En el reino sombrío

Aparcaron en una fila llamada GRUÑÓN y tomaron la lanzadera hasta la puerta del parque. Vanni Fucci se había quitado la chaqueta blanca y llevaba el revólver del calibre 38 cubierto con ella.

—Si haces alguna estupidez —le dijo en voz baja a Bremen mientras esperaban la lanzadera—, te mato aquí mismo. Te juro por el puñetero Jesucristo que lo haré.

Bremen miró al ladrón, sintió la resolución de luchar con la irritación.

Vanni Fucci confundió la mirada con incredulidad.

—¡Si no me crees, te mataré aquí mismo en el puñetero aparcamiento y estaré en la puñetera Georgia antes de que nadie se dé cuenta de que te han pegado un puñetero tiro!

—Te creo —dijo Bremen, sintiendo los arrebatos de la excitación del hombre. Había algo en el hecho de matar en público, sobre todo allí, que atraía a Vanni Fucci, aunque el ladronzuelo prefería que ese loco de Bert Cappi o su colega igualmente loco, Ernie Sanza, se encargaran de hacerlo. Fuera como fuese, él o Bert o Ernie, sería una historia cojonuda… cargarse a ese paisano allí.

La lanzadera llegó. Bremen y Vanni Fucci subieron. El cañón del 38 apretaba el costado de Bremen a través de la chaqueta. Durante el corto trayecto hasta la puerta, Bremen captó más detalles del plan de Fucci.

La reunión obedecía a otros motivos; más concretamente, la habían preparado la mano derecha de Don Leoni allí, Sal Empori, con ayuda de Bert y Ernie, y uno de esos puñeteros colombianos locos (así era como Vanni Fucci pensaba siempre en ellos, esos puñeteros colombianos locos), para intercambiar un maletín de dinero de Don Leoni por un maletín de la mejor heroína de los puñeteros colombianos locos para vendérsela a los negros del norte del territorio de Vanni Fucci. Llevaban ya varios años haciendo el cambio en Disneylandia.

Sal se encargará de este puñetero pirado. Sin alboroto, sin crear ningún puñetero jaleo, sin dejar un puñetero rastro.

—Paga tu puñetera entrada —susurró Vanni Fucci mientras compraba la suya y le clavaba a Bremen la pistola en las costillas.

Bremen rebuscó en sus bolsillos. Sí que había guardado algunos billetes de cincuenta allí tres días antes. Seis de cincuenta, para ser exactos. Deslizó uno por el mostrador, especificó que sólo quería una entrada para el día y esperó su cambio, que era menos de lo que hubiese cabido esperar.

El ladrón lo obligó a moverse entre la multitud, con una mano en el brazo de Bremen y la otra fuera de la vista bajo la chaqueta. A Bremen aquello le parecía muy sospechoso, pero a nadie pareció llamarle la atención.

Apenas alzó la mirada mientras Vanni Fucci lo conducía a un monorraíl que los llevó alrededor de varias lagunas hacia un lejano conglomerado de torres, estructuras y como mínimo una montaña artificial. El monorraíl se detuvo, el ladrón hizo que Bremen se levantase y saliese, y los dos hombres se internaron en la multitud. La neurocháchara en torno a Bremen había pasado de ser un susurro a ser un grito, de un grito a un rugido incesante, tan alejado del runrún de la neurocháchara normal como el estrépito de las cataratas del Niágara debía estarlo del sonido de una cascadita. Y la cualidad peculiar era la tristeza frenética y ampliamente compartida, tan penetrante y poderosa como el olor de la carne podrida.

Bremen se tambaleó, se llevó las manos a las sienes y se cubrió los oídos en un intento inútil de bloquear las ondas de no-sonido, no-habla. Vanni Fucci lo empujó hacia delante.

No es como esperaba… llevo treinta y cinco años esperando esto… no es como esperaba que fuera…

¡Más sitios que ver! ¡Más atracciones! ¡No hay tiempo suficiente! ¡Nunca hay tiempo suficiente! Deprisa… deprisa. ¡Sarah, deprisa!

Bueno, es por los niños. Por los niños. Pero los puñeteros niños parecen histéricos la mitad del tiempo, aturdidos como malditos zombis la otra mitad… ¡Deprisa! Tom, date prisa, vamos a perder el turno…

Bremen cerró los ojos y dejó que Vanni Fucci lo dirigiera a través de la multitud mientras oleada tras oleada de desesperación lo envolvían como una marea salvaje. Era como si toda la urgencia del parque de atracciones (divertirse, ¡por Dios, divertirse!), le golpeara como las olas rompen en una playa estrecha.

