Una bandera en la niebla
Dos días después del funeral, Frank Lowell, el jefe del departamento de matemáticas de Haverford, visitó a Bremen para asegurarle que conservaría su trabajo decidiera lo que decidiese hacer en los meses siguientes.
—En serio, Jerry —dijo Frank—, no tienes nada de lo que preocuparte en ese asunto. Haz lo que tengas que hacer para reorganizar las cosas. Cuando quieras volver, el puesto es tuyo.
Frank ofreció su mejor sonrisa de niño pequeño y se ajustó las gafas de montura al aire. La espesa barba le cubría las mejillas y la barbilla regordetas de un chico de trece años. Sus ojos azules eran francos e inocentes.
Satisfacción. Un rival eliminado. Nunca le había gustado realmente Bremen… demasiado listo. La investigación de Goldmann lo había convertido en una amenaza demasiado grande.
Imágenes de la joven rubia del MIT a la que Frank había entrevistado el verano anterior y con la que se había estado acostando durante todo el largo invierno.
Perfecto. Ya no hará falta mentirle a Nell o inventar conferencias para los fines de semana largos. Sheri puede quedarse en la ciudad, cerca del campus, y el puesto será suyo la próxima Navidad si Bremen está fuera demasiado tiempo. Perfecto.
—En serio, Jer —dijo Frank, y se inclinó hacia delante para darle una palmadita a Bremen en la rodilla—, tómate el tiempo que necesites. Lo consideraremos un retiro sabático y te guardaremos el puesto.
Bremen alzó la cabeza y asintió. Tres días más tarde envió por correo su carta de dimisión a la facultad.
Dorothy Parks, del departamento de psicología, fue a su casa tres días después del funeral, insistió en prepararle la cena y se quedó hasta después de anochecer explicándole los mecanismos de la pena. Estuvieron sentados en el porche hasta que la oscuridad y el frío los obligaron a entrar. Parecía que fuera invierno otra vez.
—Tienes que comprender, Jeremy, que alejarse del entorno habitual es un error común que comete la gente que acaba de sufrir una pérdida grave. Estar demasiado tiempo fuera del trabajo, cambiar de casa demasiado rápidamente… parece que es algo que puede ayudar, pero es otra forma de posponer la confrontación inevitable con la pena.
Bremen asintió y escuchó con atención.
—Ahora mismo estás en la fase de negación —dijo Dorothy—. Igual que Gail tuvo que pasar por esa fase con su cáncer, ahora tú tienes que pasarla con la pena… pasarla y superarla. ¿Comprendes lo que te digo, Jeremy?
Bremen se llevó los nudillos al labio superior y asintió lentamente. Dorothy Parks tenía cuarenta y tantos años, pero se vestía como si fuera mucho más joven. Esa noche llevaba una camisa de hombre, muy desabrochada y metida por dentro de una falda larga de gaucho, con unas botas de por lo menos treinta centímetros de caña. Los brazaletes entrechocaban en sus muñecas cuando gesticulaba. El pelo corto, teñido de rojo con mechas púrpuras, lo llevaba peinado en una cresta.
—Gail hubiese querido que te enfrentaras a esta negación lo más rápidamente posible y que continuaras con tu vida, Jeremy. Lo sabes, ¿verdad?
Está escuchando. Me mira. Tal vez no debería haberme soltado ese cuarto botón… ser sólo la terapeuta esta noche… haberme puesto el jersey gris. Bueno, a la mierda con eso. Lo he visto mirarme en el recibidor. Es más bajo que Darren… no tan fuerte… pero eso no es importante. Me pregunto cómo será en la cama.
Imágenes de un hombre de pelo rubio… Darren… deslizando la mejilla sobre su vientre.
No importa, podrá aprender lo que me gusta. ¿Dónde estará el dormitorio? En la primera planta, en alguna parte. No, mi casa… no, mejor un sitio neutral para la primera vez. El reloj corre. El reloj biológico. Mierda, al tipo que se le ocurrió esa frase tendrían que haberle cortado las pelotas.
