Aquí no hay ojos

Bremen subió la colina en la oscuridad, pasó junto al Jeep, aparcado a unos cuantos metros de donde lo había dejado, y la carnada de rottweilers que seguían ladrando en su corral (nunca metían a los perros en el corral por la noche) y entró por la puerta abierta de la hacienda.

El interior estaba tenuemente iluminado, pero no oscuro; la luz procedía de una única lámpara de bronce y se desparramaba por todo el pasillo desde el dormitorio de la señorita Morgan. Bremen sintió su presencia, el cálido arrebato de ruido blanco alzándose como el volumen cada vez más elevado de una radio mal sintonizada. Le mareaba y le asqueaba un poco. También lo excitaba. Como un sonámbulo, Bremen cruzó la silenciosa habitación camino del pasillo. Fuera, los perros dejaron de ladrar.

Todas las luces del dormitorio de la señorita Morgan estaban apagadas menos una única lámpara de veinticinco vatios que había sobre una mesilla, cubierta de un tejido que vertía un poco de luz rosácea. Bremen se detuvo un momento en el umbral, sintiendo que su equilibrio se tambaleaba precariamente como si estuviera al borde de un enorme pozo circular. Luego avanzó y se sintió caer en la acometida del ruido blanco.

La cama tenía cuatro postes y una gasa diáfana por dosel que capturaba la luz rosada con el brillo de una telaraña de seda. La vio al fondo, con la luz desparramándose más allá de ella, el cuerpo suave visible bajo pliegues de encaje abierto.

—Pasa —susurró.

Bremen entró, pisando con cuidado, como si su visión y su equilibrio fueran por caminos distintos. Rodeaba la cama cuando la voz de la señorita Morgan sonó de nuevo desde las sombras.

—No, párate ahí un segundo.

Bremen vaciló, confuso, a punto de despertar. Entonces vio el movimiento de ella: una separación de las cortinas de encaje de la cama, una inclinación hacia un vaso o un recipiente pequeño en la mesilla de noche, un breve movimiento con la mano y la boca y una retirada rápida. Las sombras de su cara parecieron recolocarse.

Lleva dentadura postiza, pensó Bremen, sintiendo un retortijón de emoción extraño en sus pensamientos hacia la señorita Morgan. Se había olvidado de ponérselas.

Ella volvió a llamarlo con un gesto, más con la muñeca que con los dedos. Bremen rodeó la cama hasta el otro lado. Su cuerpo proyectaba otra sombra sobre su ocupante. Se detuvo otra vez, incapaz de avanzar ni de retroceder. La mujer tal vez hablara de nuevo, pero los sentidos de Bremen estaban llenos del rugido candente de su ruido mental. Le golpeaba como un torrente de agua caliente, como sangre que cayera de alguna boca de riego oculta, desorientándolo aún más de lo que estaba un segundo antes.

Tendió la mano hacia las cortinas de la cama, pero los largos y fuertes dedos de ella rechazaron sus manos. Se inclinó hacia delante apoyándose en los codos, con un movimiento a la vez felino y femenino, y acercó la cara a sus piernas. Cuando sus hombros atravesaron las cortinas Bremen se dio cuenta de que podía verle los pechos a través de la abertura de su camisón, pero no la cara, oculta como estaba por las sombras y la maraña de su pelo.

Da igual, pensó, y cerró los ojos. Trató de pensar en Gail, recordar a Gail, pero el arrebato de ruido blanco ahogaba cualquier pensamiento excepto los de laxitud y rendición. Las sombras de la habitación parecieron danzar a su alrededor en el último instante antes de que bajara los párpados.

La señorita Morgan apoyó una mano en su vientre, otra en su muslo. Bremen tembló como un ternerillo nervioso inspeccionado por un veterinario.

Ella le quitó el cinturón, le bajó la cremallera.

Bremen empezó a moverse entonces, a inclinarse hacia ella, pero su mano izquierda había regresado a su vientre, conteniéndolo y manteniéndolo en el sitio. El ruido mental era un huracán de estática blanca que lo zarandeaba. Se tambaleó.

