38

Los corredores de la clínica parecían moverse bajo los pies de Jack mientras los recorría a grandes zancadas. Ahora estaba solo. Julia se había retirado a su habitación tras regresar de la verja. Dijo que no se sentía bien y que necesitaba dormir un rato. Tampoco él se sentía bien. La cabeza le bullía con ideas y preguntas a las que necesitaba, más que nunca, dar respuesta. Era obvio que Kerber nunca las resolvería. Por eso iba de camino al despacho del doctor Engels.

Recordó la última vez que había vagado por la clínica en su busca… ¿Tres días antes? ¿Dos? ¿Ayer mismo? No estaba seguro. El tiempo allí se le escurría entre los dedos. Ese pensamiento le hizo acelerar el paso. Fuera cuando fuese, aquel día estaba asustado. Pero ya no. Ahora sólo estaba furioso.

Supo que Engels no se encontraba en su despacho incluso antes de llamar a su puerta. Jack se quedó de pie frente a ella, preguntándose qué hacer a continuación. El pasillo se hallaba en penumbra. Igual que el exterior, en ese punto del día que parece vacilar entre si rendirse u oponerse a la llegada de la noche. Jack se fijó en la luz rojiza que entraba por una ventana al fondo. Estaba abierta, como solían estarlo todas en la clínica. Pero el aire, igual que siempre, se resistía a moverse. Jack echaba de menos la sensación de pasar frío. Ya no confiaba en que nadie viniera a reparar el aire acondicionado, como le garantizó Kerber.

¿Cuándo fue eso? ¿Tres días antes? ¿Dos? ¿Ayer mismo? ¿Hacía un millón de años? Daba igual. Estaban condenados a aquel calor.

Decidió salir del edificio. No soportaba más ese bochorno en todos sus rincones. Bajó las escaleras hasta el hall. Durante su ausencia habían terminado de arreglarlo y poner orden en él. Sólo fijándose mucho era posible notar las marcas de la lucha que se había desatado unas horas antes. Vio a pacientes sentados aquí y allá, con sus habituales miradas vacías y perdidas. Todo había vuelto a esa calma que no inspiraba tranquilidad, sino un lúgubre inmovilismo. Nada ocurría. Nada podía ocurrir. Era como estar muerto en vida. Cruzó el hall a toda prisa en dirección a la salida. Tenía que marcharse cuanto antes. Se sentía atrapado allí dentro.

Ya fuera, giró sin pensarlo a la derecha. Rodeó el edificio y luego se encaminó hacia el lago. El sol pronto se ocultaría bajo su líquido horizonte. Estaba ya tan bajo que resultaba imposible mirar en esa dirección sin quedar deslumbrado. Jack avanzó con la cabeza gacha. No sabía adónde iba, pero eso no le hizo reducir el ritmo de sus pasos. Se conformaba con alejarse de aquel edificio moribundo y de los espíritus muertos que habitaban en él. Menos Julia, pensó.

—Menos Julia.

Tuvo la necesidad de decirlo en voz alta.

El fulgor del sol se redujo un poco. Distinguió una figura al borde del lago, en la que creyó reconocer la silueta del doctor Engels. Había querido hablar con él y ahora se lo encontraba allí, cruzándose en su camino por puro azar. O no. ¿Quién podía saberlo?

Engels contemplaba la lejanía al borde del embarcadero de madera, que se adentraba veinte metros en las aguas del lago.

Miraba fijamente hacia el horizonte y más allá; hacia donde el resplandor del sol, insoportable un minuto antes, remitía a marchas forzadas. Las sombras se apresuraban a ocupar su lugar.

Y a caer sobre ellos.

—Buenas tardes, Jack.

Engels seguía de espaldas mientras él avanzaba por la tarima del embarcadero, haciendo crujir sus tablas. No le respondió hasta detenerse junto al doctor al borde del lago.

—Quiero salir de aquí —dijo.

Era imposible que Engels no le hubiera oído, pero eso es lo que parecía, porque no se inmutó en absoluto.

—¿Me ha oído? —se vio forzado a preguntar Jack ante el persistente silencio.

El sol era ahora un disco de bordes temblorosos pendiendo sobre las aguas. Su luz se había vuelto anaranjada y mortecina. En los destellos que llegaban a sus rostros ya no había calor alguno.

—Lo más probable es que ya no esté allí realmente… Me refiero al sol —le aclaró el doctor a un confuso Jack, sin conseguir despejar su desconcierto—. La última imagen que vemos del sol antes de que desaparezca es un espejismo. ¿Sabía eso, Jack? El verdadero sol ya está bajo el horizonte, pero nosotros seguimos viéndolo encima de él, porque su luz se curva al atravesar la atmósfera.

¿Qué diablos tenía eso que ver con él y con lo que acababa de decirle a Engels?

—No me importa lo que el sol haga o deje de hacer, doctor.