—… importante que compartas tus sentimientos con tus amigos, con alguien cercano —estaba diciendo ella—. La negación sólo puede durar un tiempo antes de que vuelva el dolor. ¿Me prometes que llamarás? ¿Para charlar?
Bremen alzó la cabeza y asintió. Y en ese segundo decidió más allá de ninguna duda que la granja no podía venderse.
Al cuarto día tras el funeral de Gail, Bob y Barbara Sutton, vecinos y amigos, volvieron para darle el pésame en privado. Barbara lloraba con facilidad. Bob se agitaba incómodo en su asiento. Era un hombre grande con el pelo rubio cortado al cepillo, la cara redonda y permanentemente colorada, y unos dedos tan cortos y suaves como los de un niño. Estaba pensando en llegar a casa a tiempo para ver el partido de los Celtics.
—Sabes que Dios no nos da nada que no podamos soportar, Jerry —dijo Barbara entre sollozos.
Bremen lo consideró. Barbara tenía una veta prematura de canas en el pelo oscuro y Bremen siguió la sinuosa línea que dibujaba desde su frente hasta que se perdía de vista en la curva de su cráneo, bajo el coletero. La neurocháchara que surgía de ella era como la vaharada de aire caliente de un horno abierto.
Testigo. No le parecería maravilloso al pastor Miller si llevara al Señor a este profesor universitario. Si cito las Escrituras, podré perderle… ¡Oh, a Darlene le daría un ataque si apareciera en los servicios del miércoles por la noche con este agnóstico… ateo… lo que sea, dispuesto a acudir a Cristo!
—Él nos da la fuerza que necesitamos cuando la necesitamos —estaba diciendo Barbara—. Aunque no podamos comprender esas cosas, hay un motivo. Un motivo para todo. Gail fue llamada a casa por algún motivo que el buen Dios revelará cuando llegue nuestra hora.
Bremen asintió, distraído, y se puso en pie. Algo sorprendidos, Bob y Barbara se levantaron también. Los acompañó hasta la puerta.
—Si hay algo que podamos hacer… —empezó a decir Bob.
—La verdad es que sí —dijo Bremen—. Me preguntaba si podríais cuidar de Gernisavien mientras paso fuera una temporada.
Barbara sonrió y frunció el ceño al mismo tiempo.
—¿La gata? Quiero decir, claro… Gerny se lleva bien con mis dos siameses… nos encantará… pero ¿cuánto tiempo piensas…?
Bremen intentó sonreír.
—Una temporada, hasta que resuelva las cosas. Me sentiría mejor si Gernisavien estuviera con vosotros en vez de con el veterinario o en el hogar de acogida para gatos de Conestoga. Podría dejárosla por la mañana, si os parece bien.
—Sí —dijo Bob, estrechando de nuevo la mano de Bremen. Cinco minutos para el partido.
Bremen saludó con la mano mientras ellos daban la vuelta en su Honda y desaparecían por el camino de gravilla. Luego entró en la casa y fue pasando lentamente de una habitación a otra.
Gernisavien dormía en la manta azul que había al pie de la cama. Volvió la cabeza manchada cuando Bremen entró en la habitación y los ojos amarillos lo miraron acusadores por haberla despertado. Bremen le acarició el cuello y se acercó al armario. Descolgó una de las blusas de Gail y se la llevó a la mejilla un segundo, luego se cubrió la cara con ella e inhaló profundamente. Salió de la habitación y volvió a su estudio, pasillo abajo. Los trabajos de los alumnos permanecían amontonados donde los había dejado un mes antes. Sus ecuaciones de Fourier estaban esparcidas allí donde las había garabateado en estallidos de inspiración, a las dos de la madrugada, la semana antes del diagnóstico de Gail. Montones de manuscritos y revistas sin leer cubrían cada superficie.
