gritó que era periodista e iba desarmado. Pudo tranquilizarse y contar a los militares el crimen que había presenciado. Éstos hicieron que los guiara hasta el callejón. Jack lo hizo mientras rezaba por que ese bastardo de Kyle Atterton aún estuviera allí.
Al llegar, cada uno de los policías militares fue por un lado. Algo se movía aún entre las sombras. Una bestia feroz, con forma humana, que se agitó y corrió cuando los soldados encendieron sus linternas y le apuntaron. No tuvo ocasión de huir. Disparó un par de veces y alcanzó a uno de los policías militares en el hombro, pero cayó abatido por los disparos de éstos, que no tuvieron otra opción que responder al fuego.
Atterton quedó tendido en el suelo, con una mueca en el rostro y la sangre brotando de su pecho, para confundirse con la de su víctima. Pero no estaba muerto. Se aferró a la vida como una lapa a una roca.
Jack sintió un extraño alivio que luego se transformó en compasión por la joven asesinada. Pudo ver al fin su rostro. Tenía los ojos abiertos. Era muy joven y realmente guapa. Una vida segada sin motivo.
Mientras uno de los policías militares avisaba a una ambulancia, su compañero se dirigió a Jack.
—No es la primera que encontramos en las últimas semanas.
Saber eso le hizo experimentar algo parecido al vacío dentro de su pecho. Aquélla era una víctima más, por la que no había sido capaz de hacer nada. Sólo le consolaba saber que, aunque se recuperase de sus heridas, Kyle Atterton ya no cometería más asesinatos. Iría a la cárcel durante el resto de su vida, o incluso puede que lo ejecutaran.
Pero Jack también sintió una punzada de culpabilidad: si no hubiera estado tan borracho… Aunque, en ese caso, tampoco se habría quedado dormido en el callejón y quizá Atterton siguiera campando a sus anchas en busca de otras víctimas.
Así es la vida. Así de injusta y absurda.
En la investigación posterior, la identidad de Jack salió a la luz. Kyle Atterton no era un simple empleado de alto nivel de la compañía de armamento, sino el hijo de uno de los directivos y principales accionistas, Morgan Atterton, un hombre poderoso y rico, tan carente de escrúpulos como su hijo.
Jack siguió con su trabajo durante unas semanas, con temor a las posibles represalias del padre. Se tranquilizó un poco al ver que las cosas parecían asentarse. Hasta que, unos días antes de regresar a Estados Unidos, se enteró, asqueado, de que Kyle Atterton había salido libre «por falta de pruebas». Resultaba obvio que el dinero de su padre había comprado a la débil justicia nigeriana. Pero ¿qué podía hacer él sino olvidarse de todo y seguir con su vida?
Fue entonces cuando intentaron asesinarle. Una bomba explotó al paso de su coche, con los distintivos de prensa internacional, por un barrio populoso y supuestamente seguro. En el atentado murieron varias personas que caminaban por la calle y uno de los mejores amigos de Jack, su cámara durante años de misiones, que lo acompañaba en el automóvil y cuyo cuerpo hizo de pantalla salvándole a él.
Eso fue lo que le trastornó. Tuvo que dejar el trabajo y, de regreso en casa, empezó a visitar al doctor Jurgenson. Al principio éste le trató como a un paciente aquejado de estrés postraumático. El caso parecía claro. Pero, cuando comenzaron las «desapariciones», el hábil psiquiatra se dio cuenta de que las cosas eran más complejas de lo que había supuesto.
Jack le hablaba durante las sesiones de objetos de su vida que, de pronto, ya no estaban ahí. Que desaparecían sin dejar rastro, ni siquiera en el recuerdo de Amy o de sus conocidos. Inicialmente, el médico creyó que podía tratarse de jotts, un nuevo concepto que provenía de la ciencia fronteriza, ésa que sólo aparece en medios cercanos a lo paranormal o lo misterioso. Pero él le daba cierto valor por su propia experiencia con sus pacientes. Los jotts eran objetos que desaparecían y volvían a aparecer en el lugar más insospechado o donde va se habían buscado.