—Abre los ojos, cabrón —le susurró Vanni Fucci al oído. La boca de la pistola se clavó con más fuerza en el costado de Bremen.

Abrió los ojos, pero continuó casi ciego por el dolor de la neurocháchara: el urgente frenesí, sin centro, la prisa, maldición-vamos-a-perder-el-turno del hay que divertirse contra viento y marea. Bremen jadeó en busca de aire y trató de no vomitar.

Vanni Fucci lo hizo avanzar. Sal y Bert y Ernie tendrían que haber contactado ya con los puñeteros colombianos locos, y Vanni Fucci se suponía que tenía que entregarles al pirado en la Montaña Espacial. Excepto que Vanni Fucci no estaba seguro al ciento por ciento de dónde estaba la puñetera Montaña Espacial; el intercambio solía llevarse a cabo en la puñetera atracción de la Jungla, así que siempre había ido derechito al País de las Aventuras durante sus otras visitas. Recogía el maletín de Sal y se largaba en el monorraíl. No sabía por qué Sal había tenido que cambiar el puñetero punto de reunión a la puñetera Montaña Espacial, pero sabía que la montaña estaba en la puñetera Tierra del Mañana.

Vanni Fucci trató de orientarse. Vale, estamos en la puñetera calle principal sacada de la infancia de nuestro querido y difunto Walt. Un puñetero sueño húmedo. Ninguna calle principal ha tenido jamás este puñetero aspecto. La calle principal donde yo crecí estaba llena de puñeteras fábricas y puñeteras franquicias y puñeteros Mercedes del 57 sobre puñeteros ladrillos porque los puñeteros negros les habían mangado los puñeteros neumáticos.

Vale, estoy en la puñetera calle mayor. El puñetero castillo está al norte. El puñetero cartel dice que el puñetero País de la Fantasía está detrás del puñetero castillo. ¿Por qué camino se va del País de la Fantasía a la puñetera Tierra del Mañana, eh? Tendrían que dar un puñetero mapa de carreteras o algo por el estilo.

Vanni Fucci rodeó el gran castillo de fibra de vidrio, vio una nave espacial y algunas chorradas futuristas a la derecha y empujó a Bremen hacia allí. Cinco minutos más y le entregaría aquel pirado a Sal y los muchachos.

Bremen se detuvo. Estaban en la Tierra del Mañana, casi a la sombra de la estructura vagamente anticuada que albergaba la montaña rusa de la Montaña Espacial, y Bremen se detuvo en seco.

—Muévete, hijo de puta —susurró Vanni Fucci entre dientes. Apretó el 38 contra las costillas de Bremen.

Bremen parpadeó, pero no se movió. No pretendía desafiar a Vanni Fucci; simplemente no podía concentrarse ya en el hombre. El ataque de migraña provocado por la neurocháchara lo había sacado de sí mismo en un alud de distanciamiento, en la cresta de una ola de alienación.

—¡Muévete!

La saliva de Vanni Fucci alcanzó a Bremen en la oreja. Oyó el percutor del revólver al amartillarse. Su último pensamiento claro fue: No estoy destinado a morir aquí. El camino continúa hacia abajo.

Bremen se vio a sí mismo a través de los ojos de una mujer de mediana edad cuando se apartaba de Vanni Fucci.

El ladrón maldijo y cubrió de nuevo la pistola con su chaqueta.

Bremen continuó retrocediendo.

—¡Lo digo en serio, carajo! —gritó Vanni Fucci, alzando ambas manos bajo la chaqueta.

Una familia de Hubbard, Ohio, se detuvo a mirar asombrada la extraña procesión: Bremen retrocediendo despacio, el hombrecito siguiéndolo con ambos brazos levantados y un bulto bajo la chaqueta apuntando al pecho de Bremen… y Bremen miró sin ninguna curiosidad a través de sus ojos curiosos. La hija más pequeña mordió un trozo de algodón de azúcar y continuó mirando a los dos hombres. Un jirón rosado se le pegó en la mejilla.

Bremen continuó retrocediendo.

Vanni Fucci quiso saltar hacia delante, quedó bloqueado un momento por tres monjas risueñas que pasaban y echó a correr cuando vio que Bremen retrocedía cruzando un jardín hacia el muro de un edificio. El ladrón destapó el cañón del arma. Una mierda iba a estropear una chaqueta perfectamente buena con ese puñetero pirado.

