5
Dennis fue el primero en levantarse. Saltó sobre la cama de sus padres, gritando y sin preocuparse por el aterrizaje. Lo hizo sobre el vientre de Jack, que se encogió como si le hubieran propinado un puñetazo directo en la boca del estómago.
—¡Ay, hijo! —exclamó con una mueca de dolor.
Riendo, Amy cogió al niño entre sus brazos y lo colocó en medio de la cama, entre ella y Jack. Se puso a hacerle cosquillas mientras Jack se recobraba del golpe y el sobresalto.
—Menuda gracia… —dijo Jack, simulando enfado.
Dennis hizo un mohín.
—Perdón, papi.
—¡Que es una broma, renacuajo!
Jack se sentó en la cama, con los pies en el suelo, se colocó las zapatillas y se levantó. Hizo un par de flexiones, en una postura forzada y ridicula, para demostrar que estaba en forma. Dennis y Amy rieron.
—Qué payaso eres —dijo ella.
—Bueno, hijo, hay que prepararse si queremos aprovechar la mañana. Vamos a desayunar.
Media hora después, mientras Amy duchaba y vestía al niño, estuvo un rato sentado frente al ordenador de su despacho.
Era una pequeña habitación de la planta baja, con una mesa de madera, una vieja lámpara de pantalla verde —que había sido de su padre— y estanterías con libros en tres de las cuatro paredes. Jack quería revisar un artículo que se le estaba atragantando sobre la inmigración ilegal a través de la frontera con México.
Mientras esperaba con los ojos perdidos en la hoja virtual de la pantalla y las palabras que no conseguía enlazar, decidió fumarse una pipa. Abrió el cajón del escritorio donde solía guardarla, junto con el atacador y un par de latas de tabaco Virginia y Latakia. El atacador y las latas estaban allí, pero no la pipa. Revolvió el cajón y palpó el fondo. Estaba seguro de que la había guardado en él… Pero el hecho es que no estaba. Debía de haberla dejado, por descuido, en otro sitio la última vez que la utilizó, aunque solía ser bastante cuidadoso con ella. Sobre todo porque era lo único que Amy le permitía fumar desde que abandonó los cigarrillos.
—Maldita sea… —gruñó.
Tampoco estaba en ninguno de los otros cajones. Se levantó de la silla para echar un vistazo a las estanterías. Revisó todo el despacho, pero no había rastro de la pipa. En ese momento oyó las voces de Amy y de Dennis, que bajaban por las escaleras al piso inferior. Salió a su encuentro.
—¿Has visto mi pipa? —preguntó a su mujer.
Ella puso cara de pez.
—¿Tu qué?
—Pues mi pipa, mi pipa.
—¿Qué pipa, Jack? ¿De qué estás hablando?
Jack contó mentalmente hasta diez. Si ella le había escondido la pipa, no tenía la menor gracia. Siempre le decía que dejara de usarla y se liberara del maldito tabaco de una vez por todas. Pero la decisión era suya. No tenía por qué actuar así, de un modo tan infantil.
—Mira, Amy. Ya hemos hablado de esto muchas veces. Me relaja fumarme una pipa de vez en cuando. Lo sabes perfectamente, y no creo que sea ningún crimen.
Dennis tenía el Nitro Truck entre sus brazos. Amy le hizo un gesto para que fuera al salón. Esperó a que se alejara un poco.
—Jack, ¿te ocurre algo? Hace años que no fumas.
—Es cierto: no fumo cigarrillos. Pero sí mi pipa. La que me regaló tu padre hace dos Navidades. Mi pipa.
Frente a él, con los brazos en jarras, Amy se puso aún más seria.
—Tú nunca has tenido una pipa. Al menos que yo sepa.
—¿Ah, no? Entonces, ¿puedes explicarme esto?
Jack se dio la vuelta y regresó a su mesa a grandes zancadas. Abrió el cajón donde estaban las latas de tabaco y el atacador. Acababa de remover su contenido, pero ahora no había nada en él, salvo unos papeles con notas para su artículo. Bajó un momento los párpados y le asaltó como un torrente lo sucedido la noche anterior, cuando la gasolinera de Teddy Samuelson desapareció ante sus ojos. En aquel momento no quiso darle mayor importancia. Después de la noche, del sueño tranquilo y reparador, incluso se había olvidado de ello.