Había de varios tipos. El más común era ese objeto que se trata de localizar en el sitio donde se cree que está sin éxito, para luego encontrarlo allí mismo. Un libro, un encendedor, un juego de llaves… Los casos más extraños consistían en encontrar algo en un lugar inverosímil, sin que fuera posible haberlo dejado allí por error ni que hubiera acabado llegando a ese lugar por un proceso lógico: el libro que se encuentra en el fondo de un armario donde nunca se han guardado libros, el reloj que está oculto en el interior de una vieja maleta que no se utiliza desde hace años, la alianza de bodas que reaparece, después de abandonar la búsqueda, en el interior de una tubería protegida con rejilla…
Pero esa teoría adolecía de un fallo. De los jotts quedaba el recuerdo. No se esfumaba como los propios objetos: se conservaba su rastro en la memoria. En el caso de Jack, más bien se trataba de «falsos recuerdos», otro asunto tratado por la psiquiatría y la psicología. Había personas a las que se podía inducir un recuerdo vivido de algo que nunca existió y otras en quienes se podía borrar un recuerdo real. El experimento más famoso se llevó a cabo en una universidad americana, donde se consiguió que varios participantes creyeran recordar haberse hecho una foto con Bugs Bunny en Disneylandia cuando eran niños. Era evidentemente un recuerdo imposible, porque el simpático de Bugs pertenecía a la compañía Warner, no a la Disney.
Estas técnicas de manipulación mental se habían empleado, al decir de los conspiranoicos, en asuntos mucho menos ingenuos, como la inserción de recuerdos criminales en personas inocentes. El culpable perfecto de un delito era el ciudadano honrado que, sin saber cómo, recordaba de pronto haberlo cometido. Si a eso se sumaba el borrado de su memoria real en un cierto período de tiempo, se podía disponer de sujetos que, incapaces de soportar los remordimientos, confesaban una falsa culpa, al tiempo que el verdadero culpable quedaba impune.
La mente es un misterio tan profundo que nada podía darse por sentado. El mismo doctor Jurgenson había comprobado, en el curso de sus investigaciones, cómo se podía inducir a alguien —mediante hipnosis y otras técnicas— a convertirse en un robot programado para actuar contra su voluntad. Es un mito que, bajo estado hipnótico, una persona no puede actuar contraviniendo sus valores. Sólo hay que tomar un atajo. Es cierto que una persona equilibrada y normal nunca mataría a sangre fría, por ejemplo, a su madre. Pero basta con hacerla creer previamente que su madre es la encarnación del demonio. Entonces ya no estaría asesinando a un ser querido, sino a éste; algo que no iría en contra de su moral o sus valores.
Un psiquiatra es un médico y un científico. No siempre tiene respuestas, pero hay ocasiones en que nadie las tiene. A medida que el doctor Jurgenson fue profundizando en la psique de Jack, se dio cuenta de que toda su ciencia no bastaba para entender los mecanismos del mal que le aquejaba. Sin embargo, su tratamiento pareció ayudarle. Y eso le hizo convencerse a sí mismo de que estaba tomando la senda adecuada. Los episodios de desapariciones fueron remitiendo. El dolor y la angustia también. A veces es mejor dejar que todo fluya sin tratar de comprender.
Pero ahora se hacía patente que las apreciaciones del médico habían sido demasiado optimistas. Los nuevos episodios de Jack lo confirmaban. Por eso se puso en contacto con Amy, para comprobar si las desapariciones eran esta vez más lógicas, de objetos que ella conociera. Tuvo que guardar para él el desasosiego de que no lo fueran. De nada servía alarmar a la esposa de Jack, que bastante había sufrido ya en el pasado.
Lo único que importaba ahora era lograr que el propio Jack accediera a tratarse de nuevo. A ingresar en una clínica mental, si llegaba el caso. Aunque eso no sirviera para curarle.