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Apenas había amanecido, aunque ya hacía calor. Los postes de teléfono iban pasando frente a la ventanilla con una cadencia regular, conforme el automóvil avanzaba por aquella carretera perdida de la mano de Dios. Al fondo, los campos se empequeñecían hasta la línea del horizonte. El hombre que viajaba en el asiento trasero tenía desde hacía rato la mirada perdida en ellos. El espacio entre cada dos postes era como el fotograma de una película: un pedazo enmarcado de paisaje en un mundo desdibujado y vacío.
Pero nada estaba más vacío que la mente del pasajero, un hombre de treinta y tantos, con ensortijado pelo rubio oscuro, mandíbula afilada y ojos azules y profundos. Sólo recordaba haberse despertado en una cama de hospital. Los médicos le dijeron que sus heridas habían sido muy graves y que tenía suerte de seguir con vida. Era normal que, en una situación tan traumática, padeciera una pérdida de memoria —una pérdida absoluta—, aunque probablemente la iría recobrando con el tiempo. Claro que, eso no podía asegurarse con certeza…
El conductor lo miró a través del espejo retrovisor. Lo hacía cada par de minutos. Y siempre recibía el reflejo de un rostro neutro. Cara de nada. Una triste cara de nada.
—Ya falta poco —dijo al rostro inexpresivo.
—¿Qué…?
El hombre desvió la vista del horizonte y la dirigió al conductor. Había oído lo que le había dicho, pero tardó unos segundos en procesarlo.
—Gracias —contestó antes de que se lo repitiera.
Ni siquiera cuando habló su expresión se hizo más viva. Sus ojos regresaron de inmediato al paisaje, A un bosque lejano en el que se perdieron sin el menor esfuerzo.
La carretera describía una amplia curva, bordeando los campos hacia un valle y adentrándose en el nacimiento de ese bosque. La abandonaron unos quince kilómetros después por un camino apenas visible. Ningún cartel decía adónde llevaba. Al fin del mundo, probablemente, oculto en lo más hondo de aquella floresta, densa como una selva. Atravesaron un puente que salvaba el cauce de un río y, un poco más adelante, el conductor aminoró para tomar un camino de grava. El piso había quedado desnivelado por las últimas lluvias y el coche fue balanceándose y dando pequeños saltos. No muy lejos, se detuvo frente a una verja metálica.
Pasaron varios minutos sin que nada ocurriera. Y entonces empezó a oírse un zumbido. Muy leve, al principio. El pasajero no lo notó hasta que se hizo más intenso. Al inicio se asemejaba al ruido de fondo de una radio mal sintonizada. Pero ya no. Ahora parecía algo… vivo.
—¿Qué es eso? —le preguntó al conductor.
Si éste le había oído, no se molestó en contestarle. Ni el pasajero en volver a preguntar. Estaba demasiado cansado. Apoyó la frente en el cristal y cerró los ojos para relajarse un poco. Necesitaba dormir, pero no quería hacerlo. Llevaba demasiadas noches despertándose envuelto en sudor después de haber tenido una y otra vez la misma pesadilla.
Abrió de nuevo los ojos justo a tiempo de ver una sombra que engullía al coche. Ahogó un grito y se lanzó hacia atrás.
Miles de insectos —millones de ellos— pasaron por encima con un zumbido ensordecedor. Algunos se estrellaron contra la carrocería y el cristal en el que había apoyado su cabeza. Ruidos sordos y breves. Pequeñas detonaciones de pequeños cuerpos destrozándose, mientras el grueso del enjambre desaparecía por el lado contrario del vehículo entre los troncos putrefactos.
—No se preocupe —habló el conductor sin que le preguntara—. Es normal por aquí en esta época del año.
Al poco, un guardián se acercó por fin para abrir la verja. Muy oportuno. ¿Qué habría ocurrido si llega a hacerlo un minuto antes? El conductor le saludó con un movimiento de cabeza y el coche continuó hacia el interior. Era un espacio rodeado por una tapia, con un cuidado jardín al fondo del cual empezaba a distinguirse un gran edificio cubierto en parte por las copas de los árboles. Alargado, antiguo, de ladrillo rojo, con techos puntiagudos y una docena de chimeneas, se asemejaba a un extraño castillo. De hecho, lo que más destacaba en él era una torre que sobresalía por encima del tejado. Era circular y estaba coronada por una especie de sombrero de bruja, vetusto y torcido.