Pero ahora volvía, a traición, como una cuchillada. ¿Qué le estaba pasando? Aquello era aún peor. Amy ni siquiera recordaba que tuviera, o hubiera tenido, una maldita pipa. Se frotó la nuca y trató de relajarse. Por el momento sería mejor no alarmar a su familia. Cerró el cajón de un golpe y oyó un tintineo en su interior que le hizo abrirlo de nuevo. Había algo plano y metálico debajo de los papeles. Los levantó y descubrió una llave. Una llave pequeña, dorada, sin ninguna marca distintivo.
—¿Explicarte qué, Jack? —dijo Amy desde la puerta del despacho.
Jack cogió la llave, cerró el cajón y se la guardó en un bolsillo.
—Na… nada, cariño. Se me ha cruzado un cable.
Eso era exactamente lo que sentía: que algo se había cortocircuitado en su cerebro.
—Me estás asustando…
—Olvídalo, por favor. Llevo varias semanas con mucho estrés. Y el artículo que no avanza… No es nada.
—¿Cómo que no es nada? Yo…
—De verdad, cariño, no me ocurre nada que no se arregle con un poco de descanso.
La expresión de Amy se relajó un poco. Fue hasta Jack y lo abrazó amorosamente.
—Quizá deberías quedarte en casa. Le diré a Dennis que iréis otro día a Laguna Pueblo. Necesitas descansar.
—No, no. Está tan ilusionado con probar su coche que sería una decepción para él. Ir a Laguna Pueblo será relajante. Eso es lo que necesito, desconectar del trabajo. Mañana estaré como nuevo.
—Está bien —aceptó ella.
—Bien —repitió Jack, y la besó—. Cogeré mi abrigo. Dile a Dennis que nos vamos.
—¿Quieres que vaya con vosotros?
—De eso nada. Ya sabes: es el Día de los Hombres.
La franca sonrisa de Jack calmó un poco más a Amy, que también sonrió.
—El Día de los Hombres… Eso siempre me ha sonado a la época de las cavernas.
—En cierto modo, sí. Los hombres necesitamos esos momentos de intimidad entre nosotros, en los que evitamos toda intimidad. —Dio un beso en la frente a su mujer y se separó de ella, agarrándola por los hombros. Puso cara de bruto y cambió la voz—: Las hembras no podéis entenderlo. Está fuera de vuestra capacidad de comprensión.
—¡Bobo!
Ambos rieron. Luego Jack miró a Amy a los ojos y añadió:
—En serio, no te preocupes. Estoy bien. Si no, sabes que te lo diría. Eres mi mitad.
—Tu mejor mitad —corrigió ella.
—Eso: mi mejor mitad.
El trayecto hasta Laguna Pueblo duró algo más de una hora, Jack no pudo quitarse de la cabeza lo sucedido, ni la llave que había encontrado en el cajón. Todo eso no podía ser una simple casualidad. La desaparición de la gasolinera, de su pipa y el resto de cosas; y ahora la aparición de esa llave dorada, sin nada que pudiera indicar a qué correspondía. Si estaba alucinando, se trataba de alucinaciones muy graves. Empezaba a preocuparse. Quizá debía consultar al médico que le ayudó la primera vez, aunque evitando que Amy se enterara. Era mejor mantenerlo en secreto, al menos de momento, apartarlo de su mente y dedicar el día a su hijo.
Los indios de Laguna Pueblo fueron los primeros que encontraron los conquistadores españoles en esa región. Se contaba que centenares de ellos acudieron para ser bautizados antes de su primer contacto con el hombre blanco, y que ello se debió al milagro de bilocación de una monja española, que los visitaba en forma incorpórea para evangelizarles. Había incluso crónicas que referían el prodigio e historias que aún circulaban entre las gentes de Nuevo México. La leyenda de esa religiosa era una de las que más gustaban a Dennis. Se la había contado una vez Pedroche, el viejo indio que vendía abalorios y objetos de artesanía.
Aquella mañana, como casi siempre, estaba sentado detrás de su tenderete, con su rostro seco y marcado por surcos tan profundos como los excavados por las aguas torrenciales en la desértica llanura.
—¡Hola, niño! —dijo al ver a Dennis. El pergamino que cubría su cara se encogió en una gran sonrisa.
—¡Pedroche! —respondió Dennis y corrió a su encuentro.