Bremen se quedó de pie un minuto en el centro de la habitación, frotándose las sienes. Incluso allí, a setecientos metros del vecino más cercano y a doce kilómetros de la ciudad y la autopista, la cabeza le zumbaba y le chisporroteaba de neurocháchara. Era como si toda su vida hubiera escuchado bajito una radio encendida en otra habitación y de repente, de algún modo, alguien le hubiera instalado un altavoz en la cabeza y hubiera puesto el volumen al máximo. Desde la mañana en que había muerto Gail.
Y la cháchara no era sólo más fuerte, sino más siniestra. Bremen sabía que procedía de una fuente más malévola y profunda que el roce al azar de pensamientos y emociones al que había tenido acceso desde los trece años. Era como si su relación casi simbiótica con Gail hubiera sido un escudo, una muralla entre su mente y las afiladas acometidas de un millón de pensamientos sin estructura. Antes del viernes habría tenido que concentrarse para captar la mezcla de imágenes, sentimientos y frases a medio formar que constituían los pensamientos de Frank, o de Dorothy, o de Bob y Barbara. Pero ya no se protegía del asedio. Lo que Gail y él habían considerado escudos mentales (simples barreras para enmudecer el ruido de fondo y el chisporroteo de la neurocháchara) simplemente ya no estaba allí.
Bremen tocó la pizarra como si fuera a borrar la ecuación escrita, pero luego soltó el borrador y bajó las escaleras. Al cabo de un rato Gernisavien se reunió con él en la cocina y se frotó contra sus piernas. Bremen advirtió que había oscurecido mientras permanecía sentado a la mesa, pero no encendió la luz cuando abrió una lata nueva de comida para gatos y la sirvió. Gernisavien lo miró como si desaprobara que no comiera ni encendiera la luz.
Más tarde, cuando se tumbó en el sofá del salón para esperar la mañana, la gata se acostó sobre su pecho y ronroneó.
Bremen descubrió que cerrar los ojos traía consigo el mareo y la inminente sensación de terror… el conocimiento seguro de que Gail estaba en alguna parte, ahí, en la habitación de al lado, fuera en el jardín, y que lo llamaba. Su voz era casi audible. Bremen sabía que, si se quedaba dormido, se perdería el instante en que su voz alcanzara el umbral de su audición. Así que permaneció despierto y esperó mientras la noche pasaba y la casa crujía y gemía en su propia inquietud, y su sexta noche sin dormir se convirtió en el frío gris de su séptima mañana sin ella.
Bremen se levantó a las siete, dio de comer de nuevo a la gata, encendió la radio de la cocina, se afeitó, se duchó y se tomó tres tazas de café. Llamó a una compañía de taxis y pidió que lo recogiera un coche en el taller Import Repair de Costenoga Road al cabo de cuarenta y cinco minutos. Luego metió a Gernisavien en su transportín (agitó la cola porque sólo habían usado el transportín para llevarla al veterinario en los dos años transcurridos desde aquel vuelo desastroso a California para visitar a la hermana de Gail) y lo puso en el asiento trasero del Triumph.
Había comprado ocho garrafas de queroseno el lunes, antes de vestirse para el funeral. Llevó cuatro al porche trasero y les quitó la tapa. Los ásperos vapores inundaron el frío aire de la mañana. El cielo sugería que iba a llover antes de la noche.
Bremen empezó por el primer piso a rociar la cama, el cobertor, los armarios y sus contenidos, la cómoda de cedro y luego otra vez la cama. Vio cómo los papeles blancos de su estudio se arrugaban y oscurecían cuando vació el líquido de la segunda garrafa. Dejó después un reguero por las escaleras, empapando los oscuros pasamanos que Gail y él tan concienzudamente habían pulido cinco años antes.
