Ojos
En el principio no fue la Palabra.
No para mí, al menos.
Por difícil que resulte de creer, y aún más de comprender, hay universos de experiencia que no dependen de la Palabra. Como el mío. El hecho de que yo fuera Dios allí… o al menos un dios… no es todavía relevante.
No soy Jeremy, ni Gail, aunque algún día compartiera todo lo que ellos supieron y fueron y desearon ser. Pero eso no me convierte en ellos, al igual que ver un programa de televisión no te convierte en ese flujo de pulsos electromagnéticos que es el programa. Tampoco soy Dios, ni ningún dios, aunque fuera ambas cosas hasta esa imprevista intersección de acontecimientos y personalidades, ese encuentro de líneas paralelas que no pueden encontrarse.
Estoy empezando a pensar en términos matemáticos, como Jeremy. Lo cierto es que en el principio tampoco fue el Número. No para mí. No existía semejante concepto… no existía el contar ni el sumar ni el restar, ni ninguna de las adivinaciones sobrenaturales que constituyen las matemáticas… ¿pues qué es un número sino un fantasma de la mente?
Dejaré de lado la timidez antes de que empiece a parecer una inteligencia alienígena e incorpórea del espacio exterior (lo cierto es que eso no estaría demasiado lejos de la verdad, aunque el concepto de espacio exterior no existía para mí entonces… e incluso ahora parece un pensamiento absurdo. Y en lo que se refiere a inteligencias extrañas no hay que buscarlas en el espacio exterior, como puedo asegurar y Jeremy Bremen pronto va a descubrir. Hay bastantes inteligencias extrañas entre ustedes en la tierra, ignoradas o incomprendidas).
Pero en esta mañana de abril de la muerte de Gail, nada de todo esto significa nada para mí. El concepto de muerte en sí mismo no significa nada para mí, mucho menos sus múltiples sutilezas y variaciones.
Pero ahora sé esto: que por muy inocentes y trasparentes que parezcan el alma y las emociones de Jeremy en esta mañana de abril, la oscuridad ya acecha. Una oscuridad nacida del engaño y de una profunda (aunque involuntaria) crueldad. Jeremy no es un hombre cruel (la crueldad es tan ajena a su naturaleza como a la mía), pero que haya tenido un secreto para Gail durante tantos años cuando no podían ocultarse nada de lo que pensaban, sumado al hecho de que su secreto es esencial para la negación de sus anhelos y deseos compartidos durante tantos años, constituye en sí mismo una crueldad. Es algo que hiere a Gail incluso cuando no sabe que le hace daño.
El escudo mental que Jeremy cree haber perdido mientras sube a bordo de su avión hacia un destino elegido al azar no se ha perdido exactamente (todavía tiene la misma habilidad de siempre para proteger su mente de los aleatorios arrebatos telepáticos de los demás), pero ese escudo mental ya no es capaz de protegerlo de esas «longitudes de onda oscuras» que ahora debe soportar. No era el «escudo mental compartido» sino la vida compartida con Gail lo que le protegía de este oscuro reverso de las cosas.
Y mientras Jeremy comienza su descenso al infierno lleva consigo otro secreto… éste desconocido incluso para sí mismo. Y es este segundo secreto, un embarazo oculto dentro de él tan opuesto a una anterior esterilidad oculta allí, lo que significará tanto para mí más tarde.
Así vamos los tres.
Pero primero dejadme que os hable de alguien más. La mañana que Jeremy sube a su avión con destino a ninguna parte, la furgoneta de la Escuela Diurna para Ciegos de San Luis recoge a Robby Bustamante a la hora de costumbre. Robby es más que ciego: es ciego, sordo y retrasado desde el día que nació. Si hubiera sido un niño más normal físicamente, el diagnóstico habría incluido el término «autista», pero con los ciegos, sordos y retrasados la palabra «autismo» es una redundancia.
