21

La noche en Monument Valley estaba siendo más fría de lo que habían imaginado. A pesar de sus gruesos pijamas y sus sacos de dormir de la mejor calidad, dentro de una tienda de campaña que le había costado a Jack el sueldo de un mes, se notaba que la temperatura exterior era muy baja. Jack y Amy colocaron a Dennis entre ellos. El niño dormía plácidamente cuando ellos aún expresaban en susurros su alegría por haber hecho esa acampada en familia, a pesar del frío.

Jack no quiso recordarle a su mujer que se lo había advertido. Otros pensamientos ocupaban su mente. Una parte de ella trabajaba como la maquinaria de un reloj al tiempo que otra, más pequeña, más superficial, era capaz de hablar con Amy mientras ambos iban cayendo en el profundo sueño de un día ajetreado.

El cerebro de Jack fue desconectándose de la conciencia sin que la maquinaria dejara de funcionar, sólo que ahora, en el plano inconsciente, las ideas fluían de otra manera. Eran más simbólicas, menos sujetas a la esclavitud del espacio y del tiempo. Poco a poco se sumergió en imágenes ensortijadas, superpuestas, que parecían surgir en espiral mientras otras se disipaban como humo.

En cierto momento, una de las imágenes cobró fuerza. Se hizo real, sólida como una plancha de metal ascendiendo por un líquido transparente.

¡El perro! Su figura amenazante estaba ahora delante de los ojos cerrados de Jack. Éste se revolvió en su saco y musitó algo ininteligible. Algo parecido a aquellas extrañas palabras que estaban escritas en el dibujo del maletín, los impronunciables nombres navajos de las estrellas de Orión.

Poco a poco, el animal se acercó a la posición etérea que Jack ocupaba en el sueño. No podía moverse. Intentó darse la vuelta, correr para alejarse del peligro. Pero, entonces, el perro adquirió otro color. Los límites de su figura se hicieron difusos. Se transformó paulatinamente en la sombra de un ser humano, que se alzó frente a Jack con los brazos extendidos.

Cuando una luz sobrenatural iluminó el rostro de la sombra, Jack pudo distinguir sus facciones. Y las reconoció al instante: era Pedroche, el indio de Laguna Pueblo. El anciano que siempre se comportaba tan amablemente con Dennis, y que la última vez que lo vio le dijo aquellas enigmáticas frases sobre llaves que abren cerraduras y que las cosas llegan a su debido tiempo.

Pero ¿qué cosas?

—No tengas miedo —dijo el indio con su voz profunda, heredera del saber de sus ancestros.

Jack no pudo responder, aunque el sonido de la voz broncínea le sosegó. Sabía que estaba hablando en una lengua que no conocía. Era consciente de ello y, sin embargo, podía entenderle. Pedroche se acercó aún más y siguió hablando.

—Vengo del mundo de los espíritus y los sueños. Soy tu espíritu guía. He venido para ayudarte.

—¿Ayu… darme?

Al fin, Jack pudo articular palabra. Para su sorpresa, también lo hizo en esa misma lengua desconocida.

—Ayudarte a descubrir la verdad. Sacarte del pozo en que se halla tu alma. Elevar tu conciencia y abrirte los ojos para que vean la luz y puedas caminar hacia ella.

—Yo… no…

—Escúchame. No tengo mucho tiempo. La sangre india que corre por tus venas te otorga este derecho. Debes seguir tu instinto y abrir los oídos a tus sentimientos. No se equivocan. Tu mente es clara. Mañana irás al lugar que has reconocido esta noche. Allí está lo que buscas. Esperándote.

—Pero…

—Adiós… —dijo el espíritu, abandonando su forma humana como una montaña de arena que se derrumba—. Y recuerda, recuerda lo que te he dicho…

Jack dio un bote en el saco y se despertó con los ojos abiertos como platos. Se sintió aprisionado y se removió para liberarse. Bajó la cremallera y se incorporó hasta quedar sentado, cubierto por completo de sudor; helado, de pronto, después de sentir un calor insoportable. Estaba jadeando y su corazón le golpeaba el pecho como un martillo neumático.

Trató de calmarse, se tumbó y volvió a abrigarse dentro del saco. Notó cómo el arrullo de las plumas de ave de su forro le ayudaba a recuperar el control. Recordaba el sueño a la perfección. Si es que había sido un sueño. Lo recordaba como algo vivido, real, demasiado real. Repasó mentalmente las palabras del viejo indio. Sobre todo las que hablaban de que todo aquello no era un mero fruto de su imaginación, de su mente castigada y enferma.

Pero, una vez más, la razón fue venciendo a lo que sentía. Nada de lo que le había dicho la aparición onírica tenía auténtico sentido, por más que le hubiera parecido que sí mientras aún estaba bajo el efecto del brusco despertar y la confusión. Había sido sólo un sueño. Un sueño, nada más. Sólo eso.