Usó otras dos latas en la planta baja, sin pasar nada por alto (ni siquiera el abrigo que Gail se ponía para entrar en el granero, que colgaba de un gancho de la puerta), y luego salió de la casa con la quinta lata y empapó los porches delantero y trasero, las sillas de atrás, los marcos de las ventanas y las pantallas de las puertas. Empleó las tres últimas latas en los edificios anejos. El Volvo de Gail seguía en el granero que usaban de garaje.
Aparcó el Triumph a cincuenta metros del camino de acceso y regresó caminando hasta la casa. Había olvidado las cerillas, así que tuvo que volver a entrar en la cocina y rebuscar en el cajón. El vapor del queroseno le arrancó lágrimas que le corrieron por las mejillas y le dieron la sensación de que el aire ondulaba, como si la encimera de fórmica y la tabla de cortar y el alto y viejo frigorífico fueran tan insustanciales como un espejismo.
Entonces, mientras sacaba las dos cajas de cerillas del desordenado cajón, Bremen estuvo súbita y benditamente seguro de lo que debía hacer.
Quédate aquí. Enciéndelas. Túmbate en el sofá.
Había sacado ya dos cerillas y estaba a punto de encenderlas cuando lo golpeó el vértigo. No fue la voz de Gail lo que le impidió hacerlo, pero fue Gail. Como dedos arañando desesperadamente una superficie de plexiglás que los separara. Como dedos en la tapa de caoba de un ataúd.
No estás dentro de un ataúd, nena. Te incineraron… como pediste cuando bebimos demasiado en Año Nuevo de hace tres años y nos dio por lamentarnos sobre la mortalidad.
Bremen avanzó tambaleándose hacia la mesa y cerró la caja de cerillas, dispuesto a encender las dos que había sacado. El vértigo empeoró.
Incinerarse. Qué agradable pensamiento. Cenizas para ambos. Yo esparcí las tuyas por el huerto, detrás del granero… tal vez el viento lleve hasta allí algunas de las mías.
Bremen se disponía a prender las cerillas, pero el roce se intensificó, se amplió hasta que rugió en su cráneo como una migraña fugitiva, quebrando su visión en un millar de puntos de luz y oscuridad, llenando sus oídos con el roce de las patitas de las ratas sobre el linóleo.
Cuando Bremen abrió los ojos, estaba en el exterior y las llamas devoraban ya la cocina y un segundo foco era visible en las ventanas delanteras. Se quedó un momento allí de pie. La cabeza le dolía con cada latido. Pensó en volver a la casa, pero, cuando las llamas se hicieron visibles en las ventanas del primer piso y el humo se arremolinaba en las pantallas del porche trasero, se dio media vuelta y caminó rápidamente hacia los edificios anejos. El garaje estalló con una explosión sorda que le chamuscó las cejas y lo lanzó más allá de la púa de la granja.
Una fila de cuervos salió volando del huerto, graznando y reprendiéndole. Bremen saltó al Triumph, tocó el transportín como para calmar a la agitada gata y se marchó rápidamente.
Barbara Sutton tenía los ojos enrojecidos cuando le dejó a la gata. Una hilera de árboles bloqueaba la visión del humo que se elevaba en el valle que él había dejado atrás. Gernisavien se acurrucó en la jaula, mirando temblorosa y recelosa a Bremen, con los ojos como rendijas. Él interrumpió el conato de charla de Barbara, dijo que tenía una cita, condujo rápidamente hasta el taller de la carretera de Conestoga, vendió el Triumph a su antiguo mecánico por el precio que ya habían estipulado y luego fue en taxi hasta el aeropuerto. Cinco coches de bomberos pasaron en dirección contraria mientras se dirigían a la autovía de Filadelfia. Sólo llevaba cinco minutos de retraso.
Una vez en el aeropuerto, Bremen se dirigió al mostrador de United y compró un billete para el siguiente vuelo.
El Boeing 727 había despegado y Bremen, con el asiento reclinado, comenzaba a relajarse y empezaba a sentir que el sueño sería posible, cuando lo sucedido lo golpeó con toda su fuerza.
Y entonces empezó de veras la pesadilla.