Jack caminó por detrás de su hijo. Se detuvo al llegar a un puesto que había junto al del indio. Éste le estaba enseñando al niño la cabeza de un pájaro, tallada en una madera oscura o quizá ahumada, y le acarició la mejilla con la áspera piel de su mano encallecida. Lo sentó en su regazo y le preguntó qué era lo que llevaba en la bolsa. Dennis le enseñó el coche teledirigido, que Pedroche examinó con sumo interés, como lo haría un ingeniero espacial en presencia de una nave extraterrestre. Hablaba con el niño como si éste fuera una persona mayor, al menos el tono que empleaba era el mismo, lo que le agradaba sobremanera a Dennis.
—¿Vas a probar el coche en la explanada? —dijo el indio.
—Sí, con mi papá. Me tiene que enseñar a manejarlo.
Jack seguía a unos metros, en el otro puesto, mirando unos bolsos artesanales. Cogió uno sin demasiada convicción. La mujer que los confeccionaba lo vio y se levantó para ayudarle a elegir.
—¿Es para su esposa?
—Sí. Pero no sé…
—¿De qué signo del zodíaco es?
Jack superó la sorpresa de esa pregunta y movió los ojos hacia arriba, buscando la respuesta en sus recuerdos. No era una información que tuviera presente. Ni él ni Amy eran aficionados a la astrología.
—Es… Tauro. Sí, es Tauro.
La vendedora también escrutó en su interior, para localizar la equivalencia en su propio y ancestral sistema astrológico.
—Creo que este otro le gustará más —dijo, al tiempo que descolgaba un bolso menos colorido y se lo tendía a Jack.
—Bien. Pues me lo llevo entonces.
La india sonrió y le guiñó un ojo.
—Le gustará. Ya verá como sí.
Jack pagó y fue a reunirse con Dennis. Éste tenía un collar de cuentas de hueso entre sus pequeñas manos.
—Mira, papi, es para mami. Me lo ha regalado Pedroche.
—Oh, no tiene por qué… —empezó a decir Jack al viejo indio, pero éste le cortó con una mano en alto. Parecía que iba a decir algo como: ¡jau!
—No es nada. Acéptelo y dígale a su esposa que la protegerá del olvido.
Jack no comprendió a qué se refería con eso de protegerla del olvido, pero normalmente tampoco entendía la mitad de las cosas que contaba aquel indio, de modo que asintió y le dio las gracias.
—Pero déjeme que le compre algo —añadió.
El indio hizo un gesto se asentimiento cargado de dignidad. Jack echó un vistazo a los objetos expuestos. Había unas pequeñas cajas de madera, adornadas con símbolos geométricos. Cogió una de ellas. Estaba admirablemente labrada, sin pintura, hecha a base de incrustaciones de distintas clases de madera.
—Me llevo ésta. Hijo, pon aquí el collar para mamá.
Dennis lo depositó con cuidado en el interior de la caja. El indio cobró a Jack y luego éste guardó la caja en el bolso que había adquirido en el otro puesto.
—Hoy vamos a volver con muchos regalos para mamá —dijo Jack medio riendo.
Pedroche le devolvió una simpática mirada cómplice. Una mirada que parecía decir: así debe ser con las mujeres.
—Venga, hijo, vamos a probar tu coche.
El niño se abrazó al indio y le dio un beso. Luego saltó de sus piernas al suelo y recogió el coche, que había dejado al lado, sobre un taburete ancho y bajo. Antes de que su padre y él se marcharan hacia la explanada, al pie de una elevación de piedra que había resistido durante milenios los embates del duro clima, Pedroche hizo un gesto a Jack para que se acercara un momento. Habló despacio, en voz muy baja, apenas audible, pero lo suficiente para que sintiera un escalofrío:
—Todas las llaves abren, al menos, una cerradura.
—¿Qué…?
No es que Jack no le hubiera entendido. Entendió las palabras, pero, una vez más, fue incapaz de comprender su significado. En esta ocasión, sin embargo, era distinto. El viejo indio le hablaba de algo que no podía saber. Le hablaba de una llave. Una llave como la que él había encontrado esa mañana en el cajón donde debía estar su pipa. Antes de que Jack pudiera replicar, decir cualquier cosa, Pedroche volvió a levantar su mano, adelantándose a su pregunta. Cerró los ojos y negó con la cabeza.
—Ahora no. A su debido momento. Su momento llegará y yo estaré ahí para ayudarte.
Jack le hizo caso en lo de mantenerse en silencio y hasta dio un paso atrás, amedrentado.
—Vaya con su hijo. Todo pasa y todo cambia, pero es siempre igual. Eternamente igual.