Y vio el cráneo bajo la piel

El rottweiler saltó tres segundos antes de que la señorita Morgan disparara la escopeta.

Bremen se encaramó a los hombros del muerto y envolvió la cadena en el cuello del perrazo cuando al animal empezó a subir por la carne congelada para alcanzarlo. El rottweiler aulló. Bremen tensó la cadena y tiró de ella. Cuando la señorita Morgan vio al perro levitar entre Bremen y ella alzó el cañón de la escopeta y disparó.

Bremen dio un respingo y casi perdió el equilibrio sobre el cadáver y su presa sobre el perro cuando las postas alcanzaron el fluorescente y el techo. Chispas y cristales cayeron del portalámparas. Algún proyectil perdido debió alcanzar al rottweiler, pues la bestia empezó a aullar cada vez más frenéticamente y a sacudir la cabeza adelante y atrás para alcanzar con los dientes las manos de Bremen, quien tensó la cadena hasta que los gruñidos del perro se ahogaron y los aullidos se volvieron un agudo gemido.

La señorita Morgan cargó la escopeta, tensó la correa del segundo rottweiler y avanzó por el frío pasillo entre trozos de carne que se balanceaban suavemente.

Bremen jadeaba con tanta fuerza que tuvo miedo de desmayarse. Los eslabones de acero de la cadena estaban tan fríos que la piel de los dedos y las palmas se le despellejaba cada vez que tensaba la cadena o cambiaba de posición. El rottweiler emitía sonidos más parecidos a la carraspera de un viejo que a los aullidos de un perro. Bremen sabía que la señorita Morgan lo alcanzaría en cuestión de segundos: simplemente le encañonaría y apretaría el gatillo.

La primera explosión había destruido la doble fila de fluorescentes que tenía encima, pero ahora una luz oblicua iluminaba la cabeza del perro. Bremen alzó la mirada, vio la depresión en el techo por encima de la lámpara rota y parpadeó. Había una docena de motas de luz, agujeros en la madera, no en el ladrillo gris. Agujeros que dejaban pasar la luz de las lámparas de detrás de la despensa.

La señorita Morgan avanzó entre los cadáveres. Estaba a tres metros de distancia. Sus ojos brillaban y parecían muy grandes: su aliento nublaba el aire entre ellos. El rottweiler que colgaba de la cadena de Bremen dejó de debatirse y sus largas patas huesudas se estremecieron. La visión pareció volver loco al otro perro y la señorita Morgan tuvo que acunar la escopeta un segundo para sujetar al animal con la correa mientras saltaba hacia el cadáver del negro y las piernas colgantes de Bremen.

Bremen le lanzó el rottweiler muerto a la señorita Morgan y escaló. Colocó el pie en los hombros del cadáver y luego en la cabeza a medida que ascendía. La lámpara soportó su peso, pero se bamboleó alarmantemente y cayeron cristales rotos al vapor helado de más abajo. Bremen metió los hombros y la cabeza por la estrecha abertura, se equilibró en la helada barra de la lámpara y apoyó los hombros contra la madera iluminada.

La señorita Morgan soltó la correa y alzó la escopeta. No podía fallar a menos de tres metros de distancia. El rottweiler usó el cadáver de su compañero para impulsarse y escaló por el cuerpo bamboleante del negro para alcanzar a Bremen.

El hueso o la clavícula por donde habían metido el gancho en el cadáver cedió y el cuerpo cayó, derribando consigo al rottweiler, desplomándose como un trozo de carne congelada sobre la señorita Morgan y el perro muerto del pasillo.

El disparo falló la estrecha abertura, pero alcanzó el ladrillo cubierto de hielo, a pocos centímetros del brazo izquierdo de Bremen. Sintió que algo tiraba de su manga izquierda y un frío hilillo, como una súbita corriente eléctrica, fluyó por la suave carne de la parte inferior de su brazo. Entonces se dobló y se impulsó, estuvo a punto de resbalar de la barra por el esfuerzo y volvió a impulsarse.

La trampilla, si eso era, estaba cerrada desde fuera. Bremen notó la resistencia de la aldaba de acero, oyó su roce.