Con un único movimiento casi furioso, la señorita Morgan le bajó los pantalones. Bremen sintió el aire frío y luego el cálido aliento sobre él, pero siguió sin abrir los ojos. El ruido blanco le golpeaba el cerebro como puños invisibles.

Ella lo acarició, sobando sus testículos como si fuera a elevarlos para besarlos, y luego pasó una mano cálida de uñas frías por todo su pene aún flácido. El se excitó levemente, aunque su escroto se contrajo como si intentara meterse dentro de su cuerpo. Los movimientos de ella se hicieron más fluidos y urgentes, más por necesidad propia que de él. Bremen sintió que bajaba la cabeza, sintió el contacto de su mejilla contra su muslo y la suavidad de su pelo y el calor de su frente contra el bajo vientre, y luego el zarandeo del ruido blanco se redujo, y después cesó y se encontró en el ojo del huracán.

Bremen vio.

Carne desnuda y costillas abiertas colgando de ganchos. El rictus y los ojos congelados bajo la escarcha blanca. Los niños de familias de emigrantes en su propia fila de ganchos, girando levemente con las brisas heladas…

—¡Jesús!

Se apartó instintivamente y abrió los ojos en el momento en que la boca se cerraba con un chasquido metálico. Bremen vio el brillo de la cuchilla de acero entre los labios rojos y se tambaleó retrocediendo. Chocó contra la mesilla de noche, derribó la lámpara cubierta e hizo volar las sombras.

La señorita Morgan abrió las mandíbulas repletas de cuchillas y se abalanzó de nuevo, arqueando los hombros y echándose hacia delante como una vieja tortuga que pugnara por liberarse de su concha.

Bremen se lanzó a la derecha y golpeó la pared, revolviéndose de lado de manera que el mordisco falló sus genitales pero le arrancó un buen trozo del muslo izquierdo, justo por encima de la arteria femoral. Vio cómo la sangre manchaba las cortinas a la luz rosada y las gotas caían sobre el rostro de la señorita Morgan.

Ella arqueó el cuello en algo parecido a un orgasmo, en éxtasis, con los ojos desencajados y ciegos, la boca abierta en un círculo casi perfecto. Bremen vio la rosa encía de la prótesis así como las cuchillas en plástico. Su sangre manchaba los labios rojos y el acero azul. Cuando ella abrió más la boca para abalanzarse de nuevo, advirtió que las hojas estaban colocadas en filas concéntricas, como los dientes de un tiburón.

Bremen saltó a la derecha, ciego por las imágenes mentales que giraban en el ojo del huracán del ruido mental, chocó contra la mesa y la lámpara de nuevo y, súbitamente, se echó atrás cuando los dientes de acero de la señorita Morgan cortaron su camisa suelta, el cinturón de cuero y la carne más fina de su costado. Le rozó el hueso antes de apartarse y sacudir la cabeza como un perro con una rata en la boca.

Bremen sintió la helada sorpresa, pero ningún dolor. Entonces se subió los vaqueros y volvió a saltar (no de lado, sin duda lo atraparía, sino justo por encima de ella). Plantó el pie derecho en el hueco de su espalda como un senderista que encuentra una piedra resbaladiza en medio de unos rápidos traicioneros, arrastró las cortinas de la cama tras de sí, luego pasó por encima de más cortinas al otro lado y estuvo a punto de caer, aterrizó con fuerza sobre los codos y se arrastró hacia la puerta mientras ella se agitaba y se rebullía y trataba de agarrarlo por las piernas.

El dolor en el muslo y el costado le golpeó entonces, agudo como una descarga eléctrica para los nervios de su espalda.

Lo ignoró y se arrastró hacia la puerta, desde donde miró hacia atrás.

La señorita Morgan se había abierto paso entre las cortinas de gasa y estaba en el suelo, reptando tras él, haciendo sonar las uñas afiladas sobre las tablas del suelo. La prótesis hacía que su mandíbula sobresaliera con ansiedad casi licantrópica.

Bremen había dejado un reguero de sangre en las tablas del suelo y la mujer parecía estar olisqueándolo mientras se acercaba a él sobre la madera resbaladiza.