El sol lucía sobre el jardín. Parecía más brillante de lo normal después de haber atravesado la oscuridad del bosque. El automóvil llegó hasta la entrada principal y se detuvo. Su conductor apagó el motor, descendió y fue hasta la parte de atrás para sacar el equipaje del pasajero. Casi al mismo tiempo, un hombre vestido con pantalones y camisa blancos, de pelo intensamente negro, descendía por la escalera de la entrada principal. Era un enfermero, y aquello una clínica de reposo. Se quedó quieto junto a la puerta trasera del coche, esperando a que el nuevo paciente la abriera. Al poco se le unió el conductor con las maletas. Ambos cruzaron una mirada extraña. Quizá compasiva. O puede que todo lo contrario.
El pasajero abrió la puerta y sacó uno de sus pies. Lo colocó en el suelo como si fuera de arenas movedizas. Salió muy despacio, con desgana. Su rostro ya no era neutro. Ahora mostraba una honda expresión de tristeza.
—Bienvenido, señor Winger —dijo el hombre de blanco—. Mi nombre es Doug Kerber, enfermero jefe de la clínica.
Jack echó una lenta mirada al edificio y al entorno. Se inclinó para coger sus maletas, pero Kerber se le adelantó y tomó la mayor de ellas.
—Un momento… —dijo el enfermero jefe, agachándose de nuevo para recoger algo del suelo—. Creo que se le ha caído esta moneda.
Se la mostró a Jack en la mano, con la palma extendida. Él la miró y negó con la cabeza.
—No, no creo que sea mía.
—Pues yo diría que sí… Me ha parecido verla caer de uno de sus bolsillos. Tiene que ser suya. En cualquier caso, si le parece bien, se la daremos al conductor.
Kerber la lanzó al aire. El aludido la cazó al vuelo y se la guardó.
—Bueno —dijo éste, y sonrió al enfermero jefe—, yo me marcho ya. Tengo que recoger a otro paciente. Nunca dejan de llegar.
Tras un gesto de aprobación de Kerber, el hombre montó en el coche y, mientras Jack y el enfermero jefe empezaban a subir por la escalinata, arrancó levantando gravilla con las ruedas.
—Le llevaré a su habitación —dijo Kerber, ya en el umbral de acceso.
El pasillo interior parecía más largo de lo que cabía esperar. Atravesaba todo el edificio desde la puerta principal hasta la trasera, que daba a un jardín mayor que el de la entrada. Seguido de Jack, Kerber caminó por el pasillo hasta más allá de la mitad, donde giró a la derecha y subió dos tramos de anchas escaleras. La clínica era sobria pero agradable, sin llegar a ser acogedora. Arriba, Jack se cruzó con un hombre de mediana edad, bastante entrado en carnes aunque con aspecto ágil. Sus facciones eran duras y estaban contraídas en una expresión de desconfianza. Miró a Jack durante un segundo antes de desviar de nuevo la vista. Él también se quedó mirándolo, sin dejar de avanzar por un nuevo pasillo jalonado de estrechas puertas blancas.
—Su habitación —dijo el enfermero jefe antes de abrir una de ellas, que se hallaba casi al fondo.
La estancia era amplia y luminosa. La única ventana, de tres cristales, daba al jardín trasero, con vistas a un lago del que no se distinguía la orilla opuesta. Jack fue hacia ella y miró abajo.
—¿Qué le parece? —le preguntó Kerber, mientras dejaba la maleta sobre el aparador de la entrada.
Jack no contestó. Seguía contemplando el paisaje a través de la ventana, con el mismo gesto neutro de antes.
El día era esplendoroso. Algunos pacientes paseaban bajo el sol del final de la tarde. El jardín poseía un césped impecable, salpicado de árboles frutales, caminos encuadrados en setos y bancos de piedra. En una encrucijada había una fuente de mármol, cerca del comienzo del bosque que llegaba hasta la orilla del lago.