Bremen se vio a sí mismo reflejado como desde una docena de espejos deformes de la casa de la risa. Thomas Geer, de diecinueve años, vio la pistola y se detuvo muy sorprendido, sacando la mano del bolsillo trasero de Terri.

La señora Frieda Hackstein y su nieto Benjamín tropezaron con Thomas Geer y el globo de Mickey Mouse de Bennie escapó flotando hacia el cielo. El niño se puso a llorar.

A través de sus ojos, Bremen se vio a sí mismo acorralado contra una pared. Vio a Vanni Fucci alzar la pistola. Bremen no pensó nada, no sintió nada.

A través de los ojos del pequeño Bennie, Bremen vio que había un cartel a su espalda, en la puerta, que rezaba: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. Y, debajo: EMPLEADOS CON TARJETA DE ACCESO DE SEGURIDAD. Había una ranura en una caja metálica, en la pared, presumiblemente para las tarjetas de seguridad, pero un palito mantenía la puerta ligeramente abierta.

La señora Hackstein dio un paso adelante y empezó a gritarle a Thomas Geer porque por su culpa habían perdido el globo de Benjamín. Durante un segundo bloqueó la visión de Vanni Fucci.

Bremen cruzó la puerta, dio una patada al palo y la cerró tras él. Unas luces tenues iluminaban una escalera de hormigón. Bremen bajó sus veinticinco peldaños, giró a la derecha y descendió otra docena de peldaños. La escalera daba a un pasillo ancho. A lo lejos se oían sonidos mecánicos.

Morlocks, pensó Gail.

Bremen jadeó como si lo hubieran golpeado en el estómago, se sentó en el tercer escalón y se frotó los ojos. Gail no. No. Había leído sobre el dolor fantasma que se sufre en los miembros amputados. Aquello era peor. Mucho peor. Se incorporó y siguió por el pasillo, tratando de actuar como si conociera el lugar. La marea de neurocháchara lo dejó aún más vacío que un momento antes.

El pasillo se entrecruzaba con otros pasillos, dejaba atrás otras escaleras. Crípticos carteles en las paredes señalaban con flechas hacia AUDIANIMALABO 6 - 10 o TRANSRECOLET 44 - 66 o PERSONALVESTIB 2 - 5. Bremen pensó que esto último parecía menos amenazador y tomó ese pasillo. De repente un fuerte chirrido surgió de una intersección y Bremen tuvo que retroceder una docena de pasos y encaramarse a una escalera vacía mientras un coche eléctrico pasaba de largo. Ni el hombre ni el robot parcialmente desmontado del cochecito miraron a Bremen.

Bajó por el pasillo y avanzó despacio, prestando atención al sonido de otro coche eléctrico. De repente unas risas sonaron en la siguiente curva y Bremen dio cinco pasos y se encontró en lo que esperaba que fuese otra escalera, pero era otro pasillo mucho más estrecho.

Recorrió ese pasillo con las manos en los bolsillos, resistiendo las ganas de silbar. Tras él, la risa y la conversación aumentaron de volumen cuando alguien enfiló el pasillo que acababa de dejar. Se dio cuenta de su destino y de su error al mismo tiempo.

El pasillo terminaba en dos grandes puertas sobre las cuales un cartel advertía: ASEGÚRENSE DE QUITARSE LA CABEZA ANTES DE ENTRAR. En las puertas ponía VESTÍBULO DE PERSONAJES 4 y había un cartel de no fumadores debajo. Bremen oyó más conversaciones al otro lado de las puertas. Tenía unos tres segundos antes de que las voces de detrás llegaran.

A su izquierda había una puerta gris con una sola palabra: HOMBRES. Bremen la cruzó justo en el momento en que tres hombres y una mujer llegaban al largo pasillo que acababa de recorrer.

El cuarto de baño estaba vacío, aunque una alta figura en la pared del fondo le hizo dar un respingo. Bremen parpadeó. Era un disfraz de Goofy, de al menos metro ochenta de altura, colgado de un gancho junto a los lavabos.

Oyó unas voces en la puerta y se metió en uno de los reservados. Echó el pestillo con un suspiro de alivio. Nadie le exigiría allí dentro una placa de identificación. Unas puertas se abrieron y las voces se perdieron en el vestíbulo de personajes.