La señorita Morgan gritaba y daba patadas al rottweiler, dos metros y medio por debajo de él. El perro se volvió y la mordió en medio de la confusión. Sin vacilar un segundo, ella alzó la escopeta y golpeó el cráneo del animal con la pesada culata. El rottweiler se desplomó de manera casi cómica sobre el cadáver de su compañero.

Bremen había usado los seis segundos de ventaja para recuperar el equilibrio y volver a impulsarse. Sintió que algo crujía y se rompía en su espalda, pero también que las tablas debilitadas por el tiempo y los disparos cedían un poco. Las venas del cuello se le hincharon y la cara se le puso muy roja; se impulsó con suficiente fuerza de voluntad y energía para mover montañas, para detener pájaros en vuelo.

Creyó que la señorita Morgan había disparado la escopeta de nuevo directamente bajo él (el estampido y el cambio de presión fueron ensordecedores), pero en realidad tres de los tablones se habían roto en pedazos.

Bremen perdió el equilibrio y cayó. Los zapatos le resbalaron en la barra de la lámpara, pero con la mano izquierda aterida se agarró al borde de las tablas rotas mientras con la izquierda lanzaba la cadena por la abertura y buscaba un asidero. Oyó a la señorita Morgan gritar algo, pero se aupó y se desgarró la camisa en las astillas mientras pasaba despegando el pie de la lámpara.

Quedó cegado por el súbito brillo de las lámparas de la torre de agua en la parte trasera del terrado de la despensa, pero se apartó rodando de la abertura cuando la señorita Morgan volvía a disparar. Otras dos tablas explotaron hacia el cielo, rociando a Bremen de astillas.

Ignorando la hemorragia de su muslo, su cadera y su brazo izquierdo, ignorando el dolor helado de sus manos encogidas, Bremen se puso en pie, recuperó la cadena y corrió hacia la parte delantera del edificio, saltando por encima de una gruesa manguera que corría hacia el extremo sur. Cuatro de los rottweilers estaban todavía junto a la puerta, las correas atadas a una tubería de hierro. Se volvieron locos cuando Bremen saltó desde el tejado. Golpeó con fuerza el suelo a tres metros de ellos, sintió que su pierna izquierda cedía y rodó pesadamente por la gravilla y las piedrecitas.

Los perros saltaron hacia él, las correas se tensaron y los hicieron retroceder, treinta centímetros fuera de su alcance.

Bremen se puso de rodillas y se acercó a la puerta. Estaba abierta sólo unos pocos centímetros; el aire frío y rancio fluía del interior como el aliento de un demonio moribundo. Bremen oyó las botas de la señorita Morgan, que corría hacia la puerta.

Se abalanzó hacia delante y la cerró de golpe justo cuando el peso de ella chocaba contra el otro lado. La presión se redujo y Bremen la imaginó retrocediendo, cargando la escopeta. Los cuatro rottweilers saltaban hacia él con tanta fuerza que se ponían en pie y aterrizaban de espaldas. La espuma y la saliva lo alcanzaban desde un metro de distancia.

Bremen pasó la cadena por la aldaba, recogió el pesado candado del suelo y lo cerró de golpe justo cuando la señorita Morgan disparaba la escopeta.

Era una puerta de acero de veinte centímetros de grosor en un marco de acero. No cedió. Incluso el sonido del disparo fue algo hueco y lejano.

Bremen dio un paso atrás y sonrió, luego miró hacia el tejado.

Ella tardaría menos de un minuto en colocar otro cadáver en posición y escalar para salir de allí tal como había hecho él. No le daría tiempo a encontrar una escalera o algo para cubrir el agujero y dudaba que pudiera llegar antes a la hacienda, dadas sus heridas. Empezó a cojear y se dirigió dando saltitos al lado sur de la despensa.

Uno de los rottweilers, una perra, se liberó en aquel momento y se abalanzó tras él, aparentemente tan sorprendida por su súbita libertad que se olvidó de aullar. Bremen dobló la esquina del edificio, cayó sobre una rodilla para evitar sus fauces y golpeó al animal en la barriga, justo bajo las costillas, con toda la fuerza que pudo.