Jack estaba molesto y pretendía transmitirlo a sus palabras, pero había en ellas más inquietud que ira. El comentario de Engels le había provocado un inesperado desasosiego: que algo pueda verse aunque ya no esté ahí.

—Voy a marcharme de la clínica —dijo Jack, yendo ahora más lejos al manifestar con claridad su intención de hacerlo.

—Eso no va a ser posible.

El doctor no le estaba amenazando, aunque Jack casi deseó lo contrario. Era mucho más difícil aceptar, o entender siquiera, la pétrea convicción de sus palabras. No eran una amenaza, no. Ni tampoco una opinión o una sugerencia. Encerraban el peso de lo inevitable.

—Usted no puede impedírmelo.

—Los dos sabemos que eso no es cierto, Jack.

Éste no quiso pensar en lo que Engels pretendía expresar con eso (¿se refería al enjambre?). Se obligó a tomárselo como una amenaza, aunque sabía que no lo era.

—¿Quiere decir que estoy aquí recluido? ¿Que esto no es una clínica, sino una prisión?

Aquello podría explicar la ausencia de visitas del exterior, y que nadie hubiera ido a ver a Jack cuando estaba ingresado en el hospital. Puede que el mismo hospital formara parte de una cárcel de alta seguridad. Una en la que los presos no tuvieran derecho siquiera a visitas. Otro Guantánamo. A Jack le costaba verse a sí mismo como un terrorista sanguinario, o algo aún peor, capaz de justificar su reclusión en una de esas cárceles. Pero, como no recordaba nada de su vida anterior, ignoraba por completo quién o qué era. Si sus pesadillas se debían a recuerdos verdaderos, como le hacía suponer la de Julia, entonces él quizá era el asesino sin alma que mató a aquella joven en Níger y violó su cadáver. Un monstruo. Y la clínica, un lugar donde se encerraba a los monstruos hasta borrar su recuerdo del mundo.

—¿Qué es este lugar realmente?

No creyó que el doctor fuera a contestarle.

—Es un lugar de paso.

Jack liberó ahora toda su furia. La hizo desatarse el miedo a que tal vez mereciera estar allí encerrado.

—¿De paso hacia dónde, maldita sea? ¡Sea claro por una vez!

—No puedo serlo más por ahora. Por su propio bien.

—¡Estoy harto de que me diga que todo esto es por mi propio bien! ¿Qué bien, doctor? Yo no estoy bien. De hecho, cada vez estoy peor. Mi pesadilla ha cambiado para peor…

Seguía furioso. No era su intención mostrar signos de debilidad ni confesarse ante Engels. La culpa la tenía aquel maldito lugar. Y el maldito calor que los sofocaba día y noche. Jack se alegró de que ya no hubiera luz. Así, Engels no podría ver su expresión atormentada. No le hace falta la luz para verme, pensó al recordar cómo Kerber había avanzado sin vacilaciones en la oscuridad profunda del bosque.

—Ya sé que su sueño ha cambiado —afirmó el doctor.

A Jack se le escapó un resoplido. Hizo una mueca sin el menor atisbo de humor.

—¿Que lo sabe…? —Sólo Julia y él mismo lo sabían—. ¿Ahora consigue leerme la mente mientras duermo?

—Está muy cerca de descubrir lo que le ha traído hasta aquí. Debe confiar en mí, Jack.

—¿Quiere que confíe en usted? Muy bien. Dígame entonces la razón de todo esto, porque yo cada vez lo entiendo menos. Explíqueme, por ejemplo, por qué el guarda que vigila la entrada de la clínica come carne cruda de perro. O quién es esa pareja que ronda por allí. O cómo puede actuar un enjambre de insectos como si tuviera una sola mente y atacar a una mujer. Y, sobre todo, quiero que me explique cómo es posible que ella aún siga viva.

Engels no se sorprendió al oír nada de aquello, ni trató de convencerle esta vez de que se trataba de meras alucinaciones, fruto de su estado mental. Eso fue lo más perturbador. Por primera vez, Jack sintió miedo de verdad.

—Todo ocurre por una razón —dijo el doctor—. No lo dude.

Las máscaras empezaban a caer. El decorado a su alrededor se diluía para empezar a mostrar la misteriosa realidad que ocultaba. Aunque Jack ni siquiera era capaz de imaginársela (pueden verte aunque ya no estés allí). Notó un sudor frío que afloraba a su piel y comenzaba a empaparle todo el cuerpo.

—Encontraré algún modo de escapar, se lo garantizo.

No parecía juicioso decirle algo así a su carcelero. Pero fue lo primero que se le ocurrió. Cualquier cosa era mejor que abandonarse a esos pensamientos luctuosos y esquivos.

Engels lo escuchó sin inmutarse. Su respuesta mostraba otra vez el peso de lo inevitable:

—No podrás, Jack. Nadie puede escapar de aquí.