Se puso en pie y echó a correr, chocando con las paredes del pasillo y los muebles del salón, dejando una mancha roja en el sofá al tropezar y rodar por encima, levantarse y saltar hacia la puerta. Luego salió a la noche, respiró el aire frío y se sujetó los vaqueros con una mano, con la otra el muslo sangrante mientras corría a saltitos colina abajo.

Los rottweilers se estaban volviendo locos tras la alta alambrada, saltando y rugiendo. Bremen oyó risas y se volvió, todavía corriendo: la señorita Morgan se recortaba en la puerta, el camisón totalmente transparente y el cuerpo de aspecto alto y fuerte.

Se reía por entre las cuchillas de acero de su boca.

Bremen vio el objeto que sostenía en las manos cuando hizo el gesto familiar y oyó el inconfundible sonido de la escopeta al ser cargada. Trató de zigzaguear, pero la herida de la pierna lo frenaba y convertía sus movimientos en una serie de saltitos torpes, como si el Hombre de Hojalata, medio oxidado, estuviera intentando correr a ciegas. Bremen sintió ganas de reír y llorar, pero no hizo ninguna de las dos cosas.

Miró hacia atrás para ver a la señorita Morgan entrar en la casa. El generador sonó detrás de la despensa y, de repente, el camino de acceso a la hacienda, la zona del barracón, el granero y los cien primeros metros de terreno quedaron bañados de luz cuando las enormes lámparas convirtieron la noche en día.

Ha hecho esto antes. Bremen había estado corriendo a ciegas hacia el barracón y el Jeep, pero entonces recordó que el vehículo había sido movido de lugar y tuvo la seguridad de que la señorita Morgan le había quitado la tapa del delco o algo igualmente necesario. Trató de leer sus pensamientos, por repulsivos que fuesen, pero el ruido blanco había regresado, más fuerte que nunca. Había vuelto al huracán.

Ha hecho esto antes. Muchas veces. Bremen sabía que si corría hacia el río o la carretera ella lo alcanzaría fácilmente con el Jeep o el Toyota. El barracón era, obviamente, una trampa.

Bremen se detuvo en la gravilla brillantemente iluminada y se terminó de abrochar los pantalones. Se inclinó para inspeccionar las heridas de la pierna y la cadera y estuvo a punto de desmayarse: el corazón le latía tan fuerte que podía oírlo como si fueran pisadas tras él. Bremen respiró despacio, entrecortadamente, y combatió los puntos negros que nadaban ante su visión.

Tenía los vaqueros empapados de sangre y ambas heridas aún abiertas, pero ninguna borboteaba como si le hubiesen alcanzado una arteria. Si fuera una arteria, estaría muerto. Bremen combatió el mareo, se levantó y miró hacia la hacienda, sesenta metros por detrás.

La señorita Morgan se había puesto los vaqueros y las botas altas de trabajo. Salió al porche. Sobre el torso llevaba solamente el camisón manchado de sangre. Su boca y su mandíbula parecían diferentes, pero Bremen se encontraba demasiado lejos para saber con seguridad si se había quitado la prótesis.

Abrió un panel de luces en el extremo sur del porche y más lámparas se encendieron junto al arroyo, por el camino de acceso.

A Bremen le pareció que estaba de pie en un coliseo vacío, iluminado para un juego nocturno.

La señorita Morgan alzó la escopeta y le disparó. Bremen saltó a un lado, aunque sabía que estaba más allá del alcance de la escopeta. Las balas rebotaron en la grava.

Miró de nuevo alrededor, combatiendo el pánico que se unía al rugiente ruido blanco para nublar su pensamiento, y giró a la izquierda, hacia los peñascos de detrás de la hacienda.

Más luces se encendieron tras las rocas, pero Bremen siguió escalando, sintiendo que la herida de la pierna empezaba a sangrar de nuevo. Sentía como si alguien hubiera recogido carne de su cadera con una pala de helados afilada.

Tras él se produjo una segunda detonación y luego hubo rugidos y ladridos cuando la señorita Morgan soltó a los perros.