El resuello escapó del rottweiler como el aire de un globo pinchado. El animal cayó, pero agitando las patas, las garras arañando para volver a incorporarse.

Llorando, Bremen se arrodilló sobre la espalda de la perra, le agarró las mandíbulas con sus manos hinchadas y doloridas y le rompió el cuello. Los tres perros supervivientes enloquecieron.

Bremen dobló la esquina. El irregular hueco de la ducha que la señorita Morgan había utilizado estaba todavía allí, el tanque de veinticinco litros a dos metros de altura, la gruesa manguera conectada al depósito de cinco mil litros de encima. Ignorando el dolor, Bremen corrió hacia la ducha, saltó hacia la barra, se aupó lo suficiente para agarrarse al tanque y se balanceó hasta que pudo colocar la mano sangrante alrededor de la manguera de diez centímetros.

El tanque cedió bajo el peso de Bremen y cayó al suelo de piedra, pero él ya había subido dos metros y medio y trepaba por la manguera, ahora suelta.

Se encaramó al borde del tejado y se quedó allí jadeando un segundo. La lámpara del tanque de cinco mil litros todavía lo cegaba. Había sonidos en el respiradero roto o la vieja claraboya por la que había escapado. Bremen se acercó, se asomó y vio el cañón alzándose hacia la abertura justo a tiempo.

El disparo le pasó por encima del hombro. El esfuerzo de alzar el arma había hecho que la señorita Morgan perdiera su asidero y resbalara sobre los hombros del cadáver de una joven. Bremen oyó las maldiciones cuando la señorita Morgan empezó a escalar otra vez, con una sola mano. La lámpara crujió cuando la mujer se subió encima.

Bremen tenía que sentarse o se desmayaría. Incluso sentado con la cabeza entre las rodillas, el mundo iluminado por los focos se redujo a un estrecho túnel entre paredes negras. A lo lejos, muy a lo lejos, oyó los ruidos de la señorita Morgan escalando, recuperando el equilibrio, apoyando la escopeta contra la pared interior del respiradero, poniéndose en pie. Bremen cerró los ojos.

Vamos, Jer. ¡Levántate! Levántate ahora. Por mí.

Agotado, suspirando, Bremen abrió los ojos y se arrastró sobre la cubierta de alquitrán y grava hasta la manguera. Dejó huellas ensangrentadas de sus manos y una mancha de la pierna izquierda al hacerlo.

Con sus últimas fuerzas (no, con fuerzas que no eran suyas, sino que tomaba prestadas de algún lugar oculto), sostuvo la manguera, se arrastró por el tejado y se asomó al borde del agujero.

La cabeza y los hombros de la señorita Morgan asomaban ya. Con los ojos muy blancos y abiertos, un halo de escarcha en el cabello despeinado y los labios replegados en una mueca asesina, no parecía del todo humana. El ruido blanco de su psicótica sed de sangre había sido anulado por el súbito arrebato de triunfo que emanaba de ella como orina caliente. Todavía sonriendo, se esforzó por meter la escopeta por la abertura.

Sin sonreír, Bremen abrió la válvula y sujetó con fuerza la manguera mientras trescientos kilos de presión de agua hacían que la mujer se perdiera de vista y se soltaran las tablas en torno al agujero. Se acercó más y un geiser suelto de la boca de la manguera envió gravilla quince metros hacia la noche.

La mujer había arrastrado consigo la escopeta al caer. Bremen cerró el agua y se asomó con cuidado por el borde del agujero, donde empezaba a formarse ya una capa de hielo.

La señorita Morgan volvía a escalar, una figura cubierta de escarcha y congelada. Seguía sonriendo salvajemente. Tenía la escopeta en la mano derecha, blanca como la leche.

Suspirando, Bremen dio un paso atrás, colocó la manguera en la abertura y abrió al máximo la válvula. Se tambaleó hacia la parte delantera del edificio y se desplomó en la grava junto al muro bajo del terrado. Cerró los ojos un segundo.

Sólo un segundo o dos.