Y así se acaba el mundo
Bremen tardó tres días y tres noches en conducir el Volvo del interno del hospital desde St. Louis hasta la Costa Este. Tuvo que aparcar con frecuencia en las áreas de descanso de la interestatal, demasiado exhausto para continuar, demasiado obsesionado con el sueño. Bradley sólo tenía trescientos dólares en la cartera cuando Bremen le abrió la taquilla, pero era más que suficiente para gasolina. Bremen no comió durante el viaje.
El puente de Benjamin Franklin, a la salida de Filadelfia, estaba casi vacío cuando lo cruzó una hora antes del amanecer. El doble carril de la autovía de Nueva Jersey estaba tranquilo. De vez en cuando Bremen bajaba un poco su escudo mental, pero siempre daba un respingo y volvía a alzarlo cuando el rugido de la neurocháchara lo asaltaba.
Todavía no.
Parpadeó para espantar el dolor de la migraña y se concentró en conducir, mirando de vez en cuando la guantera y pensando en el bulto envuelto que contenía. En un área de descanso en algún lugar de Indiana… o tal vez Ohio, una furgoneta se había detenido a su lado y un hombrecillo de cara afilada había salido corriendo hacia uno de los lavabos. La nube de furia y desconfianza que rodeaba al hombre le había hecho dar un respingo a Bremen, que sin embargo había sonreído luego cuando el hombre se había perdido de vista.
La pistola del calibre 38 estaba oculta bajo el asiento de conductor de la furgoneta. Era casi igual que la que Bremen había arrojado al pantano de Florida. Había balas de repuesto bajo el asiento, pero Bremen las dejó allí. La que había en la recámara era todo lo que necesitaba.
El sol no había salido aún, pero la luz de la mañana asomaba sobre los tejados cuando condujo hacia Long Beach y enfiló la carretera hacia el faro de Barnegat, al norte. Aparcó cerca del faro, metió el revólver en una bolsa marrón y cerró con cuidado el coche. Dejó un papel con el nombre y la dirección de Bradley bajo el limpiaparabrisas.
La arena estaba todavía fría cuando se le coló por encima de la lengüeta de las zapatillas. La playa estaba desierta. Bremen se sentó en una duna baja para poder ver el agua.
Se quitó la camisa, la colocó con cuidado en la arena, tras él, y sacó la pistola de la bolsa. Pesaba menos de lo que recordaba y olía levemente a aceite.
Ninguna varita mágica. Ningún hacedor de milagros. Sólo un fin absoluto de esa danza interior matemáticamente perfecta. Si hay algo más, Gail, querida, tendrás que ayudarme a encontrarlo.
Bremen bajó su escudo mental.
El dolor de un millón de pensamientos erráticos lo apuñaló tras los ojos como un picahielos. Su escudo mental se alzó automáticamente, como había hecho desde la primera vez que supo que tenía aquella habilidad, para apagar el ruido, para aliviar el dolor.
Bremen bajó la barrera y la mantuvo baja cuando intentaba protegerlo. Por primera vez en su vida Jeremy Bremen se abrió completamente al dolor, al mundo que lo infligía y a las incontables voces que llamaban en sus círculos de aislamiento.
Gail. Los llamó a ella y al niño, pero no pudo sentirlos, no pudo oír sus voces mientras el gran coro lo golpeaba como un viento gigantesco. Para aceptarlos a ellos debía aceptarlos a todos.
Bremen alzó la pistola, se llevó el cañón a la cabeza y la amartilló. Hubo poca fricción. Su dedo se curvó sobre el gatillo.
Todos los círculos del infierno y la desolación que había sufrido.
Todas las pequeñas maldades, las sórdidas urgencias, los vicios solitarios, los pensamientos depravados. Toda la violencia y la traición y la avaricia y el egoísmo.
Bremen lo dejó fluir a través de él y a su alrededor y fuera de él. Buscó una sola voz en la cacofonía que se alzaba en torno a él hasta que amenazó con llenar el universo. El dolor estaba más allá de lo soportable, más allá de lo creíble.
Y de repente, a través de la avalancha del ruido-dolor, llegó un susurro de otras voces, las voces que le habían sido negadas a Bremen durante su largo descenso a través de su infierno psíquico. Eran las suaves voces de la razón y la compasión, las voces de ánimo de los padres que instaban a sus hijos a dar los primeros pasos, las voces esperanzadas de hombres y mujeres de buena voluntad que, aunque distaban de ser seres humanos perfectos, pasaban cada día tratando de ser mejores personas de lo que la naturaleza y la educación podrían haberlos diseñado para ser.
Incluso estas suaves voces traían su carga de dolor: dolor por los compromisos de la vida impuesta, dolor por los pensamientos de su propia mortalidad y la excesivamente amenazadora mortalidad de sus hijos, dolor de sufrir la arrogancia de todos los que provocaban voluntariamente dolor como aquellos a quienes Bremen había conocido en sus viajes, dolor ineludible en la certeza de la pérdida incluso en medio de todos los placeres que ofrecía la vida.
Pero esas suaves voces (incluyendo la suave voz de Gail, la voz de Robby) daban a Bremen cierta orientación en la oscuridad. Se concentró en oírlas mientras se difuminaban y eran ahogadas por la cacofonía de caos y dolor a su alrededor.
Bremen advirtió de nuevo que para encontrar las voces más suaves tendría que entregarse totalmente a los dolorosos gritos de ayuda. Tendría que tomarlo todo, que absorberlo todo, tragarlo como si fuera una hostia de bordes afilados como cuchillas.
La boca de la pistola era un frío círculo contra su sien. Su dedo se tensó en la curva del gatillo.
El dolor estaba más allá de todo lo imaginable, más allá de toda experiencia. Bremen lo aceptó. Lo deseó. Lo tomó para sí y se abrió más a él.
Jeremy Bremen no vio salir el sol. Su oído se redujo a la nada. Dejó de registrar los mensajes de miedo y fatiga de su cuerpo. La presión que aumentaba sobre el gatillo se convirtió en algo lejano y olvidado. Se concentró con fuerza suficiente para mover objetos, para pulverizar ladrillos, para detener pájaros en vuelo. Durante un brevísimo milisegundo tuvo la posibilidad de elegir el frente de ondas o la partícula, la posibilidad de elegir qué existencia abrazaría. El mundo le gritó con cinco mil millones de doloridas voces que exigían ser oídas, cinco mil millones de niños perdidos que querían ser abrazados, y se abrió de par en par para albergarlos a todos.
Bremen apretó el gatillo.