Robby tiene trece años, pero ya pesa ochenta kilos. Sus ojos, si se los puede llamar así, son las oscuras cavernas hundidas de los irreparablemente ciegos. Las pupilas, que apenas se distinguen bajo los párpados caídos y disparejos, se mueven por separado, como al azar. Los labios del niño son fofos y húmedos, tiene los dientes cariados y separados. A los trece años, una oscura sombra de bozo le cubre el labio superior. Su pelo negro se encrespa en mechones indomables, las cejas se le juntan sobre el puente de su ancha nariz.
El obeso cuerpo de Robby se balancea precariamente sobre unas piernas lechosas y demacradas. Aprendió a andar a los once años, pero todavía no es capaz de caminar más que unos pocos pasos sin tropezarse. Cuando se mueve, lo hace dando saltitos como un palomo, con los brazos regordetes apretujados contra el cuerpo como dos alas rotas, las muñecas dobladas en un ángulo improbable, los dedos abiertos y extendidos. Como sucede con tantos ciegos retrasados, su movimiento favorito es mecerse sin descanso con una mano sobre los ojos hundidos, como para dar sombra a los pozos de oscuridad que son.
No habla. Los únicos sonidos que Robby emite son gruñidos animales, risitas ocasionales sin sentido y un raro chillido de protesta que más bien parece un falsete.
Como mencioné antes, Robby es ciego, sordo y retrasado de nacimiento. La drogadicción de su madre durante el embarazo y un problema adicional con la placenta desconectaron los sentidos de Robby con la misma eficacia que un barco que se hunde condena compartimento tras compartimento al mar cerrando automáticamente sus compuertas estancas.
El niño asiste a la Escuela Diurna para Ciegos de San Luis desde hace seis años. Casi no se sabe nada de su vida anterior. Las autoridades advirtieron la drogadicción de la madre de Robby en el hospital y ordenaron que los servicios sociales supervisaran el hogar familiar, pero por algún error burocrático nada se hizo hasta años después del nacimiento del niño. Al final, la trabajadora social que por fin visitó la casa no lo hizo para atender al niño, sino en relación a un programa de tratamiento con metadona que un juez ordenó para la madre. Lo cierto es que los tribunales, las autoridades, el hospital… todos se habían olvidado de que Robby existía.
La puerta del apartamento se había quedado abierta y la trabajadora social oyó ruidos. Más tarde, la mujer dijo que no habría entrado, pero que le pareció que algún animalito estaba en apuros. En sentido literal, eso era exactamente lo que pasaba.
Robby estaba encerrado en el cuarto de baño, con la puerta atrancada por una cuña de madera. A los siete años tenía los bracitos y las piernecitas tan atrofiados que no podía caminar y apenas gatear. Había papeles mojados en el suelo, pero Robby estaba desnudo y manchado con sus propios excrementos. Era obvio que el niño llevaba allí encerrado varios días, quizá más. Habían dejado un grifo abierto y medio palmo de agua inundaba el cuarto de baño. Robby rodaba en medio de aquel caos, emitiendo sonidos que parecían maullidos y tratando de mantener la cabeza a flote.
Robby permaneció cuatro meses hospitalizado, pasó cinco semanas en un hogar de acogida del condado y, luego, fue devuelto a la custodia de su madre. En cumplimiento del veredicto, lo llevaban en autobús a la Escuela Diurna para Ciegos para recibir cinco horas de tratamiento, seis días por semana.
Cuando Jeremy sube a bordo del avión en esta mañana de abril, tiene treinta y cinco años y su futuro es tan predecible como las matemáticas elegantes y elípticas de la trayectoria de un yo-yo. Esta misma mañana, a más de mil kilómetros de distancia, cuando recogen a Robby Bustamante para llevarlo a la Escuela Diurna para Ciegos, su futuro es tan plano y monótono como una línea que se prolonga hacia ninguna parte, sin ninguna esperanza de intersección con nada ni con nadie.