Hundió la cabeza en la protección del saco y ahogó unas repentinas ganas de llorar. No por él: por Amy, por Dennis. Tenía que hacer caso al doctor Jurgenson y aceptar la verdad. Necesitaba ayuda y no podía decidir por sí mismo.

Aunque, a pesar de ello, por la mañana iría al lugar marcado en el dibujo. Necesitaba hacerlo y acabar de una vez por todas con las terribles dudas que le corroían el alma.

La luz del amanecer penetró en la tienda de campaña y bañó directamente el rostro de Jack. A medida que se despertaba, hubo un instante en que todo le llegó de pronto: el sonido de la brisa, la voz de Dennis —a quien Amy decía que hablara más bajo—, el recuerdo del paisaje y el dibujo, el extraño sueño. Como durante la noche, Jack se removió en el saco y abrió la cremallera de un tirón. Otra vez estaba sudando, pero ahora por el intenso calor del interior del saco. Afuera la temperatura era agradable.

Se levantó sin ganas. Turbado. Pero la resplandeciente luz ejerció un efecto positivo en su mente. Decían que en los países escandinavos hay más suicidios porque apenas tienen luz solar directa. Un curioso efecto del Astro Rey.

—¡Ya era hora! —exclamó Amy al verle salir de la tienda de campaña.

Jack mostró una amplia sonrisa.

—Tenía mucho sueño… ¿Qué hora es?

—Casi las once, dormilón. No me extraña que te hayas levantado tan tarde. Te has pasado la noche dando vueltas.

—¿Ah, sí? —dijo Jack como si no lo supiera.

Amy no respondió. Se limitó a asentir y a señalarle el lugar donde había colocado la mesa plegable, cubierta por un mantel a cuadros sobre el que estaba el desayuno. Casi tan variado como el del bufé de un hotel.

—Nosotros ya hemos desayunado —dijo Amy.

Antes de sentarse en una de las sillas, Jack besó a su mujer y a Dennis, que ahora estaba enfrascado en un videojuego de su consola portátil.

—No pude evitar que la trajera —dijo Amy con un resignado gesto de desgana.

El niño levantó un momento la mirada con ojos de pillo, consciente de que se había salido con la suya. Era despierto y listo, y ya sabía, a su corta edad, cómo manipular a sus padres.

A la mesa, Jack se sirvió un tazón de cereales, leche, café de un termo, un amargo zumo de pomelo —que Amy se había empeñado en tomar como sustitutivo de las dulces naranjas— y un pedazo de bizcocho de chocolate.

—¿No irás a comer sólo eso? —le dijo ella.

Sin esperar respuesta, se acercó a la mesa, encendió el infiernillo de gas y se puso a preparar unos huevos revueltos con jamón y beicon.

—Cariño —empezó a decir Jack con los ojos fijos en el azulado fuego—. He pensado en ir a explorar el sitio que vimos ayer.

—Me parece una idea excelente. A Dennis le encantará.

—Creo que es mejor que vosotros deis un paseo por aquí y que vaya yo solo.

Amy apagó el fuego y volcó el contenido en un plato. Enarcó las cejas y, antes de contestar, sopesó si debía o no llevarle la contraria.

—Bueno… podríamos ir contigo. ¿Prefieres ir solo?

—Sí. Por si hay alguna culebra o bichos. Si allí hay realmente una cueva, podría ser peligroso para Dennis.

—Es cierto —aceptó Amy sin el menor convencimiento de que ésa fuera la auténtica razón—. Pero te llevarás una inyección de antihistamínico, protección contra las…

—Sí… Me llevaré todo lo que tú quieras —la cortó Jack sonriendo. En sus ojos había algo de tristeza. Y de inquietud, quizá.

Terminó el desayuno sin ganas y metió en su mochila todo lo que Amy le había dicho. Al fin y al cabo, no era más que lo que ella había llevado la noche anterior, cuando estuvieron contemplando las estrellas y él reconoció el paisaje del dibujo.

—¿Adónde vas, papi? —preguntó Dennis al verle a punto de marcharse.

—A buscar un tesoro.

—¡Yo quiero ir contigo!

—Puede haber monstruos…

El niño parpadeó varias veces.

—Pero, si encuentro el tesoro —añadió Jack en tono de confidencia—, vendré por ti y lo desenterraremos juntos. ¿Trato hecho?

—Sí —dijo Dennis, aún atemorizado.

Amy estaba al lado de Jack. Se le acercó para darle un beso y le dijo:

—No le digas esas cosas. Luego tiene pesadillas.

—Es un chico valiente…

Jack le devolvió el beso, levantó el pulgar hacia Dennis y le guiñó un ojo, se dio media vuelta y empezó a caminar hacia el valle. Hacia la verdad prometida por la aparición de su sueño. No confiaba demasiado en encontrar algo. Pero no podía dejar de intentarlo.