Sombra al atardecer

Bremen dejó el hospital y a su esposa moribunda y se dirigió al este, hacia el mar. Las carreteras estaban repletas de ciudadanos de Filadelfia que huían de la ciudad para disfrutar del fin de semana de Pascua, inusitadamente cálido, así que Bremen tuvo que concentrarse en el tráfico, dejando sólo el más tenue de los contactos con la mente de su esposa.

Gail dormía. Sus sueños eran inquietos, inducidos por la medicación. Buscaba a su madre a través de habitaciones infinitamente enlazadas y llenas de muebles Victorianos. Imágenes de esos sueños se deslizaban entre las sombras del atardecer de la realidad mientras Bremen cruzaba Pine Barrens. Ella despertó justo cuando Bremen salía del desvío del parque, y durante los pocos segundos en que el dolor no la acompañó, Bremen pudo compartir la claridad de la luz del ocaso que caía sobre la manta azul que había al pie de su cama; luego compartió el rápido vértigo de confusión mientras ella pensaba (sólo un segundo) que era por la mañana en la granja.

Sus pensamientos lo buscaron justo cuando el dolor regresaba, apuñalándola tras el ojo izquierdo como una aguja fina pero infinitamente penetrante. Bremen hizo una mueca y dejó caer la moneda que tendía al encargado de la cabina de peaje.

—¿Le pasa algo, amigo?

Bremen negó con la cabeza, sacó un dólar y se lo lanzó a ciegas al hombre. Tras guardar el cambio en la abarrotada guantera del Triumph, se concentró en la conducción del pequeño automóvil mientras se protegía de lo peor del dolor de Gail. Lentamente la agonía remitió, pero la confusión de ella lo cubrió como una oleada de náuseas.

Gail recuperó rápidamente el control a pesar de los cambiantes telones de miedo que se agitaban en los bordes de su conciencia. Subvocalizó, concentrándose en estrechar el espectro de lo que compartía a un simulacro de su voz.

Hola, Jerry.

Hola, nena, qué tal. Envió este pensamiento mientras giraba hacia la salida de Long Beach Island. Bremen compartió lo que veía: el sorprendente verde de la hierba y los pinares festoneados de dorado a la luz de abril; la sombra del coche deportivo saltando en la curva del embarcadero mientras seguía la rotonda. De repente le llegó el inconfundible olor a sal y algas podridas del Atlántico, y compartió también con ella todo esto.

Bonito. Los pensamientos de Gail se difuminaron con la estática de demasiado dolor y medicación. Se aferraba a las imágenes que él veía con una concentración de voluntad casi febril.

La entrada a la comunidad costera era decepcionante: marisquerías venidas a menos, moteles carísimos, interminables paseos marítimos. Pero su familiaridad les resultaba tranquilizadora a ambos, y Bremen se concentró en verlo todo. Gail empezó a relajarse un poco mientras los terribles pinchazos del dolor remitían, y durante un segundo su presencia fue tan real que Bremen casi estuvo a punto de volverse hacia el asiento de pasajeros para hablarle. Envió el retortijón de pesar y vergüenza antes de que pudiera reprimirlo.

Los caminos de acceso de las casas de la playa estaban llenos de familias que descargaban sus todoterrenos y llevaban la cena a la playa. Las sombras del atardecer traían el anuncio de la primavera, pero Bremen se concentró en el aire fresco y el calor de las franjas de luz mientras conducía hacia el faro de Barnegat, al norte. Miró a la derecha y vio a media docena de pescadores de pie en la orilla, sus sombras cruzándose con las blancas líneas de los rompientes.

Monet, pensó Gail, y Bremen asintió, aunque en realidad estaba pensando en Euclides.

Siempre matemático. La voz de Gail se desvaneció cuando el dolor regresó. Frases a medio formar se esparcieron como la espuma que se alzaba en las blancas olas.

Bremen dejó el Triumph aparcado cerca del faro y se acercó a la playa caminando entre las bajas dunas. Colocó la ajada manta que habían traído tantas veces a ese mismo punto. Unos niños pasaron corriendo y gritaron cuando se acercaron a la orilla. A pesar de que el agua estaba fría y de que estaba refrescando, iban en traje de baño. Una niña de unos nueve años, todo piernas blancas y con un bañador un año demasiado pequeño, bailó en la arena mojada en una intrincada e inconsciente coreografía con el mar.

La luz se difuminaba entre las persianas. Una enfermera que olía a cigarrillos y polvo de talco rancio entró a cambiar el gotero y tomarle el pulso. La megafonía del pasillo continuó emitiendo imperativos anuncios a todo volumen, pero era difícil comprenderlos a través de la creciente bruma de dolor. El doctor Singh llegó a eso de las seis y le habló en voz baja, pero la atención de Gail estaba clavada en la puerta, por donde llegaría la enfermera con la bendita aguja. El roce del algodón contra su brazo fue un delicioso preliminar del prometido cese del dolor. Gail conocía al segundo cuántos minutos faltaban para que la morfina empezara a actuar. El doctor estaba diciendo algo.

—… su marido? Creía que iba a quedarse esta noche.

—Está aquí mismo, doctor —dijo Gail. Dio una palmadita a la manta y la arena.

Bremen se cerró el chubasquero de nailon para protegerse del frío de la noche inminente. Las estrellas quedaban ocultas por una capa alta de nubes que permitía ver apenas una rendija de cielo. Mar adentro, un petrolero improbablemente largo se movía en el horizonte. Las ventanas de las casas de la playa proyectaban rectángulos amarillos sobre las dunas.