Bremen se llevó las manos a la cabeza y trató de concentrarse.

¿Qué demonios estoy haciendo? La voz de su mente era apenas audible por encima del rugido constante de la neurocháchara de las docenas de miles de almas en busca de diversión del exterior.

Correr, se respondió a sí mismo. Esconderme.

¿Por qué?

La neurocháchara susurraba y latía.

¿Por qué? ¿Por qué no decir a las autoridades lo que pasa? Llevar a la policía de vuelta al lago. Hablarles de Vanni Fucci.

Deprisa, deprisa, deprisa, divirtámonos, maldición, estos tres días me están costando una fortuna…

Bremen se apretó las sienes.

Ajá. Díselo a las autoridades. Deja que los polis confirmen tu identidad y averigüen que eres el tipo que acaba de pegarle fuego a su casa y ha desaparecido… y luego está a mano cuando un gánster se deshace de un cadáver. ¿Y cómo es, señor, que conoce usted los nombres del gánster y el cadáver?

¿Por qué quemé la casa?

No, más tarde. Más tarde. Piensa en eso más tarde.

Nada de polis. Nada de explicaciones. Si piensas que este lugares un infierno, prueba una noche o dos en una celda. Me pregunto cómo serán los pequeños cráneos de tus compañeros de jergón… ¿quieres una noche o dos de eso, Jeremy, muchacho?

Bremen abrió la puerta, se acercó al urinario y trató de orinar pero no pudo. Se subió la cremallera y se acercó al lavabo. El agua fría le vino bien. Se sorprendió al ver el rostro pálido y demacrado que le devolvía el espejo.

Al infierno con los polis. Al infierno con Vanni Fucci y sus amigos. Lárgate de aquí sin más. Lárgate.

Había más voces en el pasillo. Bremen se dio media vuelta, pero, aunque la puerta del servicio de señoras de al lado se abrió, en el de hombres no entró nadie. Todavía no.

Bremen se quedó allí un segundo, echándose agua en la cara. Lo difícil, advirtió, no era salir de aquel laberinto sin que lo detuvieran, sino salir del parque de atracciones. Vanni Fucci ya se habría reunido con los otros matones (Sal, Bert y Ernie, recordó Bremen) y estarían vigilando las salidas.

Bremen se secó la cara con una toalla de papel. De repente se quedó inmóvil y bajó la toalla. Había dos rostros en el espejo, y uno de ellos le sonreía.

El coche eléctrico alcanzó a Bremen en uno de los pasillos principales. El fornido hombre que iba al volante dijo:

—¿Quieres que te lleve?

Bremen asintió y subió. El cochecito zumbó al ponerse en marcha y siguió una línea azul del suelo. Otros coches pasaron en dirección contraria, siguiendo una línea amarilla. El segundo que pasó transportaba a tres guardias de seguridad.

El conductor se pasó un cigarrillo sin encender al otro lado de la boca y dijo:

—No tienes que llevar la cabeza puesta, ya lo sabes.

Bremen asintió y se encogió de hombros.

—Tú eres el que pasa calor —dijo el hombre—. ¿Entras o sales?

Bremen señaló hacia arriba.

—¿Qué salida?

—El castillo —respondió Bremen, esperando que su voz sonara adecuadamente apagada.

El conductor frunció el ceño.

—¿El castillo? ¿Te refieres al patio B-cuatro? ¿O al lado A?

—Al B-cuatro —dijo Bremen, y reprimió las ganas de rascarse la cabeza bajo el pesado disfraz.

—Sí, paso por allí —dijo el conductor, y giró a la derecha por otro pasillo. Un minuto más tarde detuvo el coche junto a unas escaleras. El cartel decía: patio B-4.

Bremen bajó del coche y le dirigió al hombre un saludo amistoso.

El conductor asintió, se cambió el cigarrillo de lado otra vez y dijo:

—No dejes que los pequeños cabrones te claven alfileres como le hicieron a Johnson.

Y se marchó, el coche zumbando en la distancia. Bremen subió las escaleras tan rápidamente como se lo permitían su visión limitada y sus zapatos enormes.

Casi había recorrido la artificial calle principal camino de la salida cuando los niños empezaron a congregarse.

Al principio continuó andando, ignorándolos, pero sus gritos y su temor a ser descubierto por los adultos le hicieron detenerse y sentarse en un banco un momento, para dejar que lo rodearan.

—¡Eh, Goofy, hola! —Gritaron, acercándose. Bremen se comportó como se suponía que debían hacer los personajes: se hizo el sorprendido, guardó silencio y se llevó las gruesas manos de cuatro dedos a la nariz saltona como si se sintiera cohibido. A los niños les encantó. Se acercaron más, tratando de sentarse en su regazo, abrazándolo.

Bremen les devolvió el abrazo y actuó como Goofy. Los padres le hicieron fotos y lo grabaron en vídeo. Bremen les sopló besos, abrazó a unos cuantos niños más, se puso en pie como pudo y se encaminó a la salida, saludando y dando besos al aire mientras avanzaba.

El grupo de niños y padres se marchó, riendo y saludando. Bremen se volvió y se encontró con un grupo muy distinto de niños.

Eran al menos una docena. Los más jóvenes debían de tener unos seis años, los mayores no más de quince. Pocos tenían pelo, aunque la mayoría llevaba gorra o pañuelo, y una niña (Melody) llevaba una peluca cara. Sus caras eran tan pálidas como la de Bremen en el espejo. Sus ojos eran enormes. Algunos sonreían. Otros trataban de sonreír.

—Hola, Goofy —dijo Terry, un niño de nueve años en las últimas fases de un cáncer óseo. Iba en silla de ruedas.

—¡Hola, Goofy! —llamó Sestina, la niñita negra de seis años de Bethesda. Era muy guapa. Los ojos grandes y los pómulos afilados ponían de relieve su fragilidad. Llevaba el pelo (su propio pelo) en trencitas con lazos azules, verdes y rosas. Tenía sida.

—¡Di algo, Goofy! —susurró Lawrence, el niño de trece años con un tumor cerebral. Cuatro operaciones hasta la fecha. Dos más que Gail. Lawrence, tendido en la oscuridad del postoperatorio y oyendo al doctor Graynemeir decirle a su madre en el pasillo que el pronóstico no era positivo, tres meses como máximo. De eso hacía siete semanas.

Melody, de siete años, no dijo nada, pero avanzó y abrazó a Bremen hasta que se le torció la peluca. Bremen (Goofy) le devolvió el abrazo.

Los niños avanzaron en un único movimiento, un gesto orquestado, como coreografiado por anticipado. No era humanamente posible, ni siquiera para Goofy, abrazarlos a todos a la vez, encontrar espacio en el círculo de sus brazos para todos ellos, pero lo hizo. Goofy los abrazó a todos y envió un mensaje de bienestar y esperanza y amor a cada uno de ellos, disparándolo en ráfagas telepáticas como láseres del tipo que había enviado a Gail cuando el dolor y la medicación hacían más difícil el contacto mental. Estaba seguro de que no podían oírlo, de que no podían sentir los mensajes, pero los envió de todas formas, mientras los abrazaba y les susurraba cosas al oído, no las tonterías típicas de Goofy, sino cosas secretas y personales, aunque imitando la voz de su personaje lo mejor que supo.

Melody, tranquila, tu madre sabe que te equivocaste tocando el piano. No pasa nada. No le importa. Te quiere.

Lawrence, deja de preocuparte por el dinero. El dinero no es importante. El seguro no es importante. Tú eres importante.

Sestina, ellos quieren estar contigo, preciosa. Toby tiene miedo de abrazarte porque cree que no te cae bien. Es tímido.

Los padres y las enfermeras y los patrocinadores del viaje (una mujer de Green Bay que llevaba dos años trabajando para lograr aquel sueño) permanecieron a un lado mientras duraron estos extraños abrazos y caricias y susurros.

Diez minutos más tarde Goofy acarició las mejillas de los niños una última vez, saludó exageradamente y recorrió lo que le quedaba de la calle principal, se montó en el monorraíl, se bajó en el Centro de Transporte y Billetes, dejó atrás las taquillas, saludó a Sal Empori y Bert Cappi y a un colorado Vanni Fucci que observaban a la multitud, fue hasta el aparcamiento y subió a un autocar que se marchaba al hotel Hyatt Regency Grand Cypress. Los turistas ancianos que había en el autocar saludaron y le dieron a Goofy palmaditas en la espalda.

Bert Cappi se volvió hacia Vanni Fucci.

—¿Puedes creerte este maldito sitio?

Vanni Fucci no despegó la mirada de la multitud que se dirigía a las lanzaderas.

—Cierra el puñetero pico y sigue mirando —dijo. Tras ellos, el autocar para el Hyatt arrancó con un siseo y un rugido.