El aroma a filetes a la brasa le llegó con la brisa. Bremen trató de recordar si había comido ese día o no. El estómago se le retorció en una leve sombra del dolor que todavía inundaba a Gail incluso cuando la medicación estaba surtiendo efecto. Bremen pensó en volver al supermercado que había junto al faro y comprar un sandwich, pero recordó la barra de chocolate que había comprado en la máquina expendedora del pasillo del hospital la semana anterior, cuando se había quedado a hacerle compañía. Todavía la tenía en el bolsillo. Bremen se contentó con morder la cobertura de avellanas, dura como una piedra, mientras contemplaba la puesta de sol.

Unas pisadas resonaron en el pasillo. Parecía como si hubiera ejércitos enteros en marcha. La prisa de las pisadas, el modo en que resonaban las bandejas y la vaga charla de los celadores que traían la cena a los otros pacientes recordaron a Gail cuando estaba acostada en la cama de niña y escuchaba el ruido de alguna de las fiestas que sus padres daban en la planta de abajo.

¿Recuerdas la fiesta en la que nos conocimos?, envió Bremen.

Hummm. Gail apenas prestaba atención. Los negros dedos del pánico ya acechaban al borde de su conciencia a medida que el dolor iba imponiéndose al analgésico. La fina aguja tras su ojo empezó a calentarse.

Bremen trató de enviar imágenes del recuerdo de la fiesta de Chuck Gilpen una década antes, de su primer encuentro, de aquel primer segundo en que sus mentes se abrieron la una a la otra y se dieron cuenta de que no estoy solo. Y luego el remate, no soy una rareza. Allí, en la abarrotada casa de Chuck, entre la tensa charla y la neurocháchara aún más tensa de profesores y alumnos graduados, sus vidas habían cambiado para siempre.

Bremen acababa de entrar por la puerta (alguien le había puesto una bebida en la mano) cuando de repente sintió otro escudo mental cerca. Efectuó un sondeo superficial y, de inmediato, los pensamientos de Gail lo barrieron como un reflector en una habitación oscura.

Ambos se quedaron sorprendidos. Su primera reacción fue aumentar la fuerza de sus escudos mentales, enroscarse como armadillos asustados. Pronto descubrieron que era inútil contra las sondas inconscientes y casi involuntarias del otro. Nunca habían encontrado otro telépata que no tuviera más que habilidades primitivas y sin controlar. Ambos habían asumido que eran cada cual una rareza, un ser único e inabordable. Pero allí estaban, desnudos frente a frente en un espacio vacío. Un segundo más tarde, casi sin querer, inundaron la mente del otro con un torrente de imágenes, autoimágenes, recuerdos parciales, secretos, sensaciones, preferencias, percepciones, vergüenzas ocultas, ansias a medio formar y miedos completamente formados. No contuvieron nada. Cada pequeña crueldad cometida, cada experimento sexual llevado a cabo y cada prejuicio acumulado se vertieron junto con recuerdos de fiestas de cumpleaños pasadas, antiguos amantes, padres y un interminable caudal de cosas triviales. Rara vez se conocen tan bien dos personas al cabo de cincuenta años de matrimonio.

Un minuto después se conocieron por primera vez.

La luz del faro de Barnegat pasaba sobre la cabeza de Bremen cada veinte minutos. Ya había más luces encendidas en el mar que en la oscura línea de la playa. Se había levantado viento después de medianoche y Bremen se arrebujó en la manta. Gail había rechazado la aguja cuando la enfermera hacía la última de sus rondas, pero su contacto mental estaba todavía nublado. Bremen lo forzó por pura fuerza de voluntad.

Gail siempre había tenido miedo de la oscuridad. Muchas habían sido las veces durante sus nueve años de matrimonio en que él había tenido que extender en la noche su mente o su brazo para tranquilizarla. En aquel momento era de nuevo una niñita asustada a quien habían dejado sola en el piso de arriba de la gran casa de la avenida Burlingame. Había cosas en la oscuridad, bajo su cama.

Bremen buscó a través del dolor y la confusión para compartir con ella el sonido del mar. Le contó historias sobre las últimas hazañas de Gernisavien, su gata. Se tumbó en la arena para que su cuerpo se emparejara con el suyo en la cama del hospital. Lentamente ella empezó a relajarse, a rendir sus pensamientos a los suyos. Incluso consiguió dormirse unas cuantas veces sin la morfina, y sus sueños eran los movimientos de las estrellas entre las nubes y el fuerte perfume del Atlántico.

Bremen describió la semana de trabajo en la granja (el poco trabajo que había hecho entre sus visitas al hospital), y compartió la sutil belleza de la ecuación de Fourier en la pizarra de su estudio y la satisfacción de plantar un melocotonero junto al camino de acceso. Compartió recuerdos de la excursión a las pistas de esquí de Aspen el año anterior y la súbita irrupción de un reflector que iluminó la playa desde un barco invisible en el mar. Compartió la poca poesía que había memorizado, cuyas palabras sin embargo seguían convirtiéndose en imágenes puras y sentimientos aún más puros.

La noche prosiguió y Bremen compartió su fría claridad con su esposa, añadiendo a cada imagen el cálido trazo de su amor. Compartió detalles tontos y esperanzas de futuro. A cien kilómetros de distancia le tocó la mano. Cuando se quedó adormilado unos minutos, le envió sus sueños.

Gail murió justo antes de que la primera luz falsa del amanecer tocara el cielo.